La mirada de Stephen se detuvo en Hayley y se le aceleró el pulso. Llevaba el pelo cuidadosamente recogido en la nuca con un pulcro moño. Sus miradas se cruzaron y, cuando ella le dedicó una breve sonrisa, a Stephen le invadió una reconfortante sensación de alivio por todo su cuerpo. Entonces se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.
Aquella tarde le tocaba a Nathan dar las gracias por los alimentos y todo el mundo se dio la mano. Todo el mundo menos Stephen y Hayley. Callie deslizó su diminuta manita en la mano de Stephen, pero, aunque Hayley le dio la mano a Pamela, no hizo en ningún momento ademán de dársela a Stephen.
A Stephen le embargó una profunda sensación de pérdida. «Toca a la gente para mostrarle su afecto. Pero no me quiere tocar a mí.» Un padecimiento completamente desconocido para él le encogió el corazón. No podía culpar a nadie salvo a sí mismo. «Maldita sea, yo no me refería a que no quería que volviera a tocarme nunca más.»
Con un nudo en la garganta, Stephen tendió la mano a Hayley. Ella miró hacia abajo y en sus ojos brilló la sorpresa, pero no hizo ningún ademán de darle la mano.
En voz baja para que sólo ella le pudiera oír, Stephen dijo una palabra que el marqués de Glenfield raramente utilizaba, si es que la había utilizado alguna vez:
– Por favor.
Se volvieron a cruzar sus miradas y, tras varios latidos, ella depositó su mano en la de él. Sus palmas entraron en contacto y el calor fluyó súbitamente por todo el brazo de Stephen. Él apretó suavemente la mano de Hayley y una sonrisa iluminó sus labios cuando ella le devolvió el apretón. Después de todo, eso de tocarse, no era tan terrible. Por supuesto, él lo estaba soportando únicamente para hacer bien el papel de tutor. De hecho, estaba sumamente impresionado con sus recién descubiertas dotes de actor.
Mientras Nathan daba las gracias por los alimentos, Stephen dejó vagar la mente, evocando la imagen de Hayley tal y como había salido del lago, empapada y sucia, sonriendo y riéndose, luego con los ojos encendidos, desafiándole y golpeándole en el pecho. Volvió a apretar los dedos involuntariamente alrededor de su mano.
– Señor Barrettson, ahora ya puede soltar la mano de Hayley -dijo Callie estirando de la manga de Stephen-. La oración ya ha finalizado.
Stephen miró a la pequeña y soltó lentamente la mano de Hayley.
– Gracias, Callie -le dijo con una sonrisa.
Callie sonrió alegremente.
– No hay de qué.
La comida fue ruidosa y animada, con los niños explicando lo que habían hecho aquel día a tía Olivia, Winston y Grimsley.
– ¡Que me cojan por los pantalones y me lancen de cabeza desde el nido del cuervo! -exclamó Winston negando con la cabeza-. Los asquerosos de… -Captó la mirada de aviso de Hayley y tosió-. Los locos de esos perros seguro que acaban provocando un accidente algún día.
Grimsley miró a Winston entornando los ojos.
– Si no recuerdo mal, fuiste tú quien animó a la señorita Hayley a quedarse con esas bestias indómitas. -Levantó la nariz con gesto altivo y añadió-: Yo habría…
– Pero si tú ni siquiera puedes ver a esos sarnosos perros callejeros, viejo bobo y ciego -espetó Winston-. No sabrías distinguir un perro de una mesita incluso aunque te cayeras encima de uno.
Grimsley enderezó sus delgados hombros.
– En calidad de ayuda de cámara personal del capitán Albright, nunca me he caído encima de ningún perro ni de ninguna mesita.
– Seguro que lo has hecho, pero no lo reconocerías nunca, miope saco de huesos.
Hayley se aclaró la garganta con un sonoro «ejem» y los dos hombres dejaron de discutir. Aunque no intercambiaron más que unas pocas palabras durante toda la cena, Stephen fue muy consciente de que Hayley estaba sentada a su lado. Cada vez que ella se movía, un sutil perfume a rosas inundaba sus fosas nasales. El suave sonido de su risa le acariciaba los oídos con la dulzura de la miel. Sus dedos se rozaron una vez cuando los dos fueron a coger el salero al mismo tiempo y a él casi se le para el corazón. Una oleada de calor le subió por el brazo, y él negó con la cabeza, aturdido por la intensidad de la reacción.
Tras la cena, el grupo se retiró al salón, donde Andrew retó a Stephen a una partida de ajedrez. Desesperadamente necesitado de estimulación mental, Stephen aceptó. Hayley, Pamela, Nathan y Callie se pusieron a jugar a cartas mientras tía Olivia se concentraba en su labor de punto. Stephen se quedó impresionado por lo bueno que era Andrew jugando al ajedrez. El chico jugó astuta e inteligentemente, y Stephen se lo pasó en grande.
– Jaque mate -anunció Stephen al final, mientras movía el alfil-. Has jugado de maravilla, Andrew. Eres bueno -elogió al muchacho-. No me has dejado bajar la guardia. ¿Te enseñó a jugar tu padre?
– Sí, mi padre nos enseñó a todos, salvo a Callie, claro. Siempre gano a Nathan, pero todavía no he conseguido ganar a Hayley.
Stephen levantó las cejas en señal de sorpresa.
– ¿Tu hermana juega al ajedrez?
– Hayley jugaba incluso mejor que mi padre, y mi padre era muy bueno, se lo aseguro-. Miró a Stephen con curiosidad-. Usted es bueno, pero apuesto lo que quiera a que Hayley le gana.
Stephen llevaba años sin perder una sola partida de ajedrez. Recordaba su última derrota. Debía de tener aproximadamente la edad de Andrew y perdió con su tutor privado. Aquella derrota le había granjeado el mordaz desprecio de su padre.
– Perderías, Andrew.
– ¿Lo dice en serio? ¿Quiere que hagamos una apuesta? -preguntó Andrew con los ojos brillantes.
Las manos de Stephen hicieron una pausa en la tarea de guardar las piezas de ajedrez.
– ¿Una apuesta?
– Sí, yo apuesto por que Hayley le gana al ajedrez.
– ¿Cuáles son tus condiciones?
Andrew estuvo un rato pensando, con la frente arrugada. De repente, se le iluminó el rostro.
– Si usted pierde, tendrá que ayudarnos a Nathan y a mí a acabar de construir nuestro castillo en el prado que hay junto al lago.
Stephen arqueó una ceja.
– ¿Y si gano?
– No ganará -afirmó Andrew taxativamente.
– Pero… ¿y si, por algún milagro, ganara yo?
– Bueno… -Era evidente que a Andrew aquella posibilidad no le cabía en la cabeza.
Stephen se inclinó hacia delante.
– Si gano yo, tú y tu hermano ayudaréis a vuestras hermanas a arrancar las malas hierbas del jardín.
Una expresión de verdadero horror se dibujó en el rostro de Andrew.
– ¿Arrancar las malas hierbas del jardín? Pero eso es… es cosa de chicas -refunfuñó a modo de excusa poco convincente.
– Yo solía pensar como tú -dijo Stephen, sonriendo para sus adentros al pensar en la noche anterior-, pero hace poco he descubierto que las flores son algo sobre lo que debería saber todo hombre.
– ¿Ah, sí? -Era obvio que Andrew no sabía si tomarse o no en serio aquel consejo de hombre a hombre.
Stephen se puso la mano en el pecho.
– Confía en mí, Andrew. Ayudar en el jardín también es cosa de hombres. Además -Stephen dirigió una sonrisita al muchacho-, si Hayley es tan buena jugando al ajedrez como tú dices, no hará falta que arranques ni una sola hierba del jardín.
– Tiene razón -dijo Andrew aliviado-. Me temo que va a tener que ayudarnos a construir el castillo. -Alargando la mano sobre el tablero de ajedrez, el chico estrechó la mano de Stephen y añadió-: Hecho. Apuesta cerrada.
Stephen devolvió al muchacho el fuerte apretón de manos.
– Hecho.
– ¿Cuándo la retará? -preguntó el muchacho con impaciencia.
Stephen buscó a Hayley con la mirada, que en ese momento estaba mirando las cartas que tenía en la mano con expresión de seriedad.
– No te impacientes. La retaré esta misma noche -le contestó con voz pausada.
– Tengo entendido que eres muy buena jugando al ajedrez.
Hayley, cuando se dirigía al despacho para escribir después de que el resto de la familia se retirara a descansar, se detuvo sorprendida. Stephen estaba de pie junto a la puerta, apoyado en la jamba, soportando el peso de su larga figura con sus anchos hombros. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y sus ojos verdes la estudiaban con interés. Ella anduvo hacia él mientras intentaba calmarse el pulso, que se le había acelerado súbitamente.
– Pensaba que todo el mundo se había retirado a descansar -dijo Hayley, deteniéndose ante él.
– Todo el mundo… salvo nosotros -dijo Stephen con dulzura-. Andrew me ha informado de que eres una excelente jugadora de ajedrez. ¿Puedo retarte a una partida?
Hayley levantó las cejas en señal de sorpresa.
– ¿No se da cuenta de que no sería correcto que nos quedáramos los dos solos, mirándonos fijamente sobre un tablero de ajedrez? No soportaría recibir otro rapapolvo como el de antes.
– He reconocido que me he pasado de la raya. Creía que habías aceptado mis disculpas.
– Las he aceptado, pero…
– Entonces juega al ajedrez conmigo, y haz el favor de volver a tutearme como antes cuando estemos solos.
Hayley dudó un momento. Realmente necesitaba adelantar su trabajo de escritura. Pero la posibilidad de pasar un rato a solas con Stephen era sencillamente demasiado tentadora para ignorar aquella proposición. Las aventuras del capitán Haydon Mills podían esperar un par de horas.
Dirigiéndole una breve sonrisa, pasó de largo junto a él y entró en el salón.
– Me encantaría jugar.
Se sentaron uno enfrente del otro, separados por la mesita de ajedrez de madera de caoba que había delante de la chimenea.
Una lenta sonrisa arqueó las comisuras de los labios de Stephen.
– ¿Qué nos jugamos?
Hayley le miró sorprendida.
– ¿Que qué nos jugamos? ¿Se refiere a que nos apostemos algo? -Ella seguía sin tutearle.
– Exactamente. Eso hará la partida más interesante, ¿no te parece?
– Quizá -musitó Hayley, algo azorada por tener que admitir que no le sobraba precisamente el dinero para jugárselo-. Me temo que no me puedo permitir apostar demasiado.
– No me refiero a apostar dinero.
– ¿Ah, no? ¿Qué otra cosa podemos apostar?
Stephen se dio varios golpecitos en la mejilla con los dedos.
– ¡Ya lo tengo! Quien gane podrá pedir al perdedor que haga determinada tarea de su elección.
– ¿Qué tipo de tarea? -preguntó Hayley, completamente despistada.
– Bueno, por ejemplo, si ganas tú, me puedes pedir que arranque las malas hierbas del jardín, y, si gano yo, te puedo pedir que me cosas la camisa. -En los labios de Stephen se dibujó una lenta y seductora sonrisa-. O quizá que me vuelvas a afeitar.
Hayley contuvo momentáneamente la respiración. Era evidente que le estaba tomando el pelo.
– Pero, Stephen, yo estaría encantada de hacer cualquiera de esas dos cosas por ti de todos modos. -Por fin, se dignó tutearle.
– Oh. Bueno, seguro que se me ocurre algo -dijo él agitando la mano para quitarle hierro al asunto.
– Suponiendo que me ganas, claro.
– Claro. -Stephen se acercó a la mesa y le preguntó en tono desafiante-: ¿Jugamos?
Hayley se moría de ganas por iniciar la partida. Hacía siglos que no jugaba al ajedrez con nadie aparte de los chicos. Le dirigió una sonrisa confiada.
– Prepárate a recibir la paliza del siglo.
Hayley enseguida se dio cuenta de que Stephen era un gran jugador de ajedrez. Disfrutando del reto, desplegó una ofensiva poco habitual que le había enseñado su padre, y contraatacó ante cada movimiento de Stephen. Con cada jugada, fueron recobrando la fresca y desinhibida camaradería que tenían antes de la discusión. La distancia que había entre ambos al principio de la partida se disipó hasta tal punto que no dejaban de pincharse, bromear y reírse entre movimiento y movimiento.
Cuando llevaban dos horas de un juego sumamente reñido, Stephen se reclinó sobre el respaldo del asiento con una mirada de suficiencia después de hacer un inteligente movimiento.
– Agárrate.
– Si te empeñas. -Hayley se inclinó hacia delante y movió la reina-. Jaque mate.
La sonrisa de suficiencia y satisfacción se desvaneció de los labios de Stephen. Bajó la mirada hacia el tablero y negó repetidamente con la cabeza, visiblemente asombrado. Luego la expresión de asombro dio paso a otra de clara admiración.
– Efectivamente, jaque mate -asintió-. No sé cómo lo has hecho, pero no te he visto venir. -Se reclinó sobre el respaldo de la silla y sonrió-. Quiero que sepas que hacía años que no perdía una partida de ajedrez.
– No pareces demasiado molesto por la derrota. Tal vez no estés tan contento cuando me cobre lo apostado.
– ¿Por qué? ¿Acaso ya tienes pensado qué deseas que haga?
– Todavía no, pero lo de arrancar las malas hierbas del jardín tiene su atractivo.
Stephen se palpó el vendaje de las costillas y del hombro.
– Demasiado duro para un hombre en mi debilitado estado. -Tosió varias veces exageradamente en un intento de darle lástima.
Hayley frunció los labios en una mueca de fingida preocupación.
– Tienes razón, Stephen. Tal vez sea mejor que bañes a Winky, Pinky y Stinky. -Le faltó poco para reírse a carcajadas cuando vio que Stephen se ponía lívido.
– No, lo del jardín está bastante bien -se apresuró él a rectificar.
– Tranquilo. Te prometo no obligarte a hacer nada indecoroso.
– ¡Gracias a Dios! -Stephen se levantó y se dispuso a coger la garrafa de brandy que había junto a la ventana-. ¿Te importa que me sirva una copa?
– Por supuesto que no. Ya te lo dije ayer, siéntete como en tu propia casa. Sírvete tú mismo, siempre que lo desees. Me alegra saber que alguien sabe apreciar el brandy de mi padre.
– Muy agradecido. -La miró con curiosidad. Un demonio interior, tal vez uno que quería demostrarle que él también podía comportarse de forma no convencional, le incitó a preguntarle-: ¿Te apetece acompañarme?
Ella levantó las cejas.
– ¿Yo?
– Sí. Tu victoria bien merece un brindis. ¿Has probado el brandy alguna vez?
– No, pero el brandy no es una bebida de mujeres -contestó ella con una mirada maliciosa-. Seguro que tú ya lo sabes.
– Prometo no contárselo a nadie -contestó él en tono divertido e incitador-. ¿No sientes curiosidad por probarlo? Te aseguro que es un brandy excelente. Le alargó una copita. Pruébalo.
Hayley miró intrigada el líquido de color ámbar. El capitán Haydon Mills tomaba brandy a menudo, y Hayley pensó que, si escribía sobre ello, por lo menos debería probarlo. Con finalidad exclusivamente literaria, por descontado.
Espiró sonoramente en señal de resolución y dijo:
– Como diría Winston: ¡Arriba, abajo, al centro y «pa» dentro! -Y se tragó toda la copa de un solo trago.
El fuerte licor dejó un ardiente rastro en la garganta de Hayley, dejándola sin aliento y con lágrimas en los ojos.
– ¡Santo Dios! -dijo respirando con dificultad. Y luego empezó a toser.
Stephen se levantó y la ayudó a ponerse de pie. Colocándose detrás de ella, le dio palmaditas en la espalda hasta que ella dejó de toser.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó cuando vio que volvía a respirar con normalidad.
Hayley asintió sin demasiada convicción.
– Sí, ahora sí. -Dirigió a Stephen y a su copa de brandy todavía intacta una hosca mirada-. ¿Cómo puedes beberte algo tan asqueroso? Es repugnante.
Él contuvo una carcajada.
– Se supone que debe beberse a sorbos, no de un trago.
– Y me lo dices ahora. -Le dirigió una tímida sonrisa, que se desvaneció en cuanto sintió un repentino mareo-. ¡Dios mío! Me siento bastante indispuesta.
Stephen la tomó del brazo y la guió hasta un largo sofá de brocado que había delante de la chimenea.
– Siéntate -le dijo mientras la ayudaba a sentarse, y luego se sentó a su lado-. ¿Un poco mejor?
Hayley asintió.
– Lo siento, me he sentido tan rara durante un momento… -Se reclinó sobre el respaldo y cerró los ojos. Sintió una repentina oleada de calor y mareo al mismo tiempo, que le dejó con una extraña y líquida sensación de languidez-. ¡Santo Dios!
Stephen la estudió detenidamente, recorriendo lentamente su rostro con la mirada, fijándose en la delicada piel de sus pómulos, la sensual prominencia de sus labios, la elegante curvatura de su largo cuello.
– Te has bebido de un trago una generosa copa de brandy. Y el hecho de que apenas hayas probado la cena no va a ayudarte demasiado.
Hayley miró a Stephen visiblemente sorprendida.
– ¿Cómo sabes que apenas he probado la cena?
«No podía apartar los ojos de ti.» Siguió repasándola con la mirada y se detuvo en su vestido. En vez de responder a su pregunta, le preguntó:
– ¿Acaso el marrón es tu color favorito?
Ella abrió los ojos de par en par.
– ¿Qué?
– Todos los vestidos que llevas son de color marrón. ¿Es ése tu color favorito?
Ella volvió a cerrar los ojos.
– No particularmente. El marrón está bien porque es un color muy sufrido, disimula la suciedad.
– ¿No tienes ningún vestido de otro color? -le preguntó él, imaginándose el aspecto que debía de tener con un vestido azul claro, del mismo color que sus ojos.
– Por supuesto que sí, tengo dos vestidos grises.
«Dos vestidos grises.» Aquellas palabras se le clavaron a Stephen en el corazón. Ella las había dicho con una gran naturalidad, sin el menor signo de avergonzarse de ello. Jamás conocería a nadie tan poco vanidoso. Para contener el impulso de tocarla, ahuecó las palmas alrededor de la copa de brandy y apretó con fuerza contra el cristal.
– Pamela tiene vestidos de muchos colores -señaló él.
– Sí. ¿No son preciosos? -Una tierna sonrisa iluminó su rostro-. Pamela está en una edad en que los caballeros están empezando a fijarse en ella, especialmente uno de ellos. Es importante que se arregle para estar guapa. Le aconsejaré que se ponga su nuevo vestido verde claro para ir a la fiesta que dará Lorelei Smythe la próxima semana. -Abrió los ojos y sonrió a Stephen como si estuviera soñando despierta-. A Pamela le sienta estupendamente el verde claro, ¿sabes?
Incapaz de controlarse, Stephen alargó la mano y tocó suavemente la sonrojada mejilla de Hayley.
– ¿Y tú irás también de verde claro?
Ella se rió y negó repetidamente con la cabeza.
– No. Me pondré uno de mis vestidos grises. -Como él seguía observándola, ella dejó de sonreír. Hizo un esfuerzo por incorporarse y le dijo-: Te has puesto serio. ¿He dicho o hecho algo que te haya molestado?
Él siguió recorriendo el rostro de Hayley con la mirada.
– Qué va. Sólo me estaba imaginando lo preciosa que estarías con un vestido verde claro. O azul claro, a juego con tus ojos.
A Hayley se le escapó una risita indecorosa seguida de un hipo nada femenino.
– ¡Dios mío! ¿Qué diablos lleva ese brandy? -Se apretó las sienes con las yemas de los dedos-. ¿Y bien? ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí. Vestidos. Gracias por tus amables palabras, pero hace falta algo más que un vestido de color claro para hacerme parecer preciosa.
Dejando su copa intacta sobre una mesita de caoba, Stephen ahuecó las palmas en torno al rostro de Hayley.
– Al revés -dijo con dulzura mientras le acariciaba suavemente las mejillas con los pulgares-. No se me ocurre nada que, de algún modo, pueda hacer sombra a tu hermosura, incluyendo los vestidos grises o marrones.
Ella lo miró con los ojos como platos, y él enseguida leyó la confusión en su mirada.
– No es necesario que me digas cosas bonitas, Stephen.
Aquellas palabras se le volvieron a clavar a Stephen en el corazón. Era tan preciosa. Por dentro y por fuera.
– Eres hermosa, Hayley. Absolutamente hermosa.
El rubor bañó el rostro de Hayley y se dibujó una tímida sonrisa en sus labios.
– ¿Nunca te lo había dicho nadie? -preguntó él.
Su rubor se intensificó.
– Solamente mi madre y mi padre. Nunca un hombre.
– ¿Ni siquiera Poppledink? [8]
– Popplemore. Y no.
– Ese hombre es estúpido.
A Hayley se le volvió a escapar otro hipo y una risita.
– De hecho, por lo visto es poeta.
– ¿Poeta? ¿Y no te dijo nunca que eras hermosa?
– No. Al parecer, le dio por la poesía después de romper nuestro compromiso. -Se inclinó hacia delante y le confesó-: Es obvio que yo no era el tipo de mujer adecuado para despertarle la vena poética.
A pesar de su actitud aparentemente despreocupada, Stephen supo detectar cierta nota de amargura en aquellas palabras, una amargura que él se sentía impelido a desterrar.
– Te aseguro que tú podrías inspirar la vena poética en cualquier hombre.
– ¿Ah, sí? -Una chispa de malicia iluminó los ojos de Hayley-. ¿Hasta en ti?
– Hasta en mí.
– No te creo.
– Me encantaría demostrártelo… pero te costará lo que nos hemos apostado.
– ¿Te refieres a que entonces no podré obligarte a arrancar las malas hierbas del jardín?
– Exactamente.
Hayley se dio varios golpecitos en la mejilla con los dedos mientras consideraba ambas opciones.
– Está bien. -Levantando una ceja con malicia, añadió-: Así podré poner a prueba tus dotes como tutor, comprobando lo bien que manejas el lenguaje. -Se puso cómoda de una forma un tanto teatral, colocándose ruidosamente la falda alrededor del cuerpo y luego dijo-: Estoy lista. Soy todo oídos.
Stephen paseó lentamente la mirada por el rostro de Hayley, deteniéndose largamente en su boca y luego volviendo a reencontrarse con sus ojos.
Es como un rayo de luz,
con esa mirada transparente y azul.
Hay algo dulce y tierno en sus ojos,
que me hechiza y me hace sentir dichoso.
Hayley acogedora,
Hayley seductora,
Hayley angelical.
Tan imposible de definir como de ignorar.
Escapa a todo lo convencional,
pero yo no puedo evitar
querer besar la boca
de Hayley, la más hermosa.
Hayley objeto de mi deseo,
Hayley del prado de heno.
Stephen rozó suavemente sus labios con los de Hayley y luego se retiró. Ella lo miró fijamente, claramente aturdida.
– ¿Y bien? -preguntó él-. ¿He pasado la prueba?
– ¿Prueba? ¿Qué prueba?
– La de mis dotes como tutor. -Alargó el brazo y le acarició la tersa mejilla con un dedo.
Ella se quedó paralizada.
– Me has tocado.
– Sí.
– Pero creía que no te gustaba.
Él no podía dejar de mirarla.
– Sí que me gusta, Hayley. Mucho.
Los ojos de Stephen se detuvieron en un resplandeciente rizo que se había escapado del fino recogido que llevaba Hayley aquella noche. En vez de inspirarle decoro, lo único que le inspiraba aquel moño era el deseo de arrancarle todos aquellos alfileres de la sedosa melena y ver cómo se le desparramaba por la espalda. La necesidad de volverla a besar turbaba sus sentidos y le invadió el intenso deseo de fundirse con ella. Aquella mujer había tocado algo muy profundo en su interior, una parte de él que ni siquiera sabía que existía antes de conocerla.
– Gracias por el poema. Es precioso.
La suave caricia de la voz de Hayley en su oreja debilitó las defensas de Stephen. Apartando firmemente su sentido común, Stephen dio rienda suelta a sus deseos, largamente reprimidos. Introdujo los dedos entre los sedosos rizos de Hayley y cubrió sus labios con los suyos, buscando con la lengua la entrada de su boca.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y abrió los labios, acogiendo el empuje de la lengua de Stephen y devolviéndole el beso con un abandono que todavía alimentó más el fuego que ardía dentro de él. Stephen hundió su boca en la de ella una y otra vez, aumentando la duración y la intensidad con cada beso hasta que sintió que iba a explotar. Sin separar su boca de la de Hayley, la sentó sobre sus muslos. Stephen contuvo un gemido cuando ella, al cambiar de postura, apretó involuntariamente las nalgas contra su creciente excitación.
«Tengo que parar. Parar de besarla. Parar de tocarla.» Pero, mientras se repetía aquellas palabras, empezó a acariciar la cálida y prominente redondez de su seno. El pezón se contrajo al entrar en contacto con su palma, y él supo que su conciencia acababa de perder la batalla. Con un hondo gemido, Stephen empujó la espalda de Hayley contra los cojines del sofá, recostándola y medio cubriéndola con su cuerpo.
Enredó los dedos en los sedosos cabellos de Hayley, luego recorrió sus costados con ambas manos y volvió a subir a los senos, acariciando sus tersos contornos y apresándolos con las palmas de las manos. Completamente perdido en la exquisitez de aquel tacto y de aquel embriagador perfume a rosas, sus labios recorrieron el cuello de Hayley y siguieron descendiendo, besándole los senos a través del fino tejido del vestido.
Él levantó la cabeza.
– Abre los ojos, Hayley.
Ella abrió lentamente los párpados y, al contemplar el brillo del deseo en sus acuosas profundidades, Stephen sintió que se le tensaban los genitales con un palpitante dolor. Se llevó la palma de Hayley a los labios y la besó ardientemente. Ella elevó la parte inferior del cuerpo, haciendo gemir a Stephen al apretar los muslos contra su excitación. Mirando fijamente aquellos luminosos ojos, rebosantes de deseo, nublados por el placer, Stephen apretó los dientes para contener el acuciante impulso de poseerla. Quería hacer muchísimo más que besarla.
Ella era una hembra acogedora y entregada que pedía más, y él un macho que ardía en deseos carnales, atormentado por aquel palpitante dolor en la entrepierna. El impulso de levantarle las faldas y hundirse en su calidez de terciopelo le estaba volviendo loco. «Es mía. En menos de diez segundos podría estar dentro de ella, poniendo fin a este incesante e insoportable dolor.»
Pero no podía hacerlo. Hayley era virgen y, sin lugar a dudas, estaba mareada y confusa a consecuencia de aquel generoso trago de brandy. Y ella merecía muchísimo más que un rápido revolcón en un sofá con un hombre que iba a marcharse dentro de poco, un hombre que le había pagado su bondad con mentiras y duras críticas.
Pero, ¡maldita sea!, Hayley no se parecía a ninguna de las vírgenes que él había conocido. Él era alérgico a las mujeres inocentes. Eran apocadas, aburridas, sosas y generalmente iban custodiadas por una madre obsesionada con encontrarles marido. Hayley le retaba, le provocaba, le confundía y le fascinaba. Y, lo peor de todo, le excitaba hasta el punto de provocarle dolor.
Nunca supo de dónde sacó las fuerzas para alejarse de Hayley, pero, murmurando una blasfemia contra sí mismo, se obligó a separarse de ella y se incorporó, sentándose en el sofá. «¡¡Maldita sea!! ¡¡Maldita sea!!»
Apoyando la cabeza en las manos, Stephen cerró los ojos e intentó calmar sus desquiciados nervios. Tenía que alejarse de aquella mujer. De alguna forma, ella había sido capaz de despojarle de su sentido común. Se moría por ella. Su cuerpo pedía a gritos el contacto con su piel. Le estaba volviendo completamente loco. «No debería haber iniciado esto. Debería haber dejado que siguiera enfadada conmigo.» Pero había preferido egoístamente volver a ver aquel brillo tentador en sus ojos.
Ella se incorporó y se apoyó en el brazo de Stephen.
– Oh… la cabeza -se quejó- ¡Cómo me late!
«Yo sé muy bien lo que es latir, créeme», pensó y, sacando fuerzas de flaqueza, se levantó.
– Subamos arriba -dijo lacónicamente. La cogió firmemente por las axilas, la ayudó a ponerse en pie y luego prácticamente la arrastró por el salón.
– ¡Espera! -le dijo respirando con dificultad-. Todo me da vueltas.
Pero Stephen no esperó. No se atrevió a hacerlo. Sujetándola con firmeza con un brazo, medio la guió, medio la arrastró escaleras arriba. No se detuvo hasta que llegaron a la alcoba de Hayley. Abrió la puerta, la empujó dentro con delicadeza y luego cerró la puerta con un decidido clic.
Tras entrar en su propia alcoba, Stephen recorrió nerviosamente una y otra vez toda la longitud de la estancia, pasándose repetidamente los dedos por el pelo hasta que vio que se había arrancado varios mechones. Intentó desesperadamente no pensar en Hayley, Hayley ardiente y acogedora, Hayley entregada, tendiéndole los brazos, con los ojos rebosantes de deseo.
No podía pensar en otra cosa.
Podía haberla hecho suya.
Si su maldita conciencia no se hubiera interpuesto, ahora podría estar hundiéndose en las profundidades de sus suaves muslos, acariciando su piel con perfume a rosas, besando sus labios, aliviando aquel palpitante dolor que tenía en los genitales.
«¿Por qué diablos se habrá despertado mi conciencia, largamente dormida, justo ahora? ¡Vaya momento tan asquerosamente inadecuado para hacerse oír!» Hundiéndose en una butaca orejera, estuvo mirando fijamente el fuego con la frente arrugada hasta que las ascuas casi dejaron de brillar. Tras una hora de examen de conciencia, sólo fue capaz de llegar a dos conclusiones.
Primera, por mucho que intentara negarlo y por mucho que intentara convencerse a sí mismo de lo contrario, deseaba a Hayley Albright con una intensidad que le desconcertaba. Le afectaba como ninguna otra mujer le había afectado nunca.
Segunda, el único motivo de que en aquel preciso momento no estuviera hundido en sus acogedoras profundidades era que aquella mujer le importaba demasiado como para arrebatarle la inocencia y después abandonarla sin más.
Cerró fuertemente los ojos y negó con la cabeza.
«¡Maldita sea! Me importa; me importa mucho. No quiero que me importe, pero me importa.»
Le habría gustado no desearla hasta el punto de volverse loco, pero la deseaba.
Deseaba desesperadamente ser capaz de hacerla suya y largarse sin más, pero no podía hacerlo.
Girando la cabeza, miró fijamente la única rosa amarilla que reposaba sobre la mesita que había junto a su butaca. Cogió la flor marchita y tocó sus pétalos con dedos dubitativos.
Incluso con un asesino pisándole los talones, de algún modo sospechaba que estaría más seguro en Londres.
Necesitaba marcharse de allí.
Y cuanto antes mejor.