Tuvo que pasar una semana entera para que Hayley empezara a volver a ser la misma de antes. Por fin, aunque no se encontrara exactamente bien, por lo menos, no se encontraba tan francamente mal. Todavía le dolía el pecho cuando pensaba en Stephen, pero había tomado la firme determinación de quitárselo de la cabeza.
Afortunadamente, tenía muchas cosas con que mantenerse ocupada, la más importante de la cuales era el séptimo cumpleaños de Callie. Hayley se complicó bastante la vida organizando la fiesta, en parte porque quería que aquél fuera un día memorable para Callie, pero también porque aquella celebración le proporcionaba algo en que centrarse. La familia al completo estaba sumamente ajetreada haciendo regalos y buscando lugares ingeniosos donde ocultarlos de los curiosos ojos de Callie.
– No encuentro ninguno de mis regalos -se quejó Callie el día antes de la fiesta.
– Se supone que no tienes que encontrarlos -le contestó Hayley con una sonrisa-. No habrá regalos hasta mañana.
– He buscado por todas partes. Hasta en el cuarto de Winston. -Callie se acercó a Hayley y le susurró al oído-: Tiene dibujos de señoritas medio desnudas debajo de la cama.
La sonrisa de Hayley se esfumó.
– Callie, es de mala educación meter las narices en las cosas de otras personas. Estoy segura de que esas señoritas son, ejem… amigas de Winston.
– No, no lo creo. Parecen malas y…
– ¿ Por qué no vas a buscar a Pamela y a los chicos y bañáis a Winky, Pinky y Stinky? -sugirió Hayley en un intento desesperado de cambiar de tema de conversación-. No podrán asistir a tu fiesta si van así de sucios.
– Desde luego que no -asintió Callie, cambiando de foco de atención-. Sobre todo Stinky.
Al cabo de menos de media hora, los Albright bajaron en masa al lago, cargados con cubos y jabón. Silbaron para llamar a los perros y, en cuestión de segundos, las tres inmensas bestias salieron del bosque a toda velocidad. Los chicos llenaron los cubos y tiraron agua sobre los perros mientras éstos corrían de aquí para allá.
Winky, Pinky y Stinky conocían muy bien el juego y, moviendo las colas y ladrando ruidosamente, se lanzaban contra el agua, intentando coger al vuelo la espuma. Todo el mundo estaba riendo, sin aliento y empapado, cuando una voz masculina irrumpió en la algarabía.
– Parece ser que siempre encuentro a las damas Albright en las situaciones más sorprendentes cada vez que se me ocurre venir sin avisar.
Todo el mundo se volvió hacia la voz. Marshall Wentbridge estaba de pie a unos seis metros, con una amplia sonrisa.
El rostro de Pamela se tiñó de un rojo intenso mientras dirigía a Hayley una mirada de angustiado bochorno.
– Hola, Marshall -gritó Hayley, saludándole con la mano. Luego guiñó rápidamente el ojo a Pamela y añadió-: ¿Le gustaría unirse a nosotros?
Marshall se acercó, quitándose la chaqueta mientras caminaba, con los ojos clavados en Pamela. Tras dejar la chaqueta en la hierba, se sumergió en el agua hasta las rodillas sin dudarlo ni un momento.
– ¿Qué hago? -preguntó con una maliciosa sonrisa en su atractivo rostro.
Hayley le lanzó un trapo mojado, que se estrelló contra la camisa de Marshall, mojándosela.
– Coja un perro, cualquier perro, e intente lavarlo-. Le hizo un gesto jovial con la mano-. Buena suerte.
A los seis les costó más de una hora encontrar alguna mejoría en el aspecto de los perros. En cuanto conseguían coger a un perro y lavarlo, la maldita bestia corría al bosque y regresaba cubierta otra vez de barro y hojas secas.
Pero, por fin, los animales se tranquilizaron y, entre risas y bromas, los Albright lograron bañarlos con la impagable ayuda de Marshall. En cuanto concluyeron, Hayley envió a Callie y a los chicos por delante para que se lavaran y se cambiaran de ropa. Se agachó para recoger los cubos y el poco jabón que había sobrado y, cuando se levantó, vio a Pamela y a Marshall muy cerca el uno del otro, cogidos de la mano. Hayley enseguida apartó la mirada, sin querer interrumpir un momento tan íntimo.
Se apresuró a recoger el resto de los utensilios y, cuando se disponía a volver a casa, se le acercaron Pamela y Marshall. Hayley no pudo evitar fijarse en la expresión radiante de sus rostros y en que iban cogidos de la mano.
Tuvo que hacer un esfuerzo para contener la risa al contemplar el aspecto desaliñado de Marshall. Tenía una pinta de lo más impropia de un médico. Se preguntó qué pensarían sus colegas del Ilustre Colegio de Médicos si le vieran en aquel estado.
– Ha sido muy amable de su parte ayudarnos a bañar a los perros -dijo Hayley con una sonrisa.
Marshall sonrió.
– Hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien.
Hayley volvió a coger los cubos que había depositado puntualmente en el suelo.
– Bueno, si me disculpan, ahora soy yo la que necesito desesperadamente bañarme.
– Si no le importa-se apresuró a decir Marshall-, me gustaría hablar un rato con usted.
Volviendo a dejar los cubos en el suelo, Hayley le dedicó toda su atención.
– Por supuesto que no me importa, Marshall. Usted dirá.
Marshall carraspeó varias veces.
– Bueno, ejem, en ausencia de una madre o un padre de familia, y puesto que usted es la adulta que lleva la casa… -Se detuvo a media frase, ruborizándose un poco más con cada minuto que pasaba-. Bueno, siendo ésa la situación, creo que usted debe ser la primera en saber que le acabo de pedir a Pamela que se case. Conmigo. -Volvió a carraspear.
Hayley tuvo que hacer un gran esfuerzo por mantener una expresión de seriedad acorde con la solemnidad de la situación. Allí estaban los dos, con aquel aspecto tan desaliñado, fuertemente cogidos de la mano y con el amor reflejándose ostensiblemente en sus radiantes rostros. Se volvió hacia Pamela.
– ¿Quieres casarte con Marshall, Pamela? -preguntó Hayley en lo que esperaba que pareciera un tono serio.
Pamela asintió tan enérgicamente que Hayley temió que se fuera a marear.
– Oh, sí.
Luego Hayley se volvió hacia Marshall:
– ¿Por qué quiere casarse con mi hermana?
– Porque la quiero-dijo sin dudar-. Quiero compartir mi vida con ella. Quiero que sea mi esposa.
Hayley sonrió.
– Eso es cuanto necesito saber. -Se acercó y los abrazó a ambos a la vez-. Estoy muy contenta por los dos -dijo, conteniendo las lágrimas. «Todo cuanto quería para ella se está haciendo realidad.» Frotándose los ojos, Hayley añadió con una risita-: Estaba pensando, Pamela, que nos hemos gastado una fortuna comprándote vestidos preciosos, y mira en qué momento se le ha ocurrido a Marshall pedirte que te cases con él. Hueles a perro muerto y pareces un gato ahogado.
Pamela se rió y miró a Marshall con ojos radiantes de felicidad, quien la rodeó por la cintura y la apretó contra su costado.
– Pero un gato ahogado muy hermoso -dijo Marshall. Miró al rostro de Pamela, que le observaba emocionada desde abajo y se desvaneció su risa. La miró extasiado y añadió-: Francamente hermoso.
Hayley era lo bastante inteligente como para saber cuándo estaba de más su presencia, y aquél era, sin lugar a dudas, uno de esos momentos. Se apresuró a disculparse y dejó solos a Pamela y a Marshall. Cargada de cubos y trapos, tomó el sendero que llevaba hasta la casa. Justo antes de que el sendero describiera un recodo, miró hacia atrás.
Pamela y Marshall estaban fundidos en un fuerte abrazo y Marshall besaba apasionadamente a su hermana. Hayley se dio la vuelta y reanudó su camino. Sabía lo maravilloso que es y lo dichosa que se siente una mujer cuando el hombre a quien ama la estrecha entre sus brazos.
Agradeció a Dios que la felicidad de Pamela fuera real y no un mero producto de su imaginación.
Más tarde aquel mismo día, Hayley estaba en el jardín, agachada arrancando malas hierbas con desgana. Aquella actividad era demasiado lenta y demasiado solitaria, y propiciaba demasiado fácilmente la introspección. Y Hayley había descubierto que la introspección no le iba bien. Le llevaba sólo a un lugar, siempre al mismo lugar.
Stephen.
Y pensar en Stephen le llevaba siempre al mismo lugar.
La aflicción.
Tras la divertida informalidad de bañar a los perros, arrancar malas hierbas le resultaba demasiado pesado y aburrido. Tal vez escribir la ayudaría a dejar de pensar en las cosas en que no quería pensar. Suspirando, se levantó y se quitó de un tirón los guantes de jardinería.
– Hola, Hayley.
Sobrecogida, se dio la vuelta.
– ¡Dios mío, Jeremy, me has dado un buen susto!
Él sonrió.
– Lo siento. Tienes un jardín precioso.
– Gracias. Me encanta la jardinería. -En realidad, apenas soportaba mirar las flores, pero tampoco podía dejarlas morir por falta de cuidados-. ¿Querías hablar conmigo?
– Sí, de hecho, eso es exactamente lo que quería. Hablar contigo. -Le ofreció el codo-. ¿Te apetece dar un paseo?
Hayley dudó un momento y luego se encogió de hombros. Con tal de mantener la mente ocupada, cualquier cosa serviría.
– Está bien. -Dejó los guantes en la cesta y se cogió del brazo de Jeremy.
Pasearon lentamente por el jardín hablando sobre naderías hasta que Jeremy se detuvo. Se volvió hacia Hayley, y ella notó que se estaba poniendo serio por momentos.
– ¡Por Dios, Jeremy! Por tu forma de mirarme, parece como si se fuera a acabar el mundo. ¿Va algo mal?
– No, sólo que tengo algo importante que decirte.
– ¡Por todos los santos, haz el favor de decírmelo!
Jeremy se soltó de Hayley bruscamente, entrelazó los dedos de ambas manos detrás de la espalda y empezó a andar delante de ella.
– He estado pensando bastante en ti desde mi regreso a Halstead.
Hayley arqueó las cejas en señal de extrañeza.
– ¿Ah, sí?
Jeremy asintió, sin reducir el paso.
– Sí, de hecho, también pensé a menudo en ti mientras estaba fuera. -Hizo una pausa y la miró-: Y tú, ¿pensaste también en mí?
«Por supuesto que sí. Tenía ganas de golpearte con una cacerola en la cabeza por haberme abandonado.»
– Sí. A veces.
Él exhaló sonoramente.
– Excelente. Como te decía, desde mi vuelta he estado pensando bastante en ti, o mejor dicho, en nosotros, en cómo fueron las cosas antes de mi partida. Cuando me fui, era considerablemente más joven y bastante inexperto. -Un súbito rubor tiñó las mejillas de Jeremy-. Lo que te quería decir es que ya no soy un chiquillo. Hace tres años, no estaba preparado para asumir la responsabilidad de sacar adelante a toda tu familia. -Se pasó un dedo por el pañuelo que llevaba en el cuello-. Pero creo que ahora sí lo estoy.
Hayley se limitó a mirarlo fijamente.
– No te entiendo.
– Pamela se casará pronto, sobre todo si Marshall Wentbridge no se duerme…
– Le ha pedido que se case con él hoy mismo -interrumpió Hayley-. Y ella ha aceptado.
Una sonrisa triunfal curvó sus labios.
– ¡Ya lo decía yo! ¿Lo ves?
– De hecho, no…
– Andrew y Nathan están creciditos y son bastante autosuficientes, y Callie ha dejado de ser un bebé. -Alargó los brazos y los apoyó en los hombros de Hayley-. En otras palabras, lo que tanto me imponía e intimidaba hace tres años ha dejado de imponerme y de intimidarme.
Hayley lo miró fijamente sin entender absolutamente nada.
– ¿Qué pretendes decirme?
– Quiero que te cases conmigo.
La expresión de extrañeza de Hayley dio paso a otra de profunda estupefacción.
Jeremy cogió con más fuerza a Hayley por los hombros y la atrajo hacia sí. Inclinándose hacia delante rozó sus labios con los de ella varias veces en una serie de castos besos y luego se retiró.
Los labios de Jeremy se iluminaron con una sonrisa.
– Ya veo por tu expresión que te he sorprendido.
– Me has dejado completamente anonadada -consiguió articular Hayley cuando logró hilvanar varias palabras.
– Pero no te he ofendido, espero.
– No, no me has ofendido -dijo con suma cautela, mientras intentaba ordenar sus caóticos pensamientos-. Sólo me has desconcertado.
Jeremy tomó las frías manos de Hayley y las estrechó entre las suyas.
– Siempre me has importado, Hayley, y tú lo sabes. -Se llevó las manos de Hayley a los labios y le besó fervientemente los dorsos-. No fue hasta que me marché que me di cuenta de lo maravillosa y especial que eres, de lo buena y cariñosa que eres. -La rodeó con ambos brazos y la abrazó fuertemente-. Y tan pura e inocente.
A Hayley se le encendió la cara. «¿Inocente? ¿Pura?» Cerrando los ojos, contuvo algo que estaba a medio camino entre la risa y el llanto. «¡Santo Dios! ¡Menuda ironía! Hace tres años habría dado cualquier cosa por oír esas palabras saliendo de la boca de Jeremy. Pero ahora es demasiado tarde.»
Jeremy quería casarse con una mujer pura e inocente, con una virgen, y tenía todos los motivos para esperar que Hayley lo fuera. «Y yo soy cualquier cosa menos eso.» Su noche de bodas tendría un desenlace dudoso, que probablemente traería la vergüenza y la humillación a ambos. No podía plantearse bajo ningún concepto casarse con él.
Y luego estaba la cuestión de su identidad secreta como H. Tripp. Esa información no sólo escandalizaría a Jeremy, sino que también le haría dudar de su honestidad.
Dando un paso hacia atrás para soltarse del abrazo de Jeremy, Hayley dijo:
– Yo…
Jeremy le tapó los labios delicadamente con la yema de un dedo, deteniendo sus palabras.
– No quiero que me des una respuesta ahora. -Una medio sonrisa arqueó sus labios-. Sobre todo si la respuesta va a ser no. Piensa en ello, Hayley. Podríamos ser muy felices juntos. -Le tocó suavemente la mejilla-. Quiero cuidar de ti.
Hayley cerró los ojos y respiró hondo. Alguien que cuidara de ella. «¡Dios, qué bien suena eso! ¡Qué maravilloso debe de ser que te cuiden! He cuidado de tanta gente durante tanto tiempo… ¿Cómo debe de ser eso de que alguien cuide de ti?»
– Prométeme que pensarás en ello.
¿Cómo no iba a pensar en ello? La proposición de Jeremy era increíblemente tentadora, no algo que descartar de entrada. Sí, era cierto que Hayley había llorado y lo había pasado muy mal por culpa de Jeremy hacía tres años, pero una parte de ella había entendido aquella decisión. Aunque tal vez no estuviera enamorada de él, lo apreciaba y los dos se llevaban bien. «Alguien que me cuide.»
Hayley asintió.
– Te lo prometo. Pensaré en ello.
Volviéndola a atraer hacia sí, Jeremy le besó la mejilla, luego los labios. Hayley intentó sentir algo, cualquier cosa, ante el contacto de los labios de Jeremy, pero no sintió nada. La embargó una profunda decepción, una desesperada necesidad de sentir algo en los brazos de aquel hombre que quería pasar con ella el resto de su vida. «Alguien que me cuide.»
Rodeándole el cuello con los brazos, le pasó los dedos por su recio pelo rubio.
– Bésame -le susurró al oído.
La sorpresa brilló momentáneamente en los ojos de Jeremy, y luego rodeó a Hayley por la cintura con ambos brazos y la besó varias veces antes de separarse de ella.
– Creo que será mejor que paremos -dijo con voz trémula.
– Sí-asintió Hayley intentando ocultar su decepción.
– ¿Puedo venir a verte mañana?
– ¿Mañana? -repitió ella ausente-. Celebramos la fiesta de cumpleaños de Callie, pero sí, por supuesto. Estaremos encantados de que nos acompañes.
Él le dio un delicado beso en el dorso de la mano.
– Hasta mañana entonces, cariño. -Y se fue, caminando hacia la casa por el sendero del jardín.
En cuanto hubo desaparecido de su vista, Hayley se dejó caer en el banco más cercano y se llevó los dedos a los labios. Había intentado desesperadamente sentir algo, la más leve chispa de pasión, en el beso de Jeremy, pero no lo había conseguido. Había fracasado estrepitosamente.
En comparación con el beso de Stephen, besar a Jeremy había sido tan excitante como besar a una carpa muerta. El beso de Stephen la había dejado sin aliento y anhelando más. El de Jeremy, sólo vagamente aburrida.
Emitiendo un hondo suspiro de autorreproche, Hayley hundió el rostro en las manos. Era injusto comparar a Jeremy con Stephen porque el Stephen de quien ella se había enamorado no existía en realidad. Jeremy era real. Ella sabía que a él sí que le importaba. Quería casarse con ella. Y cuidarla.
«¿Qué diablos voy a hacer?»