Capítulo 24

Hayley caminaba por el bosque a pasos silenciosos a lo largo del sendero de tierra compacta. La luz del sol se filtraba entre las ramas de los árboles, caldeando el ambiente fresco y húmedo, oscurecido por la densa vegetación. Cuando llegó al lago, encontró una zona cubierta de hierba y se dejó caer en el suelo, apoyando el peso en las manos, y miró fijamente al agua de un azul oscuro centelleante.

«¡Dios mío! ¿Volveré alguna vez a ser feliz?» Cogió una piedrecita y la lanzó al lago, observando las serie de ondas circulares que se iban extendiendo por la superficie del agua. Normalmente encontraba la paz en aquel lugar, en el olor a musgo de las sombras y el suave crepitar de las hojas. Pero no hoy. Ni en las dos últimas semanas. Desde que él se fue.

Había tenido dos largas semanas para recuperar fuerzas, ordenar sus pensamientos y luchar contra el profundo malestar que había sido su constante compañía desde la marcha de Stephen. Pero había fracasado estrepitosamente. Seguía doliéndole al respirar. Le dolían las entrañas, y tenía el corazón hecho añicos y el alma herida, como si la hubiera arrollado una manada de caballos salvajes. La vida ya no era como antes de la llegada de Stephen.

No había sido capaz siquiera de mirar el jardín. No soportaba ver las flores, sobre todo los pensamientos. Y no había dormido en su cama desde que él se fue, incapaz de acostarse donde habían pasado la noche haciendo el amor.

Puesto que tampoco conseguía conciliar el sueño, se pasaba la mayor parte de las noches en el despacho de su padre, escribiendo hasta la madrugada. Cuando despuntaban los primeros rayos de sol en el horizonte, se acostaba durante una hora en el sofá y dormía a rachas.

Consciente de que su familia estaba muy preocupada por ella, Hayley se había forzado a poner buena cara y parecer alegre durante los últimos días para ofrecer la impresión de que estaba bien. Ya no soportaba más las miradas de lástima de Pamela.

Durante las dos últimas semanas, sus emociones habían recorrido toda la gama comprendida entre el enfado y la rabia, por un lado, y la amargura y la desesperación por el otro. A veces estaba furiosa, con Stephen, por sus palabras vacías y por la forma en que la había abandonado, y también consigo misma, por haberse enamorado perdidamente de él. Otras veces se sentía tan profunda y completamente triste y hundida que apenas podía mantenerse en pie. Le temblaban las rodillas de la vergüenza que sentía cada vez que evocaba su desinhibido comportamiento en la noche previa a la marcha de Stephen.

Se le encogía el corazón al pensar que le había declarado su amor. Se había pasado la primera semana posterior a la partida de Stephen temiendo haberse quedado embarazada, pero, gracias a Dios, había comprobado que no lo estaba.

«No puedo culpar a nadie más que a mí misma. Le ofrecí todo lo que tengo -mi corazón, mi alma, mi inocencia- pero, al parecer, todo eso no le bastaba.» Había releído la carta que Stephen le había dejado cien veces, hasta que ya no pudo mirarla más. La noche anterior la había echado al fuego. Ya era hora de reanudar su vida. Tenía una familia que dependía de ella y responsabilidades que atender. Ellos le daban un motivo para seguir adelante. Era hora de dejar de sumirse en la autocompasión y unirse de nuevo a la vida. Era hora de volver a su vida anterior.

Como era obvio que había hecho Stephen.

– ¿Sí? ¿Quién es? -preguntó Grimsley, abriendo la puerta principal. Cegado por el fuerte resplandor, entornó los ojos para protegerse de la luz solar-. ¿Quién es usted? ¿Le conozco? ¿Dónde he puesto mis gafas? -Se dio un cachete en la parte superior de la cabeza e hizo una mueca de dolor cuando la montura de alambre se le clavó en la piel.

Se puso las gafas en la punta de la nariz y volvió a mirar, esta vez con los ojos abiertos de par en par en señal de asombro.

Un lacayo, ataviado con librea, la más elegante que Grimsley había visto nunca, esperaba de pie ante la puerta.

Winston eligió justamente aquel momento para entrar a zancadas en el vestíbulo.

– ¿Quién diablos es usted y qué diablos quiere? -dijo vociferando.

– Tengo un mensaje para la señorita Hayley Albright -dijo el lacayo sin inmutarse-. ¿Está en casa?

Grimsley se arregló tímidamente el chaleco.

– Sí, la señorita Albright está en casa. Espere aquí, por favor.

Winston, claramente receloso, dirigió una mirada fulminante al lacayo.

– Ve a buscar a la señorita Hayley, Grimsley. Yo vigilaré a este tipo. Si me plantea problemas, lo echaré con mis propias manos.

Haciendo acopio de toda la dignidad de que fue capaz dadas las circunstancias, Grimsley salió del vestíbulo en busca de la señorita Hayley. No tenía ni idea de dónde encontrarla.

Tardó casi veinte minutos en dar con ella. Tras una búsqueda exhaustiva, por fin la encontró en el huerto, arrancando malas hierbas con Callie y Pamela. Cuando les habló de la presencia del elegante lacayo, las tres lo siguieron hasta la casa.

– ¿La señorita Hayley Albright? -preguntó el lacayo, mirando alternativamente a Hayley y a Pamela.

– Yo soy Hayley Albright -dijo Hayley, dando un paso adelante.

El lacayo le alargó un trozo de papel vitela color marfil lacrado en rojo.

– Tengo un mensaje para usted de la condesa de Blackmoor. La condesa me ha pedido que esperara para recibir su respuesta.

– ¿La condesa de Blackmoor? -repitió Hayley completamente desorientada. Cogió el grueso trozo de papel y le dio varias vueltas-. Nunca había oído ese nombre hasta hoy. ¿Está seguro de que el mensaje es para mí?

– Absolutamente-contestó el lacayo.

– ¿Qué dice? -preguntó Callie estirando del vestido de Hayley.

– Veamos. -Hayley rompió el precinto lacrado y leyó rápidamente la nota-. ¡Qué extraordinario!

– ¿Qué? -preguntaron Callie y Pamela al unísono.

– La condesa de Blackmoor me invita mañana a su casa de Londres a tomar té. Dice que, aunque no nos conozcamos, recientemente ha descubierto que tenemos amigos comunes y que le encantaría conocerme personalmente.

– ¿Qué amigos comunes? -preguntó Pamela, intentando leer la nota asomándose tras el hombro de Hayley.

– No lo menciona.

Callie aplaudió entusiasmada mientras daba saltitos.

– ¡Tomar el té con una condesa! ¿Podré ir contigo? ¡Por favor, Hayley!

Hayley negó con la cabeza sumida en un mar de dudas.

– No, cariño, me temo que no. -Se dirigió al uniformado lacayo-. Así pues ¿la condesa espera mi respuesta?

– Sí, señorita Albright. En caso de que aceptara la invitación, le enviarían un coche de caballos a buscarla para que la acompañe a la residencia de la condesa.

– Ya entiendo. -Hayley miró a Pamela inquisidoramente-. ¿Qué hago?

– Creo que debes ir -dijo Pamela sin dudarlo ni un momento.

– Yo también -intervino Callie.

– Después de todo, ¿cuántas oportunidades tendrás en la vida de tomar el té con una condesa? -dijo Pamela con una incitante sonrisa-. Te irá de maravilla salir de casa. Además, ¿no te pica la curiosidad por saber quiénes son esos amigos comunes?

– Sí, debo admitirlo. -Hayley releyó la invitación por última vez, sin acabar de creerse que fuera dirigida a ella-. Muy bien -le dijo al lacayo-. Puede decirle a la condesa que acepto encantada su invitación.

– Gracias, señorita Albright. El coche de caballos de la condesa estará aquí mañana a la once en punto de la mañana. -El lacayo hizo una reverencia y se marchó.

Hayley, Pamela, Callie, Grimsley y hasta Winston se agolparon alrededor de la ventana, pegando las narices al cristal, y observaron cómo el elegante coche de caballos desaparecía en la distancia.

– ¡Que me cuelguen del palo mayor y me ondeen al viento! -resopló Winston-. No había visto un anillo tan lujoso en toda mi vida.

– Desde luego -dijo Pamela entre risas-. ¡Santo Dios! Hayley, ¿qué diablos te pondrás?

Hayley miró fijamente a su hermana, confundida.

– No tengo ni idea. Disto mucho de tener algo apropiado para la ocasión.

– ¿Y qué me dices del vestido azul claro…?

– No. -La tajante respuesta de Hayley cortó el aire-. Me refiero a que es demasiado ostentoso para tomar el té -se apresuró a rectificar. No quería ni pensar en aquel vestido. Le recodaba a Stephen y a la noche en que lo había llevado, y aquellos recuerdos le hacían daño.

– Puedes ponerte alguno de mis vestidos -le ofreció Pamela.

– Es muy amable de tu parte, pero soy demasiado alta para llevar ropa tuya -dijo Hayley-. Me pondré uno de mis vestidos grises.

– No lo harás -dijo Pamela con firmeza. Tomó a Hayley de la mano y la arrastró hasta las escaleras-. Callie, por favor, ve a buscar a tía Olivia. Dile que coja el costurero, y luego venid las dos a mi alcoba.

Callie se fue corriendo a hacer sus recados, y Hayley dejó que Pamela la guiara escaleras arriba.

– ¿Qué estás tramando? -le preguntó Hayley.

– Vamos a buscarte algo para que te lo pongas mañana -dijo Pamela, abriendo de par en par las puertas de su armario. Sacó varios vestidos y los inspeccionó con mirada crítica antes de tirarlos sobre la cama-. No, ninguno de éstos servirá -dijo volviendo a mirar el armario-. ¡Aja! -dijo, con expresión triunfante. Sacó un vestido color melocotón claro y se lo ofreció a Hayley-. Éste te quedará precioso.

– Pero me irá corto -protestó Hayley negando repetidamente con la cabeza-. Además, éste es uno de los vestidos que te compré para que estés bien guapa cuando te venga a buscar Marshall.

– Podemos alargarlo -dijo Pamela sin titubear-. Bastará con coserle un volante en los bajos. Los volantes están muy de moda ahora.

– Pero… ¿y Marshall?

– Marshall detesta el color melocotón -dijo Pamela, pero el rubor de sus mejillas delató su mentira.

A Hayley le embargó una gran ternura ante aquel evidente deseo de complacerla.

Tía Olivia y Callie aparecieron en la puerta de la alcoba y, antes de que Hayley supiera qué estaba ocurriendo, le habían quitado el sencillo vestido que llevaba puesto y estaban poniéndole el vestido color melocotón por la cabeza. Pamela le explicó a su tía lo de la invitación para tomar el té con la condesa y la falta de vestimenta apropiada.

A Hayley, el vestido le iba bastante bien, exceptuando que le apretaba un poco en la parte del corpiño y que le faltaban unos quince centímetros de largo. Pamela y tía Olivia se desplazaron alrededor de Hayley, soltando costuras por aquí, clavando alfileres por allá y comentando las posibles opciones. Cuando, por fin, decidieron lo que había que hacer, le quitaron rápidamente el vestido a Hayley y las tres se pusieron manos a la obra.

Estuvieron cosiendo el resto de la tarde, parando solamente para cenar. A Nathan y Andrew les impresionó bastante la invitación que había recibido Hayley. Tras la cena, las tres mujeres siguieron trabajando durante las oscuras horas de la noche, charlando jovialmente, cortando y cosiendo. Callie se quedó con ellas, junto con la señorita Josephine, hasta que no pudo mantener los ojos abiertos. Se quedó dormida en el sofá del salón, abrazada a su muñeca.

– ¡Ya está! -dijo Pamela, levantándose y desperezándose. Miró el reloj de sobremesa que había en la repisa de la chimenea. Casi era medianoche.

– Pruébatelo, Hayley, querida -dijo tía Olivia.

Ayudaron a Hayley a ponerse el vestido encima de la combinación. Tía Olivia había cosido hábilmente un paño de puntilla en la espalda para que el corpiño le quedara más holgado. Un volante color crema, cuyo tejido habían extraído de un antiguo vestido que se le había quedado pequeño a Pamela, adornaba los bajos del vestido. Y tía Olivia había añadido una cinta de terciopelo color crema debajo de la línea del busto.

– ¡Te sienta de maravilla! -dijo Pamela entusiasmada mientras daba la vuelta alrededor de su hermana-. Es absolutamente perfecto.

– La condesa se quedará impresionada -predijo tía Olivia con una sonrisa.

– Siempre y cuando yo no haga nada que me haga quedar en ridículo -dijo Hayley.

– Tonterías. Seguro que te adora -dijo Pamela ayudándola a quitarse el vestido-. Como todo el mundo.

A Hayley le embargó una profunda tristeza.

«No, no todo el mundo.»


Al día siguiente, un elegante coche de caballos, con puertas lacadas y adornadas con el blasón de la familia Blackmoor, llegó a la finca de los Albright exactamente a la once en punto de la mañana. La familia Albright al completo, incluyendo a Pierre, escoltó a Hayley hasta la puerta del coche de caballos. Ella los abrazó a todos, prometiéndoles que les explicaría hasta el último detalle cuando volviera a casa al atardecer.

Un lacayo uniformado con librea ayudó a Hayley a subirse al coche de caballos y partieron, entre chillidos de los niños y agitar de manos.

En cuanto su familia se perdió en la distancia, Hayley se acomodó en el asiento e inspeccionó el interior del coche de caballos. Nunca había viajado en un vehículo tan lujoso. Deslizó la mano sobre los voluminosos cojines de terciopelo color vino y hundió los dedos en su suavidad.

Con un suspiro, se apoyó en el respaldo, observando cómo pasaba rápidamente el paisaje ante sus ojos. Una vez en Londres, observó cómo iban cambiando los alrededores conforme iban saliendo de los arrabales de la ciudad y entrando en los barrios de más postín. Hayley vio a damas y caballeros elegantemente vestidos paseándose, lujosas tiendas y magníficos edificios. El coche de caballos se detuvo finalmente ante una impresionante construcción de ladrillo. El lacayo le abrió la puerta y la ayudó a bajar.

Subiendo lentamente la escalinata, la mirada de Hayley se fijó en la magnífica estructura del edificio, desde sus envejecidos ladrillos color rosa hasta el pequeño pero hermoso jardín de flores. Justo antes de que pisara el último escalón, se abrió uno de los dos inmensos porticones.

– Buenas tardes, señorita Albright -dijo un mayordomo de rostro impasible mientras daba un paso atrás para dejarle entrar en el vestíbulo.

– Buenas tardes -contestó ella con una sonrisa. Entró en el vestíbulo y contuvo la respiración. Una enorme araña, la mayor que Hayley había visto en su vida, colgaba del techo. Una majestuosa escalera describía una curva y luego ascendía al segundo piso. El suelo del vestíbulo era de mármol verde oscuro y brillaba tanto que Hayley podía verse reflejada.

– ¿Quiere que le guarde el abrigo? -La voz del mayordomo volvió a captar súbitamente la atención de Hayley, y ella le entregó el chal.

– Gracias.

– La condesa está en su sala de estar privada. Por favor, sígame.

Mientras seguía al mayordomo por el pasillo, Hayley fue observando la decoración con sumo interés, intentando no parecer patosa. Lujosas mesas de caoba se extendían a lo largo del vestíbulo, todas ellas adornadas con inmensos arreglos florales elaborados con flores frescas. Admiró las flores y fue nombrando mentalmente cada una de ellas a medida que iba avanzando. Varios espejos realzaban las paredes tapizadas con seda color marfil. Se miró disimuladamente en uno de ellos y sintió un gran alivio al comprobar que el viaje no le había estropeado el peinado.

El mayordomo se detuvo en seco ante una puerta, y Hayley estuvo a punto de chocar contra su espalda de lo concentrada que estaba fijándose en cuanto la rodeaba. Él señaló la puerta y le indicó, con un solemne ademán de la cabeza, que podía entrar en la habitación.

Un fuego crepitaba en el hogar, creando una atmósfera sumamente acogedora. La habitación estaba agradablemente iluminada y decorada en tonos alegres, la luz del sol entraba por unos altos ventanales estilo Palladian. Varios óleos sobre escenas pastoriles decoraban las paredes tapizadas en seda de color verde claro. Dos butacas flanqueaban el sofá, y en un rincón de la habitación había un escritorio de cerezo. También había varios jarrones de cristal llenos de flores frescas, cuya dulce fragancia perfumaba el aire de la sala. Hayley tuvo la sensación de acabar de entrar en un jardín encantado.

– ¿Señorita Hayley? -preguntó una dulce voz a su espalda-. Muchísimas gracias por aceptar mi invitación, sobre todo teniendo en cuenta la brevedad de la nota que la acompañaba.

Hayley se volvió para saludar a su anfitriona, y la sorprendió gratamente la primera visión que tuvo de la condesa. No estaba muy segura del aspecto que esperaba que tuviera la condesa de Blackmoor, pero, desde luego, no se había imaginado nada parecido a aquella joven encantadora que se le acercaba con una cordial sonrisa en su hermoso rostro.

La condesa le tendió la mano.

– Encantada de conocerla, señorita Albright.

Hayley consiguió recordar los buenos modales e hizo una desgarbada reverencia. Luego estrechó la mano de la condesa.

– Es un placer conocerla, lady Blackmoor. Y soy yo quien debe estarle agradecida por su amable invitación.

– Por favor, venga conmigo y tome asiento -la invitó la condesa guiándola hasta el sofá-. Pensé que podríamos conversar unos minutos antes de que nos sirvan el té.

– Esta habitación es una preciosidad -comentó Hayley cuando se hubo sentado.

– Gracias. Es mi favorita. Por frenético que sea mi ritmo de vida, siempre que puedo me refugio aquí para encontrar un poco de paz. -La condesa se inclinó hacia delante y examinó a Hayley sin disimular su interés-. Debo admitir, señorita Albright, que no es exactamente como esperaba. -El rostro de Hayley debió de delatar su consternación porque la condesa se apresuró a añadir-: Oh, no me malinterprete, por favor. Estoy muy sorprendida, gratamente sorprendida, se lo aseguro. -Alargó el brazo y le dio un breve apretón en la mano.

Hayley dejó escapar un suspiro de alivio. Luego devolvió a la condesa su cordial sonrisa y le confesó:

– En tal caso, debo admitir que usted tampoco es exactamente lo que me esperaba encontrar.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué se esperaba encontrar? -preguntó con expresión de genuina curiosidad.

– ¿Sinceramente?

– Por supuesto.

– Bueno, me la imaginaba ataviada con algún tipo de impresionante vestido oscuro y unos quevedos colgando de la nariz. Varios collares de perlas, un moño sumamente serio de cabellos grises, y tendiendo a la obesidad. Me imaginaba que cojearía y que sería muy, muy anciana -concluyó Hayley con una tímida sonrisa en los labios.

La condesa estalló en carcajadas.

– ¡Santo Cielo! ¿Y aun así aceptó mi invitación?

– Para serle franca, me planteé la posibilidad de rechazarla, pero mis hermanas menores no me dejaron hacerlo -confesó Hayley, relajándose en presencia de la condesa. A pesar del noble linaje de su anfitriona, era cordial y acogedora, y a Hayley le gustó en cuanto la vio-. Están muertas de envidia porque estoy tomando el té con una condesa. Mi hermana pequeña, Callie, vive para invitar a la gente a tomar el té. Ahora estará en casa, dando vueltas nerviosamente, esperando ansiosa mi regreso para que le cuente cómo sirve el té una condesa.

– ¿Qué edad tiene?

– Seis años. Cumple siete dentro de dos semanas.

– ¡Qué encanto! -La condesa llamó para que le trajeran el carrito del té-. Por favor, prosiga, estoy deseosa de oírlo todo sobre usted y su familia. -Escuchó con sumo interés mientras Hayley le hacía un breve resumen sobre los Albright, incluyendo a Grimsley, Winston y Pierre.

En cuanto hubo terminado, llegó el té.

– ¿Y qué me dice de sus padres? -preguntó la condesa, sirviendo dos tazas.

– Fallecieron los dos.

– ¡Qué terrible desgracia! ¿Y quién cuida de sus hermanos? ¿Su tía?

A Hayley se le escapó una risita.

– No, tía Olivia es un amor, pero me temo que no sería capaz de cuidar de una pandilla tan movida como la que forman mis hermanos.

– Entonces… ¿tienen una institutriz?

– No, sólo estoy yo. Y, por supuesto, Pamela.

La taza de té de la condesa se detuvo súbitamente a medio camino antes de llegar a sus labios.

– ¿Se refiere a que usted está a cargo de toda la casa?

Hayley asintió, divertida ante la expresión de asombro de su anfitriona.

– A veces resulta difícil, pero no los cambiaría por nada del mundo. ¿Tiene hermanos o hermanas, milady?

– Tengo dos hermanos -contestó, cambiando inmediatamente de tema para volverse a centrar en Hayley. Le hizo literalmente decenas de preguntas sobre Halstead, los Albright y los intereses de Hayley. A cambio, la condesa explicó multitud de divertidas anécdotas sobre el fulgurante mundo de la alta sociedad. Hayley se preguntaba por qué la condesa no había mencionado todavía quiénes eran sus amigos comunes, pero era reticente a sacar el tema antes de que lo hiciera su anfitriona. No quería que la condesa pensara que era maleducada.

Cuando acabaron la segunda tetera, Hayley miró por casualidad el reloj de sobremesa y estuvo a punto de volcar la taza.

– ¡Dios mío! No puede ser más tarde de la cinco, ¿verdad?

La condesa se rió.

– Estaba disfrutando tanto de la conversación que no puedo creerme que el tiempo haya pasado tan deprisa.

Hayley se acabó la taza y empezó a levantarse.

– He disfrutado mucho tomando el té con usted, pero debo irme. Si no, mi familia empezará a preocuparse.

– Por favor, no se vaya todavía -le dijo la condesa mientras la retenía tocándole suavemente el brazo-. Todavía no hemos hablado de nuestros amigos comunes.

Volviendo a tomar asiento en el sofá, Hayley dijo:

– Debo admitir que, al principio, me corroía la curiosidad por saber de quiénes se trataba, pero ya hace un buen rato que me he olvidado completamente de ellos, sean quienes sean. -Sonrió-. Es muy extraño, pero tengo la sensación de que hace mucho tiempo que la conozco.

La condesa le devolvió la sonrisa.

– Me ocurre exactamente lo mismo. De hecho, me encantaría que fuéramos amigas.

Normalmente a Hayley le habría desconcertado bastante la idea de entablar una relación de amistad con una dama de tan ilustre cuna. Pero, tras aquella tarde con la condesa, se sentía muy a gusto y relajada en su presencia.

– Sería un honor para mí, lady Blackmoor.

– En tal caso, insisto en que me llame Victoria. Todos mis amigos me llaman así.

– De acuerdo… Victoria. Usted puede llamarme Hayley.

– Excelente. Hayley, creo que es hora de que hablemos sobre nuestros amigos comunes.

Hayley esperó, corroída por la curiosidad.

– Soy toda oídos.

– Creo que usted conoce a mi marido. La curiosidad de Hayley dio paso a la confusión.

– ¿Su marido? -El conde de Blackmoor. Hayley sacudió la cabeza.

– Estoy segura de que no he tenido nunca ese placer.

– Tal vez le conozca por su nombre de pila -sugirió Victoria.

– Es del todo improbable.

– Se llama Justin Mallory.

Hayley miró fijamente a Victoria, muda de asombro ante sus desconcertantes palabras. Tardó un minuto entero en recuperar la voz.

– Conozco a un señor Justin Mallory, pero debe de tratarse de una coincidencia. El señor Justin Mallory que yo conozco no es un miembro de la nobleza.

Victoria se levantó del sofá y cruzó la habitación hasta llegar al elegante escritorio que había en un rincón. Volvió con un cuadrito enmarcado y se lo entregó a Hayley.

– Éste es mi marido, Justin Mallory, conde de Blackmoor.

Hayley miró la diminuta pintura y sintió como si no le llegara la sangre a la cabeza. El apuesto caballero que la miraba era, sin lugar a dudas, el mismo Justin Mallory que ella conocía. Consternada y confundida, dijo:

– No tenía ni idea de que el señor Mallory fuera conde. Ni, obviamente, que usted fuera su esposa.

Victoria se sentó al lado de Hayley y le dijo con delicadeza:

– Creo que también conoce al mejor amigo de Justin, Stephen Barrett.

Hayley se tensó. Un dolor abrasador le atenazó las entrañas, pero consiguió hablar sin que le temblara la voz.

– Conozco a un tal señor Stephen Barrett… son.

– Su nombre de pila es Stephen Barrett. No creo que lo conozca por su otro nombre.

De repente, Hayley sintió que la habitación se había hecho pequeña y que le faltaba el aire. «¿Otro nombre?»

– Pero ¿cuántos nombres tiene? -«Dios mío, tengo que salir de aquí antes de que pierda el control», pensó.

– Bastantes, de hecho, pero no le voy a aburrir con su lista de títulos menores. Es el marqués de Glenfield.

Hayley la miró absolutamente confusa.

– Debemos de estar hablando de dos personas diferentes. El hombre que conocí era un tutor.

– No. El hombre que usted conoce es Stephen Barrett, marqués de Glenfield. También es mi hermano.

A Hayley se le empezó a nublar la vista y se le cortó la respiración. Miró boquiabierta a Victoria, completamente sin habla.

– Siento haberle dado la noticia así, tan bruscamente…

– Debo irme -dijo Hayley, poniéndose en pie de un salto y buscando con la vista desesperadamente su ridículo. No entendía lo que estaba ocurriendo, pero sabía que tenía que irse. ¿Stephen, un marqués? ¿Victoria, su hermana? Él le había dicho que era tutor y que no tenía familia. «Más mentiras… como cuando me dijo que yo le importaba.»

La profundidad de su decepción le golpeó como un ladrillo en la cabeza. «¿Tutor?» Un sonido extraño, medio risa, medio sollozo, salió de su garganta.

«Y con razón su latín era pésimo y no sabía afeitarse. Sus formalismos, sus críticas a cómo llevo la casa… Ahora lo entiendo todo perfectamente. ¡Dios mío, probablemente son dueños de media Inglaterra! ¡Cómo debe de haberse reído de nosotros, de todos nosotros, especialmente de mí!»

Hayley sintió náuseas y se apretó el estómago. No quería oír ni una palabra más. Viendo dónde había dejado el ridículo por el rabillo del ojo, lo cogió con un movimiento brusco y cruzó prácticamente corriendo la sala, desesperada por salir de allí.

– ¡Espere! -Victoria corrió hacia ella y la retuvo por los hombros-. Por favor, no se vaya así. He de hablarle sobre mi hermano.

– No tengo nada que decir sobre su hermano.

– Por la forma en que se fue, lo comprendo. Pero hay tantas cosas que usted no sabe, cosas que necesito contarle. Por favor. No tiene que decir nada. Basta con que me escuche.

Hayley se quedó de pie, clavada donde Victoria la había detenido, agarrotada y mirando fijamente al suelo.

– Por favor -repitió Victoria.

Levantando la barbilla, Hayley vio que Victoria parecía muy seria y personalmente muy interesada en que se quedara. También se dio cuenta de que sus ojos verdes se parecían muchísimo a los de Stephen y le estaban suplicando que no se marchara.

– ¿Sabe él que estoy aquí? -preguntó Hayley, no estando dispuesta a quedarse si había alguna posibilidad de encontrarse cara a cara con él.

– No. Ni tampoco Justin. Nadie nos molestará.

Sin estar convencida de no estar cometiendo un grave error, Hayley volvió con desgana al sofá y se sentó.

– Está bien. Escucharé lo que tenga que decirme.

Victoria se sentó a su lado.

– Primero quiero darle las gracias. Le salvó la vida a Stephen y le estaré eternamente agradecida. -Alargando el brazo, tomó las manos húmedas y temblorosas de Hayley y las estrechó entre las suyas.

– No entiendo nada -dijo Hayley con un hilillo de voz-. Me dijo que era tutor. Me dijo que no tenía familia.

– Alguien intenta matarle, Hayley.

A Hayley se le heló la sangre.

– ¿Qué ha dicho?

– Alguien intentó matarle la noche que usted le encontró. Por lo que entendí, creo que no es la primera vez que atentan contra su vida.

– ¡Dios mío! -susurró Hayley mientras se apretaba el estómago con la mano-¿Se lo ha explicado él mismo?

– No, Stephen vino a cenar anteayer por la noche. Él y Justin tuvieron una conversación muy reveladora que, bueno… yo acerté a oír, por pura casualidad. Stephen estaba como una cuba y habló bastante sobre sus sentimientos.

– ¿Habló sobre un complot para matarlo?

– Sí. Y también habló sobre usted.

– ¿Sobre mí?

– Sí. Así fue como supe quién era usted y dónde vivía. Hayley, quiero que sepa que, desde que Stephen volvió a Londres, parece un alma en pena. La echa de menos. La necesita.

Hayley negó con la cabeza.

– No. Está equivocada.

– No lo estoy -dijo Victoria efusivamente-. Lo he oído de su propia boca. Conozco muy bien a Stephen. Exceptuando a Justin, soy la persona que mejor le conoce. Justin está muy preocupado por Stephen. No duerme, apenas come. Y está bebiendo más de la cuenta. Todo le trae sin cuidado, y su mirada… Hayley, su mirada es la de un hombre desdichado y atormentado.

– ¿Y por qué me cuenta a mí todo eso? -susurró Hayley haciendo un gran esfuerzo por contener las lágrimas.

– Porque está enamorado de usted, aunque es demasiado estúpido para darse cuenta.

Hayley dejó caer la cabeza sobre sus temblorosas manos. Las palabras de Victoria se le estaban clavando en el corazón, atormentándola, confundiéndola.

– Desea estar con usted, Hayley, pero sabe que no puede hacerlo, no con alguien intentando matarlo. No quiere ponerla a usted ni a su familia en peligro.

Hayley levantó la cabeza.

– ¿Por eso no me dijo la verdad sobre quién era en realidad?

– Francamente, no lo sé. Sólo sé lo que acerté a oír.

– Tal vez debería explicarme qué fue exactamente lo que oyó.

– Por supuesto.

Cuando Victoria hubo acabado, Hayley se sentía tan vapuleada como si se hubiera caído desde lo alto de un precipicio. Estaba enfadada con Stephen por su doblez y sus mentiras, aterrada por su seguridad, y con el corazón destrozado por la falta de esperanzas sobre su amor por él.

Victoria se le acercó más, tomó sus manos entre las suyas y le dio un cariñoso apretón.

– Stephen nunca ha sido un hombre feliz, Hayley. Mi padre siempre ha sido muy duro con él, exigiéndole siempre la perfección absoluta por ser el heredero. Como consecuencia, Stephen es bastante frío y distante con la mayoría de la gente. Pero, desde que volvió de Halstead, está profundamente abatido. Alguien quiere verle muerto y me temo que, a este paso, lo va a conseguir, porque se lo está poniendo en bandeja.

La idea de que alguien pudiera matar a Stephen hizo que a Hayley se le helara la sangre en las venas.

– Pero… ¿y qué puedo hacer yo? Le ofrecí todo cuanto podía darle, pero, de todos modos, se marchó.

– ¿No lo entiende? Tenía que irse. Tenía que volver a Londres para averiguar quién intentaba matarle.

– Sigo sin saber qué puedo hacer yo.

– Puede hacerle feliz. ¿Le quiere?

Hayley respiró hondo ante aquella repentina pregunta. «¿Le quiere?» Un centenar de imágenes de Stephen bombardeó su mente, imágenes que había intentado borrar infructuosamente.

Imágenes del hombre de quien se había enamorado, del hombre a quien todavía quería.

Incapaz de negarlo, susurró:

– Sí. Pero seguro que usted es consciente del poco sentido que tiene ese amor. Stephen y yo pertenecemos a mundos completamente diferentes. ¡Dios mío! Él es un marqués. Yo nunca encajaría en…

– Tonterías -la interrumpió Victoria agitando la mano en el aire para quitar importancia a las palabras de Hayley-. Encajaría si quisiera encajar. Lo único que necesitaría es el apoyo y la protección adecuados, y eso ya lo tiene.

– ¿Ah, sí? ¿Quién me los podría proporcionar?

– Yo, por supuesto. -La mirada de Victoria era seria y resuelta-. Quiero ver feliz a Stephen. Incluso aunque no la encontrara encantadora, que no es el caso, usted es la mujer a quien él quiere. Y eso me basta. Ahora bien, ¿está segura de que le quiere?

– Absolutamente.

– Entonces, ayúdeme a salvarlo.

– ¿Cómo?

Una chispa de determinación brilló en los ojos de Victoria.

– Tengo un plan.

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