Capítulo 19

A la mañana siguiente, Stephen se despertó muy tarde, con una de las peores resacas que había tenido en años. Parecía como si la cabeza le fuera a explotar, y las sienes le latían con tal fuerza que casi le resultaba imposible pensar. Se levantó de la cama, avanzó con paso vacilante hasta la ventana y descorrió con sumo cuidado las pesadas cortinas.

Craso error.

La fuerte luz del sol le golpeó los ojos, y retrocedió tambaleándose, apartándose de los hirientes rayos con un hondo gemido. Categóricamente, la abstinencia no estaba hecha para él. Sintió que se le revolvían las tripas y volvió a gemir. Pensándolo bien, el brandy tampoco estaba hecho para él.

Jurándose a sí mismo no beber nada más que té hasta el fin de sus días, se vistió lentamente. Cada movimiento le repercutía en la cabeza, como si le estuvieran clavando afilados dardos en el cerebro. ¡Dios! Necesitaba desesperadamente uno de los asquerosos brebajes que le preparaba Sigfried en las contadas ocasiones en que bebía más de la cuenta.

Cuando, por fin, se hubo vestido, Stephen bajó las escaleras ansiando desesperadamente un café. Tras asomarse al comedor y encontrarlo desierto, se dirigió hacia la cocina, donde se encontró a Pierre limpiando pescado. Al percibir aquel fuerte olor a pescado, casi le fallan las rodillas.

– Tiene aspecto de pagueceg mal de mer, monsieur Baguettson -dijo Pierre.

– Me encuentro incluso peor, se lo aseguro -contestó Stephen, sentándose con cuidado en una silla de respaldo rígido delante de una mesa grande de madera. Dejó caer la dolorida cabeza sobre las manos-. ¿Le importaría prepararme un café?

Pierre dejó el cuchillo y se secó las manos en el delantal.

– ¿Demasiado bgandy fgancés del capitán? -preguntó con una sonrisa de complicidad.

Stephen asintió y luego deseó no haberlo hecho. Y pensó que alguien debería decirle al maldito gato que dejara de pasearse por allí.

– Pierre sabe cómo ayudag a monsieur. Dentgo de poco se sentigá mejog. Ya vegá.

Stephen no contestó, se limitó a apoyar su palpitante cabeza en las manos y luego gruñó.

Al cabo de cinco minutos Pierre colocó un vaso delante de Stephen. Éste levantó la cabeza y lo miró con ojos legañosos.

– ¿Qué es? -preguntó, en el fondo sin importarle.

– Limítese a bebégselo -le ordenó Pierre en tono imperativo.

Stephen olió su contenido.

– ¡Puaj! ¿Qué demonios es esto?

– Una gueceta secgueta. Bébaselo.

«¿Y qué más da? Si no me cura, tal vez me mate. De todos modos, me encontraré mejor.» Cogió el vaso y engulló el brebaje. Era con diferencia la pócima más repugnante que había bebido en su vida. Se preguntó si el plan de Pierre consistiría realmente en quitarle el dolor aniquilándole.

Pierre cogió el vaso vacío y volvió a su pescado.

– Se sentigá mejog muy pgonto. Pierre es un maestgo.

Stephen se quedó completamente inmóvil sentado en la silla, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en las palmas. No había bebido tanto brandy desde que era un joven imberbe. Si se descuidaba, los Albright acabarían matándolo. En aquel momento se sentía morir.

Pero, al cabo de unos minutos, francamente no se sentía tan mal. De hecho, se fue encontrando mejor a cada minuto que pasaba. Al cabo de diez minutos, se sentía casi humano. Levantó la cabeza, moviendo el cuello tentativamente. El persistente dolor de cabeza se le había ido. Miró a Pierre estupefacto.

– ¿Se encuentga mejog, monsieur Baguettson? -preguntó Pierre, sin levantar la cabeza de la pila de pescado.

– Me encuentro bastante bien -dijo Stephen sorprendido. Ni siquiera el elixir de Sigfried lograba un efecto tan espectacular-. ¿Qué diablos me ha dado?

– Una gueceta familiag secgueta. Es lo mejog, ¿vegdad?

– Lo «mejog» -asintió Stephen.

– Me imagino que ahoga le empezagá a entgag hambgue -predijo Pierre asintiendo con una gran seguridad.

– Me muero de hambre -dijo Stephen sorprendido. Hacía sólo diez minutos, pensaba que no volvería a comer nunca más.

Sin decir nada, Pierre le preparó una comida ligera mientras Stephen iba dando sorbos a un café bien cargado. Stephen miró a su alrededor con interés, y comprobó que en aquella cocina había un inmenso horno de leña y decenas de cacerolas, sartenes y otros utensilios colgados de las paredes. De repente, se dio cuenta de que aquella habitación era cálida, acogedora y agradable. También cayó en la cuenta de que era la primera vez en su vida que ponía los pies en una cocina.

¡Voilà! -dijo Pierre, colocando una bandeja delante de Stephen-. Coma y se encontgagá très bien paga la cena de esta noche.

– Gracias -dijo Stephen, atacando los huevos con un entusiasmo fuera de lo común. Le supieron a gloria y devoró hasta el último bocado. Luego se recostó en el respaldo de la silla, satisfecho y encontrándose mucho mejor de lo que hacía un rato creía posible. Saboreó otra taza de café mientras observaba cómo Pierre limpiaba un pez tras otro-. Parece ser que Andrew y Nathan se han ido de pesca esta mañana -comentó Stephen al cabo de un rato.

Oui. Ha ido toda la familia. Tgaído montones de pescados. Pierre muy ocupado.

– ¿Dónde están ahora?

Pierre se encogió de hombros.

– Cgueo que en el lago con los pegos. -Arrugó exageradamente la nariz en señal de disgusto- ¡Esos pegos! Quelle horreur! Lo desogdenan todo. Huelen fatal. A Pierre no gustag que entguen en la cocina.

– Perfectamente comprensible -murmuró Stephen, estremeciéndose sólo de pensar en el estropicio que aquellas bestias podrían hacer en la cocina. Se levantó y se acercó a Pierre, observando fascinado cómo aquel hombre menudo limpiaba el pescado.

El cuchillo de Pierre se movía de un lado a otro con una gran economía de movimientos, y la pila de pescados limpios iba creciendo a la misma velocidad. Tras observarle atentamente durante varios minutos, Stephen sintió el repentino impulso de probarlo por sí mismo.

– ¿Puedo ayudar? -preguntó con aire despreocupado.

Pierre se detuvo y lo miró de soslayo durante un momento antes de hablar.

– ¿Ha limpiado pescado alguna vez?

– No.

– Le enseñagué. -Le pasó a Stephen un cuchillo y un pez pequeño-. Pguimego le cogta la cabeza -dijo Pierre, y se lo demostró con el pescado que tenía en la mano.

Stephen lo cogió por la cola e imitó las acciones de Pierre.

– Luego cogta aquí abajo y le aganca las tguipas.

Stephen imitó a Pierre, haciendo una raja en el abdomen del pez y extrayéndole las vísceras.

– Luego, sosténgalo pog aquí y gasque con el cuchillo.

Stephen observó cómo Pierre cogía el pez por la cola y lo descamaba deslizando el borde romo del cuchillo a lo largo del cuerpo del pez.

– Luego cogta aquí y voilà. Ya está. -Pierre golpeó fuertemente la cola contra el poyo de la cocina y añadió el pez al montón de pescados limpios-. Usted se encagga del guesto y mientgas tanto Pierre hace otgas cosas.

Stephen cogió el cuchillo, primero torpemente, y estuvo a punto de rebanarse un dedo de cuajo, pero al final le cogió el tranquillo a la tarea, aunque sin igualar la velocidad y la destreza de Pierre.

Al principio, Stephen no entendía muy bien qué impulso se había adueñado de él para ofrecerse voluntariamente a ayudar a Pierre, aparte de una curiosidad insana por aprender una actividad completamente desconocida para él. Pero, para su sorpresa, comprobó que en el fondo le gustaba limpiar pescado. Cuando acabó y dejó el cuchillo sobre el mármol, se sentía bastante orgulloso de sí mismo.

Pierre examinó su trabajo y dijo:

– Ha hecho un buen tgabajo. Ahora le enseñagué a cocinag.

Stephen se pasó la próxima hora en la cocina con su maestro, aprendiendo los detalles de preparar la comida para una familia hambrienta. Codo con codo, frieron la pila de pescados, hicieron al vapor una enorme cacerola de hortalizas y hornearon varias barras de pan mientras Pierre iba explicando anécdotas sobre sus años como cocinero a bordo del barco del capitán Albright.

Escuchando aquellas divertidas anécdotas, Stephen experimentó un desconocido sentimiento de pertenencia, algo que nunca le había ocurrido en su propia casa. Iba acompañado de una agradable sensación de logro y satisfacción. Algo tan sencillo como limpiar pescado o trocear verdura era capaz de inspirarle una camaradería que nunca había sentido hasta entonces. ¿Era aquello lo que hacían sus sirvientes? ¿Charlar y reír mientras trabajaban? ¿Establecían lazos de amistad entre ellos? Stephen sacudió la cabeza. No tenía la más remota idea, y el hecho de saber tan poco sobre la gente que trabajaba para su familia le llenó de vergüenza. Tenían sus vidas y sus familias, pero él nunca se había interesado por ellas. Por supuesto, si el marqués de Glenfield se hubiera ofrecido para ayudar en la cocina, sus sirvientes se habrían muerto del susto.

Poco antes de llevar la comida al comedor, Pierre preparó un plato con cabezas de pescado y lo dejó en el suelo para Berta, la gata.

– Creía que odiaba a la gata -comentó Stephen con una sonrisa mientras veía cómo el cocinero acariciaba cariñosamente al felino en la cabeza mientras éste se le restregaba entre las piernas.

Begta es buena. Y mantiene a gaya a los gatones -contestó Pierre con una breve sonrisa-. Pero no se lo diga a mademoiselle Hayley. Es nuestgo secgueto, oui?

Stephen asintió y luego ayudó a Pierre a llevar las fuentes llenas de humeante comida al comedor. Llegaron justo cuando los Albright entraban en la habitación.

Hayley miró a Stephen sorprendida cuando lo vio cargando con sus manos una pesada fuente, que dejó en el centro de la mesa.

Stephen se dio cuenta de que ella lo miraba y sonrió:

– Quiero informar a todo el mundo de que he ayudado a preparar la comida -anunció, incapaz de ocultar el orgullo en su voz.

– ¿Ah, sí? -Hayley miró a Pierre, quien confirmó las palabras de Stephen asintiendo solemnemente.

– Él buen cocinego. No tres magnifique como Pierre, pego bueno. -Dirigió una sonrisa de oreja a oreja a Stephen-. Sega bien guecibido en la cocina de Pierre siempgue que usted quiega.

Hayley miró azorada al cocinero.

– Nunca permite que nadie le ayude en la cocina.

Pierre miró a Hayley enarcando las cejas y luego se volvió hacia Stephen.

– Ella ni siquiega sabe poneg agua a calentag -confesó a Stephen simulando hacerle una confidencia en voz alta.

Hayley miró a Pierre con fingida seriedad, pero Stephen la vio torcer el labio.

– Reconozco que no soy muy buena cocinera.

Pierre puso los ojos en blanco.

Sacrebleu! Es una cocinega pésima. Si cocina ella, salga coguiendo de esta casa.

Stephen rió al imaginar a los Albright saliendo en estampida de la casa. Rodeó la mesa y se sentó en su sitio, a la derecha de Hayley, con Callie al otro lado. Tras tomar asiento, Stephen se inclinó hacia Callie.

– ¿Cómo se encuentra la señorita Josephine esta mañana? -le preguntó en voz baja.

Callie le dedicó una sonrisa radiante.

– Se encuentra bastante bien, gracias. Ahora está descansando.

– Es comprensible -dijo él en tono solemne-. Ayer vivió una experiencia terrible.

– Sí. Pero ahora está bien. Gracias a usted. -Callie lo miró sin poder ocultar su admiración-. Usted es un héroe, señor Barrettson.

Stephen se detuvo a medio camino cuando se estaba llevando el tenedor a la boca. «¡Un héroe!» Si no se le hubiera hecho un nudo en la garganta, se habría reído a carcajadas ante una idea tan absurda. «Vaya ocurrencias tienen los niños y qué cosas tan tiernas les hace decir su inocencia.»

«Aunque no tengan absolutamente nada que ver con la realidad.»


Hayley observó a Stephen durante toda la comida, estupefacta ante lo que veían sus ojos. Stephen rió abiertamente las payasadas de Andrew y Nathan, hechizó a tía Olivia hasta reducirla a un estado de azoramiento y tartamudeo que lindaba con la incoherencia, y hasta mantuvo una conversación con Grimsley y Winston sobre las maravillas de la pesca. Conversó con Pamela sobre música, y se inclinó repetidamente sobre Callie, sonriendo ante todo lo que la pequeña le susurraba al oído.

De hecho, habló y se metió literalmente a todos y cada uno de los miembros de la familia Albright en el bolsillo.

A todos menos a ella.

Al principio, Hayley pensó que era ella quien se estaba imaginando que él la ignoraba, pero, cuando le tocó la manga para atraer su atención, él apartó el brazo, le contestó con un monosílabo y volvió a centrar su atención en Andrew y Nathan.

Bien podría haberle dado una bofetada. Primero la invadió un intenso azoramiento que enseguida dio paso a una oleada de enfado. ¿Qué demonios le había hecho ella para merecer tal rechazo? «¡Dios mío! Este hombre es absolutamente imposible. En un momento me besa como si no quisiera parar nunca y en el momento siguiente me evita como si tuviera la peste. Me hace regalos caros sólo para darse la vuelta e ignorarme al día siguiente. ¿Y todo sólo porque sabe que soy H. Tripp? Me aseguró que había olvidado aquella conversación. ¿Acaso me mintió?»

Cuanto más pensaba en ello, más enfadada y ofendida se sentía Hayley. Ya la había hecho sufrir un hombre, y no iba a permitir que le ocurriera otra vez lo mismo. Cuando acabaron de comer, a Hayley le dominaba la rabia, y la sangre le hervía en las venas. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida de creer que se había enamorado de un hombre así? Atento en un momento, frío al momento siguiente. Era obvio que aquel hombre era incapaz de aclararse sobre nada.

– ¿Vas a quedarte ahí sentada todo el día?

Las palabras de Stephen, dichas en un tono claramente jocoso, interrumpieron las elucubraciones de Hayley. Mirando a su alrededor, se percató de que todo el mundo se había levantado de la mesa y había salido del comedor.

– Llevas un buen rato ahí sentada, mirando al vacío, con cara de pocos amigos -comentó Stephen desde la puerta.

Dirigiéndole una mirada fulminante, Hayley se levantó con toda la dignidad de la que pudo hacer acopio.

– No veo por qué te tiene que importar que me quede o no aquí sentada todo el día.

Stephen levantó las cejas. Anduvo hacia Hayley y se detuvo cuando les separaba menos de un paso, bloqueándole la salida del comedor.

– Por favor, ¿puedes ser tan amable de apartarte? -dijo ella con voz tirante intentando esquivarle.

Él dio un paso al lado para bloquearle la salida.

– Estás molesta conmigo. ¿Por qué?

Ella le dio un codazo en el pecho y él se quejó.

– ¡Ay!

– ¿Y a ti qué más te da si estoy o no molesta contigo? No me has dirigido la palabra en toda la comida. ¿A qué viene esta repentina muestra de interés?

Stephen repasó el rostro de Hayley con la mirada, y le invadió una oleada de culpabilidad. La había ignorado durante la comida. No con la intención de enfadarla o de herir sus sentimientos, sino sólo por instinto de conservación. En un intento de evitar la tentación, era evidente que había ofendido y enfadado a Hayley. Sintió una punzada de remordimiento.

Ahuecando ambas palmas alrededor de la barbilla de Hayley, le acarició las mejillas con los pulgares.

– Lo siento.

Vio cómo el enfado se esfumaba de sus ojos para dar paso a una mirada de absoluta confusión.

– Creía que nos llevábamos bien. ¿Qué he hecho mal? ¿Es por… por quién soy?

Stephen le puso un dedo en los labios.

– No, Hayley. No has hecho nada mal. Sólo estaba intentando evitar la tentación.

– ¿La tentación?

– Ejerces sobre mí una atracción irresistible. Eso me temo. Pensé que, si te ignoraba, no me sentiría tan intensamente atraído por ti y evitaría caer en la tentación. -Stephen sonrió-. Mi plan no sólo ha sido un estrepitoso fracaso, sino que además te he hecho sufrir en el proceso. -Sin poder controlarse, se inclinó y rozó sus labios con los de ella-. Lo siento. Tú te mereces algo mejor. «Mucho mejor de lo que yo te puedo dar.» Dio un paso atrás y analizó el rostro de Hayley. La cálida oleada de ternura que a menudo le invadía cuando la contemplaba hizo que se le encogiera el corazón-. ¿Podrás perdonarme?

Ella le miró durante varios segundos y luego sonrió.

– Por supuesto.

«¡Lo que faltaba! Otra faceta suya que admirar. Te ofrece su perdón sin hacerse rogar.» Stephen se frotó allí donde Hayley le había dado el codazo.

– Ésta es la segunda vez que te veo enfadada. Pare evitar futuras agresiones contra mi persona, tal vez convendría que me dijeras qué cosas te molestan.

– ¿Aparte de los hombres testarudos que son cariñosos y amables en un momento y fríos y distantes al momento siguiente?

– Sí. Pero yo no soy testarudo.

– Eso es opinable -dijo ella, mientras se le hacían sendos hoyuelos en las mejillas.

– Tal vez. ¿Y qué otras cosas hacen que te enfades?

Ella apretó los labios y reflexionó sobre la pregunta durante unos instantes.

– La falta de consideración -respondió al cabo-. El egoísmo. La crueldad. Las mentiras -dijo finalmente con expresión de seriedad.

Aquellas palabras le calaron muy hondo a Stephen, llenándole de vergüenza. «Falta de consideración, egoísmo, crueldad, mentiras.» Él era culpable de todas ellas. Especialmente de las mentiras, en lo que se refería a su relación con Hayley.

Forzando un tono despreocupado, le dijo:

– Deberé hacer un esfuerzo para evitar participar en cualquiera de esas actividades. -«Demasiado tarde, Stephen», le gritó su voz interior.

– No tengo ningún miedo de que alguna vez puedas actuar sin consideración, con egoísmo o crueldad, o engañando a la gente. Sé que no lo harás -le dijo dulcemente, con el corazón en la mirada.

Stephen sintió otra oleada de culpabilidad, que le comprimió tanto el pecho que tuvo que hacer un gran esfuerzo para respirar. La miró con seriedad. «Díselo. Díselo ahora.»

– Hayley, yo no soy el dechado de virtudes que pareces creer que soy. De hecho, yo… -Sus palabras se perdieron en el aire cuando ella alargó el brazo y le tocó la mano.

– Sí, lo eres, Stephen. -Lo miró con ojos brillantes-. Sí, lo eres.

Suspirando hondamente, él la estrechó entre sus brazos, apretándola contra su palpitante corazón. Hundió el rostro en el perfume de su cabello y cerró los ojos intentando luchar contra la culpa y la vergüenza que le carcomían por dentro. Hayley le acababa de mirar como le había mirado Callie la noche anterior. La admiración brillaba en sus inmensos y límpidos ojos azules, una admiración que a Stephen le hizo sentir, por primera vez en la vida, que tal vez no era tan canalla, después de todo. Y sabe Dios lo mucho que le gustó aquella sensación.

Demasiado.

Pero él no era digno de aquella admiración.

«Aléjate de ella. Dile que te vas mañana.»

En lugar de ello, se acercó todavía más. La abrazó más fuerte e intentó absorber parte de su bondad, sabiendo que al día siguiente, cuando él ya no estuviera allí, aquella mirada de admiración desaparecería de los ojos de Hayley. Le invadió una profunda sensación de pérdida y la abrazó todavía más fuerte, disfrutando de la ternura de aquel momento, tan hermoso como fugaz.

«Pasado mañana todo se habrá acabado.»


– Está preciosa, señorita Albright -dijo Stephen a Pamela aquella misma tarde cuando la vio entrar en el salón. La repasó con la mirada de arriba abajo, fijándose en su vestido verde pastel y su favorecedor recogido-. Seguro que es el foco de las miradas de todos los hombres de la fiesta.

Un rubor rosado encendió las mejillas de Pamela.

– Muchas gracias, señor Barrettson. Usted también está excepcionalmente elegante.

– Gracias… -la voz de Stephen se desvaneció en cuanto vio a Hayley de pie en el umbral de la puerta, toda una visión con su vestido azul claro. Era exactamente del mismo color que sus ojos. El escotado corpiño resaltaba sus senos, dejando al descubierto una tentadora extensión de piel color crema. Sus rizos castaños estaban recogidos con suma habilidad en un elegante moño en la parte superior de la cabeza. Una cinta de color azul claro adornaba el fino recogido, y un par de resplandecientes zarcillos enmarcaban su hermoso rostro.

«¡Dios mío!» A Stephen se le quedaron los pulmones sin aire. Hayley le quitó literalmente el aliento. Avanzó hacia ella, con la mirada clavada en su rostro ruborizado. Cuando llegó a su lado, le tomó la mano y le dio un tierno beso en los enguantados dedos.

– Estás exquisita -dijo tiernamente-. Absolutamente exquisita.

Ella todavía se ruborizó más.

– El vestido es bonito, Stephen.

– La mujer que lo lleva es bonita. -Incapaz de contenerse, le besó la cara interna de la muñeca.

Ella dijo en voz baja y ligeramente sofocada:

– ¿No te parece que el escote es un poco escandaloso?

La mirada de Stephen descendió al torso de Hayley. Efectivamente, el corpiño era escotado, pero no exagerado ni indecente. De hecho, aquel escote era incluso moderado en comparación con los que llevaban las mujeres de la ciudad.

La piel color crema de Hayley resplandecía bajo la muselina azul claro, y el contorno de sus enhiestos senos cautivó la vista de Stephen. Él deseaba con todas sus fuerzas palpar aquellas tentadoras curvas, y sólo una considerable determinación le impidió hacerlo.

– Es perfecto -le aseguró, con voz ronca, intentando contener el deseo-. Pareces un ángel.

– Me encantan los pensamientos. Le dan un toque de elegancia.

– Si, ya sabes, «ocupas mis pensamientos». -«Como has hecho tú desde la primera vez que te vi», pensó.

– ¿Estamos listos para salir? -preguntó Pamela desde el otro extremo de la habitación.

– Por supuesto -dijo Stephen forzándose a apartar la vista de Hayley. Ofreció un codo a cada una de sus dos acompañantes y las condujo hasta la calesa que les estaba esperando. Grimsley sostuvo las riendas mientras Stephen ayudaba a las damas a acomodarse. Luego tomó asiento entre ellas y cogió las riendas. La calesa estaba pensada para dos pasajeros, de modo que los tres se tuvieron que apretujar, muslo con muslo, en el asiento. Stephen nunca había conducido un vehículo semejante, y cruzó los dedos para que no se notara su falta de experiencia. Puso la calesa en movimiento y deseó lo mejor.


Hayley entró en la elegante casa señorial de Lorelei Smythe con el corazón latiéndole fuertemente en señal de anticipación. La forma en que Stephen la había mirado, y la seguía mirando, con aquellos ojos verdes oscuros y tormentosos y aquella mirada tan cálida e irresistible, le dificultaba la respiración.

Las fiestas siempre le habían dado pavor. Las pocas a las que había asistido no le habían aportado nada más que malos ratos y un gran apuro. Era demasiado alta, nadie le pedía para bailar y su ropa siempre parecía pasada de moda.

Pero aquella noche era diferente. Aquella noche se sentía como una princesa. Llevaba un vestido precioso, y el hombre más apuesto y maravilloso del mundo era su acompañante.

– Hayley y Pamela -dijo Lorelei en tono de afectación mientras les tendía la mano-. ¡Cómo me alegra verlas! ¡Y, señor Barrettson, qué divino que también haya venido! -dirigió a Pamela una mirada superficial y luego clavó los ojos en Hayley-. ¡Santo Dios! ¡Qué vestido tan precioso, Hayley! -exclamó mientras tomaba nota de todos los detalles de su aspecto-. Creo que nunca la había visto tan elegante. -Colando sigilosamente el brazo del codo de Stephen, con un inequívoco gesto de posesión, prosiguió-: Hayley suele vestir de marrón oscuro y se lava con agua de lago. Sería bastante escandaloso si todo el mundo no estuviera acostumbrado a sus… excentricidades. Ahora, permítame que le presente a mis otros invitados, señor Barrettson. -Luego se dirigió a Pamela y a Hayley-. ¿Me disculpan, por favor? -Y pegándose todavía más a Stephen lo guió hacia la entrada del edificio.

– No soporto la forma en que te trata esa mujer -susurró Pamela a Hayley visiblemente enfadada-. Me gustaría borrar esa mirada arrogante y suficiente de su cara. ¿Cómo se atreve a llevarse a tu señor Barrettson de ese modo? ¿ Por qué…?

– Pamela, no es mi señor Barrettson -le susurró Hayley al oído mientras intentaba dominar los celos que le empezaban a corroer. La visión de las manos de Lorelei encima de Stephen le despertó el imperioso deseo de romper algo, tal vez las horrendas figuras pastorales de porcelana que había sobre una lujosa mesita de cerezo.

Pero tenía que pensar en Pamela, de modo que se quitó la idea de la cabeza. Conteniéndose, le dijo:

– Deja de poner mala cara, Pamela, Marshall nos acaba de ver y se dirige hacia aquí.

– Señorita Hayley, señorita Pamela -dijo Marshall en cuanto llegó hasta ellas. Hizo una reverencia a la primera y añadió-: Está preciosa esta noche, señorita…

– Gracias, Marshall.

Marshall se volvió hacia Pamela, y Hayley le vio tragar saliva con dificultad.

– Y usted está francamente… hermosa. -Le hizo una reverencia formal y luego ofreció sendos codos a ambas hermanas-. ¿Me permiten que las acompañe?

– ¿Quizás Hayley me concedería ese placer? -preguntó una voz grave detrás de Hayley.

Hayley se volvió para encontrarse cara a cara con Jeremy Popplemore. Él le sonrió cordialmente, y Hayley le devolvió la sonrisa. No le guardaba rencor y, si él quería que fueran amigos, ella no tenía ningún inconveniente.

– Buenas noches, Jeremy. Es muy amable de tu parte, pero Marshall…

– Me temo que ya ha entrado con tu hermana en el salón -dijo Jeremy en tono jocoso. Le ofreció su codo-. ¿Me concedes el honor?

Con pocas opciones entre las que elegir, Hayley apoyó sin demasiado entusiasmo su enguantada mano en el brazo de Jeremy y permitió a éste que la acompañara hasta el salón donde tenía lugar la recepción. Moquetas de Axminster cubrían los suelos de mármol pulido, y había elegantes mesas de madera de cerezo y caoba que realzaban la media docena de sofás de brocado. Debía de haber unas cuarenta personas en el inmenso salón, reunidas en corrillos, tomando vino de Madeira o ponche servidos por los mayordomos.

– Estás preciosa esta noche, Hayley -le dijo Jeremy, repasándola con la mirada y deteniéndose en el escote-. Realmente encantadora.

Hayley no pudo evitar que se le escapara la risa.

– Gracias, Jeremy, aunque debo admitir que todo el que me lo dice lo hace con una expresión de asombro en el rostro. Debo de estar bastante horrorosa la mayor parte del tiempo.

Jeremy inclinó la cabeza hacia atrás y se rió.

– En absoluto, querida -le aseguró, volviéndola a repasar con la mirada-. En absoluto.


En el otro extremo del salón, Stephen oyó la risa de Jeremy Poppleport [9]. Había observado disimuladamente cómo aquel hombre entraba con Hayley en el salón y luego el modo en que la devoraba con los ojos. Stephen conocía demasiado bien el significado de aquella mirada. Era la mirada de un hombre a quien le gustaba lo que veía, que lo deseaba.

Los dedos de Stephen se apretaron contra la base de la copa de vino que tenía en la mano. Luchó con todas sus fuerzas para no dejarse llevar por el deseo de aporrear a Poppledink hasta convertirlo en polvo. Y, para empeorar todavía más las cosas, Lorelei Smythe volvía a estar a su lado, cada vez más pegada a él e intentando conducirlo hacia un íntimo rincón del salón. Se había dejado guiar por ella al principio porque le había cogido desprevenido y no quería ser grosero con la gente con la que se relacionaba Hayley y su familia. Pero ya había decidido que iba a darle a aquella pesada exactamente dos minutos más de su tiempo y luego prescindiría de tan molesta compañía.

– ¿Le gusta mi casa, señor Barrettson? -le preguntó Lorelei cuando se encontraban en una relativa intimidad cerca de las ventanas.

Él ni siquiera se había fijado en el color de las paredes.

– Sí. Es preciosa, señora Smythe.

– Llámeme Lorelei. Mi marido, que en paz descanse, me compró esta casa varios años antes de su muerte prematura.

– Le acompaño en el sentimiento -musitó Stephen, con la atención puesta en la pareja que había en el otro extremo del salón.

– Oh, ya hace dos años de su muerte -dijo haciendo un gesto con la mano para quitarle importancia-. Ya tengo el luto bastante superado.

Stephen se forzó a mirarla directamente. Era innegablemente atractiva, con cabello marrón claro y avispados ojos castaños rebosantes de sensualidad. Su cuerpo era exuberante, un hecho patentizado por sus voluptuosos senos, insinuantemente comprimidos contra el brazo de Stephen, y la pasmosa cantidad de carne que le sobresalía por encima del escote. Hubo un tiempo, no muy lejano, en que probablemente Stephen habría mostrado por ella el mismo interés que ella demostraba por él, y la noche habría culminado en un encuentro sexual mutuamente satisfactorio.

Pero las cosas habían cambiado.

Stephen miraba a Lorelei Smythe de forma desapasionada, experimentando nada más que una ligera molestia ante sus empalagosas atenciones. Estaba tenso y aburrido, y no había nada que le apeteciera más que cruzar el salón a toda velocidad y lanzar a Jeremy Popplepuss [10] por la ventana. El muy canalla estaba prácticamente desnudando a Hayley con los ojos.

Los ojos de Stephen se achinaron hasta reducirse a meras ranuras cuando vio que Jeremy se inclinaba sobre Hayley para decirle algo al oído. Independientemente de lo que le hubiera dicho, un atractivo rubor riñó inmediatamente las mejillas de Hayley. Poppledop [11], sin lugar a dudas, iba a salir despedido por la ventana. De cabeza.

– Hacen buena pareja. ¿No cree? -le susurró Lorelei al oído.

– ¿Quiénes?

– Jeremy y Hayley, por supuesto, aunque debo decir que me sorprenden un poco los gustos de Jeremy. Creo que le pega mucho más Pamela. Es mucho más adecuada para él que Hayley.

Stephen se volvió hacia Lorelei.

– ¿Eso cree? ¿En qué sentido?

A Lorelei se le escapó una sonora carcajada.

– Bueno, Hayley es tan… no sé muy bien cómo expresarlo. Tan larguirucha y tan poco femenina. Pamela es mucho más señorita, pero parece ser que su corazón ya está ocupado por otro hombre. -Su mirada se detuvo en Pamela y Marshall, que estaban conversando junto a la chimenea.

– En el caso de que Jeremy esté realmente interesado por Hayley -prosiguió Lorelei-, ella sería estúpida si rechazara su proposición. Ya no es ninguna niña, y no puedo imaginarme a ningún otro hombre cortejándola. -Miró a Stephen a los ojos-¿Sabe que no hace mucho Hayley y Jeremy tuvieron una relación… muy estrecha?

– Sí, pero tenía la impresión de que Popplepart [12] no estaba dispuesto a hacerse cargo de toda la familia de la señorita Albright. -«Es evidente que es un completo idiota.»

– Popplemore… Jeremy me ha confiado que, puesto que lo más probable es que Pamela se case pronto, y los niños ya no son tan pequeños, cree que podrá convencer a Hayley para que delegue parcialmente el cuidado de sus hermanos en Pamela.

– ¿Ah, sí? -preguntó Stephen con una calma sólo fingida. Si Poppledart [13] estaba barajando la idea de que Hayley dejara tirada a su familia, aquel tipo todavía era más estúpido de lo que él creía. Un impulso arrollador de agarrar a aquel desgraciado por el cuello y sacudirlo hasta que le castañearan los dientes se adueñó de Stephen. Mientras contemplaba la posibilidad de dejarse llevar por ese impulso, le interrumpió su fastidiosa voz interior. «Déjalos en paz. Ella merece ser feliz y, si Popplepuss es el hombre que va a hacerla feliz, es mejor que te mantengas al margen. Te vas de Halstead mañana. No la volverás a ver nunca más. No estropees lo que podría ser su última oportunidad para ser feliz.»

Stephen aspiró profundamente y se obligó a relajarse, a luchar contra aquellos celos que le corroían ante la idea de que Hayley estuviera con otro hombre. Ella no era suya, no le pertenecía. No tenía ningún derecho a impedir que Hayley estuviera con otro hombre. De hecho, lo mejor que podía hacer por ella era lanzarla en los brazos de Jeremy. Sólo con pensarlo se le revolvían las tripas. «¡Maldita sea! No creo que sea capaz de ser tan considerado.»

– ¿Le importaría traerme otro vaso de vino? -le preguntó Lorelei con una voz ronca que pretendía ser seductora.

Stephen hizo un esfuerzo por centrarse en su acompañante. La mirada de sugerente invitación en los ojos de Lorelei era inequívoca. La mejor forma de incitar a Hayley a pasar la velada con Poppledart sería ocuparse en otra actividad.

– ¿Un vaso de vino? Por supuesto. -Cruzó el salón y se dirigió hacia la mesa de las bebidas, contento de poder alejar puntualmente la atención de sus mortificantes pensamientos.


Hayley estuvo sonriendo, aunque sólo por fuera, durante toda la cena, pero, por dentro, estaba furiosa. Lorelei presidía la mesa, con Jeremy a su derecha y Stephen a su izquierda. Sentada al lado de Jeremy y prácticamente enfrente de Stephen, Hayley observó, sumida en la desdicha y la desesperación, cómo Lorelei coqueteaba descaradamente con este último durante toda la cena, sonriéndole con los ojos y apretando su escandaloso escote contra su brazo.

Pero lo que más le dolía de todo era que Stephen también estaba coqueteando con ella. Aquella encantadora y devastadora sonrisa dirigida a Lorelei, aquellos ojos verdes que la miraban con sensualidad y admiración, hicieron que a Hayley le entraran ganas de gritar.

Intentaba negárselo a sí misma, pero estaba celosa. Completa, absoluta y desagradablemente corroída por los celos. Cada vez que la risa ronca pretendidamente seductora de Lorelei llegaba a los oídos de Hayley y cada vez que oía el sensual rumor de la voz rasgada de Stephen, Hayley tenía ganas de romper algo. Nunca se había sentido tan mal y tan fuera de sitio en toda su vida.

Desesperada, se volvió hacia Jeremy, incapaz de seguir escuchando u observando a Stephen y Lorelei durante más tiempo. Jeremy estuvo divertido, solícito y muy pendiente de ella durante toda la cena. Hayley habló brevemente con Marshall, pero Pamela estaba sentada al otro lado del médico, de modo que la atención de Marshall estaba en otra parte.

Hayley hizo un esfuerzo por disfrutar de aquella suntuosa comida, que constaba de faisanes a la brasa, guisantes a la crema y surtido de pescado, pero todos aquellos manjares no le supieron a nada. Por puro orgullo, se esforzó en conversar con Jeremy, pero su corazón estaba en otra parte. Por el rabillo del ojo, vio cómo Lorelei deslizaba lentamente un dedo por la manga de Stephen y que él respondía a su gesto rozando la copa de su solícita acompañante con la suya.

No. El corazón de Hayley estaba, sin lugar a dudas, en otra parte.

Y se le estaba haciendo añicos.

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