Hayley estaba tan enfadada, tan desilusionada, tan profundamente dolida que no se fijó en adonde iba. Lo único que quería era alejarse de Stephen lo antes posible. Avanzó con paso airado por un sendero del jardín, echando pestes contra Stephen, hasta que sintió que la cabeza le iba a estallar. De todos modos, estaba contenta de sentir rabia. Le impedía tirarse al suelo, hacerse un ovillo y sumirse en la humillación y la autocompasión.
Tras varios minutos, bajó el ritmo y miró alrededor.
No tenía ni idea de dónde estaba.
Se encontraba rodeada por altos setos. Estiró el cuello y vio las luces de la mansión parpadeando a lo lejos. En plena tempestad emocional, se había alejado bastante del edificio. Divisando un banco de mármol a unos metros, agradeció poderse sentar un rato. No estaba en absoluto preparada para volver a la fiesta.
De hecho, tras pensarlo momentáneamente, decidió que no volvería a la fiesta. ¿Para qué exponerse a la humillante posibilidad de volverse a encontrar con Stephen? Y no le apetecía nada hablar con Victoria. ¿Qué iba a decirle? Apenas podía soportar pensar en las cosas tan odiosas que le había dicho Stephen, y no digamos repetirlas.
Hundió la cara en las manos, profundamente avergonzada. «¡Dios mío! ¡Qué estúpida he sido!» Creía estar enamorada de Stephen, pero, ¿cómo podía estarlo cuando era evidente que no le conocía? El hombre de quien estaba enamorada nunca se habría comportado como aquel frío y amargado desconocido del jardín. «No permitiré que me destruya. Es un mentiroso indigno de mi confianza y de mi amor. Tengo una familia a quien querer, una familia que me quiere y que me necesita.»
Pero, por mucho que lo intentó, Hayley no pudo evitar que las lágrimas le inundaran los ojos y le resbalaran por las mejillas. Lágrimas inútiles y desesperadas por un espejismo, un mero producto de su imaginación, un hombre a quien había amado durante un breve período de tiempo.
Un hombre que, en realidad, no existía.
Casi todos los invitados estaban bailando o conversando. El champán y el brandy fluían a borbotones, y más de la mitad de los presentes estaba cerca de la embriaguez. Una figura solitaria recorrió el salón de baile y se coló disimuladamente por las puertaventanas que daban al jardín. Andando a paso ligero y con la cabeza gacha, se adentró en el jardín. «Pronto estarás muerto, canalla. Entonces todo será mío, como siempre debería haber sido.»
Stephen se quedó mirando fijamente a la oscuridad durante un buen rato después de que Hayley desapareciera en la distancia. Tenía las entrañas en carne viva, los nervios destrozados, el alma dolorida. Aunque llegara a vivir cien años, jamás olvidaría la expresión de profunda desilusión del rostro de Hayley. Ni su última mirada llena de desprecio.
Sumido en sus martirizantes pensamientos, al final empezó a descender por un sendero, girando en la dirección contraria adonde se encontraba la mansión. Casi era la hora en que tenía que encontrarse con Justin, pero necesitaba unos minutos para recomponerse y calmarse. Divisó un banco de mármol y decidió sentarse un rato. Cerrando los ojos con fuerza, intentó, sin éxito, borrar la imagen de Hayley de su mente.
¿Cómo diablos habían contactado Victoria y Hayley? ¿Estaba Justin involucrado de algún modo? Stephen no tenía ni idea, pero estaba dispuesto a averiguarlo antes de que acabara la noche. La mirada desconcertada de Hayley irrumpió súbitamente en sus pensamientos, y él dejó caer su martilleante cabeza sobre las palmas de las manos.
– Hola, Stephen -dijo una voz procedente de la oscuridad.
Stephen levantó la cabeza y miró hacia las sombras. Se le acercó una figura. Todo su cuerpo se quedó completamente inmóvil cuando vio la pistola apuntándole al centro del pecho.
El nerviosismo de Justin crecía con cada minuto que pasaba. Stephen llegaba tarde. La trampa estaba tendida, los agentes de la ley, en sus puestos, pero no había ni rastro de Stephen en la oscuridad del jardín. Pasaron cinco minutos más, pero el sendero del jardín seguía en silencio y desierto. El pulso de Justin empezó a latir con más fuerza, y un terror creciente e implacable se adueñó de él.
«¡Maldita sea, Stephen! ¿Dónde diablos te has metido?»
Stephen miró fijamente el arma que le apuntaba y luego alzó la mirada lentamente. Unos ojillos llenos de odio lo miraban fijamente. Supuso que debería estar sorprendido, pero, en lugar de ello, sintió un raro distanciamiento, como si, en cierto modo, estuviera observando la escena desde lejos. Como si fuese el espectador de una extraña escena de una obra macabra.
– Debo decir que esto no es exactamente lo que me esperaba -comentó en tono neutro. Miró el arma-. ¿Quizá podrías tomarte la molestia de explicarme por qué estás apuntándome con esa pistola? O mejor, ¿tal vez podrías tomarte la molestia de apuntar a algún otro lugar?
Los finos labios de la funesta figura esbozaron una maliciosa sonrisa.
– Me gusta apuntar adonde estoy apuntando. Y, en lo que respecta a por qué te estoy apuntando, es obvio. Voy a matarte.
– Entiendo. -Stephen calculó rápidamente la distancia que los separaba y concluyó que no podría cogerle el arma sin que le disparara antes.
– No te recomiendo que intentes desarmarme. Soy una excelente tiradora. Serías hombre muerto antes de tocarme.
– ¿Ah, sí? -dijo Stephen arrastrando la voz-. No tenía ni idea de que fueras tan buena con las armas, pero creo que tu seguridad en ti misma es infundada. Ya me has disparado varias veces y has fallado.
– No fui yo, estúpido. -Cada palabra era veneno puro-. Esos idiotas que contraté lo hicieron todo mal. Por eso he decidido hacerlo con mis propias manos. Así estaré segura de que estás bien muerto.
Stephen miró teatralmente a su alrededor.
– ¿Y dónde está mi querido hermano? Venga, Gregory, sal de tu escondrijo. ¿Te has escondido entre los setos?
Una carcajada llena de amargura rasgó el aire.
– Tu hermano no es más que un parásito borracho que vive a mi costa. No tiene suficiente cerebro pata matar a nadie.
– Entonces, ¿no estás haciendo esto por él? -Stephen la observaba atentamente, esperando una oportunidad para desarmarla.
Ella lo miró como si se hubiera vuelto loco.
– ¿Por qué iba hacer algo por Gregory? Le detesto. Esto lo hago por mí. ¡Sólo por mí! Cuando hayas muerto, Gregory heredará el título y las propiedades y yo me convertiré en marquesa. Y, cuando muera tu padre, también seré duquesa. Los miembros de la alta sociedad dejarán de despreciarme y rechazarme como la molesta, poco agraciada, tímida e insignificante mujer del segundo hijo de un duque.
Dirigió a Stephen una mirada fulminante y llena de odio mientras le temblaba la voz de pura rabia.
– Me convertiré en la reina de la ciudad. Todo el mundo buscará mi compañía, mendigará mi favor. Nadie me ignorará ni me despreciará. Nunca volveré a tener que pasar por la humillación de ser la fea esposa de Gregory, una mujer de quien compadecerse. Tendré poder e influencias. -Sus ojos se achinaron hasta convertirse en sendas ranuras-. Y no me veré obligada a soportar más la indiferencia de Gregory. En lugar de ello, tendré multitud de amantes, todos ellos disputándose mis favores, deseosos de complacerme.
Stephen se dio cuenta de que tendría más probabilidades de salir con vida si la hacía hablar.
– Dime, Melissa, si ansiabas tan vehementemente un título, ¿por qué no te casaste con un hombre que ostentara uno? ¿Por qué te conformaste con Gregory?
– No tuve otra elección. Mi padre arregló mi matrimonio. Al principio, estaba profundamente feliz, encantada de poder escapar por fin de mi familia. ¿No sabías que tengo tres hermanas mayores?
– No -respondió Stephen negando con la cabeza.
– Claro que no lo sabías. Nadie lo sabe. Nadie pierde el tiempo hablando conmigo. No soy guapa. No tengo una portentosa inteligencia ni ningún don para la música. Soy fea y patosa y tímida y, por lo tanto, fácilmente despreciable. Insignificante. -Miró a Stephen con ojos brillantes-. Mis tres hermanas son muy guapas. Guapas y con mucho talento. Los hombres se arremolinaban en torno a ellas y mis padres les organizaron maravillosas puestas de largo y abrieron la casa a multitud de pretendientes. Todas pudieron elegir un buen partido.
Melissa hizo una breve pausa para coger aire y luego prosiguió.
– Me han ignorado, apartado, aplastado, ridiculizado y ocultado durante toda la vida. Creía que mi vida iba a cambiar cuando me casé con Gregory, pero todavía empeoró más. Yo ya sabía que él sólo se había casado conmigo por mi dinero, pero esperaba… -Su voz se fue desvaneciendo y a Stephen le pareció detectar el brillo de las lágrimas en sus ojos. Pero, cuando prosiguió con su discurso, su tono de voz era tan duro como el granito-. Gregory me desprecia y aprovecha cualquier oportunidad para demostrármelo. Me humilla pavoneándose con sus mujeres ante mis narices, como si yo no pintara nada, como si no fuera nadie. Me habría gustado tener un hijo, pero tu hermano ni siquiera me toca. -Dio un paso adelante-. Ha cometido un error. Todos habéis cometido un error. Y, después de esta noche, todo lo que siempre he deseado, todo lo que siempre me ha sido negado, todo cuanto merezco, será mío. -Cogió la pistola con ambas manos y la niveló con el pecho de Stephen.
Stephen se quedó completamente inmóvil, curiosamente con la mente en blanco. Melissa estaba demasiado lejos para desarmarla y lo bastante cerca como para acertar el tiro si tenía tan buena puntería como ella decía. Stephen se dio cuenta de que el pulso de su inminente verdugo era perfectamente estable.
– ¿Quieres decir tus últimas palabras? -dijo la mujer teatralmente.
De repente, a Stephen le asaltó la imagen de Hayley. Ella era lo único bueno que le había pasado en toda la vida, y la había perdido para siempre. La idea de luchar por su vida, una vida vacua y carente de sentido, le llenó de resignado agotamiento. ¿Para qué luchar por una vida que no merecía la pena vivir?
Stephen esbozó una amarga semisonrisa.
– Espero que los títulos y el prestigio te hagan más feliz de lo que me han hecho a mí.
Melissa le apuntó al corazón.
– Adiós, Stephen -dijo educadamente, con el mismo tono que podría haber empleado para preguntarle si quería una taza de té.
Y luego apretó el gatillo.