Capítulo 13

A la mañana siguiente, Hayley entró en la cocina bastante tarde.

– ¿Dónde se ha metido todo el mundo? -preguntó a Pierre. Había pasado una noche movida e inquieta, sin poder conciliar el sueño hasta el amanecer. Necesitaba desesperadamente un café.

– Sus hegmanas ido con tía, Weenston y Grimsley al megcado -contestó el cocinero mientras preparaba la masa para hacer pan-. Los chicos llevan a monsieur Baguettson a pescag.

– ¿A pescar? -preguntó Hayley sorprendida.

Pierre asintió.

– Se han ido a pgimega hoga de la mañana después de desayunag.

Tras disfrutar de una rápida taza de café, Hayley cogió a hurtadillas un trozo de pan recién hecho y entró en el despacho. En la casa reinaba una calma que era una verdadera bendición y, si conseguía mantener sus pensamientos alejados de Stephen, probablemente podría adelantar el trabajo que tenía pendiente.

Cerrando la puerta tras de sí, se sentó en el escritorio y extrajo sus papeles del último cajón. Intentó concentrarse, pero sus esfuerzos fueron infructuosos. Sólo podía pensar en la noche anterior. Se debatía entra la absoluta vergüenza y la incrédula evocación de una sensación maravillosa. La sensación de las manos de Stephen sobre su cuerpo, tocándola, explorándola, acariciándola, no se parecía a nada de lo que había experimentado antes. Ella no quería que parara, pero él se había alejado de ella sin darle ninguna explicación. De hecho, hasta parecía molesto con ella. Indudablemente, por su comportamiento escandaloso y excesivamente desinhibido.

Hayley estuvo reflexionando y, tras casi una hora de mirar fijamente una hoja en blanco, sólo fue capaz de llegar a dos conclusiones.

Primera, deseaba a Stephen Barrettson con una intensidad que la desconcertaba.

Segunda, el único motivo de que esa mañana siguiera siendo virgen era que él se había retirado la noche anterior. Ella habría continuado, deseosa de explorar y aprender más cosas sobre aquellas sensaciones increíblemente nuevas que la bombardeaban.

Cerró fuertemente los ojos y negó con la cabeza. Stephen se iba a marchar dentro de dos semanas porque tenía que trabajar para una familia que vivía lejos de Halstead. Sólo con pensarlo, se le partía el corazón.

Tenía que mantenerse alejada de él.

Justin Mallory estaba sentado en su despacho privado, mirando fijamente la carta que acababa de recibir. Releyó la escueta misiva tres veces, frunciendo el ceño y levantando alternativamente las cejas.

– Pareces muy desconcertado, cariño -dijo Victoria mientras entraba en el despacho.

Justin se guardó rápidamente la carta en el bolsillo del chaleco y sonrió a su mujer.

– No es más que un mensaje un tanto desconcertante de uno de mis socios -dijo quitándole importancia. Se levantó y se acercó a Victoria, rodeando su diminuto cuerpo con los brazos y dándole un breve beso en su tersa frente.

Hasta que conoció a Victoria, Justin siempre se había visto como el eterno soltero. Pero enseguida quedó prendado de los encantos de aquella joven menuda de brillantes ojos verdes, cabello castaño oscuro y una sonrisa que podría derretir la nieve en enero.

– Estaba pensando en cómo convencerte para que me lleves a Regent Street -dijo Victoria, reclinándose hacia atrás para apoyarse en los brazos de su esposo-. Llevo varios días encerrada en casa.

– Tú podrías convencer a las estrellas para que bajaran del cielo, mi amor-le susurró Justin mientras besaba la boca que ella le acababa de ofrecer-. Necesito un par de horas para ultimar unos cuantos asuntos y luego estaré a tu entera disposición.

– Gracias, cariño. -Victoria se puso de puntillas, rozó con los labios la mandíbula de Justin y salió de la habitación, cerrando la puerta detrás de ella con delicadeza.

En cuanto volvió a estar solo, Justin se sacó la carta del bolsillo y la volvió a leer. Junto con la petición de más mudas de ropa, Stephen le pedía algunas cosas que se salían de lo corriente. Y ni siquiera le preguntaba cómo iban sus indagaciones. Sólo una escueta nota pidiéndole una serie de raros artículos que quería que le llevara dentro de dos días. Justin rió entre dientes. Se moría de ganas por ver de nuevo a Stephen para averiguar cómo le estaba yendo en casa de los Albright.

Si la lista de artículos que le pedía Stephen era un indicador, su estancia debía de estar siendo de lo más pintoresca.

Y si Justin lograba imaginarse cómo conseguir los objetos que necesitaba, todo iría bien.


– ¡Mira cuánto he pescado! -Stephen entró en el jardín pisando fuerte, deteniéndose ante Hayley con una sonrisa de oreja a oreja en el rostro-. ¡Mira! ¿Has visto alguna vez una pesca tan magnífica?

Hayley se levantó, se limpió las manos en el delantal y examinó el grupo de insignificantes pececillos que colgaban de un hilo de pescar que sostenía Stephen con orgullo.

– ¡Impresionante! -dijo intentando parecer seria-. Es evidente que eres un experto pescador.

Stephen entornó los ojos con expresión de recelo, sin estar seguro de si Hayley se estaba burlando de él o no.

– No te estarás burlando de mí, ¿verdad? -dijo él en tono amenazador.

Ella abrió los ojos de par en par en señal de fingida inocencia.

– ¿Yo? ¿Burlarme de ti? ¿Un hombre que, obviamente, es el mejor pescador que jamás ha recorrido las costas de Inglaterra? ¿Cómo se te puede ocurrir algo semejante?

– Debes saber que estoy bastante orgulloso de mí mismo. -Se inclinó hacia Hayley y ella contuvo una risita. Stephen apestaba a pescado-. Esta ha sido la primera vez que he ido de pesca.

– Se ha caído dos veces al agua -intervino inesperadamente Andrew, mientras entraba, junto con Nathan, en el jardín.

La mirada de Hayley se centró en las costillas de Stephen.

– ¿Te… se ha hecho daño?

– Unas pequeñas punzadas, nada más. Y no me caí, sino que me empujaron esos gamberros -informó Stephen a Hayley señalando con dedo acusador a los dos chicos, que se estaban riendo-. Tiene que enseñarle buenos modales -añadió mientras le guiñaba un ojo exageradamente.

– ¿Nunca había ido de pesca hasta hoy? -preguntó Hayley sorprendida.

– Nunca. Yo soy tutor, no pescador. No se me había presentado la ocasión, hasta hoy. Y he de admitir que, para ser la primera vez, lo he hecho francamente bien. -Levantó su hilo de pescar y dirigió una mirada de admiración a su exigua captura.

Hayley los miró a los tres y sacudió la cabeza. No estaba segura de qué había ocurrido exactamente en aquella salida de pesca, pero era evidente que los tres se lo habían pasado en grande. Y Stephen era quien tenía la sonrisa más grande de todos.

– Venga, señor Barrettson -instó Nathan a Stephen estirándole del brazo-. Entreguémosle lo que hemos pescado a Pierre para que pueda empezar a preparar la cena.

– Ahora tengo que irme -informó Stephen a Hayley con una sonrisa de suficiencia-. Ya sabe, Pierre nos espera en la cocina. -Le dedicó otra radiante sonrisa y dejó que Nathan le guiara.

Hayley observó al trío y se tapó la boca con la mano para evitar estallar en carcajadas mientras se alejaban.

Stephen tenía una raja en los pantalones de montar justo a la altura de las nalgas.


– ¿Qué plan tenéis para esta mañana, chicos? -preguntó Hayley a sus hermanos al día siguiente a la hora del desayuno-. Tenemos algunas clases pendientes.

Andrew y Nathan dirigieron sendas miradas anhelantes y suplicantes a Hayley.

– El señor Barrettson se ha ofrecido a darnos clase hoy. Habíamos pensado ir al prado. ¿Te parece bien?

Hayley miró a Stephen sorprendida.

– ¿Clases al aire libre? ¿He oído bien?

Stephen la miró por encima del borde de la taza de café.

– Sí. Debo zanjar una deuda de honor con los chicos y he pensado que podría darles clase al mismo tiempo. Si usted no ve ningún inconveniente, claro.

– No. No veo ningún inconveniente -musitó Hayley, extrañada-. ¿Qué tipo de deuda de honor debe zanjar con los chicos?

– Andrew y yo hicimos una apuesta antes de ayer por la noche y perdí.

Hayley enarcó las cejas.

– ¿Apostó… con Andrew? ¿Y perdió?

– Por lo visto, no era mi noche para las apuestas -dijo esbozando una sonrisa.

Hayley se ruborizó hasta las raíces del cabello cuando recordó en qué había desembocado su apuesta con Stephen.

Sin hacer ningún otro comentario, observó cómo los tres salían de la habitación. No tenía la más remota idea de qué hacer con Stephen. Desde la discusión que habían tenido hacía dos días y la posterior partida de ajedrez, lo encontraba cambiado. Menos reservado. Con todo el mundo, salvo con ella. A pesar de que había sido educado y atento con ella en todo momento, de algún modo, había erigido un muro invisible entre ambos.

Contrariamente, Stephen estaba mostrando un gran interés por Andrew y Nathan, primero acompañándoles a pescar y ahora embarcándose con ellos en una extraña aventura.

En la cena del día anterior Hayley se había sentado a la mesa dominada por los nervios anticipatorios, preguntándose si se volvería a encontrar a solas con Stephen. La cabeza le decía que se mantuviera alejada de él, pero su corazón le imploraba con la misma insistencia que lo buscara.

No tuvo que tomar ninguna decisión al respecto porque Stephen se excusó poco después de cenar y se retiró a su alcoba. Ella pasó todo el tiempo comprendido entre la cena y la hora de acostarse trabajando en el despacho, intentando con todas sus fuerzas no sentirse decepcionada o confundida. Seguro que era mejor así.

– Andrew y Nathan parecen haberle cogido mucho cariño al señor Barrettson -comentó tía Olivia, interrumpiendo los pensamientos de Hayley.

– Sí, es verdad.

– Y el señor Barrettson también parece haberse encariñado con ellos -añadió Pamela, volviéndole a llenar a Hayley la taza.

– ¡Que me aten al travesaño del puerto y me golpeen con el sextante! -dijo Winston a voz en cuello-. ¿Por qué no iban a gustarle los muchachos? Son buenos chicos, como su padre, que en paz descanse. Porque, si a ese asqueroso gorrón no le gustaran los chicos, le obligaría a andar por el tablón de cubierta. -Luego dirigió una mirada fulminante a Grimsley-. ¿Acaso estás buscando la forma de llevarme la contraria, enano escuálido?

Grimsley se arregló la chaqueta.

– Desde luego que no, aunque no me puedo imaginar dónde vas a encontrar un tablón de cubierta donde hacerle andar.

– Tú no verías un tablón de cubierta aunque te golpearas la cabeza con uno -masculló Winston.

– Yo sé dónde hay una tabla -intervino inesperadamente Callie mientras acunaba a la señorita Josephine en sus brazos-. Hay una tabla grande ahí fuera, cerca del corral de las gallinas. -Se volvió hacia Winston-. La vimos el otro día, Winston. Usted se tropezó con ella y se cayó de morros sobre las cacas de las gallinas, ¿no se acuerda? Y entonces gritó: «¡Asquerosamente condenado trozo de madera! Menudo hijo de…»

– ¡Callie! -se apresuró a interrumpir Hayley-. Estoy segura de que Winston no quería decir unas palabras tan inapropiadas. -Lo miró con seriedad- ¿Verdad que no, Winston?

El ceño de Winston indicaba claramente que quería decir cada una de las palabras que dijo y algunas más, pero suavizó su expresión cuando miró a Callie.

– Lo siento -susurró-. Me olvidé de que la chiquilla andaba cerca.

Grimsley murmuró algo entre dientes y empezó a quitar la mesa. Hayley soltó un profundo suspiro, rogó a Dios que le diera paciencia y cambió de tema.

– ¿Qué creen que tienen pensado hacer hoy? -preguntó-. Espero que Andrew y Nathan no hayan pensado en nada demasiado cansado desde el punto de vista físico. Estoy segura de que a Ste… al señor Barrettson todavía le duelen las costillas, y el hombro aún no se le ha curado por completo.

– El señor Barrettson parece un ejemplar de lo más saludable -dijo Pamela con una risita guasona-. Estoy segura de que puede seguir el ritmo de Andrew y Nathan.

– Ya lo creo que sí -añadió tía Olivia-. El señor Barrettson es realmente un buen ejemplar. Tan viril, tan apuesto y tan ancho de hombros. ¿No te parece, Hayley, querida?

En los pómulos de Hayley empezaron a arder las llamas del infierno.

– Bueno… sí. Es bastante… eso, un buen ejemplar.

– Y es muy simpático; encantador, de hecho -prosiguió tía Olivia, obviamente sin darse cuenta de lo violenta que se sentía Hayley.

– No sabía que usted hubiera pasado tanto rato con él, tía Olivia -dijo Hayley levantando un poco la voz.

Tía Olivia cogió sus agujas de hacer punto para proseguir con su labor.

– Oh, sí. Pasamos un rato muy agradable ayer por la tarde. Mientras tú estabas en el establo con los niños, el señor Barrettson me ayudó con mis tareas domésticas.

Hayley y Pamela intercambiaron una mirada de extrañeza.

– Pero a usted le tocaba sacar el polvo de la biblioteca -dijo Pamela.

Una sonrisa de oreja a oreja iluminó el rostro de tía Olivia.

– Exactamente. Y el señor Barrettson utiliza el plumero bastante bien, y llega mucho más alto que yo. Bueno, he de admitir que al principio se mostró algo reacio, horrorizado, en realidad, pero el muchacho enseguida le cogió el tranquillo.

– ¿Cómo consiguió convencerle para que sacara el polvo? -le preguntó Hayley entre risas.

– Bueno, me limité a pasarle el plumero y a pedirle que me ayudara. -Tía Olivia dirigió una mirada directa a Hayley y añadió-: Cuando uno quiere algo, mi querida Hayley, necesita expresar sus deseos. Después de todo, el señor Barrettson no sabe leer la mente.

Hayley miró fijamente a su tía y se preguntó si seguían hablando de quitar el polvo. Antes de que tuviera la oportunidad de contestarle, tía Olivia volvió a concentrarse en su labor, y Hayley prefirió dejar el tema antes de que empezaran a arderle literalmente las mejillas.

Al poco tiempo, Pamela y Hayley salieron del comedor y, seguidas de Callie, se dirigieron hacia el lago. Callie abrió su caballete y Hayley y Pamela se sentaron en la hierba, disfrutando de la cálida brisa y de una paz y un silencio poco habituales y bien recibidos, gracias a la ausencia de los chicos.

– ¿Te hace ilusión ir a la fiesta de Lorelei Smythe? -preguntó Pamela, arrancando una larga brizna de hierba y jugueteando con ella entre los dedos.

Hayley puso mala cara y miró al cielo.

– Antes preferiría bañar a Stinky. Cada vez que me la encuentro, esa mujer me hace sentir como una gran intrusa, aparte de torpe, maleducada y que está de más. -Dirigió una mirada de reojo a Pamela-. Por supuesto, haré el sacrificio de soportar su compañía por ti. Nunca te negaría el placer de asistir a la fiesta, sobre todo teniendo en cuenta que asistirá un joven y apuesto médico.

Las mejillas de Pamela se sonrojaron intensamente.

– Oh, Hayley, casi me muero de vergüenza cuando Marshall me vio el otro día en el lago con el aspecto de un gato ahogado. Sabe Dios lo que debió de pensar de mí.

– No podía quitarte los ojos de encima -le aseguró Hayley.

– No podía creerse que estuviera tan horrible.

– No podía creerse cómo podías estar tan hermosa, incluso calada hasta los huesos y vestida con una vieja sábana.

– ¿Lo crees realmente? -preguntó Pamela con los ojos esperanzados.

– Es tan evidente que te adora, Pamela, que hasta Grimsley se ha dado cuenta, sin tener que ponerse las gafas. Confía en mí. Marshall Wentbridge está loquito por ti. -«Y pronto estarás felizmente casada, llevando una vida normal, lo que más deseo para ti.»

Pamela se abrazó a sí misma y emitió un hondo suspiro.

– Ay, hermanita, espero que tengas razón. Es el hombre más maravilloso. Tan atento y tan apuesto. Me deja… -Su voz se fue desvaneciendo poco a poco.

– ¿Sin aliento? -Hayley completó la frase que su hermana había dejado a medias.

– Exactamente.

– Y se te acelera el pulso, se te desboca el corazón y apenas puedes pensar con claridad cuando él está cerca -susurró Hayley con dulzura, mientras dejaba vagar la imaginación. Una cascada de imágenes de Stephen la asaltó súbitamente: Stephen sosteniendo un hilo de pescar del que colgaban peces, Stephen riéndose, Stephen inclinándose sobre ella para besarla…

– Sí-dijo Pamela, trayendo a Hayley de nuevo al presente-. Así es exactamente como me hace sentir Marshall. ¿Cómo lo sabes?

Avergonzada por sus imprudentes palabras, Hayley bajó la mirada y permaneció en silencio.

Pamela alargó el brazo para tocar la manga de su hermana.

– ¿Es así como te hacía sentir el señor Popplemore, Hayley? -le peguntó en tono compasivo.

– No -dijo Hayley rápidamente frunciendo el ceño-. Jeremy nunca influyó sobre mi pulso, sobre cómo me latía el corazón ni sobre mi capacidad para pensar con claridad.

– Entonces… ¿quién? -Los ojos de Pamela se abrieron de par en par mientras miraba fijamente a Hayley-. ¿Te hace sentir el señor Barrettson de ese modo? ¿Del modo en que Marshall me hace sentir a mí?

Al principio, Hayley no contestó, temerosa de decir aquellas palabras en alto, incluso a Pamela, pero no quería añadir una mentira más a su larga lista.

– Sí, eso me temo.

Una radiante sonrisa se dibujó en el rostro de Pamela.

– ¡Hayley! ¡Eso es maravilloso! ¡Estoy tan contenta de que hayas encontrado a alguien que te importe! Yo…

– Él me importa -Hayley interrumpió las entusiastas palabras de su hermana-. No he dicho que yo le importe a él.

Pamela cogió la mano de Hayley y se la apretó fuertemente.

– No seas tonta. ¿Cómo no vas a importarle? Le salvaste la vida. Eres hermosa y encantadora y generosa…

– Pamela. -Una sola palabra de Hayley bastó para cortar el discurso de su hermana-. Valoro tu buena intención, pero debes afrontar la realidad, como he hecho yo. Stephen se marchará pronto. Tiene un trabajo lejos de aquí y, cuando se marche, probablemente no volveré a verle nunca más. Sé que me está agradecido, pero eso es todo.

– Tal vez cambie de opinión sobre el trabajo y decida quedarse -sugirió Pamela-. Seguro que no se va si se enamora de ti. Podría trabajar como tutor aquí en Halstead.

– Stephen no ha dado ningún indicio de que pretenda cambiar de planes.

– Tal vez lo haría si supiera que te importa.

– ¡No! -contestó Hayley prácticamente chillando-. Me refiero a que él ya debe de saber que me gusta…

– ¿Sabe que estás enamorada de él? -le preguntó Pamela-. ¿Estás enamorada de él?

Hayley empezó a sentir que el corazón le latía frenéticamente.

– No. Y sí. No, no lo sabe. Y sí, lo estoy… Estoy enamorada de él. -El hecho de decirlo en voz alta le produjo tanto alivio como tristeza-. Pero seguro que puedes ver lo desesperado de mi situación. Ya no soy ninguna niña.

– Pero… ¡Hayley! ¡Si sólo tienes veintiséis años!

Hayley sonrió ante la lealtad de su hermana.

– Hace tiempo que pasé la primera eclosión de la juventud, Pamela, y un hombre como Stephen… bueno, seguro que podría tener a cualquier mujer que deseara.

– ¿Y si te desea a ti? -le preguntó Pamela con dulzura.

Hayley negó con la cabeza repetidamente, sin contestar a la pregunta de su hermana. Incluso aunque Stephen la deseara, ella tenía demasiadas responsabilidades y secretos para considerar siquiera la posibilidad de compartir su vida con alguien.

– Me encantaría poder ayudarte, Hayley. Tú siempre estás haciendo cosas por los demás, sin pedir nada a cambio. Por primera vez en la vida deseas algo. Y yo rezaré para que lo consigas.

Al escuchar las tiernas palabras de su hermana, Hayley se derritió por dentro.

– Querida Pamela, tú ya me ayudas siendo feliz y compartiendo conmigo esa felicidad -le dijo sinceramente-. He cambiado de idea. Y me muero de ganas de asistir a la fiesta de Lorelei por la única razón de poder ver cómo a Marshall Wentbridge se le salen los ojos de las órbitas al verte con tu precioso vestido nuevo.

Pamela se sonrojó.

– Gracias por comprármelo. Es realmente precioso.

Hayley se inclinó y besó la sonrojada mejilla de su hermana.

– Igual que tú, Pamela. Igual de precioso que tú.

– Bueno. Voy a cruzar los dedos para que el señor Barrettson se dé cuenta de lo maravillosa que eres y decida quedarse en Halstead -dijo Pamela-. Tal vez si las dos lo deseamos con suficiente fuerza, acabará ocurriendo.

– ¿Qué acabará ocurriendo? -preguntó Callie mientras se unía a Hayley y Pamela-. ¿Qué deseo habéis pedido? Me encanta pedir deseos.

Hayley acarició los rizos oscuros de la pequeña.

– Hemos pedido un deseo de amor. De amor y felicidad.

Callie rodeó a Hayley con sus rollizos y diminutos bracitos y la abrazó fuertemente.

– Yo os quiero a las dos y soy muy, muy feliz.

Hayley y Pamela se rieron.

– ¿Has visto? -dijo Hayley-. Acabas de hacer realidad todos nuestros deseos. -Y luego estampó un beso en el pelo de Callie-. ¿Te parece que recojamos tu caballete e intentemos averiguar qué se traen entre manos esos hermanos nuestros y a qué travesura han arrastrado al pobre señor Barrettson?

Todas estuvieron de acuerdo y se dispusieron a buscar a Andrew, Nathan y Stephen.


– Aquí faltan más piedras -gritó Nathan mientras colocaba una piedra inmensa encima del muro que crecía rápidamente.

– ¿Cuántas? -preguntó Andrew, también gritando.

– Tres o cuatro.

– De acuerdo.

Andrew levantó una piedra pesada y la transportó con un gran esfuerzo hasta donde estaba Nathan. Stephen levantó una piedra todavía más pesada, con una mueca de dolor e ignorando sus magulladas costillas. La transportó hasta donde estaban los niños y la colocó en lo alto del muro.

– ¿Cómo va eso? -preguntó Stephen mientras se secaba el sudor de la frente con el antebrazo.

Llevaban toda la mañana trabajando en el «castillo» del rey Arturo, apilando piedras de todos los tamaños. El resultado de tantas horas de trabajo era el muro de una fortaleza bastante respetable.

– Es magnífico -dijo Nathan entusiasmado mientras rodeaba la estructura. Medía aproximadamente un metro y medio de alto por tres y medio de largo.

– Y nos ha costado lo nuestro -dijo Stephen dejándose caer sobre la hierba-. Entre el hombro y las costillas, creo que necesito un merecido descanso. -Se tumbó boca arriba y se protegió los ojos de los rayos del sol con el antebrazo.

– Pero ahora toca jugar a los Caballeros de la tabla redonda -protestó Nathan-. Tenemos que ponernos las armaduras.

Stephen emitió un leve quejido y dirigió una mirada furtiva por debajo del brazo a los dos chicos, que le miraban expectantes.

– Bueno, está bien, pero primero los caballeros necesitan descansar un poco. -Hizo una mueca cuando una punzada de dolor le atenazó el hombro, que había forzado demasiado-. Creo que se tercian unos refrescos.

– Iremos a coger agua al lago -se ofreció Andrew.

Los dos chicos se fueron corriendo a toda prisa y Stephen suspiró aliviado, disfrutando de aquella breve tregua. El sol le calentaba la piel, y la suave brisa veraniega le traía el perfume de las flores silvestres.

Se le acercó un insecto y él lo espantó con un perezoso movimiento de la mano. A pesar de lo agotado que estaba, había disfrutado mucho de aquella mañana en compañía de Andrew y Nathan, igual que el día anterior. Al principio había procurado la compañía de los chicos en un intento desesperado de evitar a Hayley, pero enseguida había descubierto que eran unos muchachos alegres, inteligentes y sorprendentemente educados y que, a pesar de su tendencia a discutir, tenían buen corazón. Le habían enseñado a pescar, y se habían reído a carcajadas ante su reticencia a ensartar la pringosa y escurridiza lombriz en el anzuelo.

Pero, tras varios intentos, Stephen había acabado dominando la parte más truculenta de la pesca y se lo había pasado en grande. No podía recordar haberse reído tanto en toda su vida. «Los chicos -pensó Stephen- no son ni de lejos lo difíciles que yo creía que eran. De hecho, es un verdadero placer hablar y pasar el rato con ellos.»

Hoy les había estado ayudando a construir su «castillo». Ya habían construido varios «edificios» más, y Stephen no podía por menos de admirar el tiempo y esfuerzo que obviamente habían invertido en su Camelot. Durante su infancia, Stephen tuvo muy pocas oportunidades para jugar. Pasó la mayor parte del tiempo aprendiendo todo lo que su padre consideraba necesario para que en el día de mañana su hijo mayor pudiera heredar su ducado.

Gregory y Victoria habían tenido mucho más tiempo libre para jugar. Su padre era mucho menos estricto con su hija y con su segundo hijo varón. Les permitía correr por toda la finca y jugar -cualquier cosa que los mantuviera ocupados y alejados de él-, pero Stephen muy pocas veces podía unirse a ellos. Se pasaba la mayoría de los días encerrado en el cuarto de estudio bajo la estricta mirada de sus incontables tutores. «Y aquí estoy, con veintiocho años cumplidos, corriendo por el bosque como un chiquillo y pasándomelo condenadamente bien.»

En aquel preciso momento, los dos chicos llegaron con un cubo lleno de agua fresca. Stephen bebió con fruición y se secó la boca con el dorso de la mano. Los pelos de la barba le pincharon la piel de la mano y se dio cuenta de que llevaba varios días sin afeitarse. Se pasó las palmas por la recia mandíbula y recordó la sensación de los suaves senos de Hayley apretados contra su brazo mientras ella se inclinaba sobre él para rasurarle la cara. Pedirle que le volviera a afeitar probablemente no era una buena idea.

Andrew y Nathan se tumbaron en el suelo al lado de Stephen, y él se fijó en ellos. Reprimió una sonrisa cuando se dio cuenta de que los chicos se habían remangado las camisas y desabrochado los botones de una forma similar a la suya. Era evidente que le estaban imitando. Inesperadamente, sintió que una oleada de orgullo masculino le hinchaba el pecho.

Stephen observó cómo Andrew se pasaba las manos por la cara como acababa de hacer él.

– Supongo que pronto tendré que empezar a afeitarme -dijo el chico como quien no quiere la cosa.

Antes de que Stephen pudiera contestar, Nathan estalló en carcajadas.

– ¿Estás tonto o qué? -Miró la cara de su hermano mayor con atento y exagerado interés-. Ni un solo pelo. Eres más imberbe que un huevo.

Andrew se sonrojó.

– No es verdad. Ya tengo bastante bigote. -Se giró hacia Stephen-. ¿Verdad que sí, señor Barrettson?

A Stephen le vino inmediatamente a la mente la imagen de sí mismo cuando tenía la edad de Andrew. Todavía un niño, tambaleándose en la delicada antesala de convertirse en hombre, impaciente y al mismo tiempo aterrado por cruzar esa frontera. Entonces habría necesitado y deseaba desesperadamente tener una charla de tú a tú con un hombre, pero su padre no tenía el tiempo ni la disposición necesarios para dedicarle unos minutos. Él sabía muy bien qué era crecer sin el amor y la atención de un padre; se le encogió el corazón y sintió una gran complicidad acompañada de una sincera compasión por aquellos dos chicos que habían perdido a su padre.

Con fingida concentración, Stephen inspeccionó atentamente el rostro de Andrew. Era tan imberbe como un bebé.

– Hummm. Es verdad, Andrew. Creo que te está empezando a salir bigote. Predigo que tendrás que empezar a afeitarte muy pronto. -Casi se le escapa una sonrisa ante el evidente alivio del chico-. Por supuesto -prosiguió Stephen-, cuando un hombre empieza a afeitarse, todo cambia drásticamente.

Los dos chicos se sentaron y enderezaron la espalda, con los ojos como platos.

– ¿Todo cambia? -repitieron al unísono-. ¿En qué sentido?

Stephen dudó, intentando encontrar las palabras adecuadas, y maldijo para sus adentros su falta de experiencia para impartir algún tipo de sabiduría masculina a su entregado público. Sabiendo que se había metido en camisa de once varas, pero decidido a intentarlo, inspiró profundamente y se lanzó.

– Una vez que te haces hombre, la vida se vuelve… complicada. Hay innumerables normas que seguir y te asaltan muchas obligaciones y responsabilidades. Tienes que aprender a confiar en ti mismo. El mundo está lleno de gente de la que no te puedes fiar, que intentará aprovecharse de ti o hacerte daño. -«O matarte.»

Nathan se acercó rápidamente a Stephen hasta que chocaron sus rodillas y le dijo:

– Pero Hayley nunca permitiría que nadie nos hiciera daño. Ella nos protege y cuida de nosotros.

– Sí, es verdad -asintió Stephen-, pero, cuando te conviertas en un hombre, serás tú quien tendrá que cuidar de ella. Y también de Pamela y de Callie.

Andrew se puso serio de repente.

– Pero no tendré que asistir a las aburridas meriendas de Callie, ¿verdad que no?

– Cuando digo «cuidar de ellas», me refiero a ser considerado con ellas -aclaró Stephen-, respetarlas, hacer cosas por ellas sin protestar. Protegerlas de todo mal y de la gente mala. Creedme, no todo el mundo es tan bueno y generoso como vuestra familia, de modo que tenéis que estar atentos para protegeros y proteger a los vuestros. -Dudó un momento y luego añadió-: Y, por supuesto, luego está el tema de… las chicas.

Nathan soltó un bufido.

– ¿Chicas? ¡Menuda lata! Yo no soporto a las chicas. Sólo quieren jugar con muñecas y no soportan ensuciarse.

Stephen le despeinó.

– Lo verás diferente dentro de unos años.

– ¿Cuando necesite afeitarme?

Conteniendo una risita, Stephen contestó:

– Sí, Nathan. Ese es más o menos el orden de los acontecimientos. Primero te das cuenta de que te gustan las chicas, luego te empiezas a afeitar y luego te conviertes en un hombre.

Los ojos de Nathan brillaron como si, súbitamente, hubiera caído en la cuenta de algo.

– ¡Por eso a Andrew le está empezando a salir bigote! ¡Es porque le gusta Lizzy Mayfield!

– ¡No es verdad!

Intentando evitar la incipiente discusión, Stephen puso una mano en el hombro de cada uno de los chicos.

– Ya basta, caballeros. Nathan, haz el favor de dejar de meterte con tu hermano. Entenderás por qué cuando tengas catorce años. Y tú, Andrew, no hay nada malo en que te guste una chica. Tan sólo es una parte de hacerse mayor. -Y, dirigiéndole un guiño de complicidad, añadió-: La mejor parte.

Andrew esbozó una sonrisa.

– Gracias, señor Barrettson. Yo…

– ¡Ahí están!

Stephen se giró y vio a Hayley, Pamela y Callie avanzando entre las altas hierbas del prado.

Nathan se puso de pie de un salto y dijo:

– Voy a coger la armadura de nuestro escondite secreto antes de que lleguen. -Y desapareció entre los árboles.

– Parece ser que nuestra conversación de hombre a hombre ha llegado a su fin -dijo Stephen.

– ¿De hombre a hombre? -preguntó Andrew, con los ojos como platos.

Stephen asintió.

– De hombre a hombre. -Luego tendió la mano a Andrew. La mirada del chico se deslizó del rostro a la mano de Stephen. Tragó saliva visiblemente y luego estrechó con fuerza la mano de Stephen. La gratitud que brillaba en los ojos de Andrew llenó a Stephen de orgullo.

– ¡Mirad qué castillo! -chilló Callie, batiendo palmas mientras corría hacia la estructura.

Hayley y Pamela inspeccionaron el muro y lo declararon una maravilla arquitectónica. Luego se reunieron con Andrew y Stephen.

Apoyándose en los codos, Stephen decidió concederse una satisfacción y se permitió mirar a Hayley. Deslizó la mirada hasta su rostro y se le desbocó el corazón al comprobar que ella estaba mirando fascinada su camisa medio desabrochada.

Inmediatamente Stephen se la imaginó tocándolo, desrizándole las suaves manos por el pecho, los hombros, y descendiendo luego por la espalda. El dolor le atenazó las partes íntimas y se sentó de golpe, con expresión de seriedad. «¡Santo Dios! ¡Esta mujer es capaz de endurecer mi virilidad sólo con mirarme! Si no vuelvo pronto a Londres y hago una visita a mi amante, voy a volverme loco.»

– ¿Dónde está Nathan? -preguntó Pamela, escudriñando el prado con la vista.

– Ha ido a buscar la armadura a nuestro escondite secreto -contestó Andrew.

– Voy a buscarlo -dijo Callie, corriendo hacia el bosque-. Ya sé dónde está vuestro escondite secreto.

– ¿Cómo lo sabes? -le gritó Andrew.

Callie se limitó a reír entre dientes y se dirigió hacia el bosque.

– ¿Está lejos? -preguntó Hayley viendo que Callie cruzaba el prado corriendo y entraba en el bosque.

– No, está justo después de pasar ese grupo de árboles -dijo Andrew señalando un denso robledal.

– Dígame, señor Barrettson -le preguntó Pamela sonriéndole-, ¿cómo le han convencido Andrew y Nathan para que les ayude a construir Camelot? En el desayuno ha mencionado que había perdido una apuesta.

Stephen dirigió una mirada de soslayo a Andrew.

– Andrew apostó que su hermana me ganaría al ajedrez. Yo no le creí, aunque debería haberlo hecho. -Su mirada se cruzó con la de Hayley-. Ella me dio una paliza. Y construir Camelot ha sido el precio que he tenido que pagar por dejarme ganar.

– ¡Qué lástima que no te apostaras nada con el señor Barrettson, Hayley! -dijo Andrew entre risas.

– Sí, ya lo creo que lo hizo -dijo Stephen regodeándose con una lenta sonrisa, sin poder evitar pinchar a Hayley. Le encantaba ver cómo se le sonrojaban las mejillas-. Ya he zanjado mi deuda con tu hermana -contestó a Andrew sin apartar los ojos del ruborizado rostro de Hayley-. Ella no es ninguna negrera, como tú y Nathan.

Andrew miró a Stephen con una gran curiosidad.

– ¿Qué le hizo hacer?

– Me hizo…

– ¡Santo Cielo! Se está haciendo tarde. -Interrumpió Hayley, con un tono de voz que denotaba una mezcla de vergüenza y desesperación. Frunció el ceño y dirigió una mirada de aviso a Stephen-. Deberíamos ir volviendo a casa.

Antes de que Andrew pudiera satisfacer su curiosidad, la atención del grupo se centró en Callie. Acababa de salir del bosque y estaba corriendo por el prado mientras agitaba los brazos frenéticamente.

– ¡Hayley! ¡Hayley! ¡Ven, deprisa!

El miedo se apoderó de Hayley cuando vio los ojos abiertos de par en par de Callie y percibió el pánico en su voz. Corrió inmediatamente hacia la niña, alejándose de Andrew, Stephen y Pamela.

Cuando llegó hasta Callie, se arrodilló y apartó los rizos del asustado rostro de la pequeña.

¿Qué pasa, Callie? ¿Qué ha ocurrido?

– Es Nathan -dijo Callie jadeando y con los ojos como platos-. Se ha caído, creo que de un árbol, y está herido. Le he oído quejarse y lo he encontrado, pero no me contesta cuando le hablo.

A Hayley se le cayó el alma a los pies.

– Llévame adonde está -le ordenó, intentando mantener la calma.

– ¿Qué ha pasado? -preguntaron Stephen, Andrew y Pamela sin aliento y al unísono.

– Nathan se ha caído de un árbol y está herido -dijo Hayley lacónicamente-Guíanos hasta él, Callie.

El grupo siguió a la pequeña, que entró en el bosque, pasó de largo un alto robledal y señaló:

– Ahí está, al pie de ese árbol.

Hayley corrió hacia allí y al cabo de varios minutos encontró a Nathan, hecho un ovillo debajo de un árbol, con un saco entre los brazos.

– ¡Dios mío! -susurró Hayley mientras se le aceleraba el pulso. Nathan tenía un hilillo de sangre en la sien y el rostro de una palidez mortecina.

– ¿Está bien? -preguntó Stephen visiblemente preocupado, arrodillándose junto a Hayley.

– No… no lo sé -susurró, apenas capaz de pronunciar palabra con el pesado nudo que se le había hecho en la garganta. Alargando el brazo, colocó un dedo en el cuello de Nathan, rezando para encontrarle el pulso. Cuando palpó un latido regular y fuerte, casi se desmaya del alivio.

– El pulso es normal -consiguió decir.

– Gracias a Dios -dijo Pamela. Tomó a Callie y a Andrew de la mano y dejó que Hayley examinara a Nathan.

Con la ayuda de Stephen, Hayley examinó al niño en busca de posibles huesos rotos.

– Por lo que he visto -dijo Hayley al cabo de varios minutos- creo que no se ha roto ningún hueso. Parece que sólo se ha dado un golpe en la cabeza.

– ¿Y si tiene una hemorragia interna? -preguntó Andrew aterrado, con los ojos abiertos de par en par.

– No lo creo -dijo Hayley intentando aparentar una calma que estaba lejos de sentir. Tenía ganas de gritar, llorar, tirarse de los pelos, pero no podía perder el control y asustar a los demás. Se volvió hacia Stephen y preguntó:

– ¿Puedes llevar a Nathan a casa? Yo iré en busca del médico.

Stephen asintió.

– Por supuesto. -Se agachó y cogió con suma delicadeza al niño con sus fuertes brazos. Nathan emitió un leve gemido.

Hayley tocó la frente de Nathan y luego volvió a mirar a Stephen, consciente de que su mirada era la de una mujer aterrada.

Stephen le mantuvo la mirada, con ojos preocupados pero serenos.

– Yo cuidaré de él, Hayley. Va a ponerse bien. Coge a Pericles y ve a buscar al médico.

Incapaz de pronunciar palabra alguna con aquella angustia que se le clavaba en la garganta, Hayley asintió nerviosamente con la cabeza y desapareció corriendo a toda velocidad hacia el establo. Cuando llegó, ensilló rápidamente a Pericles y, sin pensar ni por un momento en lo poco femenino de su comportamiento, se levantó la falda hasta los muslos, saltó sobre el caballo y lo montó a horcajadas.

Apretó las rodillas contra los flancos de Pericles, y galoparon hacia el pueblo como alma que lleva el diablo.

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