Capítulo 23

Stephen estaba sentado en su despacho londinense, revisando las cuentas de sus propiedades con su secretario, Peterson. Se masajeó las sienes a fin de aliviarse el palpitante dolor de cabeza que le estaba torturando, pero el masaje no surtió efecto. La voz de Peterson le zumbaba monótonamente en los oídos, intentando ponerle al corriente sobre lo que había ocurrido durante su ausencia. Stephen llevaba en su casa de Londres casi dos semanas, pero todavía no se había puesto al día con las finanzas.

Miraba, fijamente pero sin ver nada, los papeles que tenía delante; las pequeñas filas de números le bailaban ante los ojos sin que nada tuviera sentido. Por primera vez en la vida, le traían sin cuidado sus intereses financieros. Para ser francos, le importaban muy pocas cosas.

– ¿Le gustaría revisar las cuentas de sus propiedades de Yorkshire, milord? -le preguntó Peterson, observándole por encima de las gafas.

– Disculpe, ¿qué me acaba de preguntar?

– Las propiedades de Yorkshire. ¿Quiere revisar…?

– No -Stephen se levantó con brusquedad y se pasó las manos por el pelo-. Tendremos que acabar esto mañana por la mañana, Peterson.

– Pero, milord -protestó Peterson-, las propiedades de Yorkshire…

– Haga lo que crea conveniente -le dijo Stephen, tajante, mientras le indicaba con la mano que podía irse. Peterson, sin palabras, cogió precipitadamente el fajo de papeles y salió del despacho visiblemente consternado.

Stephen vació su copa de brandy y se alejó de la chimenea para volver a llenarla. Las dos últimas semanas habían sido la peor época de su vida. En su casa de Londres todo funcionaba a la perfección. Tenía un servicio impecable, y sus comidas, formales y aburridas, eran obras maestras del arte culinario. Sin niños, sin perros, sin ruidos y sin caos.

Odiaba cada minuto de aquella asquerosa vida.

El día de su regreso había entrado en la cocina, sembrando el pánico entre el abnegado personal del servicio con tan impropia visita. Un marqués nunca entraría en la cocina a menos que hubiera encontrado algo horrible o imperdonable en la comida.

El segundo día Stephen le había pedido a Sigfried que le enseñara a afeitarse. Su ayuda de cámara le miró como si se hubiera vuelto loco y pidió inmediatamente una infusión reconstituyente para su señoría.

En aquel preciso momento, mientras apuraba su segundo brandy, la mente de Stephen retrocedió hasta la velada que había pasado con Hayley en el despacho de la casa de los Albright. Una sonrisa iluminó su rostro cuando la recordó bebiéndose el brandy de un trago y estando a punto de ahogarse cuando el fuerte licor le quemó la garganta. Luego él le había recitado un poema. Y la había besado. Stephen cerró los ojos y casi pudo notar la suave caricia de aquellos labios en los suyos, aquellas manos rodeándole el cuello, aquella lengua…

– No tengo ni idea de en qué estás pensando -la voz rota de Justin venía de la puerta-, pero debe de ser fascinante. Llevo casi un minuto intentando captar tu atención. -Entró en la habitación y se sirvió un brandy-. ¿Quieres compartir conmigo tus pensamientos?

– No -espetó Stephen arrugando la nariz, y luego ignoró completamente a su amigo.

– Creía que estarías poniéndote al día con las finanzas -comentó Justin con aire despreocupado. Dio un sorbo a su brandy y estudió a Stephen por encima del borde de la copa.

– He despachado a Peterson por el resto del día.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Porque no podía concentrarme y estaba malgastando tanto su tiempo como el mío. -Stephen miró con dureza a su amigo-. ¿Has invadido mi intimidad por alguna razón en particular, aparte de para beberte mi brandy?

– Ya que lo preguntas, hay dos razones. La primera es que tenemos que hablar sobre el último atentado contra tu vida.

Stephen suspiró sonoramente.

– ¿Y qué sentido tiene que hablemos sobre ello?

Justin arqueó una ceja.

– Alguien intentó atropellarte ayer por la noche a la salida del club White. ¿No te parece un suceso digno de comentar?

– Creía que lo habíamos comentado ayer por la noche.

– El hecho de que alguien haya intentado asesinarte otra vez bien merece nuestra atención. Es evidente que tenemos que vigilar a Gregory de cerca.

– Gregory estaba dentro del club cuando ocurrió el incidente -le recordó Stephen-. No hacía ni cinco minutos que yo le había dejado sentado en la mesa del farolito.

– Es fácil contratar a alguien -señaló Justin.

Stephen se encogió de hombros.

– Supongo que sí.

– La verdad es que se te ve bastante tranquilo, dadas las circunstancias.

– ¿Cómo se supone que debería comportarme? -preguntó Stephen-. ¿Quizá preferirías que me desmayara o que estallara en llanto?

– Me tranquilizaría si te viera por lo menos un poco preocupado -dijo Justin-Debemos averiguar quién está detrás de todo esto antes de que vuelva a atacar. Tal vez no tengamos tanta suerte la próxima vez. Ya lo hemos retrasado bastante. Gregory es nuestro principal sospechoso.

Stephen volvió a encogerse de hombros.

– Sí, supongo que lo es.

– Entonces ya es hora de que le tendamos una trampa. Me he tomado la libertad de organizar una situación donde los dos podréis estar juntos y a solas. Tú te dejarás ver y, cuando él haga un movimiento para atacarte, lo cogeremos.

– Vale -dijo Stephen, trayéndole sin cuidado lo que le acababa de decir su amigo.

– Sé que es peligroso -dijo Justin poniéndose serio-, pero debemos hacer algo, y rápido. Si nuestro plan sale bien, lo cogeremos y a ti nadie te tocará ni un pelo.

– Pero… ¿y si sale mal? -dijo Stephen sarcásticamente-. Me imagino que en tal caso me tocarán bastante más que un pelo.

– Eso no ocurrirá, Stephen -le prometió Justin solemnemente.

– ¿En qué has pensado concretamente?

– En una fiesta. En la casa que tengo a las afueras de Londres. Grandes espacios. Mucha gente. Probablemente Gregory intentará llevarte a algún lugar apartado de las miradas de la gente para atacarte.

Stephen levantó las cejas.

– ¿No crees que es bastante improbable que intente algo con tanta gente alrededor?

– Creo que lo verá como la perfecta oportunidad para atacar. Creo que se adherirá al axioma de «ocultarse a la vista de todos». Hay más confusión en una multitud, más oportunidades para escabullirse sin que nadie se dé cuenta, como ayer por la noche. Podría haberse levantado de la mesa, haber salido de la sala, matarte, volver en cuestión de minutos y encontrar a media docena de testigos que jurarían que había estado allí todo el rato.

»Si esto falla -prosiguió Justin-, sencillamente te haremos salir a pasear solo por los jardines, lejos de la casa, para que quienquiera que desee acabar contigo tenga la oportunidad de seguirte. Ni yo ni varios agentes de la ley [14] te quitaremos la vista de encima. Con medio Londres en la fiesta, aunque Gregory resultara no ser nuestro hombre, seguro que el verdadero culpable estará presente.

Stephen reflexionó sobre las palabras de Justin.

– De acuerdo. Terminemos de una vez. ¿Cuándo es la fiesta?

– Dentro de cuatro días. Yo quería celebrarla inmediatamente, pero Victoria insistió en que necesitaba ese tiempo para organizarlo todo. Bueno, de hecho insistió en que necesitaba dos semanas, pero yo sólo le di cuatro días.

– Ella no sabe nada de…

– Por supuesto que no -le interrumpió Justin-. Pero no podía organizar una fiesta sin ella. También he contratado a varios agentes de la ley para que vigilen a tu hermano.

– Parece que lo tienes todo controlado -comentó Stephen entre sorbos de brandy.

– Alguien tiene que hacerlo. Es evidente que tú tienes la cabeza en otra parte.

Stephen dirigió a su amigo una mirada represora.

– Dijiste que habías invadido mi santuario por dos motivos. ¿Cuál es el otro? ¿O acaso no lo quiero saber?

– Mi querida esposa me ha encargado que te pida que nos honres con tu presencia en la cena de esta noche.

– Podía haberme enviado una invitación con un mensajero.

– Sabía que la rechazarías, de modo que me ha convencido para que te lo pida en persona. Has rechazado sus tres últimas invitaciones.

– No puedo ir.

– Le darás un disgusto a Victoria -dijo Justin-. Y a mí también.

Stephen apuró su brandy y dejó bruscamente la copa sobre la mesa. Avanzó a pasos largos hasta la ventana y miró hacia fuera. Al otro lado de la calle se extendían los caros terrenos que rodeaban los prados de Hyde Park. Ante sus ojos ciegos desfilaban lujosos carruajes con elegantes caballos que transportaban a destacados miembros de la aristocracia londinense.

– ¿Te esperamos a las siete? -preguntó Justin.

Stephen quería rechazar la invitación. No le apetecía nada conversar educadamente con nadie. De hecho, se sentía completamente incapaz de hacerlo. Pero había pocas cosas que podía negarle a su hermana, y como ya había rechazado sus últimas invitaciones, se sintió obligado a aceptar.

– ¿Habrá alguien más?

– De hecho, sí. Hemos invitado también a tus padres y a Gregory y a Melissa.

A Stephen se le escapó una carcajada.

– ¿Una íntima cena familiar? Olvídalo, Justin.

– Quiero observar cómo reacciona Gregory en la intimidad. Tú no tendrás que hacer nada más que estar sentado, comer y beber brandy.

– ¿Cuánto brandy tenéis?

– Suficiente.

Stephen dudaba que hubiera suficiente brandy en todo el asqueroso reino para aliviar su dolor.

– De acuerdo. Allí estaré, a las siete. Seguro que es una velada encantadora.


El lujoso carruaje avanzaba lentamente por Hyde Park mientras su único ocupante miraba fijamente por la ventana con los ojos llenos de odio. «Has vuelto a salir con vida, indeseable. ¿Porqué no te mueres de una vez?» Sus manos, enfundadas en guantes negros, se cerraron en apretados puños. «Tú eres la única cosa que se interpone entre mí y todo lo que siempre he deseado y merecido. No habrá más errores. Ni más estúpidos asesinos a sueldo. Te mataré con mis propias manos.»

– Estás bastante pálido -comentó la madre de Stephen mientras lo observaba por encima del borde del vaso de vino-. ¿Estás enfermo?

Stephen miró fijamente al otro lado de la mesa, donde se sentaba la mujer que le había traído al mundo y enseguida se había olvidado de que tenía un hijo salvo cuando a ella le convenía. Estaba innegablemente estupenda, y era una anfitriona encantadora, así como un miembro honorable de las listas de invitados de todas las celebraciones de la alta sociedad. Pero también era el egoísmo personificado y no se esforzaba por disimular que le traía sin cuidado todo lo que no estuviera directamente relacionado con su persona. Stephen sabía que, en el fondo, no le preocupaba en absoluto su salud, sólo la posibilidad de que le pudiera contagiar alguna enfermedad, obligándole a interrumpir sus numerosos compromisos sociales. Se percató de que llevaba una nueva gargantilla, una gran esmeralda tallada en forma de cuadrado flanqueada de diamantes. Obviamente, un obsequio de su último amante, su marido hacía años que había dejado de comprarle joyas.

– Estoy bien, madre. Es muy amable de su parte preocuparse por mi salud. -Podía palparse el sarcasmo en sus palabras, como él bien sabía, pero su madre sonrió, visiblemente aliviada por la respuesta.

– ¿Tienes las cuentas de las propiedades de Yorkshire listas para que las revise?

Stephen se volvió hacia su padre. Con cincuenta y dos años, el duque de Moreland, alto y espigado, todavía tenía una figura imponente. Vetas grises salpicaban su pelo oscuro, y profundas líneas enmarcaban una boca incapaz de esbozar una sonrisa. Tenía la mirada más fría que Stephen había visto en toda su vida.

– No, necesito un día más para concluirlas.

– Ya entiendo. -El duque acompañó aquellas dos palabras con una larga, silenciosa y gélida mirada que indicaba claramente su desaprobación. Volvió a centrarse en la cena, despreciando a su hijo mayor como si le hubiera cerrado una puerta en las narices.

Stephen se dio cuenta de que aquel breve intercambio había sido la conversación más larga que había mantenido con su padre desde su regreso a Londres.

– He oído una noticia interesante esta tarde en el club White -dijo Gregory mientras asentía para que un lacayo le sirviera otra copa de vino-. El libro de apuestas está al rojo vivo.

La mirada de Stephen recorrió la larga mesa hasta detenerse en su hermano. El estilo de vida disipado de Gregory estaba empezando a pasarle factura, estropeando su atractivo rostro; la expresión somnolienta provocada por el alcohol nunca desaparecía completamente de sus ojos. El color de sus mejillas anunciaba un estado de inminente embriaguez. Si Gregory no fuera un indeseable completamente inmoral, Stephen hasta le tendría lástima.

– ¿Qué has oído? -preguntó Victoria.

– Se rumorea que el autor de una serie de relatos que se publican por capítulos en Gentleman 's Weekly es una mujer.

Stephen se quedó helado.

– ¿Qué?

Gregory dio un sorbo a la copa, salpicando su corbata blanca de gotas de vino de Borgoña.

– ¿Soléis leer Las aventuras de un capitán de barco, escritas por H. Tripp en Gentleman's Weekly?

– Ya lo creo que sí-dijo Justin desde la cabecera de la mesa-. Tú también las lees, Stephen.

– Sí. Prosigue, Gregory.

Claramente convencido de que tenía cautivados a sus oyentes, Gregory dijo:

– De todos los autores de los relatos por capítulos que se han publicado en la revista, H. Tripp es el único escritor que nunca ha aparecido en público. ¿Por qué no es miembro de ninguna sociedad de autores? ¿Por qué no asiste a ninguna reunión social? Se especula que la razón es que se trata de una mujer.

– Tal vez sea tímido o esté enfermo o viva demasiado lejos -sugirió Melissa con la boca pequeña.

Gregory fulminó a su esposa con su hosca mirada.

– ¡Vaya sugerencia tan aguda! -se mofó con evidente sarcasmo-. No me puedo imaginar cómo podríamos proseguir la velada sin tus ocurrentes intervenciones.

Sendas pinceladas de roja humillación colorearon los escuálidos pómulos de Melissa mientras bajaba la mirada.

Poniendo cara de póquer para ocultar sus sentimientos, intervino Stephen.

– Lo que acaba de sugerir Melissa explica con suma lógica por qué nadie ha visto nunca a H. Tripp.

– Entonces explícame por qué el señor Timothy, editor de la revista, se altera visiblemente cuando sale el nombre de H. Tripp en la conversación -le desafió Gregory-. Se pone lívido y le empieza a sudar la frente.

Una amarga sonrisa curvó los labios de Stephen.

– Tal vez el alcohol que emana de tu aliento le hace sentirse indispuesto.

El rostro de Gregory se tiñó de rojo carmesí. Hizo el ademán de levantarse de la silla, pero Melissa le puso la mano sobre el brazo para retenerlo.

– Gregory, por favor, no montes una escenita.

La atención de Gregory se centró en su esposa, a quien dirigió una mirada asesina.

– ¡Quítame la mano de encima! ¡Ahora!

El pálido rostro de Melissa adquirió el mismo color carmesí que el de su marido. Retiró la mano y, durante un breve instante, antes de que volviera a bajar la mirada, Stephen creyó ver un destello de odio en sus ojos.

Gregory hizo el gesto de cepillarse con la mano la manga donde su esposa le había puesto la mano.

– Tu contacto me pone enfermo. Limítate a quedarte sentadita y a mantener tu estúpida boca cerrada.

Los dedos de Stephen se apretaron alrededor de su copa de vino.

– Ya basta, Gregory. Y, en lo que respecta a tu teoría sobre H. Tripp, espero que no te hayas apostado más de lo que te puedes permitir perder.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué motivo?

– Porque yo conozco bastante bien a H. Tripp, y te aseguro que lleva pantalones.

Stephen supo inmediatamente por la expresión de consternación que se dibujó en el rostro de Gregory que su hermano se había excedido en sus apuestas.

Pero la beligerancia sustituyó rápidamente a la consternación, y Gregory lo miró con los ojos entornados.

– ¿Dónde lo conociste?

– No estoy autorizado a decirlo.

– ¿Y cómo sé que estás diciendo la verdad?

– ¿Acaso estás poniendo en duda mi palabra, Gregory? -preguntó Stephen en un tono gélido y fingidamente sereno.

Los ojos acuosos de Gregory se movían nerviosamente.

– ¿Me das tu palabra de caballero?

– Absolutamente -dijo Stephen sin atisbo de duda-. De hecho, pienso pasarme por el club en cuanto me sea posible para poner fin a esas habladurías.

Con una indiferencia que estaba lejos de sentir, Stephen se volvió hacia Victoria y le preguntó sobre la fiesta que estaba organizando, sabiendo que ella se extendería sobre los preparativos por lo menos durante un cuarto de hora.

Se aseguraría de pasarse por el club de camino a casa aquella misma noche para acallar aquel maldito rumor. Nadie se atrevería a cuestionar la palabra de honor del marqués de Glenfield.

Se dio cuenta de que probablemente aquélla era la primera vez en toda su vida que se sentía agradecido por el título que ostentaba.

– Una cena encantadora, Justin -comentó Stephen varias horas después cuando él y su amigo se retiraron a la biblioteca. El duque y la duquesa se habían excusado, sin duda ansiosos por encontrarse con sus respectivos amantes, y Gregory había salido del comedor tambaleándose y echando pestes contra Melissa, quien lo siguió sumisamente. Victoria se había retirado a su alcoba alegando un fuerte dolor de cabeza. A Stephen no le extrañó nada, pues a él también le latían las sienes a consecuencia de la tensión que se podía palpar en aquella atmósfera tan viciada.

Sirviéndose una generosa copa de brandy, Stephen se la bebió de un trago. El licor le quemó la garganta y le relajó los tensos músculos. Enseguida volvió a servirse otra copa y se la llevó, junto con la garrafa, a la butaca orejera que había cerca del fuego, dejando el licor en una mesita baja de caoba, al lado del sillón.

Justin se sirvió un dedo de brandy y tomó asiento en la butaca que había enfrente de la de Stephen. Los dos hombres permanecieron en silencio durante varios minutos, mirando fijamente la danza de las llamas.

Justin se aclaró la garganta.

– Si continúas bebiendo a ese ritmo, vas a acabar en un estado incluso peor que el de Gregory al marcharse. -Miró la copa de brandy que Stephen tenía en la mano-. Tal vez ya lo estés.

– Todavía no, pero ésa es mi meta -contestó Stephen. Apuró la copa y se sirvió otra.

– Ya entiendo. Entonces, antes de que lo consigas, ¿quieres oír mis observaciones sobre la cena de hoy?

– Por supuesto, aunque estoy seguro de que coincidirán con las mías.

– ¿Cuáles son las tuyas?

– Mi hermano es un borracho ambicioso, ofensivo y endeudado que estoy seguro de que ha deseado verme muerto por lo menos una docena de veces durante la cena. -Volvió a dar otro trago al brandy, deseoso de alcanzar la insensibilidad-. ¿Tienes algo que añadir?

Justin negó con la cabeza.

– No. -Tras varios minutos de violento silencio, preguntó-: ¿Quieres hablar sobre lo que realmente te preocupa?

El nudo que se le hizo a Stephen en la garganta estuvo a punto de cortarle la respiración.

– No. -Dando un buen trago al brandy, miró fijamente las llamas. «¿Por qué diablos no consigo mitigar el dolor? ¿Cuánto brandy necesitaré beber para que desaparezca de una vez por todas?»

– No es mi intención criticarte, Stephen, pero… ¿consideras que beber hasta la inconsciencia es el mejor remedio a seguir? -le preguntó Justin con voz serena-. Sea quien sea, la persona que ha intentado matarte está ahí fuera, esperando otra oportunidad. Apenas podrás defenderte si estás como una cuba.

Stephen apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca y cerró los ojos. El fuerte licor se iba filtrando en su interior, y él estaba empezando a alcanzar el estado de vacío mental que buscaba. Tal vez el alcohol no le ayudaría a encontrarse bien, pero, por lo menos, le evitaría encontrarse tan mal. De hecho, con un poco de suerte y unas cuantas copas más, dejaría de recordar cualquier cosa que le resultara dolorosa.

– Te importa. Ella te importa, ¿verdad? -La afirmación de Justin, formulada con una gran delicadeza, golpeó a Stephen como un jarro de agua fría-. Por eso te sientes tan desgraciado.

Stephen abrió los ojos e inmediatamente se percató de su estado de embriaguez. Tres Justin flotaban en el aire delante de él. Volvió a cerrar fuertemente los ojos.

– No sé de qué me estás hablando -le dijo arrastrando la voz.

– Sí, lo sabes -dijo Justin implacablemente-. No has sido el mismo desde que volviste a Londres. Estás triste, enfadado, con un humor de perros, y saltas a la más mínima contra todo el que se te acerca. No es que te merecieras ganar ningún premio de sociabilidad antes de tu estancia en Halstead, pero ahora estás insoportable, casi imposible.

– No me adules tanto que luego no pasaré por la puerta.

– Si te importa tanto esa mujer, ¿por qué no vas a verla? Dile quién eres en realidad. Sé sincero con ella. Si le importabas cuando no eras más que un tutor, le encantará saber que eres un marqués y el heredero de un ducado.

– Me detestaría por haberla mentido -dijo Stephen en tono sepulcral y desapasionado. Dio un buen trago al brandy-. Hayley valora la sinceridad y la honestidad por encima de todo. Créeme, Justin, ella está mucho mejor sin mí.

– En tu estado actual, no lo dudo. Pero está más claro que el agua que tú no estás mejor sin ella.

– Aunque quisiera volverla a ver, no puedo. No en mi actual situación -dijo Stephen con voz gangosa y cansina-. Mi vida corre peligro. Si Hayley estuviera conmigo, ella también correría peligro. Si yo volviera ahora a Halstead, pondría a toda su familia en peligro. Si me siguieran, guiaría a un asesino hasta su puerta.

Justin lo miró fijamente, con un destello de comprensión en los ojos.

– ¡Por Dios, Stephen! No sólo te importa, estás enamorado de ella, la quieres.

Stephen negó con la cabeza y se arrepintió inmediatamente de haberlo hecho cuando el movimiento le desencadenó al instante un fuerte martilleo en las sienes.

– No digas ridiculeces. El amor no es más que un conjunto de palabras biensonantes recitadas por hombres como lord Byron.

– Tal vez pensaras eso antes, pero me apuesto lo que quieras a que últimamente has cambiado de opinión.

Stephen hizo un gran esfuerzo por abrir sus pesados párpados y miró el fuego. Ante él danzaban bellas imágenes, imágenes que llevaba las dos últimas semanas tratando de olvidar. Pero no lo conseguía. Por mucho que trabajara o por mucho que bebiera, no podía quitarse a Hayley de la cabeza.

Hayley riéndose, Hayley jugando con los niños, Hayley leyéndole un cuento a Callie, Hayley dando clases sobre Shakespeare a los chicos, Hayley riñendo sin enfadarse a sus salvajes perros, Hayley envolviendo a Pamela con una colcha apolillada para ocultar su vestido mojado de la mirada de Marshall Wentbridge.

No podía dejar de dar vueltas a los días que había pasado en la casa de los Albright, y se dio cuenta de que aquélla había sido la época más feliz de toda su vida. A los Albright les importaba él. No su fortuna. Le habían incluido en todos los aspectos de sus vidas, habían compartido con él cuanto tenían. Nunca se había sentido tan a gusto en toda su vida. Y todo se había acabado.

Todo.

«¡Maldita sea! ¡Cómo lo echo de menos!»

Stephen echaba de menos el ruido, la confusión y el caos general que reinaba en la casa de los Albright. Echaba de menos el sonido de las risas y el calor de las sonrisas que se intercambiaban en la mesa del desayuno. Echaba de menos coger la diminuta mano de Callie durante la oración de la cena. Y sobre todo, echaba de menos a Hayley.

«¡Por todos los santos! ¡Cómo la echo de menos! Añoro su ternura y su bondad. Me muero por sentir el tacto de sus manos, el sabor de sus besos, la sensación de su cuerpo contra el mío, piel con piel, aquella mirada de amor y admiración brillando en sus expresivos ojos.»

– Les echas de menos.

Las palabras de Justin reflejaron con tal precisión los pensamientos de Stephen que éste no se pudo contener una risa llena de amargura. Luego tragó saliva y asintió.

– Sí. -«Les echo muchísimo de menos. No te imaginas hasta qué punto.»

Le costó un gran esfuerzo decir aquella palabra con el inmenso nudo que se le había hecho en la garganta. Tras engullir el poco brandy que le quedaba en la copa, Stephen dejó con cuidado la copa junto a la garrafa que había en la mesa de caoba. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y hundió el rostro en las palmas. Se sentía vacío, triste, desgraciado, increíblemente culpable y mucho más que un poco borracho.

– Me dijo que se había enamorado de mí. Que me quería -dijo Stephen arrastrando la voz, incapaz de contener las palabras-. Me dijo que no tenía por qué irme, que podía buscarme un trabajo como tutor en Halstead y ser un miembro más de la familia. -Se pasó las manos por la cara y luego entrelazó fuertemente los dedos de ambas manos entre las rodillas abiertas, bajando la cabeza en un gesto de profunda aflicción.

Súbitamente, levantó la cabeza y clavó su apagada mirada en Justin.

– ¿Y sabes qué hice yo cuando me dijo que me quería? ¿Sabes qué le di yo a cambio de lo bien que se había portado conmigo? ¿A cambio de haberme salvado la vida? ¿De ofrecerme su amor? -Se le escapó una risa amarga-. Ahora te explico lo que hice, lo que le di yo a cambio. Le robé la inocencia y me marché a la mañana siguiente. Sin una palabra. No, eso no es del todo cierto. Le dejé una carta en la que le decía que se buscara a otro hombre a quien amar.

Justin lo miró fijamente, visiblemente impresionado.

– ¿Comprometiste la reputación de la señorita Albright?

– Completamente.

Justin miró a Stephen con los ojos como platos. Abrió la boca, pero no le salieron las palabras.

– ¿Nada que añadir? -dijo Stephen con una rancia sonrisa en los labios-. ¿He conseguido impresionarte?

– He de reconocer que sí-admitió Justin. Tras una larga pausa, preguntó-: ¿Has considerado la posibilidad de que hayas podido dejarla embarazada?

Stephen sintió como si faltara oxígeno en la habitación. «¡Dios! ¿Cómo no he pensado en eso antes? Porque estaba demasiado abatido para pensar con claridad.» No, no lo había considerado.

– ¿Y si está embarazada?

El brandy estaba haciendo que a Stephen le diera vueltas la cabeza a gran velocidad.

– No lo puedo saber. Ya haré mis averiguaciones discretamente dentro de varios meses para saber cómo está y si está esperando un hijo.

– ¡Dios mío, Stephen! Creí que era una posibilidad factible que la señorita Albright perdiera la cabeza por ti, pero debo admitir que, a pesar de mis bromas, nunca pensé seriamente que tú pudieras perderla por ella.

– Es un ángel -dijo Stephen, arrastrando tanto la voz que apenas se le entendía. Se le cayeron los párpados y luego añadió-: Hermosa Hayley, del valle de heno. ¡Dios, cómo la echo de menos…! -Su voz se fue desvaneciendo y se le desplomó la cabeza hacia un lado.

Justin negó repetidamente con la cabeza, visiblemente sorprendido. No se podía creer que Stephen estuviera reducido a un estado tan lamentable. Y estaba francamente sorprendido por lo que Stephen acababa de reconocer en pleno estupor etílico. «Debo ayudarle a recuperar la sensatez e intentar mantenerlo sobrio o, si no, sea quien sea la persona que quiere verlo muerto, seguro que logra su objetivo.»

Cogió a Stephen por las axilas y lo levantó de la butaca. «¡Dios! Pesa una tonelada. Una tonelada de peso muerto empapado en brandy.» Stephen se enderezó un poco y Justin medio lo empujó y lo arrastró escaleras arriba. Lo llevó a una de las habitaciones para invitados y lo dejó caer sin demasiados miramientos sobre la cama.

Justin miró a su amigo con el corazón encogido y embargado por la lástima. En vista de las palabras de Stephen y de su estado actual, tan impropio de él, Justin sólo podía concluir que su amigo estaba enamorado de Hayley hasta la médula. Se preguntaba cuánto tiempo tardaría él en darse cuenta. Lo único que Justin deseaba es que no tardara demasiado.

Victoria Mallory no podía dormir.

Se había retirado poco después de la cena, esperando que su ausencia ofreciera a Justin la oportunidad de estirar a Stephen de la lengua y quizá sonsacarle lo que tanto le preocupaba.

Estaba muy preocupada por su hermano. Desde su regreso hacía dos semanas, no había vuelto a ser el mismo. El Stephen de antes era cínico y arrogante y parecía estar de vuelta de todo, pero también sabía ser simpático, divertido e ingenioso y siempre tenía una palabra cariñosa para ella.

Ahora apenas hablaba con nadie y, cuando lo hacía, siempre respondía en tono cortante y con monosílabos. Si decía más de dos o tres palabras seguidas, las acompañaba de una mirada gélida y daba por concluida la conversación. Cuando no estaba mirando a alguien con cara de pocos amigos, estaba bebiendo.

Pero lo que más alarmaba a Victoria era aquella mirada de apesadumbrada resignación en sus ojos. Era casi como si nada ni nadie le importara lo más mínimo.

Cuando llevaba una hora dando vueltas en la cama, Victoria no podía aguantar aquella inactividad por más tiempo. Sencillamente, tenía que saber qué estaba ocurriendo. Se puso la bata y bajó cautelosamente las escaleras.

Se detuvo fuera del salón y pegó la oreja a la puerta. Silencio. Hizo girar lentamente el pomo intentando no hacer ruido y vio que el salón estaba vacío. Avanzó por el pasillo hasta la biblioteca.

Se deslizó con sigilo, el sonido de sus pasos amortiguado por la gruesa alfombra persa. Al detenerse junto a la puerta de la biblioteca, oyó un inconfundible murmullo de voces. Triunfante y sin el menor atisbo de culpa, se arrodilló y miró a través del ojo de la cerradura. Oscuridad. «¡Maldita sea! Debe de estar puesta la llave.» Apretó la oreja contra la puerta, pero las palabras se oían apagadas y distorsionadas.

Sin darse por vencida, Victoria se dirigió a toda prisa hacia el despacho teniendo cuidado de no derribar o golpear ninguna mesa. Cuando llegó a la puerta que unía ambas habitaciones, contuvo la respiración e hizo girar apenas el pomo. Para su regocijo, éste no se resistió. Abrió la puerta con sumo cuidado un par de centímetros y apretó la oreja contra la rendija. Le llegó la voz de Justin: «¿… consideras que beber hasta la inconsciencia es el mejor remedio a seguir? Sea quien sea, la persona que ha intentado matarte está ahí fuera, esperando otra oportunidad. Apenas podrás defenderte si estás como una cuba».

A Victoria se le heló la sangre y se cubrió la boca con la mano para enmudecer un grito sofocado. «¡Santo Dios! Alguien está intentando matar a Stephen!» Volviendo a pegar la oreja a la rendija, escuchó atentamente toda la conversación, aumentando su asombro con cada minuto que pasaba.

Cuando finalizó la conversación, Victoria miró por la abertura de la puerta y vio a Justin intentando levantar de la butaca a Stephen, que parecía estar borracho como una cuba. Cerró silenciosamente la puerta y se encaminó hacia su aposento.

Corrió por el pasillo de una forma bastante impropia de una condesa. Luego, utilizando un método que escandalizaría a las damas de la alta sociedad, se levantó el camisón y la bata hasta los muslos y subió las escaleras de dos en dos, sin detenerse en su loca carrera hasta que estuvo bien oculta bajo las sábanas de su cama.

Cerró los ojos e hizo un esfuerzo por respirar más pausadamente, pues sabía que Justin vendría a hablar con ella. Su esposo sabía las ganas que ella tenía de saber qué era lo que tanto le preocupaba a Stephen. Al cabo de varios minutos, oyó abrirse la puerta que conectaba su suite con la de su esposo.

Victoria notó cómo se hundía el borde de la cama bajo el peso de Justin cuando éste se sentó. Abrió los ojos y le sonrió en la semioscuridad.

– Debía haber imaginado que todavía estarías despierta -dijo él en tono risueño.

– Me muero de ganas de saber lo que te ha contado Stephen -le contestó incorporándose-. ¿Te ha explicado qué es lo que tanto le preocupa?

Justin dudó un momento y luego dijo:

– Me temo que Stephen ha bebido demasiado. Le he ayudado a subir las escaleras y lo he dejado en la habitación de invitados azul.

– Entiendo -dijo Victoria. Era evidente que Justin no pensaba repetirle la conversación que acababa de mantener con Stephen. «Debe de formar parte del código de honor entre caballeros no contar las confidencias hechas con unas copas de más.» Afortunadamente Victoria no necesitaba que nadie se lo explicara. Y, por descontado, tampoco tenía por qué contarle ella a Justin lo que sabía.

– Tenía tantas esperanzas de que averiguaras lo que tanto parece atormentar a mi hermano -dijo Victoria fingiendo el mejor de sus suspiros-. Me gustaría tanto poderle ayudar.

Justin la abrazó y le dio un beso en la frente.

– Stephen se pondrá bien -le dijo intentando tranquilizarla-. Créeme, no hay nada que puedas hacer para ayudarle, salvo tener paciencia con él. Pronto volverá a ser el mismo Stephen de siempre.

Victoria se acurrucó contra el pecho de su marido, con una sonrisa furtiva en los labios. «¿Que no hay nada que pueda hacer para ayudarle?»

«Eso ya lo veremos.»

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