Capítulo 16

– ¿Interrumpo algo? -preguntó Justin al día siguiente por la tarde. Entró en el patio de la casa de los Albright y enseguida se dibujó una mirada entre incrédula y divertida en su rostro.

Stephen trató de mirar a su amigo con mala cara, pero era sumamente difícil parecer amenazante con una diminuta tacita de té entre los dedos. Todavía resultaba más difícil teniendo en cuenta que estaba sentado a una mesa de tamaño infantil, con el cuerpo replegado sobre sí mismo, con las rodillas en contacto con el mentón y las nalgas apretadas en una diminuta sillita. Dirigió a Justin la mirada más seria que logró esbozar en tales circunstancias.

– ¿Por qué? No, qué va, Justin. No interrumpes nada. De hecho, llegas justo a tiempo para unirte a nosotros. -Señaló una sillita vacía levantando levemente la barbilla-. Por favor, toma asiento.

Stephen casi se ríe a carcajadas al ver la expresión de horror en el rostro de Justin.

– Oh, no -dijo Justin-. No es nece…

– No digas tonterías -le interrumpió Stephen-. Insistimos. Justin, permíteme que te presente a la señorita Callie Albright, la mejor anfitriona de todo Halstead. Callie, te presento al señor Justin Mallory, un buen amigo mío.

Callie miró a Justin desde debajo del ala de un inmenso sombrero adornado con plumas de colores.

– Encantada, señor Mallory -le dijo con una dulce sonrisa-. Siéntese, por favor. Estábamos a punto de empezar a tomar el té. -Rodeó la mesa y sacó una sillita para Justin-. Puede sentarse aquí, al lado de la señorita Josephine Chilton-Jones.

Stephen vio cómo la mirada de Justin deambulaba entre la minúscula silla, la muñeca no demasiado limpia y la expresión expectante de la pequeña Callie. Consciente de que había perdido la batalla, Justin se acercó a la diminuta silla y se sentó con suma cautela. Las caderas le chocaban con los brazos de madera y, al igual que Stephen, las rodillas le llegaban a la altura del mentón.

– ¡Maravilloso! -exclamó Callie, batiendo palmas entusiasmada-. Serviré el té mientras esperamos a que Grimsley nos traiga las pastas. -Callie vertió el té ceremoniosamente en cuatro tazas y se las pasó a sus cuatro invitados. Justin miró perplejo su taza, del tamaño de un dedal, y contuvo la risa.

Grimsley llegó con una bandeja de pastas y la dejó en el centro de la mesa.

– Buenas tardes, señor Mallory.

Justin miró hacia arriba desde su postura encorvada.

– Buenas tardes, Grimsley.

– ¡Qué suerte que haya llegado a tiempo para tomar el té! -dijo el lacayo con expresión de absoluta seriedad. Hizo una reverencia y salió del patio.

Callie pasó la bandeja de pastas a los invitados, sin dejar de conversar, y fue rellenando las tacitas en cuanto se vaciaban -con un sorbo bastaba-, comportándose como una perfecta anfitriona. Cuando se dio cuenta de que la tetera estaba vacía, se excusó para volverla a llenar.

Solos en el patio, Justin miró a Stephen de soslayo.

– No lo digas, Justin.

– ¿Que no diga qué?

– Lo que estás pensando.

Justin miró a su amigo entornando los ojos.

– De hecho, me estaba preguntando qué diablos te ha pasado en la cara.

Stephen lo fulminó con la mirada.

– Me he afeitado, por si te interesa.

Justin se quedó boquiabierto.

– ¿Que te has afeitado? ¿Con qué diablos lo has hecho? ¿Con un hacha oxidada?

– Con una navaja de afeitar. Y te diré una cosa, creo que he hecho un buen trabajo. No es nada fácil afeitarse solo. Te recomiendo que valores más a tu ayuda de cámara. En cuanto llegue a Londres, pienso doblarle el sueldo a Sigfried.

– ¿Y por qué no te has limitado a dejarte barba? -preguntó Justin pasándoselo en grande.

Stephen suspiró para sus adentros y deseó que Justin se limitara a guardar silencio.

– Tía Olivia me prefiere recién afeitado -dijo entre dientes-. Y Callie también.

– Ah, ya entiendo -dijo Justin asintiendo con la cabeza. Luego miró la mano de Stephen-. ¿Y ese rasguño en la mano? ¿Otra marca de la batalla contra la barba?

– Es un recuerdo del día que salí a pescar con los chicos.

Justin enarcó las cejas.

– ¿A pescar?

– Sí, pesqué ocho peces y sólo me caí dos veces al río.

A Justin casi se le salen los ojos de las órbitas. Luego estalló en carcajadas. Rió hasta que empezaron a caerle lágrimas por las mejillas.

– ¡Santo Dios, Stephen! -dijo por fin, secándose las mejillas con una servilleta de lino-. Pero… ¿qué demonios te está pasando? Tomas el té con niñas pequeñas. Te vas de pesca con muchachos. Te destrozas la cara. ¡Dios mío! Pero si no tienes ni idea de afeitarte, ni de pescar. Aún tienes suerte de no haberte rebanado el cuello. O de haberte ahogado en el río. ¿Acaso sabes nadar?

Sintiéndose insultado, Stephen contestó:

– Por supuesto que sé nadar.

Justin volvió a estallar en carcajadas.

– Justin -el tono de aviso de la voz de Stephen era inconfundible.

– ¿Sí?

– La única razón de que no te haya lanzado de bruces contra el suelo es que tengo el culo permanentemente pegado a esta maldita sillita de muñecas. Tal vez no pueda volverme a levantar nunca más. Pero, si lo hago, ten por seguro que haré que te arrepientas de tu falta de respeto.

Justin dio un mordisco a una pasta, haciendo caso omiso de las amenazas de su amigo.

– Lo dudo. Podría sacarte hasta la última libra que posees haciéndote chantaje con lo que he visto hoy. A propósito, estas pastas están para chuparse los dedos -añadió guiñando exageradamente el ojo a Stephen.

Callie regresó con una tetera humeante, y el grupo se pulió una taza tras otra, o un sorbo tras otro, del caliente brebaje y otra bandeja de pastas. Cuando se acabó la segunda tetera, Callie se levantó.

– Muchísimas gracias por acompañarme a tomar el té -dijo con una reverencia. Cogió a la señorita Josephine Chilton-Jones de la silla y la abrazó fuertemente-. Ahora debo acostar a la señorita Josephine. Buenas tardes, caballeros. -Y, asintiendo educadamente, salió del patio.

Stephen y Justin se miraron mutuamente. Al final, Stephen suspiró y dijo:

– Necesito levantarme de esta silla. Tengo todo el cuerpo agarrotado.

Justin intentó incorporarse, en vano.

– Me temo que el culo se me ha quedado enganchado entre los brazos de la silla.

Stephen intentó levantarse, pero no lo consiguió.

– Bueno, esto es un verdadero tostón -comentó entre dientes-. Y, encima, necesito aliviarme desesperadamente. He debido de beber por lo menos cuarenta y tres tazas de té.

Justin rió.

– Cuarenta y siete. Pero, ¿para qué contarlas?

– ¿Por qué están ahí sentados? -preguntó Andrew mientras entraba en el patio.

Miró boquiabierto a los dos hombres y se dibujó una expresión de horror en su rostro.

– ¡Ah, ya! Déjenme que lo adivine. ¡Callie les ha invitado a tomar el té! ¿Verdad?

Stephen esbozó una mueca de arrepentimiento.

– Eso me temo.

Justin se inclinó y se quedó mirando fijamente al chico.

– Pero… Andrew, ¿qué diablos te ha pasado en la cara?

Andrew se palpó la mejilla y dirigió una tímida sonrisa de complicidad a Stephen.

– El señor Barrettson me ha enseñado a afeitarme.

– ¿Que el señor Barrettson te ha enseñado…? -Justin sacudió enérgicamente la cabeza-. Ya puedes darle las gracias a Dios, chico. Tienes mucha suerte de poderlo contar. Stephen no tiene ni idea de…

– ¡Ejem! -Stephen dirigió a su amigo una mirada asesina para hacerle callar y luego se volvió hacia Andrew.

– ¿Y si nos echaras una mano para levantarnos?

– Con mucho gusto -dijo Andrew. Se inclinó hacia delante y primero ayudó a Stephen y luego a Justin a desencajar las caderas de las diminutas sillas, intentando no romper éstas.

Justin levantó una de las sillas después de liberar las nalgas y dijo:

– Resistente, para ser tan pequeña. Es increíble que haya podido soportar mi peso.

– Gracias, Andrew -dijo Stephen frotándose los agarrotados muslos.

Andrew dirigió a los dos amigos una sonrisa de complicidad.

– No hay de qué. He tenido que soportar más de una de las dichosas meriendas de Callie y estoy bastante familiarizado con esas horribles sillitas. -Cogió una pasta de la bandeja prácticamente vacía, se la llevó a la boca y entró en la casa a paso lento.

Justin recogió del suelo el paquete que había traído y apremió a Stephen:

– Vamos, Stephen. Salgamos de aquí antes de que nos ocurra algo más.

Stephen asintió, y tomaron un sendero de piedra que se alejaba de la casa. Tras andar durante un rato, se detuvieron y se sentaron en un banco de piedra.

– ¿Dónde está el resto de los Albright? -preguntó Justin, apoyándose en el respaldo del banco y estirando las piernas.

– Hayley, Pamela y tía Olivia están en el pueblo, y Nathan guardando cama. Ayer se cayó de un árbol.

– ¿Está bien? -preguntó Justin.

– Sí, pero el médico le recomendó guardar cama durante todo el día de hoy. -A Stephen se le escapó una risita-. Creo que tanto encierro está matando al pobre muchacho.

Justin miró a su amigo con curiosidad.

– Pareces estar adaptándote bastante bien a la familia -dijo como quien no quiere la cosa-. Cuando hablamos por última vez parecías opinar de los hermanos Albright que eran unos gamberros ruidosos e ingobernables.

– Son unos gamberros ruidosos e ingobernables. Sencillamente, en cierto modo, me he acostumbrado a ellos. -Sonrió para sus adentros, pensando en la radiante y encantadora sonrisa de Callie cuando él le dijo que aceptaba su invitación para tomar el té. A pesar de las diminutas sillas, había disfrutado, y la alegría de la pequeña le había enternecido de una forma hasta entonces desconocida para él-. A los muchachos les falta pulir un poco los modales -comentó Stephen-, pero todos tienen un gran corazón. -«De hecho, son maravillosos.» Deslizó la mirada hasta el paquete que Justin había dejado en el suelo-. ¿Son ésas las cosas que te pedí?

Justin asintió con la cabeza y alargó el paquete a Stephen.

– Sí.

– Excelente. Necesitaba desesperadamente varias mudas de ropa más. -Se lamentó en silencio de la raja que se había hecho en uno de sus pantalones.

Justin arqueó una ceja.

– ¿Ah, sí? ¿Por eso me pediste que te trajera un vestido? ¿Un vestido de muselina azul claro? ¿Con zapatos y complementos a juego?

Stephen dirigió a Justin una gélida mirada.

– El vestido es para la señorita Albright.

– ¿Ah, sí? ¿Cuál de ellas? Hay varias, como tú bien sabes.

– Es para Hayley -dijo Stephen con voz tirante.

– Ah. Un regalo que se sale de lo corriente. Muy personal. Y bastante caro, para venir de un tutor. Has de saber que necesité una cantidad considerable de tiempo, esfuerzo, dinero e inteligencia para conseguir ese vestido. De hecho, casi necesito un acta parlamentaria para traértelo.

– Por descontado, te lo pagaré, hasta el último penique -dijo Stephen gélidamente.

– Preferiría que satisficieras mi curiosidad.

– Olvídalo, Justin -le avisó Stephen.

– Como quieras -dijo Justin sonriendo-. Sólo espero que Victoria no se entere de mi compra. Si llegara a enterarse, podría tener graves problemas. ¿Cómo demonios quieres que le explique que compré el vestido para ti? Seguro que cree que tengo una amante.

– Eres un hombre de recursos. Seguro que se te ocurre alguna excusa plausible. Ten por seguro que nunca oirá la verdad de mis labios. Ahora, cuéntame. ¿Cómo van las cosas por Londres?

– Ha habido bastante movimiento -contestó Justin-. De hecho, aunque no me hubieras pedido que viniera, tenía pensado venir. Uno de nuestros sospechosos, Marcus Lawrence, está muerto.

Stephen miró fijamente a Justin.

– ¿Muerto?

Justin asintió.

– Suicidio. Lo encontraron en su despacho hace un par de días. Aparentemente, se metió una pistola en la boca y apretó el gatillo. El magistrado estaba a punto de levantar cargos contra él por el asunto del cargamento ilegal. Eso, junto con su ruina financiera, aparentemente le llevó al límite.

Stephen entornó los ojos.

– ¿Y cómo sabes que no fue un asesinato?

– Al parecer, varios testigos le vieron la noche de su muerte. Estaba como una cuba, divagando sobre sus pérdidas financieras y profundamente abatido. Según explicó su mayordomo, Lawrence llegó a su casa a medianoche y se fue directo al despacho. El mayordomo oyó el disparo varios minutos después.

– ¿Y si había entrado alguien por una ventana? -preguntó Stephen.

Justin negó con la cabeza.

– Imposible. Sólo había una ventana y estaba cerrada por dentro. Además dejó una breve nota a su mujer, pidiéndole perdón. Sin lugar a dudas, fue un suicidio.

– O sea que, en el caso de que Lawrence fuera nuestro hombre -reflexionó Stephen en voz alta-, entonces ya no estoy en peligro.

– En el caso de que Lawrence fuera nuestro hombre -asintió Justin.

Stephen miró a su amigo y una oleada de complicidad fluyó entre ambos sin mediar palabra.

– Siguiendo nuestro plan, expliqué a tu personal y a tu familia que te habías ido de viaje al continente -informó Justin-. Nadie cuestionó mi relato, pero Gregory me ha preguntado varias veces por tu paradero exacto. Yo le he dicho que preferías mantenerlo en secreto porque estabas disfrutando de unas vacaciones íntimas con tu nueva amante.

Al oír las palabras de Justin, a Stephen le subió por el cuello una oleada de calor. Se aclaró la garganta y dijo:

– Con Lawrence muerto, Gregory es nuestro principal sospechoso.

– Heredar varios millones de libras, junto con numerosas propiedades y títulos nobiliarios es un buen motivo para asesinar a alguien -afirmó Justin.

– Pero Gregory no necesita dinero.

– Yo no estaría tan seguro de eso, Stephen. He oído que debe una cantidad considerable en el club White, y ha estado frecuentando algunos locales de juego de mala reputación. Pero, de todos modos, creo que ya va siendo hora de que vuelvas a Londres. Si Lawrence era nuestro hombre, tu vida ha dejado de estar en peligro. Si el culpable es Gregory, necesitamos desenmascararlo. -Miró el torso de Stephen-. ¿Cómo tienes las costillas para montar a caballo?

Stephen asintió con mirada ausente.

– Supongo que bien. Pero ¿y si nuestro hombre no es ni Lawrence ni Gregory?

– Pues también debemos desenmascararlo -contestó Justin-. Aunque no es mi intención ponerte en peligro, no vamos a conseguir nada si te quedas aquí. Es hora de volver a casa, Stephen.

«Casa.» La realidad golpeó a Stephen como una descarga eléctrica. Durante las dos últimas semanas se había involucrado tanto con Hayley y su familia que casi se había olvidado de su vida en Londres, una vida que incluía a un asesino a sangre fría.

«Casa.» Una inmensa casa de ciudad en la avenida Park Lane de Londres, una casa que funcionaba a la perfección. El paradigma de la elegancia, con un personal perfectamente formado que satisfacía todas sus necesidades. Sin niños revoltosos, perros indómitos, tías sordas ni sirvientes irreverentes.

Stephen asintió lentamente.

– Sí, supongo que ha llegado el momento de volver a casa. -Aquellas palabras le produjeron una dolorosa sensación de vacío.

– Excelente. ¿Te espero mientras recoges tus cosas? ¿O prefieres que te eche una mano con la maleta? -le preguntó Justin mientras se levantaba.

Stephen lo miró sin entender nada.

– ¿Qué has dicho?

– Que si necesitas ayuda para preparar el equipaje.

Stephen se levantó lentamente mientras arrugaba la frente.

– No puedo irme hoy contigo, Justin.

Justin levantó las cajas en señal de sorpresa.

– ¿Por qué no?

– Tengo un par de cosas pendientes antes de marcharme -dijo Stephen vagamente, molesto al darse cuenta de que se estaba empezando a sonrojar.

– ¿Como por ejemplo? -Justin lo miró intrigado-. ¡Caramba, chico! Pero… ¡si se te han subido los colores!

– No es verdad -dijo Stephen irritado, mientras caminaba hacia la casa-. Sencillamente no puedo marcharme hoy.

– Está bien. Entonces mañana.

– No puedo irme hasta pasado mañana.

– ¿Porqué?

– No es de tu incumbencia -contestó Stephen de malos modos, pero luego se retractó-. Prometí a Hayley y a su hermana acompañarlas a una fiesta mañana por la noche, de ahí que te pidiera que me trajeras el vestido. No puedo faltar a mi promesa.

– Ya entiendo -dijo Justin repasándolo con la mirada-. ¿Y qué tal te llevas con la señorita Albright?

– Pamela Albright es una joven encantadora -dijo Stephen simulando haber interpretado erróneamente la pregunta de Justin mientras aceleraba el paso.

– Pamela no es la señorita Albright a quien me refería, como tú muy bien sabes -dijo Justin, siguiéndole al mismo paso.

– Hayley y yo nos llevamos bien -contestó Stephen con una brusquedad que habría disuadido a cualquiera de seguir haciéndole preguntas.

Pero Justin ignoró completamente aquel tono.

– Siento no haber podido verla esta vez.

– Ella no sabía que venías.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué no se lo dijiste? ¿Lo hiciste a propósito para que no me cruzara con ella? ¿Acaso temías que notara algo raro en su comportamiento? ¿O tal vez en el tuyo?

Stephen se paró de golpe y dirigió una mirada pretendidamente imperturbable a su amigo. «¡Maldito seas, tú y tu condenada perspicacia!»

– No tengo ninguna intención de hablar contigo sobre Hayley, Justin.

Justin se detuvo y analizó atentamente a Stephen. Stephen intentó poner cara de póquer. Si ni tan siquiera él entendía lo que sentía por Hayley, ¿cómo iba a intentar explicárselo a Justin?.

– Como quieras, Stephen -dijo bajando la cabeza. Reanudaron la marcha-. Pero, como no quieres hablar conmigo sobre la señorita Albright, supongo que no te interesará conocer una curiosidad que he averiguado sobre ella.

– ¿Sobre Hayley? -preguntó Stephen incapaz de ocultar la sorpresa en su voz.

– Ajá -dijo Justin paseándose pausadamente delante de Stephen como si tuviera todo el tiempo del mundo.

– ¿Y bien? -preguntó Stephen impacientemente cuando comprobó que su amigo guardaba silencio.

– Creía que no querías hablar sobre ella.

– He cambiado de opinión-espetó Stephen. «¡Maldita sea! A veces Justin sabe sacarme de quicio.»

– Ah, bueno. En tal caso, te lo contaré. He hecho algunas indagaciones, con suma discreción, descuida, y he descubierto que el padre de Hayley los dejó en la ruina cuando murió.

Stephen frunció el ceño y miró a Justin con rostro preocupado.

– ¿Eso hizo?

– Sí. Al parecer, vendiendo su barco consiguieron reunir suficiente dinero para pagar las deudas de Tripp Albright. La herencia de la familia ascendía a menos de cien dólares en total.

– Entonces, ¿cómo se las han arreglado para sobrevivir? -preguntó Stephen sumido en la confusión-. Deben de recibir dinero de alguna parte. ¿Tal vez de la familia materna? ¿O de algún abuelo? ¿Quizá de tía Olivia?

– No lo creo -dijo Justin negando con la cabeza-. En ninguna de mis indagaciones averigüé nada semejante.

– Sé que no nadan en la abundancia, pero reciben dinero de algún sitio. Se te debe de haber escapado algo, Justin.

– Tal vez.

Paseando, los dos amigos habían llegado al establo. Tras desatar su caballo, un magnífico ejemplar castrado, Justin se subió a la silla de montar.

– Te espero de vuelta pasado mañana, Stephen. -Justin se ladeó el sombrero y guiñó el ojo a Stephen exageradamente-. Pásatelo bien en la fiesta.

Stephen observó cómo Justin se alejaba galopando y luego se encaminó hacia la casa, apretándose contra el pecho el paquete que le había traído Justin.

Estaría en Londres dentro de sólo dos días.

Debería estar ilusionado. Entonces… ¿por qué se sentía tan abatido?

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