Capítulo 8

El Seigneur comenzó a buscar un vehículo en la ciudad de Digne. Leigh lo observó mientras preguntaba en cada pueblo y cruce al que llegaban, pero siguieron caminando diez días más junto al burro, empujados por la helada furia del mistral, antes de que encontraran nada. Cuando lo hicieron se trataba tan solo de un viejo cabriolé de dos ruedas que descansaba en una calle polvorienta en la que hacía mucho calor después del repentino cese del viento del norte. Finalmente el mistral amainó con la misma brusquedad con que había comenzado; la atmósfera se despejó hasta alcanzar una claridad cristalina y los colores se avivaron hacia un azul intenso y un verde oscuro, mientras las casas de caliza refulgían blancas contra las sombras de aquella angosta calle. Durante esas últimas dos semanas se habían adentrado en el corazón de la Provenza, pasando de las cumbres alpinas a una tierra que por su aspecto bien podría haber sido España o Italia; una cálida tierra de olivos y árboles frutales que ardía bajo el despejado cielo.

Leigh se apoyó en una pared al sol y escuchó cómo el Seigneur regateaba por el carruaje. No podía seguir la rápida conversación, que se desarrollaba en francés y provenzal, pero notó que había una nota de enfado y desesperación en su voz mientras intentaba llevar a cabo el trueque. A ella no le quedaba más que esperar. La calle estaba desierta a excepción del burro, que aguardaba pacientemente con los ojos cerrados y cargado con el equipaje. La pared en la que Leigh estaba apoyada ascendía hasta alcanzar una gran altura y llegar a la joya del pueblo: un grandioso château en estado ruinoso que dominaba la pequeña población, la cual se amontonaba a sus lados. El cálido aire transportaba un aroma a lavanda que envolvía a Leigh, procedente de las plantas salvajes que crecían en los márgenes del camino y por toda la pared.

El dorado pelo del Seigneur relucía bajo el sol, del mismo modo que los brillantes muros contrastaban con las negras profundidades de las sombras. Al lado del taciturno y pequeño lugareño era un rayo de luz, un Apolo exasperado cuya voz resonaba fluida por la desierta calle.

Leigh se dio cuenta de que estaba pendiente de él, por lo que bajó la mirada y la dirigió a otra parte. Volvió a pensar que debería seguir andando y dejarlo allí, como había pensado mil veces desde que habían salido de La Paire. Él no podía serle de ayuda; ya no era el paladín que buscaba, así que lo mejor sería que continuara sola e hiciera lo que debía por sí misma.

Pero no lo hizo. Permaneció donde estaba, intranquila y malhumorada, sin encontrar ninguna lógica a sus actos pero, al mismo tiempo, sin moverse de allí.

S.T. y el hombre se pusieron en movimiento y aquel, mirando por encima del hombro, le dijo «espera ahí», orden con la que consiguió que Leigh lo mirase furiosa mientras se marchaba conversando con el vendedor. Sin embargo, así lo hizo; esperó junto al burro, ambos igualmente dóciles, parados en aquella calle como si estuviesen atados, del mismo modo que Nemo se había quedado, muy a pesar suyo, debajo de un arbusto a las afueras del pueblo. Estaban todos atrapados por alguna especie de magia inverosímil, una extraña inercia que solo se disiparía cuando él volviera con una palabra dulce y una caricia, con un puñado de forraje y un consuelo susurrado a la oreja del lobo. Para ella tendría esa sonrisa sesgada bajo sus cejas diabólicas.

Él abrazaba a los animales, rodeaba el cuello del burro con el brazo y le rascaba bajo la barbilla, jugaba con Nemo en el suelo y dormía con el lobo acurrucado a su espalda. Pero a ella nunca la tocaba. Leigh pensó que, si lo hiciese, sentiría como si un rayo la atravesara.

De pronto deseó que nunca volviese. Solo era un pobre idiota soñador, romántico y poco fiable.

Una vez S.T. hubo desaparecido por la esquina, Leigh se sentó apoyada en la pared y se sacó del bolsillo el librito que contenía las palabras en inglés que el marqués de Sade no entendía bien. Ella misma no estaba muy segura de algunas pero, de todos modos, en caso de que no hubiese entendido ni una sola frase del texto, las minuciosas ilustraciones que lo acompañaban le habrían dejado bien clara su temática.

Se preguntó con malicia si el Seigneur tendría ese aspecto desnudo. Era de suponer que todos los hombres tenían más o menos el mismo, aunque aquellas imágenes parecían un tanto exageradas. Las examinó con interés. Su madre habría dicho que cualquier conocimiento era valioso, incluso el que aportaba un libro como La obra maestra de Aristóteles. A Leigh le resultó mortificante descubrir lo poco que sabía del tema.

Fue pasando las páginas lentamente sin perder detalle. Algunas de las láminas le parecieron ridículas; otras la sorprendieron, y algunas aumentaron la sensación de intranquilidad que la embargaba, provocándole una molesta agitación mientras las estudiaba. Al contemplar aquellas ilustraciones eróticas, no pudo evitar pensar en el templo en ruinas de las montañas y en el Seigneur.

Solo había estado con un hombre antes que con él: un chico al que la excitación había vuelto muy torpe y que le había jurado amor eterno; el muchacho parecía mucho más joven que ella pese a que él tenía diecisiete años y Leigh dieciséis. Hasta intentó que se fugaran, pero ella se negó. Su breve romance terminó en cuanto Leigh quiso que así fuera.

Cuando su madre se enteró de lo que había hecho, fue un momento difícil. Todas sus explicaciones parecieron pobres excusas; todas sus grandes teorías sobre la necesidad de aprender se vinieron abajo ante la severa mirada de su progenitora. Su madre le dijo que ella sabía mucho más del tema, y que lo que ocurría entre un hombre y una mujer era algo sagrado, o al menos debería serlo, así que esperaba que Leigh respetase a sus padres y no se dedicara a buscar otras experiencias prácticas hasta que llegase el momento.

En ese momento, Leigh se sintió avergonzada, demasiado joven y tonta, porque había perdido algo que su madre consideraba muy valioso.

Ahora ya era mayor, y aquella vergüenza le parecía inocente al recordarla. Qué impura se había sentido, mancillada y condenada por un error de la adolescencia, además de disgustada y profundamente humillada tras ser obligada por su madre a recibir lecciones de la comadrona del lugar sobre cosas que no había llegado a entender bien.

Siempre había sido la más fuerte, la más responsable e inteligente, y era admirada por su gran talento al igual que lo era su madre. Había entregado su virginidad porque había querido hacerlo, porque sentía curiosidad, porque una parte de ella, en ocasiones, se rebelaba de forma un tanto voluble contra el estrecho margen de libertad que le imponían su educación, su vida y su condición social. A los dieciséis años no se había dado cuenta del riesgo que entrañaba tal experimento.

La comadrona le enseñó eso, junto a otras cosas que Leigh supuso que ni su madre sabía. Pero no se había olvidado de nada; llevaba en la bolsa las hojas y plantas en polvo que necesitaba para protegerse. Ya no era tan ingenua, y jamás consentiría estar a merced de un hombre como el Seigneur, que hacía promesas de amor con tanta facilidad e irradiaba una sensual lujuria en cada movimiento y mirada.

El pequeño burro levantó la cabeza y soltó un estentóreo rebuzno que despertó ecos por toda la calle. Cuando el escandaloso sonido se apagó, Leigh oyó el ruido de los cascos de un caballo que se acercaba lentamente. Guardó el libro con rapidez y se puso en pie. El Seigneur y el lugareño aparecieron por la esquina llevando un caballo ruano entre ambos. Leigh contempló con escepticismo aquella yegua escuálida. S.T. la miró y se encogió de hombros.

– No hay nada mejor -dijo.

– Tiene cataratas -señaló ella.

– Sí, lo sé -respondió él en el mismo tono irritado-, pero todavía le queda algo de vista.

– ¿Y el precio?

Él la miró con cara de pocos amigos.

– Cuatro luises por el carruaje y la yegua. Puedes intentar regatear tú misma si lo prefieres.

Leigh se volvió en otra dirección.

– No es asunto mío.

S.T. quedó en silencio durante unos instantes. A continuación, dijo algo en dialecto al lugareño. El hombrecillo llevó la yegua hasta el cabriolé y la enganchó a este.


S.T. llevaba las riendas. Tenía la mirada fija en el camino ante él, pues estaba decidido a no mostrar señal alguna del mareo que le provocaba viajar en aquel carruaje que no dejaba de balancearse. Leigh iba sentada a su lado, cogida a un lado del cabriolé para evitar los saltos y torciendo el gesto cada vez que el caballo ciego tropezaba. S.T. hacía como si no se diese cuenta.

Cruzaron el Ródano a la altura de Montélimar y atravesaron una tras otra las extrañas colinas de roca volcánica y negros promontorios de Ardèche. La yegua avanzaba a trompicones por un camino que a veces no era más que un sendero rocoso. Siempre que S.T. pudiera concentrarse e impedir que el vehículo lo zarandease, no tendría demasiados problemas para controlar el malestar. En más de una ocasión tuvo que bajarse y guiar al caballo por tramos muy agrestes. Para distraerse comenzó a adiestrar a la yegua mientras conducía el carruaje, para lo que llevaba ambas riendas en la mano izquierda entrelazadas en los dedos de manera que el menor tirón que diese enviara una señal al animal. Al mismo tiempo canturreaba en voz baja un sonido ascendente y descendente que precedía a las indicaciones de las riendas y le ayudaba a entenderlas mejor. La pequeña e invidente yegua era lista y, tras tomarse algún tiempo para aceptar el sonido y el olor del lobo que la seguía, comenzó a calmarse y a responder con bastante presteza a dichas indicaciones; así, giraba ligeramente a la izquierda en respuesta a un tono bajo, y a la derecha cuando se trataba de otro más alto. A menudo se movía antes de que S.T. tirara de la rienda. Este se alegró al comprobar que sus indicaciones parecían ayudar a la yegua a avanzar por el difícil camino. En lugar de tener que tirar de ella y desequilibrarla para evitar las rocas y obstáculos que iban surgiendo, con lo cual en ocasiones tropezaba cuando reaccionaba con demasiada lentitud, su voz actuaba como una indicación más sutil que provocaba una respuesta inmediata de la yegua y le permitía evitar los escollos antes de topar con ellos. Al cabo de media jornada, el animal ya avanzaba con arrojo sin apenas tropezar; llevaba continuamente las orejas echadas hacia atrás para captar mejor las señales. Cuando el camino se transformó en un tramo liso más ancho de reciente construcción, pudo comenzar a trotar sin complicaciones.

Nemo seguía al cabriolé con aspecto decidido y contento porque estaban cubriendo terreno. Era por el lobo por lo que S.T. había escogido ese camino secundario en vez de la transitada vía principal que pasaba por Lyon y Dijon. El recuerdo de las bestias devoradoras de hombres de Gévaudan, acusadas de matar a sesenta personas una década atrás, seguía muy vivo en toda Francia. Nemo nunca se dejaría ver por extraños si podía evitarlo, pero cuanto más solitarias fuesen las tierras que atravesaban, más fácil le sería encontrar cobijo. De todos modos, S.T. aún no se sentía con fuerzas para pensar en qué podría ocurrir si llevaba al lobo al corazón de la poblada Francia.

Al anochecer consideró que habían recorrido casi tres veces la distancia que habrían hecho a pie. Le dolía la espalda por la tensión de ir sentado haciendo fuerza para contrarrestar el movimiento del carruaje, así como la cabeza. Justo a las afueras de Aubenas detuvo el cabriolé y miró a Leigh. La noche era muy fría.

– ¿Te gustaría que te sirvieran la cena en una mesa como Dios manda? -le preguntó.

Ella levantó las cejas en señal de sorpresa.

– Qué idea más original -replicó.

S.T. bajó del carruaje y llamó a Nemo. El lobo apareció jadeando tras haber realizado alguna batida por los alrededores; después de saltar sobre un macizo de retama, saludó a su amo con fervor. Este lo llevó hasta unos pinos que había en un margen de la carretera y buscó hasta encontrar un tronco caído que parecía adecuado. Se arrodilló y, con agujas de pinos y tierra, formó un lecho para el lobo, que, tras hacer una serie de círculos y dar golpes con la pezuña, finalmente se tumbó satisfecho y se tapó la nariz con la cola mientras miraba a S.T. Él le hizo la señal de que no se moviese de allí. Nemo levantó la cabeza. Su amo se marchó sabiendo que el animal lo seguía con la mirada pero sin apartarse de su improvisado refugio. No estaba totalmente seguro de que Nemo permaneciera allí hasta que regresase a por él, pero esperaba que el entrenamiento sirviera de algo, a menos que apareciese otra distracción irresistible como la manada que había conseguido que Nemo se alejase de Col du Noir.

Volvió al carruaje sacudiéndose el polvo de las mangas. Una vez dentro del vehículo, respiró profundamente para intentar frenar la extraña sensación que se apoderó de él en cuanto el cabriolé se puso en movimiento. Leigh lo miró de reojo.

– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó.

No tenía intención de admitirlo ante ella. Ni pensarlo. En su lugar, forzó una amplia sonrisa.

– Hambriento. Seguro que hay alguna posada en Aubenas.

Leigh lo miró atentamente. Él se limitó a volver a adoptar una expresión seria y seguir conduciendo.

Como todas las posadas francesas, la Cheval Blank era oscura y sucia, pero les prepararon una mesa bastante decente. Fue Leigh quien pidió la cena: soupe maigre, carpa y perdiz asada, todo acompañado de lechuga, cardo, pan de trigo y mantequilla. S.T. pudo comprobar que, tras semanas alimentándose tan solo de pan moreno y queso, a la joven le resultaba muy agradable aquella comida.

Pero él no estaba tan contento. El mareo no acababa de desaparecer. Permaneció todo el rato sentado muy quieto, y tan solo comió la sopa y el postre, compuesto de galletas y manzana, junto con algo de vino. Ni siquiera consideró que valiese la pena quejarse por la cuenta de diecinueve libras -una cantidad desmedida que equivalía a todo lo que se habían gastado en comida desde que habían salido de La Paire – que tuvo que pagar. Lo hizo sin decir palabra y se bebió el café mientras miraba por la ventana a la oscuridad.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Leigh de pronto.

La miró durante un instante y apartó la vista.

– Sí.

– Quizá deberíamos pasar aquí la noche.

– Como quieras -contestó él con indiferencia.

– Desde luego prefiero una cama a echarme en el suelo. ¿Estaba bueno el vino?

S.T. volvió a mirarla, esta vez con más atención y una ceja un poco arqueada.

– Bastante bueno, gracias.

– ¿Tendrán aquí un tablero de ajedrez?

– ¿Tablero de ajedrez? -repitió él mientras se echaba hacia atrás-. Parece que estás volviendo a una actitud más amigable.

Leigh apartó la mirada al instante.

– Solo ha sido una idea que se me ha pasado por la cabeza.

S.T. se volvió y dijo algo al posadero. La variante dialectal de aquella zona hizo que tuviese algunos problemas para hacerse entender pero, tras numerosas preguntas y respuestas en las que recurrieron al francés, a los movimientos de manos y a constantes repeticiones de «Échiquier, monsieur? Mais oui, échiquier!», finalmente apareció ante ellos un tablero muy ajado. Mientras hablaba con el posadero, S.T. comenzó a sentirse mejor. Cuando volvió a sentarse con la caja que contenía las piezas y una vela, miró a Leigh con una sonrisa.

– ¿Con qué quieres darme una paliza, con las blancas o con las negras? -le preguntó levantando ambos puños.

Tras dudar un instante, ella eligió la mano izquierda. S.T. abrió el puño, que ocultaba un peón negro.

– Qué siniestro -comentó-. Creo que ya voy ganando incluso antes de empezar.

– Un caballero dejaría que yo abriese el juego… -comenzó a decir Leigh, pero se interrumpió antes de terminar.

– ¿Un principiante? -dijo él con supuesta inocencia, a sabiendas de que su acompañante había estado a punto de usar su condición de dama como prerrogativa.

– La persona más joven -corrigió ella.

– Creo que no soy tan vetusto.

– Pero eres mucho mayor que yo.

– Tengo treinta y tres años, lo cual no me hace coetáneo de Noé -dijo él mientras colocaba un caballo blanco en su casilla-. Ahora, por decir esa insolencia, me temo que voy a tener que darte tu merecido. -Cogió las demás piezas y comenzó a ponerlas en su lugar-. Por cierto, no debes preocuparte por si alguien entiende el inglés aquí. Ni siquiera entienden bien el francés.

S.T. hizo la jugada inicial moviendo el peón de la reina. Leigh se concentró intensamente en el tablero. No tardó mucho tiempo en darse cuenta de que había retado a un jugador experimentado, pero los movimientos que hacía S.T. eran tan incomprensibles que le resultó muy difícil juzgar su auténtica destreza. El resto de la posada se fue oscureciendo y vaciando mientras jugaban; solo su vela arrojaba un halo de luz sobre la mesa, haciendo que las sombras de las piezas se alargasen sobre el tablero. El Seigneur se reclinaba en la silla entre cada movimiento con las manos juntas sobre el chaleco y una expresión serena. Conforme fue avanzando la partida, Leigh se dio cuenta de que estaban bastante igualados como jugadores. Cuando la estudiada estrategia de ella se fue haciendo más patente, el juego de S.T. comenzó a ser más rápido e incluso caprichoso, lo cual parecía indicar con toda seguridad que no las tenía todas consigo. Leigh prosiguió con su táctica hasta que lo acorraló.

– Jaque -dijo ella.

S.T. se echó hacia delante y se apoyó sobre una mano.

– Jaque mate -murmuró al tiempo que movía un alfil. Leigh se hundió en la silla-. Los vejestorios tenemos que aprovechar todas las victorias que se pongan a nuestro alcance -añadió a modo de disculpa. Leigh no dijo nada, tan solo se mordió el labio, contrariada. S.T. la miró, todavía con la mejilla apoyada en la mano, y sonrió-. Solo te falta algo más de práctica, Sunshine. Y ser un poco menos previsible.

Leigh lo miró a los ojos. De pronto, como una repentina llama que se encendiera, sintió la intensa presencia física de él; su cuerpo relajado en la silla con el brazo descansando distendido sobre la mesa, mientras la luz de la vela enfatizaba la curvatura ascendente de sus cejas y salpicaba sus pestañas de dorado. Tras la intensa concentración en la partida, aquella mirada íntima la cogió por sorpresa, y durante unos momentos pareció recorrer sus venas con arrobado frenesí. Se sintió extrañamente frágil y vulnerable y supo lo distinto que podría haber sido todo en otro tiempo y en otro lugar: él se habría vuelto y la habría cautivado con una mirada desde el otro extremo de un alegre salón de baile; le habría mandado una invitación silenciosa a través del lujo y refinamiento de la estancia que habría significado una tentación a dejarse llevar y entregarse a él.

Era un mundo prohibido de loca pasión y romance en el que cabalgaría a medianoche con ese señor fugitivo de la justicia y absorbería toda la vitalidad que él rebosaba. Leigh habría aceptado la invitación gustosa. Solo pensarlo se le hizo un nudo de anhelo en la garganta. Deseó que él hubiese aparecido mucho antes en su vida, cuando aún podía sentir.

Mientras, S.T. seguía sentado en silencio. Su leve sonrisa la había atravesado, la había herido con su ternura, como una dulce nota que vibrase en el silencio de la noche provocando una alegría demasiado intensa para que el corazón la soportase. Aquello la aterrorizó. Se sintió como si estuviese al borde de un precipicio que se desmoronara, y supo lo fácil que sería dejarse caer por él. Contrariada, se sentó más erguida en la silla y adoptó una mueca de sorna.

– ¿Y qué quiere monsieur como premio? -preguntó.

S.T. tardó en entenderla. Había estado contemplándola hundida en la silla mientras sonreía por la expresión de pena que había puesto tras haber perdido. Al parecer la pequeña tigresa, agazapada sobre el tablero con su férrea mirada y su encantador ceño, había llegado a creer que iba a ganarle. En un principio le habría respondido que quería un beso, y casi estuvo a punto de hacerlo, pero la mueca fría y desdeñosa de los labios de Leigh tras hacerle la pregunta tuvo un abrupto y brutal efecto en él. Sintió que estaba siendo manipulado y despreciado de nuevo, que Leigh estaba utilizando y pervirtiendo deliberadamente lo que sentía por ella, para convertirlo en una mera transacción mercantil, en una profanación y un ataque deliberado contra su cuerpo. A S.T. se le torció el gesto.

– Nada -contestó al fin mientras se levantaba bruscamente de la mesa-. Pide una habitación -dijo en voz baja y hostil-. Yo dormiré fuera.

Leigh observó cómo se agarraba al marco de la puerta para no perder el equilibrio antes de cerrarla de un portazo tras él. Agachó la cabeza y miró fijamente la mesa casi sin poder respirar. No tenía más remedio que dejar que jugara con ella, que coqueteara e intentara conquistarla, que la utilizase como a una prostituta. Cualquier cosa con tal de que no volviese a mirarla con aquella expresión de ternura. Eso era algo que ella no se podía permitir en esos momentos; aún no podía, y tal vez no podría nunca.


La yegua descansaba tranquilamente en el establo con la nariz metida en el abrevadero vacío. S.T. le acarició las orejas a la luz de una lámpara de sebo mientras apoyaba un hombro en la pared. El animal asintió con suavidad al notar el contacto y relinchó. S.T. le pasó una mano sobre los ojos nublados para ver si parpadeaba. Parecía que todavía podía ver algo, pero en un par de meses las cataratas la cegarían por completo. S.T. recorrió su cuello con la mano.

– ¿Qué va a ser de ti, chérie? -preguntó con dulzura-. ¿Quién va a querer una yegua ciega? -Le acarició el lomo-. ¿Y quién va a querer a la triste reliquia de un bandolero? Ella no, desde luego. -Se apoyó en la yegua y le rodeó el cuello con un brazo-. Es todo muy complicado. Yo quiero servirla, pero lo único que hace ella es escupirme a la cara, porque no cree en mí.

Frunció el ceño mientras seguía acariciando el descuidado pelo del animal, que se frotó la barbilla contra el borde del abrevadero.

– ¿Y qué puedo hacer? -murmuró-. ¿Le demuestro que aún sirvo para algo?

Puso muy despacio las manos sobre el lomo de la yegua y, con un rápido movimiento, se impulsó hacia arriba y le pasó una pierna por encima; tuvo que agarrarse a la crin en cuanto todo empezó a darle vueltas. Casi se cayó por el otro lado. Durante un largo instante se mantuvo aferrado al cuello del animal como un niño que monta en su primer poni, con el rostro hundido en la larga crin. La yegua se quedó quieta tras abrir más las cuatro patas para contrarrestar la extraña postura de S.T., el cual fue incorporándose lentamente.

– Estoy hecho todo un cavalier, ¿verdad? -musitó-. ¿Y qué sabéis vos de la alta escuela, madame? ¿Podéis hacer una courbette, o una capriole?

Le acarició el cuello y sonrió con amargura imaginándose a esa pobre y torpe yegua levantándose de pronto sobre sus patas traseras como si fuese a saltar por el aire haciendo la courbette o, más absurdo aún, ejecutando una capriole, para la que tendría también que saltar hacia delante al tiempo que echara las patas traseras hacia atrás, en el que era el ejercicio ecuestre más espectacular y difícil.

– Ojalá hubieses podido ver a mi Charon antes de quedarte ciega -le dijo-. Te habrías enamorado, pequeña campesina. Era todo un corcel, hermoso y negro como la brea. El gran favorito de las damas. -Se inclinó hacia delante y le dio unas palmadas a ambos lados-. Lo echo mucho de menos. Dios mío, fíjate en qué me he convertido, Charon, amigo mío. Creo que he vivido demasiado tiempo.

A modo de experimento, apretó la pierna contra el costado izquierdo de la yegua. Esta no reaccionó y siguió buscando algún resto de trigo en el comedero.

– Menuda ignorante estás hecha, chérie -dijo mientras le daba un tirón en la parte inferior de la crin-. Aunque la verdad es que hoy has llegado hasta aquí bastante bien, así que voy a tener que enseñarte algo más. A ver, ¿qué debería saber una yegua ciega? Quizá te gustaría aprender a hacer una reverencia como es debido. Sí, ¿qué te parece si cultivamos tus modales para que seas digna de inclinarte ante el rey?

El animal soltó un relincho contra la caja de madera.

Mais oui.

S.T. se cogió al cuello de la yegua y desmontó con cuidado. Tras soltar la cuerda, sacó al animal del cubículo en el que estaba metido para empezar la primera clase. Cuando terminó, la lámpara se había apagado hacía tiempo; habían trabajado a ciegas. Consideró que era una situación bastante apropiada, porque así podía realmente darse cuenta del mundo en que vivía la yegua. El pobre animal ya había tenido una dura jornada de trabajo, así que no intentó enseñarle toda la pirueta en una única sesión, sino que se limitó a que aprendiese la señal para mover la pata delantera. A continuación, le dio algo más de trigo y volvió a atarlo en su cobertizo.

Durmió en el patio, sentado en el cabriolé con la capota de cuero echada para guarecerse del rocío. Cuando ya estaba bien avanzada la noche, el carruaje comenzó a traquetear y a balancearse con gran agitación. S.T. se despertó y descubrió a Nemo intentando subirse a su regazo. Gruñó y cambió de postura mientras el lobo se dejaba caer sobre sus piernas, tras lo cual le lamió la barbilla, suspiró y se acomodó; su cola y una pata quedaron colgando del concurrido asiento.

Justo al amanecer, el lobo se despertó de repente y se puso en pie, clavando las garras en el estómago de S.T. Este se quejó aún medio dormido y le dio un empujón, pero Nemo ya estaba saltando a tierra. Un grito de mujer interrumpió la tranquilidad matutina. S.T. se despertó sobresaltado y, lanzándose hacia delante, se cogió a la parte delantera del cabriolé y saltó de él. A la tenue luz del alba vio a una chica descalza de ojos negros en la puerta del establo que gritaba en dialecto: «¡Un lobo! ¡Padre, ayudadme, venid, por favor! ¡Un lobo, padre!». S.T. la sujetó de los hombros.

– Tranquila, no pasa nada. Tranquila, estás a salvo -le susurró al oído.

– ¡He visto un lobo! -gimoteó la joven abrazándose a él-. ¡He visto un lobo aquí en el patio!

– No, no, tontita -dijo S.T. mientras la acunaba entre sus brazos-. Solo son imaginaciones tuyas. La bête noire, oui? Solo ha sido tu imaginación.

Se oyó un tumulto procedente de la casa; por la parte trasera apareció el posadero a toda velocidad, seguido por una mujer gorda que blandía una escoba.

C'est bien -les dijo S.T., que todavía sujetaba a la joven-. Solo ha sido un susto.

Ella se apartó un poco de él.

– ¡Lo he visto! -exclamó-. ¡He visto un lobo, padre!

S.T. le dio unos golpecitos en el gorro y un beso en la frente para tranquilizarla.

– No había ningún lobo, te lo aseguro. Me he levantado temprano para ocuparme de mi caballo y no he visto nada. -Levantó la cabeza y miró al padre de la desconsolada joven-. La pobrecilla es un poco lenta, ¿no?

El posadero se relajó y contempló a S.T. y a su hija; al parecer no le disgustaba que él tuviera un brazo alrededor de la cintura de la joven.

– Lenta, sí -asintió bruscamente-. Deja de molestar al señor, Angele.

La mujer gorda empezó a hablar en dialecto, llamó a Angele fresca y vaga y señaló con la escoba hacia el granero. S.T. dio un apretón a la joven, que seguía aferrada a él, para infundirle ánimos, así como una palmadita bajo la barbilla.

– Vamos, ve a hacer tus tareas -le dijo-. Te prometo que no hay ningún lobo.

La chica se soltó de él de mala gana. Sus padres volvieron a la parte trasera de la casa, pero Angele permaneció allí, con la cola de la levita de S.T. en la mano y los ojos como platos.

– ¡Lo he visto, monsieur! -insistió-. ¡He visto un lobo enorme junto a vuestra calesa!

– Que no, te equivocas…

– ¡Que sí! -gritó ella-. ¡Sí que lo he visto, monsieur!

– No seas tonta y olvídate ya de eso -dijo S.T. Para conseguir que se le pasara el susto de una vez por todas, la atrajo más hacia sí, le levantó la barbilla y la besó en la boca. Angele se puso rígida y, al cabo de un momento, se relajó, al parecer dispuesta a olvidar el incidente ante las nuevas circunstancias. S.T. levantó la cabeza y ella lo miró.

Monsieur… -susurró.

– Ojalá pudiera quedarme un día más -dijo él para complacerla.

La chica agachó la cabeza y S.T. la dejó ir. Ella lo miró a través de sus negras pestañas con la punta de la lengua asomando entre los dientes, soltó una risita nerviosa y se metió corriendo en el establo. S.T. la observó hasta que estuvo dentro y, a continuación, se dirigió hacia la posada. Leigh estaba en la puerta, apoyada en el marco.

Merde, pensó S.T. al verla. Se detuvo y esbozó una sonrisa.

– No había ningún lobo -dijo.

– Ya. Solo uno de dos patas -replicó ella dándole la espalda.

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