S'.T. creía que estaba preparado para cruzar el canal, pero no era así. Todas esas semanas previas dando botes mareado en la calesa, en la que al menos podía concentrarse en el inmóvil paisaje, no habían sido nada en comparación con el horror de la litera de un barco que se movía sin cesar en medio del mar picado. Mientras todavía podía pensar, deseó haberse tomado los polvos que había comprado al apothicaire farsante. Si hubiese muerto por ingerirlos, habría sido mucho mejor.
No podía ver. Si abría los ojos, su visión oscilaba y ampliaba cada bandazo del barco hasta que parecía tener todas las entrañas en la garganta. Estaba cogido con fuerza a la barandilla de madera que tenía a un lado de la litera. No dejaba de tragar aire, en un intento de llenar lo suficiente los pulmones para poder pensar. Era como si una enorme mano lo estuviese apaleando y apretando con una fuerza inconmensurable. Ya había arrojado lo poco que había comido incluso antes de dejar el pequeño bote y abordar el barco de los contrabandistas, y solo le quedaba en el interior una intensa sensación agónica que le oprimía el estómago, el pecho y la cabeza.
Oyó cómo se corría la cortina de la litera. Algo le tocó con delicadeza la mejilla y la sien; olió un dulce aroma que era de agradecer tras toda aquella pestilencia a humedad del barco. Volvió la cabeza e intentó hablar, pero solo pudo emitir un gruñido entrecortado.
– Respiras demasiado rápido -dijo Leigh, que se apoyó contra el mamparo y volvió a enjugarle el rostro con el agua de esencia-. Intenta calmarte.
S.T. le cogió la mano con tanta fuerza que le hizo daño, pero ella se mantuvo firme mientras él jadeaba. Estaba intentando obedecerla; expulsaba aire violentamente y se quedaba un momento quieto, pero entonces volvía a inhalar con frenesí.
– Más despacio -dijo ella con suavidad-. Aún más despacio.
– No puedo -consiguió decir S.T. mientras tragaba compulsivamente y volvía a respirar con violentos estertores.
Leigh no sabía qué más hacer por él. Ya había puesto en práctica todo lo que su madre le había enseñado. Un rato antes había intentado convencerlo para que tomase una infusión de raíz de helecho, que había preparado con gran dificultad en cubierta usando una cacerola llena de carbón, pero S.T. no había conseguido tragar ni el primer sorbo.
Se oyeron pisadas de botas en el corredor. El capitán de la pequeña nave contrabandista apareció detrás de Leigh y miró por encima de su hombro hacia la litera.
– Maldita sea -murmuró-. He visto a muchos ponerse malos, pero nunca había visto a nadie ponerse así. ¿Estáis seguro de que se trata tan solo de un mareo?
El Seigneur abrió los ojos. Parecía intentar concentrarse en un punto, pero su cabeza no dejaba de moverse con las sacudidas del barco y, en lugar de quedar fijos en Leigh o en el capitán, sus ojos giraban como si estuviese observando el vuelo en círculo de una mosca sobre sus cabezas. Ella le acarició la frente, que tenía empapada de sudor.
– No te esfuerces -susurró-. Cierra los ojos. No hace falta que digas nada.
S.T. emitió un gemido muy apagado que casi se perdió entre su convulsa respiración. Estaba tranquilo en comparación con la multitud de pasajeros mareados que lloraban y gimoteaban a los que Leigh había tenido oportunidad de observar en su primera travesía a Francia, a bordo de un paquebote que llevaba correo. Sin duda S.T. estaba más tranquilo, pero también mucho más enfermo. Tenía el mismo aspecto que cuando le daban los mareos en el camino; la piel blanca y sudorosa, y la boca muy cerrada para luchar contra las náuseas. Pero en cubierta se había puesto aún peor, hasta el punto de que no había podido controlar sus extremidades y se había desplomado lentamente sobre una rodilla agarrándose a la pierna de ella. Llevarlo abajo a la litera del capitán no lo había reanimado; yacía allí pálido, jadeando y padeciendo arcadas pese a que no tenía nada que arrojar, cada vez que intentaba mantener los ojos abiertos.
– No comprendo por qué ha llegado a estos extremos -comentó Leigh, que seguía acariciándole la cara-. Claro que, según tengo entendido, la intensidad de este tipo de mareos varía de acuerdo a quien lo padece.
– Qué palabras más bonitas y bien dichas -se burló el capitán-. Así que sois un joven caballero bien educado. -Observó la mano de Leigh un momento e hizo una mueca-. ¿Sois su mancebo?
Leigh cesó las caricias. S.T. se volvió a un lado con un fuerte quejido.
– No pongáis mala cara, a mí me da igual -dijo el capitán-. Como digo siempre, vive y deja vivir. Creo que incluso a mí podría gustarme un mozalbete guapo. -Levantó a Leigh un mechón de pelo que le había caído sobre la oreja-. Me gustan las mejillas suaves.
Ella se llevó la mano a la daga que ocultaba bajo la levita pero, antes de que pudiera sacarla, el Seigneur hizo de pronto un brusco movimiento y el capitán se abalanzó sobre la litera arrastrado por su mano, que le tiraba del chaleco.
– Es mío -gruñó entre violentos jadeos con una voz bronca que impresionaba. Se había incorporado un poco en la litera, y sus dientes brillaban muy blancos en medio de la penumbra mientras retorcía el chaleco. Uno de los botones se soltó y, tras golpear contra la barandilla, cayó al suelo.
– Vamos, hombre -dijo el capitán-, estáis enfermo.
– Pero no estoy muerto -volvió a gruñir el Seigneur.
El capitán consiguió zafarse y sonrió.
– Pues nadie lo diría, porque parecéis un cadáver.
– No lo toquéis… -dijo S.T. con voz temblorosa y con los ojos cerrados-, u os arranco el corazón.
– Sí, ya, mirad cómo tiemblo. Estoy hecho un manojo de nervios -bromeó el capitán mientras se agachaba para recoger el botón-. De todos modos, ahora no tengo tiempo para nada. Ya está Cliff End a la vista. -Se incorporó y guardó el botón de perla en el bolsillo del chaleco-. No pienso acercarme más, así que ya podéis coger a vuestra bestia de circo y bajar a tierra en el bote de las mercancías como mejor podáis.
Cuando finalmente llegó a la playa, S.T. cayó de rodillas y metió la cabeza entre las piernas. Además del ruido de las olas al romper en la orilla, oía voces a su alrededor: las de los contrabandistas, que hablaban entre susurros, y la de Leigh dando instrucciones en voz baja sobre Nemo y el equipaje. Alguien tiró a su lado las dos espadas, cuyas vainas de metal percutieron contra las piedras. Intentó volver la cabeza pero no pudo.
Lo único que quería era estarse muy quieto. Aquel suelo duro era una maravilla. Le había salvado la vida. Apretó la frente contra una fría piedra con desesperada gratitud. Leigh le habló por encima de la cabeza.
– Dicen que aquí cerca hay un carro. Podemos ir en él con el equipaje hasta que nos aproximemos a la ciudad.
S.T. intentó aclarar su ofuscada mente y concentrarse en lo que le decía.
– ¿Qué ciudad? -consiguió decir con un exabrupto.
– Hemos desembarcado cerca de Rye.
Él se estiró totalmente sobre la playa, sin importarle que los guijarros se le clavaran en el pecho.
– Déjame dormir -murmuró-. Solo quiero dormir…
– Se van a ir sin nosotros. No pueden arriesgarse a que aparezcan oficiales.
– Sunshine -dijo S.T. consiguiendo articular esa palabra en medio del intenso estupor que padecía-, no puedo subir a ese carro.
Incluso en su estado, no dejó de percibir, aunque fuese vagamente, la derrota que implicaba esa afirmación. Seguro que ella lo abandonaría; nunca había querido que la acompañase y ahí estaba él, sin tan siquiera poder moverse. Lo dejaría ahí tirado por ser un idiota que solo era capaz de estar tumbado boca abajo en el suelo sin poder levantarse. Estaba atrapado en Inglaterra. Por nada del mundo volvería a subir a bordo de un barco, por nada en absoluto. Antes prefería que lo ahorcasen.
– Maldito seas -le dijo Leigh en voz baja-. No quiero esperar.
«Sí, maldito sea -pensó él admitiendo su derrota. Cerró una mano sobre un redondo y liso guijarro inglés y añadió para sus adentros-: ¿Qué hago aquí?»
Los ruidos se sucedían a su alrededor, pero no tenía fuerzas para pensar. Perdía la conciencia a cada momento para volver a despertar al poco, mientras las botas de los contrabandistas que cargaban barriles de coñac rechinaban sobre las piedras y los caballos resoplaban bajo la fría brisa marina. En una de las ocasiones que volvió en sí, los sonidos llegaron más distantes y, a la siguiente vez, ya no oyó ninguno, salvo el constante romper de las olas. Una estrella pendía del horizonte como una linterna solitaria. S.T. parpadeó en el intento de mantener los ojos abiertos, pero el letargo lo arrastró a su tentador vacío.
Lo primero que vio cuando volvió a abrir los ojos, justo cuando comenzaba a amanecer, fue la jaula de Nemo. El lobo le observaba desde el interior. Bueno, por lo menos Leigh no se lo había llevado. Claro que eso tampoco era ninguna sorpresa porque, a menos que quisiera sacar unas cuantas coronas por él vendiéndolo a algún circo ambulante, un lobo amaestrado le sería aún de menos utilidad que un bandolero inútil.
Permaneció tumbado con la cara sobre el brazo mientras lo embargaba una profunda tristeza. Al final de la playa vacía vio un cabo que brillaba sutilmente entre el gris perla del mar y el cielo. Había bajado la marea. Un ave marina de cabeza negra pasó casi rozando los guijarros como una estela sobre la oscura extensión de piedra. Tras grandes vacilaciones, S.T. se arriesgó a levantar la cabeza. Se concentró en el acantilado y se puso en cuclillas. Nemo gimió y golpeó los barrotes de la jaula con las garras.
– Calme-toi -murmuró su amo-. Ya voy.
Consiguió sentarse sin sentir ningún efecto pernicioso. Le resultaba bastante extraño tener la cabeza tranquila después de la prolongada agonía de la travesía del canal. Se puso en pie con el tipo de movimiento que siempre hacía que su equilibrio flaquease; sin embargo, fue relativamente bien. De hecho, comparado con todo el horror que acababa de soportar, el mundo parecía estar totalmente quieto y estable a su alrededor.
La bruma matutina lo hizo tiritar. Cuando apartó el oído bueno del mar, el sonido del oleaje se hizo muy lejano. Miró a su alrededor para ver si le habían dejado algo de abrigo y, de pronto, vio a Leigh sentada sobre una roca a la sombra del acantilado. Estaba despierta y lo observaba con las rodillas levantadas y la barbilla apoyada sobre los brazos cruzados. Su sombrero descansaba junto a ella en la roca. No sonrió ni le dio los buenos días -amabilidades a las que, por otro lado, tampoco era muy aficionada-; únicamente siguió mirándolo con expresión torva.
– ¿Y ahora qué? -preguntó.
Su oscuro pelo caía suelto sobre sus hombros. La luz del amanecer suavizaba el color de sus mejillas, otorgándoles un delicado tono entre crema y rosáceo. S.T. no pudo contenerse, y dejó que una sonrisa se formara en su boca.
– Me has esperado.
Leigh contempló el mar durante un largo instante sin decir nada. A continuación, se encogió de hombros.
– Tú tienes el dinero.
S.T. intentó que aquellas palabras no lo desanimaran. Recordaba vagamente su dulce voz y las friegas aromáticas en medio de la pesadilla del barco. Leigh se incorporó y fue hasta él.
– ¿Y ahora qué hacemos?
La pregunta podía entenderse como una concesión a la autoridad de él o como un reto cargado de ironía. S.T. prefería lo primero y decidió interpretarla así.
– Pues echaremos a andar, encontraremos transporte y llegaremos a la ciudad de Londres.
Leigh levantó las cejas, perpleja.
– ¿A Londres?
Nemo arañó los barrotes con furia mientras gemía. S.T. se acercó y abrió la puerta de la jaula. El lobo salió de un salto y lo saludó con agradecimiento; luego corrió hasta la base del blanco acantilado y comenzó a marcar aquel nuevo territorio.
– Es muy peligroso -dijo ella-. ¿Y si te reconocen?
S.T. soltó un resoplido sarcástico.
– Sí, seguro que me delatan a cambio de la gran recompensa de tres libras. Eso no me preocupa, milady. -Se agachó para recoger las espadas y se colgó el estoque de la cadera-. Creo que voy a convertirme en un rico excéntrico que está haciendo un viaje a pie para observar a las golondrinas.
Miró al mar y al cielo mientras se apoyaba con elegancia en la espada como si fuera un bastón de dorada empuñadura.
– ¿Y qué pasa con Nemo?
– ¿Con Nemo? -Levantó unos anteojos imaginarios y la miró a través de ellos-. ¿Te refieres a mi pintoresco sabueso? Es un monstruo extraño, ¿verdad? Medio ruso. ¿Sabías que los zares los usan para cazar lobos? -Silbó al animal, que acudió corriendo. Comenzó a jugar alegremente a sus pies hasta que una leve indicación de mano hizo que se agazapara expectante y lloriqueara. S.T. se sacó un pañuelo invisible del puño y lo olió con mucho estilo-. ¿Quieres acariciarlo? Es del todo inofensivo, aunque me temo que es bastante tímido con las damas.
– Nadie se tragará eso. Estás mal de la cabeza.
S.T. dejó caer la mano con la que sostenía el pañuelo.
– Me atrevería a decir que, si tú puedes pasar por varón, yo desde luego puedo fingir que soy un personaje con algunas rarezas.
– ¿Y qué quieres que sea yo, tu «mancebo»?
La miró fijamente mientras se apoyaba en la espada.
– Creo que ni siquiera sabes qué significa eso, Sunshine.
– No soy tan tonta -dijo ella haciendo un gesto con la mano para quitar hierro al asunto-. El capitán adivinó quién era pese al disfraz y me tomó por tu querida.
– No exactamente -la contradijo S.T. con una sonrisa. Se dio cuenta enseguida de que ella no le iba a dar el gusto de demostrar curiosidad, lo cual estaba muy bien porque, si era cierto que había ciertas depravaciones que no conocía, no iba a ser él quien le diese una instructiva charla sobre sodomía. Parecía tan joven, de pie ante él con esas ropas de hombre y las piernas abiertas; tan pendiente de todo, tan seria y virginal…
– Limítate a no ir repitiendo esa palabra por ahí, ma petite -dijo S.T. al fin-. Es un delito que se castiga con la horca.
Leigh frunció el ceño ligeramente, revelando una confusión que a él le resultó encantadora. Parecía que todo el asunto escapaba a su comprensión. Por mucho que ella pensase que sabía lo suficiente de las maldades mundanas, y dondequiera que las hubiese aprendido, estaba claro que la educación que había recibido no era tan completa como quería hacerle creer. S.T. comenzó a revisar sus planes originales y a pensar dónde podría dejarla a salvo mientras él hacía una visita a sus viejas guaridas favoritas de Covent Garden.
– ¿Cómo estás? -le preguntó ella de pronto-. ¿Te encuentras mejor?
– Bastante bien, gracias. -Era tal el alivio de que la tierra no se moviera bajo sus pies que ni siquiera sentía el malestar habitual-. Muy bien, la verdad, pero creo que me mantendré alejado del agua el resto de mi vida.
Leigh inclinó la cabeza con el ceño ligeramente fruncido. Estaba muy seria y muy hermosa.
– ¿Era por eso por lo que fuiste a la botica? -dijo-. Si llego a saber lo mal que ibas a ponerte, te habría preparado una pócima para que te la tomases antes de zarpar.
S.T. llamó a Nemo y se arrodilló sobre una pierna para acariciarlo. Conque le habría preparado una pócima… Seguro que no habría servido de nada. No le cabía la menor duda, después de la cantidad de gotas, píldoras y jarabes que había tomado en los últimos años. Lo que de verdad necesitaba era algo muy distinto: un afrodisíaco, un filtro de amor, una mixtura que derritiera el hielo de Leigh y la llenase de pasión antes de que él terminara de perder la cabeza. La capacidad para sentir amor parecía seguir latente en el interior de la joven. A veces lo notaba cuando la sorprendía mirándolo. Claro que, si él consiguiese volver a ser lo que había sido en tiempos, no necesitaría pócimas de amor. Acarició la gruesa capa de piel de Nemo.
– Las pociones no me hacen nada -dijo.
– ¿Estás seguro? A lo mejor…
– ¿Acaso crees que no lo he intentado? ¿Acaso no me han visto infinidad de médicos? Ninguno sabe qué me pasa; la mitad de ellos nunca ha visto algo así, y la otra mitad me prescribe leche de asno y agua de brea y dice que se me pasará al cabo de unas pocas semanas. Bueno, pues no se me pasa, y ya llevo tres años así.
– Tres años -repitió ella en voz baja.
– Sí, tres años. A veces estoy mejor y a veces peor; va por rachas. A veces me siento casi del todo bien, como ahora, siempre que tenga cuidado. Pero entonces vuelvo la cabeza o hago un movimiento brusco y todo se pone a girar como una noria. -Se encogió de hombros-. Y me caigo, como has podido comprobar.
Leigh lo miró. Tras ella una multitud de aves marinas volaban sobre el acantilado.
– Y es por eso por lo que huiste, ¿verdad? -dijo lentamente.
S.T. se rió con amargura.
– Tendrías que haberme visto cuando crucé a Francia. -Soltó un fuerte bufido-. Tuvieron que llevarme a tierra firme entre varios, y tardé dos días en poder levantarme. Y esa vez no soplaba viento. El mar estaba como una balsa. No pienso volver a subir a bordo de un barco en la vida. Nunca más.
– ¿Qué te provocó eso? -preguntó ella con interés.
– No hace falta que me mires como si lo hiciese todo mal, maldita sea -le espetó S.T.-. Fue en una cueva en la que me había acorralado una milicia gracias a la declaración de la traidora señorita Elizabeth Burford. Hicieron estallar una fuerte carga de dinamita en la entrada; mató a mi caballo. -Se le contrajo el rostro al recordarlo-. A mí no me alcanzó nada, solo el sonido -añadió mirando a Nemo-. El estruendo me provocó un intenso dolor de cabeza e hizo que me sangrara el oído. Me mareaba cada vez que intentaba incorporarme, o andar, o mover la cabeza. -Respiró profundamente y volvió a levantar la barbilla, desafiante-. ¿Puedes arreglar eso? ¿Puedes preparar una pócima que me devuelva el oído? -dijo con voz más crispada, pese a que él había intentado que sonara normal-. Porque estoy sordo del oído derecho, por si no te habías dado cuenta.
Ella lo miró con expresión muy seria. S.T. pudo comprobar que pasaba de la sorpresa a la furia conforme iba atando todos los cabos.
– Maldita sea -murmuró él al tiempo que agachaba de nuevo la mirada y sujetaba la gruesa capa de pelo del lobo entre los dedos.
– ¡Tendrías que habérmelo dicho! -exclamó Leigh, iracunda.
– Vamos, no me vengas con esas. Si no fuiste capaz de darte cuenta por ti misma, ¿por qué tendría que habértelo dicho yo? -replicó S.T.
Ella dio un paso atrás y abrió los brazos.
– ¿Que por qué tendrías que habérmelo dicho tú? -gritó-. No alcanzo a comprender cómo pretendes seguir con esto. ¿Te pasa algo más que no me hayas dicho? Por el amor de Dios, así no puedes serme de ninguna ayuda. ¿Para qué has venido? ¡Márchate! Esto no es más que una farsa -dijo con un aspaviento del brazo.
S.T. se puso en pie con la espalda muy rígida.
– ¿Quieres librarte de mí? -Le tiró la espada a los pies-. Llevas pidiéndome que te dé un arma desde que salimos de La Paire. Bien, pues ahí la tienes.
Leigh miró primero a la espada y después a él.
– Puedes quedártela si quieres -dijo S.T. con aspereza-. Comprueba a ver si la empuñadura se ajusta bien a tu mano.
Ella titubeó durante un brevísimo instante; luego, se arrodilló, cogió la espada y dejó que la hoja se deslizara fuera de la vaina. La levantó con una mano y la enderezó con las dos.
– Le voilà -dijo S.T.
– No pesa tanto como esperaba -dijo Leigh mientras agitaba la espada en el aire.
– ¿Crees que podrías matar a un hombre?
Ella lo miró a los ojos con suma frialdad.
– Sí, creo que podría matar al hombre que quiero matar.
S.T. desenvainó el estoque y, con un único movimiento, dio un paso adelante, sorprendió la temblorosa guardia de Leigh y la desarmó. La espada cayó con estrépito sobre las piedras. Apretó la punta del estoque sobre los volantes de lino que cubrían la garganta de ella.
– No -dijo S.T. en tono suave-, no podrás matarlo si tiene una espada.
Leigh dio un prudente paso atrás. Él bajó la colichemarde y la envainó.
– Estoy medio sordo, mademoiselle, pero no estoy lisiado -añadió.
Las aves subían y caían en picado mientras sus gritos dominaban el intenso silencio. Leigh permaneció inmóvil con la barbilla levantada y los puños apretados.
– Te pido mil perdones -dijo con un claro temblor en la voz-. Veo que he vuelto a juzgarte mal.
S.T. le dio la espalda. Estaba enfadado consigo mismo por haber consentido que sus emociones se apoderasen de él. Era peligroso hacer ese movimiento con la espada, aunque era un truco de circo muy vistoso cuando se tenía mal el equilibrio. Había perdido mucha práctica, y no tenía ningún derecho a fingir que no era así.
Pero lo que no había perdido al hacerlo era el equilibrio. Se dio cuenta al sopesar qué podría haber pasado si hubiera sido al contrario. ¡No había perdido el equilibrio!
Se quedó muy quieto, presa de un repentino miedo a moverse. Esa floritura con la espada, ese súbito y violento movimiento hacia delante, tendrían que haberle hecho perder la estabilidad. Durante los tres últimos años, por muy afianzado que se sintiera al estar inmóvil, cualquier acción de ese tipo había hecho que el mundo comenzara a girar a su alrededor. Se llevó la mano a la empuñadura del estoque. Movió la cabeza de un lado a otro y, a continuación, la echó hacia detrás hasta que vio el cielo sobre él. Levantó la espada lentamente hasta llegar a la altura del hombro mientras esperaba que el mareo se apoderase de su cabeza, pero no fue así.
– Ha desaparecido -susurró atónito-. ¡Dios mío, ha desaparecido!
Por primera vez en tres años -en treinta y seis meses, dos semanas y cuatro días, pues llevaba la cuenta-, podía moverse con libertad por el mundo sin que este se agitase, y sin que sus sentidos lo traicionaran cada vez que volvía la cabeza.
– Dios mío -masculló casi sin aliento-, no puedo creerlo.
Dio un rápido giro sobre sí mismo y se puso de cara al acantilado. No pasó nada; ni todo se puso a dar vueltas ni el horizonte se balanceó. Una sonrisa de asombro se dibujó en su rostro. De pronto se sentía como si se hubiese liberado de unos grilletes que ni siquiera sabía que lo encadenaban. Sentirse normal era tan natural que ni siquiera se había dado cuenta. Su constante y desagradable sensación de inestabilidad se había esfumado, como si fuese un simple dolor de cabeza, y había ocurrido en algún momento en que no era consciente de ello, entre la oscilación del barco y la llegada a tierra firme. No sabía cuándo había ocurrido, pero el caso era que, súbitamente, ya no estaba.
¿Podría haber sido el barco? Quizá aquel médico tenía razón; quizá lo único que necesitaba era un mareo tan fuerte que él nunca podría haber provocado voluntariamente. Seguía algo aterrorizado por si regresaba. Volvió a agitar la cabeza, cerró los ojos y esperó alguna señal de mareo, pero el mundo siguió firme bajo sus pies.
Quería correr, bailar. Se volvió hacia Leigh y, cogiéndole la mano, le hizo una profunda reverencia.
– Estoy a vuestras órdenes, mademoiselle. Os ruego que no me despidáis mientras esté en mi mano poder serviros.
– No seas tan gallito -dijo ella retirando la mano-. Parece como si no pudiera despedirte si así lo quisiera.
S.T. se irguió perplejo, incapaz de comprender que ella no hubiera notado la diferencia cuando tendría que haberla visto con toda claridad. Claro que ni él mismo se había dado cuenta al principio.
Ahora ya podría conquistarla, ahora que ya no era el bufón que se caía a cada momento. Ya podía montar, usar la espada, hacer cualquier cosa.
Pero ¿y si volvía? Rogó a Dios con todas sus fuerzas que no volviese.
Miró fijamente a Leigh. Por un lado quería decírselo pero por otro prefería no hacerlo, por si los mareos reaparecían.
– Me iré si es lo que de verdad quieres -le dijo lentamente.
Leigh enarcó las cejas sobre sus escépticos ojos de color aguamarina, se volvió y comenzó a andar hacia el acantilado.
– ¡Tú viniste a buscarme para pedirme ayuda! -gritó S.T.
Ella se volvió y lo miró.
– Claro, yo soy quien frotó la lámpara y liberó al genio. Ahora solo queda ver qué más se te ocurre hacer.
Pero S.T. no podía controlarse y, pese al reproche de ella, su rostro se transformó en una enorme sonrisa de júbilo. Se había librado de su afección y volvía a ser una persona casi completa. Se echó a reír mientras blandía la espada en círculos sobre su cabeza. La hoja silbó una hermosa nota al cortar el aire. A continuación, se quedó quieto con la espada en la mano y las piernas abiertas en perfecto equilibrio.
– ¿Quién sabe de lo que seré capaz? -dijo-. Todo depende de dónde esté la diversión, Sunshine.
Leigh caminaba detrás del lobo y de su amo por las colinas mientras se sujetaba el sombrero para protegerlo del fuerte viento, y observaba a cada momento cómo el Seigneur tenía que agacharse para desenredar a Nemo de algún obstáculo. Finalmente S.T. se había avenido a la idea de ponerle una cuerda al lobo pero, si bien había aceptado que estaría más seguro atado durante el día, no había consentido que la longitud de la correa fuese inferior a los quince metros de cuerda que habían sacado de los ribetes de la jaula. Al animal no parecía importarle en absoluto, más allá del hecho de que la cuerda se enredaba constantemente entre los arbustos y se liaba en los troncos de los árboles.
Leigh estaba intranquila. Se sentía débil y atormentada, hasta el punto de ser incapaz de concentrarse y pensar en todo lo que debía hacer en el futuro más inmediato. Cada vez que miraba al Seigneur, lo veía en su mente con la espada brillando como un rayo plateado sobre su cabeza. Era como si esa imagen se le hubiese quedado grabada en la retina y se superpusiese a todo lo demás que veía o sabía de él.
La infinita paciencia de S.T. con el animal también la hacía sentirse desdichada y débil. Tenía que hacer constantes esfuerzos para que el labio inferior no empezase a temblar por cualquier tontería. Sintió deseos de gritarle que se dejara de estupideces y se limitase a llevar al lobo pegado a su lado.
Nemo nunca la había aceptado. Era hermoso, ágil, rápido y astuto, pero también un gran estorbo que nunca se separaba del Seigneur.
Por decisión de S.T. se dirigían a Rye. Aunque a Leigh no le importaba en qué dirección fueran. Contempló las colinas calizas a su alrededor y deseó con desesperación poder estar sola.
No había viajado hasta Francia para eso, para regresar cuidando de un Robin Hood imprevisible que era casi tan salvaje como su lobo. Ya había sido difícil soportar todas sus fantasías románticas y sus escarceos con cualquier cosa que llevara faldas, pero ahora parecía más animado, y de un modo en que nunca lo había visto; podía percibir una nueva intensidad tras su sonrisa de sátiro. A Leigh aún le vibraban las manos por el impacto de la hoja de S.T. contra la espada.
Ese había sido un momento muy revelador porque, con la espada en la mano, se había sentido capacitada. Había sabido con toda claridad que no se echaría atrás a la hora de matar a Chilton y, durante ese breve instante, había tenido la forma de hacerlo. Había sujetado una espada afilada y preparada para matar.
Pero entonces él se la había arrebatado. Había momentos de humillación en la vida que tardaban mucho en olvidarse. Leigh se sentía triste y asustada. No por lo que pudiera pasarle a ella, sino por si cometía un error, por si sobrestimaba su capacidad para llevar a cabo el objetivo que se había fijado. La muerte no le importaba; lo que temía era fracasar en el intento.
Todo el tiempo que habían pasado recorriendo los caminos de Francia no había dejado de pensar que debía separarse del Seigneur. Estaba siempre demasiado pendiente de él, y odiaba verse envuelta en sus frívolos deslices amorosos. Lo que más detestaba de todo eran los momentos como aquel en la granja francesa, cuando había descubierto que sus suposiciones eran totalmente incorrectas. Eso le pasaba por meterse en cosas que no eran de su incumbencia.
Y luego estaba la forma en que él la miraba, como si todo su interior estuviese hirviendo a fuego lento. A veces Leigh dudaba de que estuviese en su sano juicio. Había creído en todo momento que S.T. abandonaría el viaje mucho tiempo antes. Entre los mareos y el riesgo de ser capturado a su regreso a Inglaterra, estaba convencida de que, al llegar al canal de la Mancha, se daría la vuelta. Pero no lo había hecho, y entonces llegó la azarosa travesía que complicó aún más las cosas…
Por eso lo esperó en la playa, porque le pareció que lo justo era tener ese pequeño detalle con él, ya que no lo creía capaz de proseguir después de eso. Sin embargo, lo único que había conseguido con ese momento de sentimentalismo era la situación en la que se encontraba en esos momentos. Malhumorada, contempló la espalda de S.T. La enfurecía la forma que tenía de arrastrarla a cosas que no quería hacer, de conseguir que se ofreciera a intentar curarle los mareos, o a hervirle raíces de helecho, o a darle su opinión acerca de si un gitano senil estaba en condiciones de hacerse cargo de una yegua ciega que había aprendido un pequeño repertorio de estúpidos trucos. Al pensar en la yegua volvió a su mente la imagen de S.T. con la espada, y él terminó de empeorarlo cuando se detuvo por enésima vez para desliar pacientemente la cuerda de Nemo de un árbol mientras el lobo daba saltos y le lamía la cara.
– No nos queda dinero, ¿no? -dijo ella.
Nemo echó a correr arrastrando al Seigneur detrás. Este se detuvo, tiró del lobo y dijo con toda tranquilidad:
– Dos guineas.
Esa forma de contestar solo contribuyó a exasperarla aún más.
– ¡Vaya, estamos hechos unos auténticos potentados! -exclamó Leigh.
S.T. se limitó a encogerse de hombros y esquivar una rama cuando Nemo volvió a tirar de él. Era aún peor que no le siguiera el juego. En tono irónico, ella añadió:
– Tal vez deberías asaltar la próxima diligencia que pase.
– Sí -contestó él-. Ya le había echado el ojo a ese carro de heno que hemos pasado hace un rato, pero me ha costado decidirme entre ese y el de la cerveza.
– Claro, por eso has terminado ayudándole a salir del barro. Eres el azote de los viajeros, ya lo creo.
S.T. se subió más la bolsa y la silla de montar, que llevaba al hombro. Tenía el tricornio ladeado sobre los ojos, y la empuñadura de la espada grande, que colgaba de su espalda, brillaba bajo el débil sol de diciembre. Tenía todo el aspecto de un maleante.
– Al menos el hombre ha demostrado algo de gratitud -dijo-. Tú llegaste a mí con las manos vacías, así que no entiendo por qué te lamentas como si me hubiese jugado tu dote.
– Solo estoy siendo práctica -alegó Leigh en un tono que sabía que lo enfurecería.
Él picó y la miró con sus cejas doradas muy enarcadas. En ese momento Nemo se enredó en un arbusto. Leigh se sintió mucho mejor, más fría y calmada, después de haber conseguido levantar ese muro de irritación entre ambos.
Siguió al lobo y a su amo colina abajo mientras caminaba sobre los montículos cubiertos de hierba que había entre los surcos dejados por las ruedas de los carros. Debajo de ellos estaban las marismas y la ciudad de Rye, un amasijo medieval de paredes grises y tejados remendados encaramado en lo alto del páramo. Las marismas se extendían desde los mismos aledaños de la ciudad hasta el mar, y sus helados estanques brillaban en medio del apagado invierno.
A los pies de la ladera pasaba un río cuyas aguas discurrían lentamente entre unos márgenes repletos de hierba muy alta. El camino se agrandaba al llegar a un puente de piedra que en esos momentos estaba cerrado al tráfico por reparaciones, y al otro lado del rio había una barcaza transbordadora que descansaba bajo las ramas desnudas de un enorme árbol. El barquero comenzó a impulsarla con la ayuda de una pértiga que sujetaba con una mano, mientras que con la otra tiraba del cable. Cuando llegó a la orilla en la que esperaban Leigh y S.T., estos subieron a bordo. Por una vez Nemo iba junto a su amo. El barquero miró al lobo con desconfianza.
– No morderá, ¿verdad? -dijo.
– Por supuesto que no -contestó el Seigneur, tras lo que añadió con una sonrisa-: Solo cuando se lo ordenan.
– Parece un lobo -añadió el hombre.
S.T. se apoyó en la baranda de madera y puso una mano sobre la cabeza de Nemo.
– Sí, impresiona mucho, ¿verdad?
– Pues sí -contestó el barquero al tiempo que dejaba la pértiga en manos de S.T. y él se hacía cargo del cable. S.T. descargó toda su fuerza en el palo, para lo que flexionó los hombros con energía bajo su levita beis. Cuando llegaron a la otra orilla, Leigh bajó a tierra dando un salto para esquivar el barro, pero se volvió a tiempo de ver cómo el Seigneur ponía una de las dos guineas en la mano del barquero.
– ¡Dios bendito! -exclamó-. Pero ¿es que…?
– ¡Sí, sí, ya voy! -dijo él interrumpiendo su protesta al tiempo que le lanzaba una mirada para que se callase-. Toma, coge la bolsa -añadió con intención de pasársela, pero en ese momento el barquero se apresuró a quitársela de las manos.
– Permitidme, señor. Tened cuidado, no metáis los pies en el barro. -Sacó la bolsa de la embarcación y, sin ninguna ceremonia, se la dio a Leigh-. Cogeos de mi brazo, señor, y tened cuidado al bajar. Ya está, sano y salvo. Muchas gracias, señor, muchas gracias.
No se le podía ver el rostro por las continuas reverencias que hacía. Nemo ya había echado a correr más allá de donde se encontraba Leigh hasta llegar al final de la cuerda. Al parecer, el Seigneur ya había previsto el tirón, pues tan solo abrió más las piernas para resistirlo antes de volverse hacia el barquero.
– Maitland -le dijo con una ligera inclinación de cabeza-. Me llamo S.T. Maitland.
– Muy bien, señor. Lo recordaré. Que Dios os bendiga, señor. Y os deseo toda la suerte del mundo con vuestro perro lobo.
S.T. cogió la bolsa de Leigh y se la echó al hombro junto con la silla de montar. El barquero los siguió durante un trecho mientras seguía deshaciéndose en reverencias.
– ¡Estás loco! -le espetó ella en cuanto el hombre no pudo oírlos-. ¡Le has dado una guinea y le has dicho tu nombre!
– No pasa nada porque le diga mi maldito nombre. ¿Has visto que saliera en alguna lista de hombres buscados?
Leigh apretó los dientes y lo miró fijamente.
– ¿Y por qué diantres le has tenido que dar una guinea, si casi no tenemos para comer?
– Puede que tengamos que pasar por aquí otra vez.
– Eso está muy bien, pero me gustaría saber cómo nos las vamos a apañar.
Él se limitó a mirarla con esa sonrisa suya tan pícara y cautivadora, y continuó andando. Leigh lo observó mientras avanzaba con absoluto donaire, sin tropezar, ni vacilar, ni echar mano rápidamente de algo para no perder el equilibrio cuando volvía la cabeza, Parecía más fuerte, más distante, como si se estuviera transformando ante sus ojos de una forma que escapaba a su comprensión.