Mientras estaba tumbada bajo un pino, con la mejilla sobre su bolsa y fingiendo dormir, Leigh observó a S.T. De no ser por el retrato del caballo negro Charon, nunca habría creído que ese hombre fuese en realidad el Seigneur.
Cierto era que encajaba con la descripción física. En esos momentos estaba sentado en mangas de camisa con las piernas cruzadas y el sombrero tricornio tirado de cualquier forma a un lado, mientras oteaba el escarpado valle y masticaba una ramita de tomillo. La cinta negra de la coleta le caía hasta la mitad de la espalda. Su sonrisa fácil y la extraña curva diabólica de sus cejas daban a su rostro un toque de sátiro, divertido y malvado a la vez.
Pero hablaba solo y, aunque sus movimientos eran por lo general ágiles y fluidos, si se volvía rápidamente perdía el equilibrio. Leigh ya lo había observado tres veces conforme bajaban por el desfiladero. Al principio había temido que fuese un primer síntoma de las fiebres pero, por lo demás, parecía estar bien, salvo por el hecho de que, la mitad de las veces que ella le hablaba, miraba en la dirección que no era.
No parecía muy probable que un hombre con poco equilibrio y los reflejos mermados pudiese ser un buen espadachín, por más que llevase un estoque colgando de la cadera. Ni tampoco un buen jinete. Sin embargo, el Seigneur había sido un maestro en ambas cosas.
Pero estaba el cuadro del caballo negro, además de esa legendaria forma suya de relacionarse con los animales, que le permitía pedir a un lobo que obedeciese su voluntad como si se tratase de un ser racional en lugar de una bestia salvaje. Y ese colorido suyo tan particular, verde y oro; era lo que la había llevado hasta allí desde la lejana Lyon, donde todo el mundo había oído hablar del excéntrico inglés con unos modales propios de la auténtica noblesse, que hablaba français a la perfección y que, de forma incomprensible, se había instalado en medio de un montón de ruinas.
Lo había encontrado. Era el Seigneur de Minuit, sin la menor duda, pero no se trataba exactamente del Seigneur que había esperado encontrar.
De hecho, casi le daban ganas de compadecerlo, de haber podido. Era triste llegar a ese extremo y vivir aislado, escarbando en la tierra yerma para comer y con un lobo y algunos patos por toda compañía, después de todo lo que había sido y había hecho. No era de extrañar que se hubiese vuelto un poco loco.
Él la miró. Leigh siguió fingiendo que dormía, ya que todavía no quería hablar ni moverse. Tras abrir una rendija en sus ojos, vio cómo se cogía a la rama de un árbol para no perder el equilibrio mientras se ponía en pie, tras lo que permaneció inmóvil durante un instante sobre el borde del desfiladero, con la cara vuelta parcialmente hacia ella pero con toda la atención puesta en algún otro punto, como alguien que intentase descifrar la letra de una canción lejana. Una ligera brisa movía las amplias mangas de su camisa de lino, al tiempo que agitaba el sencillo fleco de encaje de los puños y le marcaba los hombros por debajo de la tela. La costura trasera de su chaleco tenía un desgarrón que había que coser antes de que se hiciera mayor, y a sus botas altas de cuero les iría muy bien una buena limpieza. En el codo un manchurrón de pintura azul estropeaba el color blanco crema de aquel lino de buena calidad.
Parecía muy solo.
Leigh cambió de postura rápidamente y apoyó la cabeza en los brazos. El intenso aroma de las agujas de los pinos la envolvía. Cerró los ojos. Su cuerpo quería dormir, descansar y recuperarse, pero su alma se resistía. Tenía muchas decisiones que tomar y nuevos planes que hacer si los viejos no servían. No podía perder el tiempo en sentimentalismos. Si él no la ayudaba, o no podía, tendría que continuar su camino. Pero estaba en deuda con él. Se quedaría hasta que hubiese pasado el peligro de las fiebres, por poco crédito que él pareciese dar a semejante posibilidad. Mientras, esperaba que alguna Providencia misericordiosa obrara un pequeño milagro y devolviese al lobo sano y salvo.
S.T. se había ofrecido cuatro veces a llevarle la bolsa, pero ella lo había rechazado. Se sentía ofendido; aquella joven conseguía que una simple cortesía pareciese un abuso desproporcionado contra su dignidad, como si hubiera intentado meterle la mano bajo la camisa.
Por supuesto, él habría estado encantado de meterle mano bajo la camisa, o cualquier otra cosa por el estilo. Mientras caminaba detrás de ella, le miraba las piernas; el balanceo de su levita de terciopelo sobre las curvas femeninas que ocultaba lo hizo sonreír para sus adentros.
– Decidme -preguntó S.T. cuando hacía ya un rato que habían retomado la marcha y el silencio entre ellos comenzaba a resultar incómodo-, ¿de dónde sois, señorita Strachan?
– No me llaméis así -replicó ella mientras saltaba de una roca a la parte inferior de una curva muy cerrada del camino. S.T. la imitó, pero perdió el equilibrio al hacer un giro demasiado rápido y tuvo que agarrarse a una rama. El intenso ataque de vértigo que sufría había comenzado al despertarse esa mañana y levantar la cabeza. Como si estuviese en el interior de una enorme pelota de colores, la habitación se había puesto en movimiento y había comenzado a dar vueltas a toda velocidad a su alrededor.
Tras tres años así, casi se había resignado al leve mareo que sentía constantemente, a esa sensación de desorientación cuando cerraba los ojos o volvía la cabeza con demasiada brusquedad. Pero los ataques más intensos aparecían sin aviso y variaban en intensidad. A veces ni siquiera era capaz de levantarse de la cama sin caerse. Otras conseguía controlar las náuseas y, tras concentrarse en algún objeto fijo, podía moverse, siempre que no lo hiciese con excesiva rapidez.
En esos momentos, bajar por la colina era como jugar a la ruleta. El ruido de ramas rotas provocado por sus constantes tropezones hizo que su compañera se volviera para mirarlo. Él le devolvió la mirada, desafiante.
– ¿Y cómo queréis que os llame?
La joven se volvió y siguió andando.
– ¿Fred? -preguntó S.T.-. ¿William? ¿Belzebú? ¿Rover? No, ya lo tengo. ¿Qué tal Pug?
Leigh se detuvo y se dio la vuelta de forma tan abrupta que S.T. tuvo que cogerse a un saliente con una mano y a ella con la otra para no chocar de bruces. El hombro de Leigh permaneció firme ante el súbito agarrón de él, que sintió un repentino mareo, aunque remitió enseguida.
– Es absurdo vestirse de hombre y que me llaméis por un nombre femenino -alegó ella en tono frío y objetivo-. ¿No os parece, monsieur?
S.T. se dijo que tenía que quitarle la mano del hombro rápidamente, pero no lo hizo. Era la primera vez que la tocaba estando ella consciente, y no le había pedido que la soltara.
– Supongo que hay cierta lógica en lo que decís -contestó él mientras intentaba esbozar una sonrisa.
Durante un momento creyó que hasta era posible que tuviera éxito. La dura mirada de ella flaqueó y un movimiento de sus negras pestañas ocultó el azul de sus ojos, pero cuando volvió a mirarlo fue con una gélida expresión ofensiva.
– ¿Qué os pasa que estáis tan torpe? -preguntó ella al tiempo que se revolvía para liberar su hombro de la mano de S.T., que la soltó al instante.
– Es un problema de ineptitud general, como podéis comprobar -replicó él al tiempo que se apoyaba con la otra mano en el saliente de piedra e intentaba parecer relajado-. ¿Alguna otra queja, Sunshine?
– A vos os ocurre algo -afirmó ella.
S.T. le devolvió la mirada para intentar que apartara la suya.
– Muchas gracias por vuestro interés.
– ¿Qué os pasa?
– ¿Por qué no os vais a la mierda, mademoiselle?
– Por el amor de Dios, no me llaméis así, os pueden oír.
– Ah, claro, se me olvidaba que se supone que debemos creer que sois todo un hombretón. En ese caso, vete a la mierda, hijo de perra. ¿Está eso más en consonancia con vuestra sensibilidad masculina?
Parecía imposible provocarla. Se limitó a mirarlo intensamente, consiguiendo que se sintiera como si estuviese desnudo en medio de los Campos Elíseos. S.T. respiró hondo y le devolvió la mirada mientras se sentía tan obstinado y ridículo como sin duda parecía. Pero no podía contárselo. Sencillamente las palabras «estoy medio sordo y pierdo el equilibrio; no puedo ni oír ni montar ni combatir, y apenas puedo bajar esta colina sin caerme», se negaban a salir de su boca.
Pero seguro que ella ya se había dado cuenta. Lo raro sería que no lo hubiese hecho, ya que siempre lo estaba observando con esa mirada gélida. Cielos, qué hermosa era, mientras que él solo era la sombra torpe, vacilante y frustrada del hombre que había sido. Sería capaz de mentir como un bellaco para tenerla si hubiese creído posible salirse con la suya, pero sabía que no podía, así que lo único que le quedaba era su irónico orgullo.
– Además, no hace falta que vengáis. Nadie os lo ha pedido -añadió él en lo que enseguida vio que no era sino otro brillante ejemplo de rabieta infantil, para mayor vejación de la que ya sentía.
De nuevo en el rostro de ella se vislumbró otra duda, otra vacilación de su férrea mirada. Bajó la vista y, con ella clavada en el pecho de S.T. y el ceño fruncido, pareció sopesar las distintas alternativas.
– Me necesitáis -dijo al fin.
No dijo «quiero acompañaros», ni «me gusta vuestra compañía», ni «creo que podemos llegar a apreciarnos mutuamente». No, aquello solo era una misión que tenía que cumplir. Estaba claro que hacía ya tiempo que había decidido que él no le servía para sus propósitos iníciales. Lo cual en efecto era cierto, pero le habría gustado poder ser él quien la rechazara.
– Os quedo muy agradecido -contestó S.T. con sarcasmo-, pero no necesito vuestra ayuda, señorita Strachan. De hecho, sois un estorbo. Puede que penséis que ese atavío puede engañar a un francés, pero Nemo nunca se acercará a mí mientras insistáis en permanecer en mi compañía.
Ella se encogió de hombros.
– En ese caso decidme cuándo he de apartarme y ya está.
– Le diable! -explotó él-. ¿Acaso sabéis algo de la forma de actuar de una bestia? Él me descubrirá a mí mucho antes de que yo lo encuentre. Apartaos de mí, señorita Strachan, si ya no requerís de mis cuidados. Apartaos de mí.
Se retiró del saliente y pasó por su lado rozándola. Comenzó a andar hasta llegar a la siguiente curva del sendero, que tomó con estudiada facilidad tras tener la precaución de apoyar la mano en una roca y fijar la vista en un árbol para controlar el vértigo. No oía ningún movimiento tras él, así que miró rápida y furtivamente hacia atrás cuando lo tapaban unos arbustos; la vio todavía inmóvil en el mismo sitio, como si hubiese tomado sus palabras al pie de la letra.
Bien. Genial. Habría dejado que lo acompañara si se hubiese dignado mostrar la mínima señal de cortesía. A decir verdad, podía encontrar a Nemo con o sin ella, si es que todavía se lo podía encontrar. Aunque debía reconocer que le gustaba tener a alguien de quien encargarse aparte de sí mismo, como el imbécil y gentil caballero que era, y hacer altos en el camino cuando consideraba que ella necesitaba descansar, y asegurarse de que no iba demasiado rápido para evitar que aquella loca mocosa terminara cayendo exhausta.
En ese sentido Leigh le recordaba a un animal, pues avanzaba sin cesar como una bestia resuelta a alcanzar su objetivo, o del mismo modo en que un venado herido seguiría moviéndose a trompicones a pesar de todos los obstáculos, dolor y sentidos. Tan solo quería moverse, como si el propio movimiento encerrara en sí alguna finalidad.
El sentido común dictaba a S.T. que la dejara; le decía que ya había tenido demasiado que ver con damiselas en apuros, tanto que a cualquier hombre le daría para diez vidas. Pero su espíritu no dejaba de recordarle aquellos caminos nocturnos, aquella gloria rodeada de escándalo, aquel placer erótico y vertiginoso, aquella dicha que recorría sus venas cuando estaba montado sobre la silla de su caballo o en brazos de una mujer.
El amor nunca había durado mucho; se había esfumado más veces de las que alcanzaba a recordar. Se entregaba a un sueño y este se desvanecía entre sus manos para convertirse en su ruina.
Tendría que comportarse con cordura, pero ella no era como las demás. Quizá esta vez sería distinto.
Bouffon! Siempre pensaba que esa vez sería distinto.
Pero quizá esta vez… A lo mejor esta vez…
Maldito imbécil.
Cuando llegó al pueblo, el vértigo había remitido hasta reducirse a esa leve desorientación que ya se había acostumbrado a tolerar, a esa sensación de estar un poco mareado aunque todavía en peligro de dar algún tropezón. No sabía si ella lo había seguido, pues había infinidad de caminos que podría haber tomado para apartarse del sendero y dirigirse hacia el norte, sur, este, oeste o cualquier otra dirección que una lunática como ella quisiera tomar.
La Paire contaba con dos puentes que cruzaban el estrecho río, lo cual era bastante habitual, y con poco más. En el precipicio que se abría entre ambos se encontraba la taberna de Marc, cuyas paredes blancas, encajadas en perpendicular entre las de las casas colindantes, su techado cubierto de tejas y sus ventanas de postigos verdes, no eran sino una adaptación de los viejos muros de la fortificación militar. Aquel pueblo de las colinas parecía surgir de la misma cumbre del desfiladero como un revoltijo vertical de casitas que, por algún milagro de la física y de la fe, consiguiera mantener el equilibrio sin precipitarse al vacío.
Al llegar por primera vez a aquel lugar, a S.T. le resultaron muy pintorescos el pueblo, el desfiladero y el par de puentes que se arqueaban unos treinta metros sobre las estrechas cataratas. Marc le rió los chistes y servía buen vino tinto; además de haber campo de sobra para Nemo y una luz del sol que era como néctar, había que añadir que aquel lugar estaba muy lejos de cualquier parte. Y así, S.T. dejó de huir.
La Paire era un pueblo fronterizo en la falda de los Alpes que cambiaba de manos entre los Capetos, los Hasburgo y la casa de Saboya con monótona regularidad. En esos momentos La Paire estaba en el lado francés de la frontera y el Col du Noir de S.T. en el de Saboya, pero algún tratado firmado en Madrid, Roma o Viena podría cambiar esa situación en cualquier instante.
Compró por carta el castillo en ruinas a un joven caballero que prefería París al mundo rural. Dentro de lo que cabía, para él era su hogar, el primero que tenía en toda su vida o, al menos, el primero que había elegido por sí mismo, y uno de los pocos en que había vivido durante más de seis meses. Descubrió que le gustaba la soledad. Prefería acostarse al ponerse el sol, él que durante toda su vida se había pasado las noches de jolgorio o practicando actividades ilegales por los oscuros caminos. Pintaba, dormía y cavaba en la tierra rocosa para cultivar cosas, y con eso tenía bastante.
Hasta entonces. Hasta que esos tres años de aislamiento se habían agolpado en su pecho como una maraña de deseo y disgusto y se unían al terror de cruzar uno de los puentes y encontrarse la piel de Nemo clavada a las puertas de la ciudad.
Pero no tuvo que pasar por ello. No había nada en la puerta principal, necesitada como siempre de reparaciones, salvo un carruaje que la bloqueaba tras haber tomado la imprudente decisión de cruzar el río y pasar por debajo de la poco elevada reja. Dado que ese obstáculo de hierro colgaba inclinado sobre la calle adoquinada desde algún momento de la alta Edad Media, no parecía que hubiese mucha esperanza de que precisamente ahora los esfuerzos conjuntos del alcalde, una docena de lugareños, dos amas de casa que actuaban como consejeras y un enjambre de chicos desarrapados fueran a enderezarla y subirla para liberar al carruaje. S.T. cruzó el río por el otro puente.
El puesto de guardia estaba vacío, como también era habitual. S.T. cruzó la frontera y pasó de los dominios soberanos de su alteza el rey de Cerdeña y duque de Saboya a territorio francés sin que tan siquiera le dieran el alto. Agradeció librarse de esa ceremonia, ya que así se ahorró tener que oír la triste historia del último romance del teniente.
Entró en la taberna de Marc por la puerta de la cocina. El aubergiste se limitó a lanzarle una mirada de asombro antes de pasar corriendo por delante de él para subir una bandeja al salón del piso de arriba. S.T. observó la multitud de clientes que se habían congregado ante las ventanas de la taberna y decidió seguir a Marc.
Entró altivo y despreocupado en el salón como si llevase medias de seda y ropas de terciopelo veneciano en lugar de un chaleco y pantalones manchados. Por lo general no se molestaba en frecuentar esa habitación de la parte superior de la casa, pero podía darse aires como el que más, cosa que Marc sabía de sobra. El tabernero tan solo inclinó la cabeza cuando S.T. se apropió del diván y, extendiendo las piernas, las cruzó con suma elegancia.
Fuera, en el balcón que daba a la puerta de entrada al pueblo, había un hombre bien vestido que llevaba una peluca empolvada; apoyado sobre la baranda de hierro, balanceaba un bastón de ébano con empuñadura de oro mientras contemplaba con una sonrisa la conmoción de la calle. El hombre que lo acompañaba se sentaba repantigado y con aspecto de estar aburrido a la mesa en la que Marc estaba llenando dos generosas copas de su mejor coñac.
S.T. honró a los dos huéspedes con una ligera inclinación de cabeza y levantó un dedo para pedir una copa. Marc pareció aliviado de poder ir corriendo a atenderlo; dejó la botella sobre la mesilla auxiliar y lanzó a S.T. una mirada llena de intención, acompañada de un peculiar movimiento de cejas en dirección al hombre sentado, antes de salir a toda prisa de la estancia.
S.T. se quedó muy sorprendido. Normalmente habrían hecho falta bastantes engatusamientos y promesas para que Marc aceptara separarse de una botella de Hermitage, y más aún tratándose de coñac, dado el abultado estado de la cuenta de S.T. Dio un sorbo a la bebida mientras reflexionaba sobre ello y ladeaba un poco la cabeza para observar con discreción a los viajeros, pero entonces descubrió que el interés era recíproco. El hombre sentado a la mesa apoyaba un codo con actitud indolente en la butaca y lo miraba con abierta insolencia. Llevaba una levita gris con un grueso lazo de encaje en el cuello, y pantalones y chaleco de color amarillo caléndula a juego. Como arma portaba una espada más ligera y apropiada que la desfasada pero efectiva colichemarde de S.T.
Los oscuros ojos del extraño recorrieron a S.T. de arriba abajo como si fuese un caballo que estuviese siendo subastado, y la expresión aburrida de su boca se curvó ligeramente hacia arriba cuando este le devolvió la mirada. Sin decir nada volvió a dirigir la vista hacia el balcón y, tras pasarse la mano por su atractivo pelo castaño, apoyó la mejilla sobre la palma de la misma.
– Ven a beber, Latour -dijo con aire lánguido a su compañero-, y dame esperanzas de que no pasaremos la noche atrapados en este lugar.
– No puedo prometer nada -contestó el otro enderezándose y haciendo una ligera inclinación de cabeza-. Parece claro que en este execrable agujero de pueblo solo viven payasos y monos.
– No, no -dijo el primero con suavidad pero gran ironía-, no pueden ser tan obtusos como este ayuda de cámara mío, que tuvo la desafortunada idea de cruzar el puente.
El hombre del balcón vaciló un instante, tras lo cual volvió a hacer otra reverencia, esa vez más pronunciada.
– Mas oui, monsieur le comte. Es como vos decís, por supuesto.
– Entra y bebe, Latour -repitió su señor en una sedosa voz baja-. Y muestra algo de respeto. Puede resultarme divertido verte tirado sobre la barandilla del balcón cuando estamos a solas, pero ahora hay otro caballero presente.
Latour obedeció y dejó el bastón con sumo cuidado en un rincón. Se situó tras la butaca del conde y cogió la copa de coñac que este le ofrecía, pero no bebió. S.T. pensó que se trataba de una pareja bastante extraña, y supuso que habría hecho mejor quedándose abajo en la taberna, donde podría haberse enterado de más cosas. Los gritos y conversaciones subían de la calle y resonaban en el tranquilo salón. S.T. suspiró al tiempo que contemplaba su copa. Con todo ese tumulto no tendría ocasión de interrogar a Marc.
Tomó otro sorbo de coñac. Al menos no parecía haber señal alguna de que Nemo hubiera sido capturado, ni evidencia aparente de que la peste se hubiese extendido por el pueblo. Ese carruaje parecía ser el acontecimiento más importante que había tenido lugar en La Paire desde las cruzadas. Miró hacia la mesa y vio que el joven noble lo estaba observando de nuevo.
– Me aburro, Latour -dijo el conde lentamente-. Me aburro mucho. He de hacer algo.
El sirviente se movió intranquilo.
– ¿Os pido una habitación, milord?
– No. Tal vez dentro de un rato. No sé si debería ser tan atrevido, pero… -dijo con una ligera sonrisa-, me gustaría saber si este caballero sería tan amable de jugar una mano de piquet para pasar el rato.
S.T. dio un sorbo a su bebida y estudió al sujeto que tenía ante él con ojo profesional. No parecía un jugador experimentado, sino más bien un acomodado aristócrata hastiado. S.T. sabía que no debía fiarse de las apariencias pero, por otro lado, no le gustaba dejar escapar la oportunidad de desplumar a alguien cuando esta se presentaba.
– No -dijo-. No me apetece devanarme tanto los sesos, monsieur; además no llevo mi bolsa encima.
El conde se sentó más recto.
– Este maldito lugar… -De pronto se levantó y comenzó a andar por la habitación-. No lo soporto. Qué alboroto están montando ahí abajo esos idiotas, y todo para nada. Infórmales de que deseo marcharme, Latour. Ve y diles que no tolero este confinamiento.
El sirviente hizo una reverencia y, mientras salía de la habitación, su amo sacó una cartera y la vació sobre la mesa.
– Mirad, señor -dijo dirigiéndose a S.T.-. Ahí hay veinte luises de oro. Podéis contarlos si queréis. Los apuesto contra nada por el mero hecho de jugar, si tenéis la bondad. Una partida, os lo suplico, no me neguéis un poco de diversión.
S.T. se rascó la oreja mientras comenzaba a preguntarse si aquel tipo estaría en sus cabales. El conde cogió su sombrero de plumas de la mesa e hizo una profunda inclinación.
– Os lo suplico. No me interesa ganar, es mi salud mental la que me preocupa. Tengo una mente muy activa. Estoy intentando portarme bien, os lo aseguro, pero si no tengo ninguna diversión, no sé de lo que puedo ser capaz.
Definitivamente no estaba en sus cabales. S.T. se encogió de hombros y sonrió. Veinte luises de oro le irían muy bien. El conde dio una palmada, encantado.
– Excelente, excelente, así que queréis jugar. Venid y sentaos. Permitidme que me presente. Soy… eh… de Mazan. Aldonse François de Mazan.
S.T. se inclinó, ignorando cortésmente la vacilación del otro al decir su nombre.
– Me llamo S.T. Maitland. A vuestro servicio, monsieur de Mazan.
– Ah, tenéis apellido inglés -dijo el conde, que lo miró durante un instante con peculiar avidez-. Me encantan los ingleses.
S.T. se sentó a la mesa.
– En ese caso, lamento decir que soy de Florencia. Mi padre era inglés, pero nunca lo conocí.
– ¡Ah, Florencia! La hermosa Italia, de la que acabo de llegar. Habláis francés muy bien.
– Gracias. Se me dan bien las lenguas. ¿Tenéis cartas, monsieur?
El conde no tenía, lo cual era una prueba de que no se trataba de algún taimado embaucador. S.T. llamó al timbre y, al poco, comenzaron a jugar con la baraja nueva que Marc les llevó. El tabernero se marchó a toda prisa del salón sin tan siquiera quedarse a ver la primera partida. Monsieur de Mazan era un jugador bastante aceptable; aunque S.T. perdió a propósito las dos primeras mangas para que el interés del conde fuera en aumento, no tuvo que esforzarse demasiado. Mientras el noble repartía la tercera mano, S.T. decidió que era el momento de comenzar a ganar los luises de oro. En cuanto se aplicó a la tarea, empezaron a llegar con bastante facilidad; cambiaban de lado sobre la mesa para ir a reposar junto a él con su apagado y prometedor brillo metálico.
Cuando los veinte estuvieron apilados en el lado de S.T., el conde se ofreció galantemente a abandonar la mesa pero, con la misma galantería, S.T. insistió en arriesgar sus ganancias. Su vieja pasión, el placer de jugar, estaba comenzando a despertarse en él.
– Bendito seáis -dijo el conde-. Me estáis salvando la vida. Tomad, otras quinientas libras contra vuestros luises de oro. -Observó a S.T. mientras este repartía las cartas y añadió-: ¿Así que decís que nunca habéis estado en Inglaterra?
– Nunca -mintió S.T. con cordialidad.
– Es una pena. Me gustaría oír más cosas de esas tierras. Varios amigos ingleses han visitado mi château recientemente. La señorita Lydia Sterne, hija del distinguido señor Laurence Sterne. ¿Habéis leído su Tristram Shandy? Es tan gracioso… Adoro a los ingleses. Y también el señor John Wilkes, que me habló de su Club del fuego del infierno. -El conde sonrió con picardía-. Esa fraternidad es de lo más interesante.
S.T. levantó las cejas y barajó las cartas sin decir nada.
– ¿Habéis oído hablar de ese club? -insistió.
S.T. lo miró con expresión ausente y volvió a mentir.
– No, nunca.
– Vaya -dijo el conde adoptando su expresión habitual-. Es una pena.
La puerta del salón se abrió de nuevo. El ayuda de cámara se puso a un lado para sujetarla y, cuando S.T. levantó la vista de las cartas, vio que la señorita Leigh Strachan entraba con toda tranquilidad en la habitación. Todo lo que hizo fue pasar por detrás de él vestida con su levita de terciopelo azul y sus pantalones de seda y aceptar el coñac que le ofreció Latour, pero S.T. perdió tanto la concentración que no anunció que tenía carte blanche antes de descartarse, y así perdió diez puntos antes de que la partida hubiese siquiera comenzado.
Maldita mujer.
El conde también parecía desconcertado. Miró por encima de S.T. hacia ella mientras sostenía las cartas relajadamente y, de pronto, se llevó la mano al pelo.
– Latour -dijo-, veo que has traído a un nuevo conocido.
– En efecto, monsieur. Este joven caballero desearía tener el honor de observar la partida, si es convenable.
El conde sonrió.
– Pues claro que es perfectamente convenable -contestó al tiempo que se levantaba y hacía una profunda reverencia-. Vamos, Latour, presenta al chico.
El ayuda de cámara hizo las presentaciones formales entre el señor Leigh Strachan y el conde de Mazan. S.T. no se levantó, tan solo asintió levemente con la cabeza en su dirección. Estaba decidido a no tener nada más que ver con ella. Nada más.
– ¿Me permitís que os ofrezca mi asiento? -dijo el conde haciendo ademán de levantarse.
– No, merci -contestó ella en su pobre francés. Su ronca voz sonó muy femenina a S.T., pero los otros dos parecieron creer su disfraz de hombre-. Prefiero quedarme de pie.
– ¡Pero si no sois de este país! -exclamó encantado el conde-. ¡Sois inglés! Precisamente estábamos hablando de los ingleses. Os prohíbo que seáis de ningún otro lugar.
Ella asintió en voz baja para confirmar que tal era su nacionalidad. S.T. cogió una carta y volvió la cabeza lo suficiente para mirarla. Parecía pálida. Tuvo que contenerse para no decirle que se sentara antes de que cayera al suelo.
– ¿Y adónde os dirigís, monsieur Strachan? -preguntó el conde-. ¿Y el resto de vuestro grupo? ¿Estáis haciendo el gran tour por el continente?
Hubo un breve silencio, tras el cual ella dijo:
– No viajo con nadie. Voy de vuelta a Inglaterra, en cuanto consiga transporte para ir al norte.
S.T. perdió su baza.
– ¡Pero no hace falta que busquéis transporte! -exclamó el conde-. Se ve que sois un joven caballero que está solo. Puede que hayáis padecido algún contratiempo. No, no, no puedo consentir que viajéis de cualquier manera. -Tiró las cartas cuando estaban a medio repartir y se puso en pie-. No, es del todo imposible. Debéis venir con nosotros. Nos dirigimos a Grenoble, si es que el inútil de mi criado consigue que saquen nuestro carruaje de ahí abajo. ¿Qué noticias hay de la calle, Latour? Ya me he cansado del piquet.
Mazan se apartó de la mesa. S.T. contempló la baraja a medio repartir que tenía en la mano y la dejó al tiempo que miraba a los demás con el ceño fruncido.
– ¿Ya está? -preguntó-. ¿Lo dejáis?
El conde hizo un movimiento de mano con el que descartaba seguir jugando.
– Bah, olvidémonos de las cartas. No os importará no conseguir las libras, ¿verdad, amigo mío? Por supuesto los luises son vuestros -dijo mientras se sentaba en el diván-. Prefiero hablar con monsieur Strachan. Hemos de discutir nuestros planes de viaje. ¿Vendréis con nosotros?
– Sois muy amable -dijo ella sin mucho interés-. Iré, si no es mucha molestia.
El conde sonrió y se inclinó hacia Leigh.
– Lo estoy deseando. Así podremos hablar. Siento mucha curiosidad por los ingleses. -Cerró la mano en el antebrazo de ella y su voz se elevó con una nota de ansiedad-. ¿Sabéis qué es el vicio inglés?
S.T. se volvió bruscamente hacia el conde y lo miró con expresión hosca al tiempo que sentía un repentino mareo. Justo en ese momento se oyó un coro de gritos entusiastas procedente de abajo. El conde se puso en pie de un salto y salió al balcón.
– Vive le diable! -bramó-. Somos libres al fin. Venez, Latour, coge su baúl y marchémonos.
Antes de salir de la estancia, el conde se detuvo ante Leigh y se inclinó ante ella para, a continuación, cogerla de la muñeca y, tirando de ella, levantarla de su asiento. La joven no opuso ninguna resistencia a esa sorprendente muestra de familiaridad; tan solo se limitó a informarle de que no llevaba ningún baúl, únicamente su bolsa de viaje.
– Un momento -dijo S.T. mientras se incorporaba, pero ella salió de la habitación sin mirarlo-. ¡Esperad -gritó-, no podéis marcharos con…
El ayuda de cámara le hizo una leve reverencia y, tras coger el bastón y el sombrero del conde, los siguió.
– … unos extraños! -terminó de exclamar S.T.
Dio un paso hacia la puerta, pero se detuvo y volvió a sentarse. Cogió las cartas y las barajó, cortó y apiló una y otra vez mientras escuchaba los ruidos procedentes de la calle adoquinada que indicaban la partida del carruaje. El sonido de una puerta que se cerraba de un portazo, los gritos del cochero a los caballos, los consejos y advertencias de los lugareños entre el ruido metálico de las herraduras de los animales y el chirrido de las ruedas sobre las piedras, fueron desapareciendo para dar paso a la conversación de los congregados en la calle mientras el vehículo salía de debajo de la reja de la puerta. S.T. arqueó la baraja y la lanzó volando sobre la mesa al tiempo que profería una maldición. Se levantó y se sirvió otra copa mientras contemplaba el montón desperdigado de cartas. Justo cuando el jaleo de abajo comenzaba a disminuir, la calle volvió a llenarse del ruido de cascos de caballos. S.T. se volvió hacia el balcón para escuchar con su oído bueno. No consiguió sacar nada en claro de los nuevos gritos y chillidos de las mujeres así que, olvidando al fin su orgullo, salió al balcón para ver si eran ellos que volvían.
Pero no era el carruaje del conde. La empinada calle se llenó de soldados de caballería que procedían de la dirección opuesta, del lado francés de la frontera. Los caballos daban vueltas y se empinaban ante la multitud de lugareños reunidos. S.T. reconoció de pronto al teniente francés del puesto fronterizo, que apuntaba con su mosquete al carruaje del conde. El sonido del disparo resonó por el estrecho abismo de la calle; a continuación, la tropa se abrió paso entre la gente y partió al galope por el puente en la misma dirección que había tomado el vehículo. Marc entró corriendo en el salón.
– ¡Se os ha escapado! -exclamó mientras se dirigía a toda prisa al balcón. Se asomó por la baranda agitando el puño al último de los soldados a caballo-. ¡Zopencos borrachos! ¡Se os ha escapado por un pelo! -Marc lanzó un resoplido de rabia y se apartó del balcón mientras miraba a S.T. y negaba con la cabeza-. Zut! Por lo menos nosotros hemos hecho todo lo que hemos podido, vos y yo. Lo de las cartas ha sido una gran inspiración, mon ami. Pero nunca podrán cogerlo a este lado de la frontera. Y ese pobre idiota, el anglais, ¿por qué no habéis evitado que se fuera con ellos? ¡Ay, esos cachorrillos que quieren ser héroes! A saber qué será de él.
– ¿Qué será de él? -repitió S.T.-. Pero ¿qué ocurre? ¿Persiguen a Mazan por algo?
Marc lo miró, asombrado.
– ¿Es que no lo sabéis?
– ¿Saber qué? -exclamó S.T.
– ¡El conde de Mazan, dice que es! ¡Menudo pájaro! Monsieur, él y su sirviente, Latour, fueron condenados a la hoguera hace un mes en Marsella. Por blasfemia y… -Marc bajó el tono de voz hasta hablar en susurros-, sodomía. -Negó con la cabeza mientras disfrutaba con lo que estaba contando-. Y también por el intento de asesinato de dos chicas jóvenes. No es ningún conde, amigo mío. Es Sade. El marqués de Sade.