A mitad de una antigua calle secundaria de la ciudad amurallada y adoquinada de Rye, el cartel de una sirena colgaba sobre la entrada de una posada que, construida casi totalmente de madera, parecía asfixiada por las enredaderas que subían por su fachada. Sin dudarlo ni un instante, o así se lo pareció a Leigh, el Seigneur subió los escalones y, agachando la cabeza, cruzó el portal de la venerable casa, ordenó a un asustadizo Nemo que se sentara, dejó caer la silla de montar y el equipaje en medio del vestíbulo y pidió a un camarero que pasaba que preguntara al posadero si su habitación de siempre estaba disponible. El hombre se detuvo, lo miró y, al momento, su rostro se iluminó al reconocerlo.
– ¡Señor Maitland! Cuánto tiempo sin gozar del honor de vuestra presencia, señor.
Apareció el dueño, y quedó claro al instante que en la Posada de la Sirena no tenían la menor objeción en dar alojamiento a huéspedes de dudosa reputación y a sus variopintos acompañantes. El señor Maitland recibió la calurosa bienvenida que suele dispensarse a un visitante conocido del que se guarda buen recuerdo. El posadero tan solo miró fugazmente a Leigh y a Nemo; no puso ninguna pega a la presencia del animal mientras los conducía por un desconcertante laberinto de pasillos hasta llegar a la habitación de la reina, una pequeña estancia presidida por una enorme y oscura cama con dosel.
La habitación olía a viejo y a cera, y había un poso de humedad en el ambiente que no resultaba desagradable. El fuego de la chimenea estaba encendido. La luz, teñida de verde por los cristales, que entraba por la ventana incidía en las planchas barnizadas y desiguales del viejo suelo. Nemo enseguida saltó a la cama y se tumbó en ella, pero el Seigneur le hizo una rápida señal con la mano y el animal bajó, haciendo un ruido metálico con las uñas al caer sobre la madera.
– Luego avisaré a las camareras -dijo el posadero con actitud benévola-, para que no crean que ha entrado un lobo.
El Seigneur lo miró por encima del hombro. La tenue luz del atardecer que entraba por la ventana enfatizaba la curva ascendente de sus cejas y, al envolverlo entre luces y sombras, le daba a los ojos de Leigh un aspecto muy maquiavélico, de príncipe renacentista o astuto asesino que estuviese estudiando a su víctima.
– Por eso lo compré precisamente, porque parecía un lobo -dijo S.T. apoyándose en la repisa de la ventana-, pero resulta que es un pedazo de pan. Y encima me costó mis buenos dineros. Yo quería criar al demonio y ya veis qué tengo. -Miró al lobo con afecto-. ¿Creéis que su descendencia heredará esos ojos amarillos?
El posadero meditó un instante.
– ¿Y qué os parecen esos sabuesos irlandeses tan altos y de piel gruesa? Podíais probar a cruzarlo con alguno.
– Buena idea. No os importará que se quede aquí dentro…
El posadero no pareció percatarse de la débil sonrisa de S.T.
– Por supuesto que no, señor. Ya sabéis que no nos importa tener perros en esta casa siempre que estén adiestrados. ¿Vuestro criado se quedará en el piso de abajo?
– ¿Mi criado? Ah, os referís a… -Una expresión compungida apareció en el rostro del Seigneur-. Maldita sea, ¿es que nadie se da cuenta? Es mi esposa, mi viejo amigo. Al fin han conseguido atraparme.
El posadero se quedó literalmente boquiabierto; miró a Leigh y se sonrojó. Esta lanzó una mirada a S.T. y se dejó caer en un sillón.
– Imbécil -dijo furiosa.
Él se apartó de la ventana y, con el sombrero a la espalda, bajó la vista en lo que era una perfecta imitación de compungimiento.
– Solo llevamos casados una semana -explicó, tras lo cual levantó la cabeza con una sonrisa-. Aún me llama «señor Maitland».
– ¡Sapo inmundo! -exclamó Leigh.
– Bueno, a veces también me llama sapo -añadió mientras se llevaba una mano al corazón-. Eres adorable, querida mía.
El posadero había comenzado a sonreír ante el espectáculo. El Seigneur le guiñó un ojo.
– Hicimos una apuesta -dijo-. Según mi esposa, era capaz de llegar hasta aquí desde Hastings sin que nadie la reconociera. -Hizo un gran aspaviento con el sombrero-. Estamos viajando a pie. Me apetecía contemplar las golondrinas.
– Un viaje a pie -repitió el posadero al tiempo que asentía mirando a Leigh-. Sois muy intrépida, señora.
– Ya lo creo que lo es -afirmó el Seigneur al tiempo que dejaba el sombrero sobre la cama-. Tendríais que verla manejando la espada.
– ¡Vaya! -exclamó, aunque esa noticia pareció sorprenderle menos que la de la boda-. Así que ambos tienen intereses comunes. Os ruego aceptéis mi más sincera enhorabuena, señor Maitland, y le deseo todo lo mejor a vuestra esposa. ¿Hay algo más en lo que pueda serviros?
– El vestido de mi señora está en esa bolsa. Lleváoslo y que lo planchen, si sois tan amable. Necesitamos un baño y cualquier cosa de comer. Y un poco de Armagnac, si es que los caballeros os trajeron algo que valiera la pena en su última incursión.
El posadero asintió con la cabeza y cogió la bolsa.
– ¿Vais a necesitar al botones, señor?
– Sí, decidle que venga. Mi levita necesita un buen cepillado. No, esperad, hay un buen sastre aquí cerca, ¿verdad? Llevadle esto a ver si tiene algo adecuado para la ciudad que sea de mi talla. En terciopelo o raso. -Se desabrochó la espada grande de la espalda y se quitó la levita beis-. Creo que mi esposa ya ha visto bastantes golondrinas de momento. Dejaremos que se pasee por Rye cogida de mi brazo.
El posadero también se hizo cargo de la levita y, tras inclinarse ante ellos, salió de la habitación. Leigh permaneció sentada mirando al Seigneur. Tenía una sensación desagradable en la garganta. No dejaba de pensar en la única guinea que les quedaba, y en lo que costaría todo lo que S.T. había encargado. Él se quitó el chaleco y, al retirarlo de sus anchos hombros, un pequeño paquete cayó del bolsillo interior. Sonrió mientras lo recogía.
– Es la primera vez que tengo esposa -dijo.
– No la tienes -afirmó Leigh con voz tajante.
En la habitación en sombras, la luz del atardecer parecía concentrarse alrededor de él haciendo que su pelo y sus pestañas refulgieran. Rompió el cordel del paquete y, tras abrirlo, lo ofreció a Leigh y dijo con expresión muy seria:
– De todas formas, ¿me harás el honor de ponerte esto?
Ella bajó la cabeza y contempló el delicado colgante de plata que brillaba en su mano.
– ¿Qué es eso? -preguntó.
Él la miró a los ojos.
– Algo que quiero darte desde hace tiempo.
Leigh frunció el ceño y apretó los puños.
– ¿Es tuyo?
– No lo robé, si es a lo que te refieres.
La joven observó el colgante. Era bonito, refinado y femenino, del estilo del que le podría haber regalado su padre. Un extraño ardor comenzó a hervirle en el pecho e hizo que respirase con dificultad.
– Lo compré para ti en Dunquerque -explicó S.T. en voz baja.
– ¡En Dunquerque! -exclamó ella, que aprovechó ese dato para apartarle la mano de un empujón-. ¡Hay que ser un idiota romántico para hacer una tontería así! ¿Cuánto te costó? -preguntó mientras se levantaba de un respingo de la silla.
Él dio un paso atrás con una expresión en el rostro que hizo que Leigh apartase la mirada mientras le temblaba el labio inferior, pues no era capaz de resistirla.
– Eso da igual -dijo S.T. moviéndose por la habitación.
Ella se volvió en su dirección.
– ¡Solo tenemos una guinea! -exclamó-. Una única guinea, y tú te dedicas a comprar un absurdo collar que debe de valer tres libras como mínimo.
Él se sentó en la cama y la miró con la cabeza ladeada y con aquellos intensos ojos verdes, cubiertos por sus características y demoníacas cejas doradas.
– Piensas asaltar una diligencia, ¿verdad? -le espetó Leigh-. Dios mío, acabamos de llegar y ya estás a punto de ponerlo todo en peligro.
Una leve sonrisa irónica se dibujó en la boca de S.T.
– ¿Y para qué demonios iba a hacer eso? -preguntó.
Ella hizo un barrido con los brazos por toda la habitación.
– ¡Pues para pagar esto, por ejemplo!
El Seigneur negó con la cabeza.
– Francamente, me decepcionas. ¿Dónde está tu sentido práctico? Incluso si pudiera asaltar una diligencia sin tener una montura, no hay por aquí ningún perista al que le pudiera vender las joyas, y tampoco nos íbamos a arriesgar a gastar en la ciudad dinero robado en las cercanías. Considero que es mucho más prudente retirar efectivo del banco.
– ¿Del banco? -exclamó Leigh.
– Bueno, no es tan raro, al fin y al cabo. Es lo que se suele hacer -alegó él al tiempo que comenzaba a quitarse las botas-. Entras al banco, le dices al cajero que quieres retirar determinada cantidad de dinero, y él obedece con sumo gusto.
– ¡Vas a robar un banco!
Mientras S.T. se agachaba para tirar de una bota, la coleta y la larga cinta negra que la sujetaba cayeron enredadas sobre su hombro. Una vez descalzo, se reclinó sobre las almohadas con las manos cruzadas detrás de la cabeza.
– Espero que eso no sea necesario -dijo con la mirada puesta en el dosel-. Estoy seguro de que tengo al menos mil libras aquí. Nunca dejo que el efectivo de mis cuentas sea inferior a novecientas.
Nemo se estiró sobre el suelo de madera y apoyó la cabeza sobre las patas con un suspiro. Leigh contemplaba atónita a la relajada figura de la cama.
– ¿Me estás diciendo que tienes una cuenta en un banco de Rye?
S.T. se volvió y se apoyó sobre un codo.
– Sí.
– Entonces, ¿no hará falta que robes nada para pagar todo esto?
– No.
La debilidad a la que tanto temía Leigh comenzó a acechar en su interior.
– ¡Pues entonces vete al infierno! -gritó. Fue hasta la ventana y, tras abrir sus cristales verdes, miró al patio de abajo.
– Te ruego que me perdones -dijo S.T. con ironía-. No sabía que tuvieses tantas ganas de que lo robara.
– Por supuesto que no las tengo, créeme.
Durante unos instantes reinó el más absoluto silencio.
– Entonces, ¿puede ser que te preocupes por mí? -preguntó S.T. al fin.
Leigh se apartó de la ventana y, en lugar de contestarle, dijo:
– Al menos tendremos algún plan, ¿no?, ya que tú eres quien lo ha decidido todo. ¿Por qué estamos aquí? Si tienes un plan, quiero conocerlo.
Él la observó durante un largo instante.
– Cierra la ventana -dijo. Leigh lo miró extrañada pero, aun así, obedeció-. Y ahora ven aquí.
Tras tomar aliento, la joven se sentó en el borde de la cama con la intención de que S.T. pudiese contarle lo que tenía que decirle sin levantar la voz. Él levantó la mano, de la que pendía el colgante de plata.
– Son ya seis semanas así -murmuró-. Llevo seis semanas deseándote. Sé cómo te mueves, cómo bajo el sol se forma una sombra en la curva de tu mejilla, y hasta cómo tienes las orejas. Incluso sé cómo eres debajo de ese maldito chaleco.
– ¿Qué tiene que ver eso con el plan?
– Nada en absoluto -contestó él, tras lo que soltó una risa llena de amargura y, volviendo la cabeza sobre la almohada, la miró-. Me muero -dijo llevándose una mano al pecho-. Me estás matando.
– No es culpa mía -replicó ella.
S.T. cerró los ojos. De pronto Leigh se dio cuenta de que su cuerpo la esperaba excitado, mientras yacía con los hombros tensos y respiraba profundamente.
– Merde -musitó S.T. con pasión-. ¿Te queda aún alguna deuda que saldar conmigo, Sunshine?
– Ah, ¿solo quieres eso? -preguntó ella en tono despectivo.
Luego, echó la cabeza hacia atrás y suspiró enojada con la mirada puesta en los volantes de damasco rojo del dosel, mientras en su interior sentía que un intenso nerviosismo la invadía. Apretó ambas manos hasta que las uñas se le clavaron en las palmas. Tenía miedo de que el Seigneur se abalanzase sobre ella, ya que no sabía cómo iba a reaccionar. Mientras, él seguía echado en la cama como un viril león. Volvió a hacerse un profundo silencio, que solo rompió él al emitir un leve gruñido al tiempo que contemplaba el colgante.
– Creía que ya no querías nada más de mí -dijo Leigh con una voz que la sorprendió por ser demasiado ronca y quebrada-. Prácticamente no me has tocado desde aquella vez.
– Lo sé -contestó él con amargura-. Quería que tú me lo pidieses.
Eso era algo que Leigh no estaba dispuesta a hacer. No pensaba caer nunca en esa especie de absurdo laberinto emocional en que él estaba inmerso. Era un bobo sentimental y agotador. De pronto se lo imaginó con sus hermanas. Le reiría los chistes a Emily incluso cuando ella no se acordara del final, y se dedicaría a tomarle el pelo a Anna hasta que se enfadara. Les haría… no, no les haría, les habría hecho…
A veces Leigh tenía la impresión de que podía oírlas, de que escuchaba cómo sus voces se desvanecían poco a poco, procedentes de algún lugar invisible que estaba fuera de su alcance. Pero todo eso ya había acabado, y para ella era como si nunca hubiese ocurrido. La realidad era que estaba en una habitación desconocida con un bandolero. Él era espléndido, con aquellos ojos verdes y los reflejos dorados del pelo, la rodilla levantada y el cuerpo relajado sobre la cama, tan hermoso a su manera como el lobo. Leigh conocía a la perfección la forma de sus fuertes manos y muñecas, y aquella sonrisa diabólica que surgía de repente y la dejaba anonadada. Estar tan cerca de él era como ahogarse. Era como un dolor, como la profunda agonía de un intenso calor que se aplicara a sus extremidades congeladas. No quería aquello, porque no podría resistirlo.
– No voy a pedírtelo -dijo Leigh con una voz que sonó muy crispada en medio del silencio-. No necesito nada de eso que tú llamas amor. Lo que quieras tú es asunto tuyo.
Él apartó la cara con una mueca de disgusto. Levantó el colgante y observó cómo giraba a la luz.
– ¿Acaso he hablado de amor? -preguntó con expresión muy seria-. Creo que solo he hablado de saldar deudas. -Abrió la mano y dejó que el colgante se deslizara por sus dedos-. Cama, comida y dinero desde que salimos de La Paire -añadió en un tono de voz en el que se percibía un débil deje sarcástico. Bajó la mano y la posó sobre la de ella-. ¿Qué hay de eso? Según tú, entre nosotros solo existe una mera transacción comercial.
Leigh se puso tensa. Volvió a recordarlo en la playa blandiendo la espada mientras esta cortaba el aire con su perversa canción. S.T. deslizó los dedos por su muñeca y comenzó a recorrer lentamente el brazo. La intensa expresión sardónica de su rostro parecía indicar que la estaba retando.
– Por lo tanto, págame lo que me debes -susurró él.
Leigh respiró hondo, como un ciervo que se quedara helado ante una amenaza. ¿Acaso creía que ella se iba a echar atrás? Lo miró fijamente; tenía una expresión taciturna, y los ojos entrecerrados para disimular sus verdaderas intenciones. Ella también los cerró un poco. Mejor así. Mejor que él creyera que ella estaba en su poder.
S.T. comenzó a desabrocharle muy despacio los botones del chaleco. Cuando llegó al último, dijo:
– Estás muy pasiva para ser una puta. ¿Es que no conoces tu oficio?
Leigh sintió que se sonrojaba, pero no estaba dispuesta a concederle nada, ni siquiera su vergüenza. Sin levantar la cabeza, él le acarició la barbilla. La mueca irónica seguía presente en su rostro.
– Encima que tengo que comprarte, no creo que deba hacer yo todo el esfuerzo -dijo.
– Los sirvientes deben de estar a punto de llegar.
– ¿Ahora eres tímida? -murmuró él-. Solo estarán un momento.
Leigh se dio cuenta de que, para luchar contra aquella amenaza, tenía que levantar su muro de resentimiento. Pensó en la forma en que él le había arrebatado la espada de las manos como si sus dedos no hubiesen tenido fuerza alguna. Quería resarcirse de eso, como también de la forma en que conseguía arrastrarla a todas partes y que estuviera siempre preocupada por lo que hiciera y por lo que le pudiera pasar. Recordó las ilustraciones del libro del marqués y todas aquellas historias eróticas. Dejaría que creyera que así podía ablandarla. Leigh volvió la cabeza y le recorrió la mano con los labios; después, con mucha delicadeza, le mordió un dedo y bajó sumisa la mirada.
– En ese caso, voy a bañaros, monsieur.
S.T. seguía tumbado en la cama mientras la camarera terminaba de verter el último cubo de agua caliente en la bañera. El sastre más ilustre de Rye no se había mostrado nada remiso a la hora de ofrecer su mercancía. Las nuevas levitas de S.T., que acababa de llevar el chico de los recados de la tienda, descansaban en el galán de noche para ser inspeccionadas, aún envueltas en sus respectivos papeles. Una era de terciopelo color bronce y rematada con hilo verde oscuro, mientras que la otra era de raso azul con detalles dorados. Iban acompañadas por diversos pantalones a juego, chalecos en ricos bordados y camisas de lino con discretos encajes en los puños.
La doncella recogió los cubos vacíos y se marchó, siguiendo los pasos del chico de los recados. S.T. se sentó en el borde de la cama. Alargó el brazo para alcanzar el plato de carne fría que la sirvienta había dejado y se comió una rodaja de ternera con pan, a la vez que lanzaba otro pedazo a Nemo, que se lo tragó de un bocado.
No dejaba de observar a Leigh en todo momento. Se había recogido de nuevo el pelo en una coleta, dejando al descubierto su suave, blanco y sedoso cutis. S.T. la miraba de soslayo, como si fuera un cazador oteando desde las alturas de un árbol, pero intentaba mantener la compostura y controlarse. Ella iba de un lado a otro de la habitación preparando las toallas, disponiendo el jabón y haciendo todo tipo de preparativos. Lo excitaba mucho observarla mientras realizaba en silencio todas esas pequeñas tareas con la cabeza agachada y vestida con atuendo masculino. El efecto era exasperante pero muy exótico. Estaba haciendo todos esos discretos rituales, todas esas labores femeninas, por él, que tan solo deseaba abalanzarse sobre ella y forzarla. Tal era el grado de excitación en que lo había sumido.
Pero S.T. no quería que fuese así. Había intentado obligarla a que lo rechazara, a que la vergüenza le impidiera entregarse y, sin embargo, Leigh había descubierto el farol y había ganado la apuesta entera, la batalla, así como su conciencia y su capacidad de contenerse. Y aquello le producía un placer doloroso e ignominioso. Tomó un sorbo de coñac, que le calentó la garganta y el pecho. Le molestó comprobar que no tenía el pulso firme. El alcohol no atemperaba ni su ansia ni el desprecio que sentía por sí mismo. Leigh fue a la bañera, probó el agua y se volvió hacia él.
– ¿Monsieur?
Lo dijo en tono cortés y reservado, sin levantar la mirada del suelo, como si fuese una sumisa sirvienta. S.T. se sintió atado, incapaz de levantarse y cogerla entre sus brazos como habría deseado. Así que tan solo se sentó, sintiendo un tremendo torbellino en su interior, mientras se aferraba con las manos al borde de la cama. Leigh se acercó.
– ¿Desea el señor que lo desvista? -preguntó.
S.T. abrió un poco la boca. La voz ronca de ella, unida a su serio porte, resultaba muy tentadora. Estaba claro que se estaba burlando al tratarlo con aquella deferencia, como si fuese una sirvienta de verdad, pero esa forma tan humilde de agachar la mirada lo excitaba más allá de todo límite.
– Sí -contestó él con voz ronca, rindiéndose a aquella promesa de intensas sensaciones eróticas.
Lo habían atendido sirvientes miles de veces. Era una cuestión que nunca se había planteado cuando vivía a lo grande. Al fin y al cabo, era un caballero, así que utilizaba a un ayuda de cámara siempre que las circunstancias lo permitían. Pero nunca había tenido nada parecido. Nunca había sido atendido por una seductora mujer que le levantara la camisa mientras con las manos recorría su pecho y le tocaba en sitios donde hacía tres años que no lo tocaban. Los dedos de Leigh subieron por sus costillas, le marcaron los músculos del pecho y le acariciaron los pezones hasta que él no tuvo más remedio que levantar la cabeza y resoplar. Terminó de quitarle la camisa por encima de la cabeza y se apartó para dejarla sobre una silla, como si todo aquello solo fuese la rutina de cada día. A continuación, volvió y se detuvo ante él, todavía mirando al suelo con modestia, como un sirviente que aguardara instrucciones.
S.T. se puso en pie y ella se apresuró a tocarlo sin dudarlo ni un instante. Fue apretando el dorso de la mano contra su cuerpo mientras le desabrochaba los pantalones hasta bajárselos. A él le costaba respirar. Era como si estuviese sumergiéndose en un sueño. Leigh volvió a tocarlo con sus cálidos dedos. S.T. le puso una mano en el hombro y echó la cabeza hacia atrás. Todo su cuerpo quería poseerla, fundirse en ese contacto. Ella bajó las manos por sus caderas y se inclinó para desabrocharle las hebillas de las rodillas. Una vez ya sin pantalones ni medias, S.T. se hizo a un lado, desnudo y erecto, mientras ella recogía la ropa y probaba el agua de nuevo.
– Vuestro baño está a una temperatura muy agradable, monsieur -dijo Leigh muy seria.
S.T. la miró. Su mente no terminaba de aceptar aquella escena, en la que él estaba desnudo mientras que ella, con su recatada mirada, seguía llevando puestos los pantalones y la camisa de hombre que la cubrían pero, a la vez, lo insinuaban todo. Su mente no lo aceptaba, pero su cuerpo era de otra opinión muy distinta, así que se metió en la bañera. El agua caliente fluyó entre sus piernas. Sentía el suave roce de la coleta contra su espalda desnuda cada vez que movía la cabeza; era como el contacto de la seda fría, pero él estaba hirviendo por todos los poros. Leigh esperaba con un trapo y el jabón en las manos, pero él no se decidía a sentarse. Sus rodillas no querían torcerse, ni sus hombros relajarse. Tenía todos los músculos rígidos de excitación. Lo único que podía mover eran las manos, que no dejaba de abrir y cerrar, mientras el agua le acariciaba los pies.
Leigh esperó unos instantes sin bajar nunca la vista más abajo del pecho de él. Cuando vio que no tenía intención de moverse, se arremangó hasta los codos, se arrodilló y empapó de agua el trapo y el jabón. Era muy hermosa, y cada movimiento que hacía era grácil y delicado. S.T. sintió el deseo de sostener su rostro entre las manos y meterle la lengua dentro de la boca. Ella se incorporó y le frotó con el jabón y el trapo la pierna y el muslo, dejando que cayera el agua por su cuerpo. S.T. se mordió el labio y echó la cabeza hacia atrás mientras sentía cómo Leigh le daba lentos masajes con la mano, antes de enjabonarle el pecho. Pequeños chorros de agua cálida se precipitaron por su cuerpo. Era el único sonido que S.T. oía, junto con el de su propia agitada respiración.
Leigh volvió a inclinarse y, cuando se levantó, le lavó el cuello y los hombros, provocándole una agradable sensación de frescor. Le cogió los brazos y los restregó con suavidad hasta llegar a los dedos. La piel de ella era resbaladiza y caliente al contacto con la suya. S.T. la cogió de la muñeca, pero se le escapó al apartarse para llenar el jarro; luego lo levantó más arriba de los hombros para enjuagarlo. Él cerró los ojos mientras caía el agua sobre su cuerpo. Leigh volvió a arrodillarse, esa vez para frotarle las piernas y, después de recorrer con sus manos los duros músculos de las pantorrillas, continuó hacia arriba.
Le acarició los muslos de forma delicada y provocativa. S.T. no podía creerlo, y tampoco podía hablar, ya que un gemido de éxtasis bloqueaba su garganta. Sin embargo, tuvo fuerzas para tocarle el pelo, hundir los dedos en él y, a continuación, sostener su rostro entre las manos, como si ella pudiese mantenerlo de pie en caso de que le flaquearan las piernas. Leigh dejó caer el trapo y siguió frotándole el interior de los muslos con los dedos. Entonces, mientras él se deshacía en temblores, se agarró a sus caderas e, inclinándose más hacia delante, le besó el miembro erecto.
S.T. arqueó la espalda y, con los dientes apretados, jadeó mientras ella acariciaba con la punta de la lengua su parte más sensible. Unos destellos de dulce agonía enviaron pequeños espasmos por todo su cuerpo. Sin poder evitarlo, comenzó a mover las caderas hacia delante al ritmo de las caricias de ella, hasta que la cogió de los hombros para levantarla. Quería llevarla a la cama y hundirse en ella al instante, pero Leigh se zafó de él con un rápido movimiento de hombros.
S.T. abrió los ojos e intentó cogerla, pero ella dio un paso atrás y lo miró de arriba abajo con una leve sonrisa sardónica en el rostro y un extraño brillo en los ojos.
– Sois un hombre muy apuesto, monsieur -murmuró-, pero creo que la deuda ya está saldada de momento.
Antes de que S.T. tuviera tiempo de darse cuenta del nuevo cariz que había tomado la situación, Leigh se bajó las mangas de la camisa y desapareció por la puerta; lo dejó solo y de pie, lleno de jabón, en medio de la bañera. Oyó cómo se cerraba el pasador y, durante un largo instante, se quedó mirando hacia la puerta, confuso. A continuación, recorrió toda la habitación con la vista mientras respiraba entrecortadamente. No podía creerlo. Su cuerpo necesitaba llegar hasta el final. Lanzó un grito de ira que hizo que Nemo se apresurara a meterse bajo la cama, pero la puerta permaneció cerrada.
– ¡Leigh! -volvió a rugir, pero solo le respondió el sonido de la cola de Nemo al golpear el suelo.
– Será… -dijo perplejo-. La muy zorra, la muy… -Se interrumpió, incapaz de decir nada más. Un gruñido inarticulado fue lo único que salió de su boca.
Juntó ambas manos con fuerza. Le ardía y le dolía todo el cuerpo. Volvió a mirar hacia la puerta y, de pronto, sintió el impulso de echarse encima alguna de las levitas y salir corriendo tras ella, pero se contuvo al darse cuenta de que se estaría comportando como un asno si lo hiciera.
– Maldita seas, ¿qué es lo que quieres? -gritó-. ¿Qué es lo que quieres, eh? ¿Es esto lo que quieres, maldita zorra calculadora?
No recibió ninguna respuesta. Se dejó caer en la bañera y, llevándose una mano a la cara, se la mordió. Respiraba agitadamente y resoplaba por la nariz. Se acabó, pensó. Se acabó para siempre. Cogió el cubo y se echó agua helada por encima de la cabeza.
Dos horas más tarde estaba sentado ante el espejo del tocador mirándose. Se había puesto la levita de terciopelo color bronce porque era la que estaba encima del todo, junto con un chaleco dorado bordado en seda verde e hilo plateado. El atavío le proporcionaba un brillo metálico que marcaba aún más los áureos reflejos de su pelo, que no se había empolvado por esa misma razón. Consideró que tenía buen aspecto. Esperaba tener muy buen aspecto. Lanzó un gruñido a la imagen del espejo y vio cómo un sátiro dorado se lo devolvía con una pícara sonrisa.
Respiró hondo, se levantó del taburete y apartó las toallas húmedas de una patada; luego abrió la puerta e hizo una señal a Nemo, que se acercó de mala gana con el rabo entre las patas. S.T. se agachó y tranquilizó al animal pero, aunque este le lamió la cara y le puso las patas sobre los hombros, se movió tras él por los pasillos con aspecto agarrotado y preocupado. Otra cosa más de la que era responsable la señorita Leigh Strachan.
Cuando llegó al vestíbulo de entrada, el posadero levantó la vista de su libro de cuentas y le sonrió. S.T. supuso que su idílica felicidad matrimonial ya sería conocida por todo el establecimiento, pero el hombre no hizo ningún gesto; por el contrario, se limitó a informarle de que la señora Maitland lo esperaba en una sala privada. Se dirigió a ella y atravesó la puerta abierta. Era un agradable salón iluminado por velas en el que una joven dama estaba sentada junto a la chimenea, leyendo. Casi no la reconoció. Ella se levantó en cuanto S.T. entró y lo saludó con una profunda inclinación, al tiempo que abría el abanico y extendía las faldas de su vestido, de manera que los pájaros color azul prusia resultaran perfectamente visibles. Llevaba un peinado muy elaborado que le caía en cortos rizos por toda la cara y cuello, y que había empolvado para que le diese un tono algo más azulado que el de la gargantilla de perlas. Prendida al pelo lucía una pequeña flor con un lazo. Incluso las cejas eran distintas, pues se las había depilado hasta darles una curvatura perfecta y delicada, como también lo era el diminuto lunar negro dibujado junto a la comisura de los labios. S.T. contempló ese exquisito punto azabache que destacaba sobre su suave piel y creyó enloquecer mientras todo el ardiente frenesí que había sentido un rato antes volvía a agolparse en su interior.
Leigh cerró el abanico con un rápido y hábil movimiento y le tendió una mano. A sabiendas de que el posadero estaba tras él en la puerta, S.T. dejó que ella permaneciera en esa postura durante un largo momento antes de volverse y dar con la puerta en las narices a lady Leigh Strachan.