S.T. llevaba un mes entero en Londres. Un mes durante el que había sabido que podía encontrarla en casa de su prima en Brook Street, pero no había ido. Se levantaba cada mañana, se vestía y llamaba a una silla para que lo llevase hasta allí, y cada mañana encontraba alguna distracción, algún recado sin importancia, algún encuentro casual, alguna razón por la que era mejor esperar.
Quizá se la encontrase en el nuevo Pantheon o en un musicale en un jardín, en un lugar que fuese más romántico que un salón abarrotado de visitantes mañaneros. Puede que se la encontrase en la calle; entonces le tomaría la mano y vería cómo su rostro se iluminaba de placer. Tal vez ella se enterase de su indulto y reconociese su éxito; puede que le escribiese una carta, que le enviase un mensaje, que hiciese algo… oh, Dios.
Durante un mes, S.T. había sido la estrella de la temporada de festejos de Londres, el invitado por el que peleaban las anfitrionas y una auténtica sensación cuando apareció en un baile de máscaras en Vauxhall con su máscara de Arlequín y las manoplas con adornos de plata. El apellido de su familia siempre le había facilitado la entrada a los acontecimientos sociales, y en el pasado lo habían recibido como uno de esos huéspedes que no son del todo respetables pero añaden un toque picante a la lista. Sin embargo ahora, una vez revelado que era el señor de la medianoche, descubrió que causaba furor.
Se pasaba el tiempo libre ensayando las palabras que le diría a Leigh cuando la viese. En todos los actos sociales se movía inquieto entre la multitud, nervioso y melancólico, hasta que se aseguraba de que ella no estaba presente y podía relajarse. Tras la primera quincena empezó a darse cuenta de que no iba a encontrársela, de que nunca se había movido en sociedad. Nadie la conocía, nadie hablaba de ella, y las damas empezaron a meterse con él y a decirle que, después de todo, y para su pesar se había domesticado y se había vuelto accesible.
Incluso aceptó la invitación a un baile en la mansión de los Northumberland.
La última vez que S.T. fue invitado de Hugh y Elizabeth Percy en Syon, se pasó los días apostando a las cartas y durmiendo hasta tarde, y las noches haciendo el amor bajo un andamio. Percy en aquel entonces no era más que conde; ahora disfrutaba de un ducado. Aquella noche el andamio y el amante ilícito hacía tiempo que eran cosa del pasado, y los interiores de la mansión, restaurados por Robert Adam, brillaban con todo su colorido y esplendor: mármoles veteados en rojo, verde y oro, suelos decorados, estatuas doradas y alfombras tejidas por encargo que reproducían cada detalle de las pinturas y escayolas de los techos en toda su complejidad. Rodeados de todo aquello, circulaban los invitados de los duques, brillantes como pájaros exóticos en una jungla en flor, entre el movimiento de los abanicos y el elegante jugueteo de los puños de encaje, entre los vapores de los perfumes y el vino, y un poco agobiados en aquella cálida noche de junio.
– Me moriré sin más, os prometo que lo haré -le decía lady Blair a S.T. con una sonrisa tonta-, si no me decís qué fue de mi diadema de perlas con sus preciosos colgantes de pequeños diamantes.
S.T. levantó un dedo y jugueteó con la esmeralda que colgaba de la oreja de la dama, mientras ella dejaba que su mano le rozase el cuello.
– Creo que se la regalé a vuestra segunda doncella. -Con una sonrisa, se llevó su propia mano a los labios y la besó allí donde había estado en contacto con ella-. Después de que despidieseis a la pobre muchacha por impertinente. ¿Acaso vuestro marido no os ha comprado algo mejor para reemplazarla, ma pauvre?
La dama se estremeció de placer, encogió sus desnudos hombros e hizo un mohín infantil con los labios.
– Ah… pues tal vez haya sido malvada con alguien más, y me robéis también los pendientes.
– Quizá lo haga. -La miró a los ojos-. Y os exija un beso a punta de espada junto a la chimenea.
Ella apoyó el abanico cerrado en la manga del hombre y lo restregó sobre el terciopelo verde.
– Cuánta… cuánta violencia -murmuró, para a continuación añadir-: seguro que me pondré a gritar.
– Pero eso lo hará todavía más interesante. -S.T. volvió la cabeza-. ¿Y qué ocurrirá si vuestro esposo acude al rescate? En este momento lo veo venir hacia aquí a toda prisa, armado con una copa de champán y un vaso de vino tinto.
La dama puso los ojos en blanco con toda intención, pero S.T. se limitó a sonreír e inclinó la cabeza con gesto educado ante el hombre de rostro rubicundo que se acercaba a ellos sorteando a la gente.
– Lord Blair -dijo-, es un placer.
El hombre le respondió con un frío gesto de asentimiento.
– Maitland -respondió, cortante.
Le entregó la copa de champán a su mujer y sacó un pañuelo de seda con el que se enjugó las gotitas de sudor que perlaban el borde de su empolvada peluca.
– Estábamos recordando el pasado -dijo S.T.-. Yo estaba a punto de quejarme ante lady Blair de que desde entonces luzco la cicatriz que vos me hicisteis con la espada.
– ¿Qué? -El ceño de lord Blair se despejó-. Dios mío, eso debió de ser hace ya diez años. -Y escudriñó el rostro de S.T.-. Pensé que tal vez os hubiese tocado, pero no estaba seguro.
– Tuve que guardar cama durante un mes -mintió S.T. con alegría, y a continuación se rebajó a sí mismo cuando añadió-: Tenéis un increíble golpe con la izquierda. Me pilló completamente por sorpresa.
– ¿De verdad? -Lord Blair se sonrojó. Miró a derecha e izquierda y después se inclinó hacia S.T.-. Nunca he dicho nada en público acerca de cruzar espadas con vos -murmuró-. No creí que realmente… es decir… a uno no le gusta darse importancia.
– Claro que no. -S.T. le guiñó un ojo-. Pero no os molestará que yo recomiende que nadie se enfrente a vos en una disputa.
Blair se aclaró la garganta y un intenso rubor cubrió su rostro. Sonrió y dio unas palmaditas a S.T. en el hombro.
– Muy bien, entonces, lo pasado, pasado está, ¿de acuerdo? Reconoceréis que estabais un tanto equivocado cuando nos asaltasteis a lady Blair y a mí, pero no me queda ninguna duda de que la mayoría de vuestras víctimas recibieron su justo castigo.
– Eso es lo que yo quisiera creer -murmuró S.T. en tono amable y aprovechó para alejarse.
La segunda doncella, si no recordaba mal, había sido despedida por cometer la impertinencia de permitir que el heroico lord Blair la violase y la dejase embarazada. S.T. dejó a aquel paladín alardeando ante su mujer sobre un enfrentamiento que jamás había tenido lugar más allá de su imaginación y de una pequeña escaramuza con un estoque. Ningún caballero inglés, excepto Luton, podía presumir de haber herido al Seigneur de Minuit. Y Luton, por otra parte, no estaba allí para reclamar tal honor, ya que, al parecer, lo habían convencido de que lo mejor para él era hacer un largo viaje por el continente europeo.
Quizá había sido el duque de Clarbourne quien le había pagado el pasaje.
– No tenéis ni pizca de vergüenza -dijo una voz femenina en su oído izquierdo.
S.T. se volvió, se inclinó ante su anfitriona y le tomó la mano para besársela.
– Pero espero no resultar aburrido -dijo-. ¿De qué fechorías me acusáis? Estoy seguro de no haber robado jamás a una duquesa.
– Sí, claro, seguro que sois demasiado tímido para ello. Pero yo no estoy hecha de una pasta tan mezquina como Blair. -La dama alzó la barbilla y lo miró por encima de su patricia nariz.
– Y, apostaría, que sois mucho más hábil con la espada.
La duquesa sacudió sus oscuros rizos.
– ¿Lo veis? Ya os dije que no teníais vergüenza. El pobre Blair está tratando de convencer a todo el que quiere escucharlo de que ha tenido redaños para heriros.
S.T. sonrió.
– ¿Es eso cierto? -preguntó la dama enarcando las cejas.
– No puedo decíroslo, madame.
– Lo que significa que no lo hizo -concluyó ella con voz satisfecha-. Es lo que yo pensaba, y lo que le responderé a todo aquel que me pregunte. Esbozaré una leve sonrisa, igual que habéis hecho vos, y diré entre susurros: «Él me dijo que no puede confirmarlo». Blair se subirá por las paredes, ¿no creéis?
– Qué idea más divertida. ¿Cómo está vuestra encantadora sobrina?
La duquesa agitó el abanico.
– Pues, cena a las ocho, se acuesta a las tres de la mañana, se queda en la cama hasta las cuatro de la tarde; se baña, sale a montar a caballo, baila… podréis verlo vos mismo si conseguís abriros paso entre ese tropel de lánguidos caballeros que la rodea.
S.T. no tenía necesidad de verlo para imaginar a la joven dama en cuestión rodeada de un círculo de admiradores entusiastas.
– Creo que reservaré mis fuerzas.
– Os ha reservado la primera polonesa, si sois capaz de resistirla, mi pobre enclenque.
S.T. inclinó la cabeza ante ella.
– Pero, tal vez vos tengáis este baile libre, duquesa. Todavía me queda algo de vigor, ¿me concedéis el honor?
La dama le sonrió y levantó la mano. S.T. la condujo al otro lado de las columnas estriadas hasta el salón de baile, decorado en blancos y dorados. Los invitados formaron un elegante grupo cuando sonaron los primeros acordes de la majestuosa música.
Al iniciarse el baile, él hizo una inclinación y su acompañante una reverencia. Mientras trazaba los familiares pasos, mantenía el tipo de conversación intrascendente que había aprendido en las rodillas de su madre. Por algo la señora Maitland había sido en su época la reina de los salones de Londres, París y Roma. S.T. pensaba que aquella charla ociosa tan propia de las fiestas era algo que llevaba en la sangre.
Solo necesitaba prestar atención de vez en cuando para mostrarse agradable y ejecutar los distintos pasos a los acordes de la flauta, los oboes y el clavicémbalo. Cuando cogía la mano de la duquesa para hacer un giro, miró al grupo que danzaba a su alrededor.
Vio a Leigh.
Solo el instinto lo mantuvo en movimiento. Terminó el giro y fue hacia el final de la fila de forma mecánica, siguiendo los pasos de la duquesa, sin oír la música, sin ver al resto de los que danzaban, consciente únicamente del monumental desastre que iba a situarlo justo enfrente de la joven en el siguiente paso.
No podía asegurar que ella lo hubiese visto. No apreció ninguna expresión de sorpresa en su rostro. Estaba bellísima, llevaba el pelo empolvado y peinado sobre la cabeza y tenía aquella manchita negra diminuta junto a las comisuras de los labios. A S.T. le pareció que era incapaz de respirar. Cuando llegó al extremo donde ella se encontraba y ocupó el lugar de enfrente para el paso siguiente, su cuerpo cobró vida propia, independientemente de la mente. Ni siquiera la miró; se limitó a tomarle la mano, hacer un giro y a pasar al siguiente movimiento.
Tras hacerlo, empezó a respirar demasiado aprisa. ¡Menudo idiota!
¡Maldita bestia! Con todas las cosas que había querido hacer cuando la viese, con todo lo que había planeado decirle y con todas aquellas frases que había compuesto en su mente y que había repetido una y otra vez hasta saberlas de memoria. Dios mío, Jesús, qué diablos había hecho… no podía creer lo que acababa de hacer.
La había tratado como si no existiese. Quizá ella no se había dado cuenta, puede que estuviese haciendo lo mismo con él. Es posible que de alguna manera, en un mundo perfecto, aquel ex forajido de casi dos metros de estatura le hubiese pasado desapercibido y que, al finalizar aquel baile interminable, pudiese ir tras ella, soltarle su discurso y que ella lo entendiera.
Pero al mirarla se le heló el corazón en el pecho, y todas aquellas palabras bonitas se evaporaron.
La música se elevó y llegó a su fin. S.T. ofreció el brazo a la duquesa. Durante un horrible instante, pareció que ella quería dirigirse hacia otro extremo del grupo, pero alguien la llamó desde el salón de las damas. S.T. aprovechó la oportunidad, le apretó el brazo y la condujo en la dirección segura.
Leigh apretó la mejilla contra el trabajado panel de madera de roble que cubría el pasillo donde había ido a esconderse después del baile. Era imposible quedarse rodeada de música y risas, impensable verlo otro vez y que mirase a través de ella, como si no se encontrase allí.
No sabía muy bien qué es lo que había esperado. ¿Una declaración de amor? ¿El Seigneur de rodillas a sus pies? ¿La oportunidad de decirle qué pensaba de él?
¡Embustero! ¡Hipócrita! ¡Traidor! Gallito presumido, elegantemente vestido de verde y oro, con su cabello tan especial atado sobre la nuca, que ni siquiera tenía la decencia de empolvarse y relucía a la luz de las velas.
Después de todas aquellas noches que había pasado tumbada en la cama, temiendo por él, preguntándose dónde se encontraría en ese momento y si estaría a salvo. De todas aquellas mañanas en las que tenía el corazón en un puño mientras trataba de hablar tranquilamente con su prima Clara de las noticias que traían los periódicos. ¿Decían algo importante? ¿Había anuncios de bodas, nacimientos, compromisos rotos? ¿Venía la captura de algún bandolero? Oh, sí, qué aburrimiento. No, gracias, no se sentía con ánimos para ir al teatro aquella noche.
Y después, el mismo día, el anuncio de la captura de S.T., del indulto y de su llegada a Londres.
Y ella había esperado.
¿Por qué? ¿Por qué permitía que le doliese tanto?
No había esperado su amor, claro que no; no había confiado en él ni por un instante. Siempre había sabido qué tipo de hombre era. Y, pese a todo, mientras Silvering y todo lo que quedaba de su vida era pasto de las llamas ante sus propios ojos, ella se había vuelto de espaldas y le había entregado su corazón y su ser.
¿Por qué no había ido a verla?
Lo odiaba con toda su alma. El odio parecía ser el motor de su vida; seguía odiando a Jamie Chilton en su tumba, y a Paloma de la Paz, y a todas aquellas tontas jovencitas que habían acudido a Leigh y le habían dicho que el señor Maitland las había enviado porque ella sabría lo que había que hacer.
Y claro que lo sabía. Fue muy fácil intimidar a Paloma y que confesase su verdadero nombre, muy fácil predecir que el poderoso Clarbourne recibiría de vuelta a una importante heredera como lady Sophia sin que importase adónde había huido. Dulce Armonía tenía también una familia ansiosa por tenerla de vuelta en casa, dispuesta a todo con tal de ocultar el escándalo. Leigh se había ocupado del bienestar de Castidad; se había asegurado de que todas las jóvenes que se habían quedado sin hogar tras vengarse ella de Chilton tuviesen a donde ir, pero no las había perdonado. Las odiaba a todas ellas.
Sobre todo odiaba a S.T. Maitland. Y también a sí misma, por ser tan imbécil y sufrir, sufrir y sufrir.
No debería haber asistido a aquella fiesta porque, ¿cómo no iba a estar él allí regodeándose de su leyenda? Estaba enterada de lo sucedido en Vauxhall, de que había aparecido con la máscara puesta, el muy arrogante y presumido, y de que incluso se había llevado a Nemo y había aterrorizado a todas las damas. No importa que el lobo estuviera más asustado que cualquiera de las cortesanas que daban gritos. S.T. sabía cómo reaccionaba Nemo en compañía de mujeres. Leigh debería haberse quedado en casa de su prima como lo había hecho durante meses, paciente, esperanzada y llena de odio.
Y además tenía miedo, le asustaba ver en qué se estaba convirtiendo. Sentía que se transformaba en una especie de malvada araña negra que, acurrucada en su grieta, contempla el mundo y desprecia todo y a todos por tener lo que ella no tiene.
Alguien entró en el pasillo; oyó cómo se abría una puerta y subía de volumen la música que sonaba lejana. Durante un momento estuvo a punto de darse la vuelta y huir, incapaz de hacer frente a preguntas cariñosas de si se encontraba bien, pero aquella solución solo serviría para despertar todavía más curiosidad. Así que se quedó donde estaba, rígida y arrogante, de cara a la puerta que conducía al salón.
– ¿Leigh? -dijo él con voz suave. Al oírlo, la joven alzó la barbilla y tensó aún más la espalda mientras apretaba con los dedos el borde de una mesa.
El Seigneur salió de entre las sombras y apareció en los bordes del pálido círculo de luz. Leigh lo miró y sus ojos lo atravesaron como puñales; deseó poder matar con tan solo una mirada. Pero él siguió allí, rebosante de vida, iluminado por el suave resplandor del candelabro que había sobre la cabeza de la joven.
– Quería verte -dijo él en voz baja.
La joven mantuvo la barbilla tiesa.
– ¿Perdón? -Su voz era fría como el hielo.
– Quería verte -repitió él-. No… no sé por qué no fui a tu lado.
Leigh se limitó a mirarlo fijamente, deseosa de que desapareciese aquella mancha que le empañaba la vista. Cuando esta amenazó con convertirse en lágrimas, volvió el rostro con brusquedad.
– ¿Te has enterado de que me han concedido el indulto? -preguntó S.T.
– Creo que lo sabe todo el mundo -respondió Leigh, tensa.
S.T. se quedó en silencio. Leigh clavó la mirada en la esquina de la mesa y observó que las velas en lo alto proyectaban el reflejo suave de su rostro sobre la pulida madera.
– Leigh -dijo él con voz extraña-. Me concederías el honor de…
El resto de las palabras se perdió. Leigh levantó los ojos. S.T. la miraba como si esperase que dijese algo. Cuando sus miradas se cruzaron, él apartó la suya, como si estuviese avergonzado, e inclinó la cabeza con gesto torpe.
– No voy a bailar más esta noche, gracias -respondió con rigidez-. Me ha dado dolor de cabeza.
Él bajó la vista hasta las borlas que adornaban la empuñadura de su espada de gala y palpó los cordones de seda trenzada.
– Ya veo -dijo-, lo siento.
Le dedicó una breve inclinación, se volvió y desapareció entre las sombras del pasillo.
Leigh tragó saliva. Ahora ya no le serviría de nada llorar. Las lágrimas ya no eran suficientes.
S.T. apareció al día siguiente al mediodía en Brook Street. Tenía que hacerlo. No le quedaba más remedio. Esperó en el vestíbulo mientras entregaban su tarjeta de visita a Leigh. Con los labios apretados y los ojos fijos delante de él en el quinto escalón repetía para sí una y otra vez lo que iba a decirle.
Durante la espera descubrió hasta dónde llegaba su valentía; fue humillante.
El mayordomo lo acompañó al piso superior, y mientras el criado anunciaba, «el señor Maitland», S.T. permaneció junto a la puerta de la sala y buscó con la mirada entre los visitantes que estaban sentados en círculo, pero quien se levantó y se acercó hasta él fue una mujer gordezuela, de pequeña estatura, que no había visto en su vida.
– Soy la señora Patton -dijo entre murmullos, mientras la conversación general se reanudaba tras una pausa muy significativa-. Mi prima todavía no ha bajado.
S.T. se inclinó sobre la mano de la dama y el encaje del puño de su camisa se derramó cual pálida espuma.
– Es un honor presentaros mis respetos -dijo. Mantuvo una actitud formal y neutra al no saber cómo sería recibido; quizá su mala reputación podría suponer su rechazo en una casa tan respetable como aquella-. Me temo que sea un desconocido para usted.
Pero la prima de Leigh, la señora Patton, se limitó a examinarlo con curiosidad durante un instante.
– En tal caso, venid y daos a conocer -susurró la dama. En su rostro redondo se dibujó un provocativo hoyuelo-. Pero debéis saber que vuestra interesante reputación ya os ha precedido y estamos todos muertos de curiosidad por conocer al señor Maitland. Estoy segura de que se me había olvidado que lady Leigh lo conociese, señor, de lo contrario habría insistido para que nos lo presentase.
– El único que ha salido perdiendo soy yo -dijo S.T. con elegancia.
La dama sonrió con gratitud.
– Se habrán conocido en Francia, no lo dudo. La pobre criatura apenas nos escribió ni nos contó nada mientras estuvo lejos. -La señora Patton se inclinó hacia él-. Esto ha sido tan difícil para ella… -dijo en voz baja-. Y fue muy de agradecer que la amiga de su madre, la señora Lewis-Hearst, ¿no era así como se llamaba?, se la llevase para que cambiara de aires después de tantas tragedias. Me duele no haberlo hecho yo, pero estaba a punto de tener a mi pequeño Charles. Pero sí, lo que sucedió fue terrible; fue demasiado para que una muchacha que era casi una niña lo soportase. Pobrecita mía, lo que he llorado por ella. ¡Cuánto tiempo estuvo lejos! ¡Más de un año! Recibimos solo una carta desde Aviñón. Supongo que no tenía fuerzas para escribir. Y luego, el incendio… es más de lo que nadie puede soportar. -La señora Patton apoyó la mano en el brazo de S.T.-. Si queréis que os diga la verdad, no creo que esté mejor. Anoche, por fin, la convencí para que saliese por primera vez desde que está con nosotros, y hoy… -Sacudió la cabeza con tristeza-. Me alegra que hayáis venido a visitarla, caballero.
– Es usted muy generosa al recibirme -dijo él-. No me lo esperaba.
– Creo que lo que Leigh necesita es distraerse. -La señora Patton frunció el ceño-. Desde su regreso, se niega a ver a sus amigas de la infancia, y nadie más ha venido a verla. -Tras esas palabras, asió impulsivamente la mano de S.T.-. Señor Maitland, os aseguro que habría recibido hasta al mismísimo deshollinador si él fuese capaz de hacerla sonreír por una vez como hacía antes. Vos no lo sabréis porque la conocisteis después… -Se ruborizó ligeramente y se mordió el labio-. ¡Pero qué cosas se me ocurren! El deshollinador, ¡menuda comparación! Estoy segura de que vos no tenéis el alma tan negra como él. Lo pasado, pasado está, por supuesto, y no seré tan malvada como para echarle en cara lo que hasta ni el mismo rey le tiene en cuenta, ¿verdad que no? -Y lo escudriñó con expresión traviesa-. Además, sois un auténtico trofeo para cualquier salón que se precie, ¿sabéis? Y voy a contarle a todo el mundo que el famoso salteador de caminos vino de repente de visita.
– Gracias. -S.T. trató de encontrar las palabras adecuadas, y tras mirar aquel rostro regordete y tierno añadió-: Por tener un corazón tan bondadoso.
La expresión traviesa desapareció del rostro de la dama, que echó la cabeza hacia atrás y lo miró con renovado interés.
– ¡Qué hombre tan fuera de lo corriente sois! De verdad.
S.T. se movió inquieto y se sintió un tanto incómodo ante aquella mirada femenina tan inteligente.
– ¿Creéis que seguirá el buen tiempo? -preguntó livianamente.
– No tengo ni la más remota idea -respondió ella mientras lo acercaba al círculo-. Venid y tomad un refrigerio. Señora Cholmondelay, ¿me permitís presentaros al señor Maitland, nuestro temible bandolero? Entretenedlo un rato mientras subo a ver qué retiene a lady Leigh.
S.T. se tomó un té, que fue todo lo que le ofrecieron, y se esforzó por mantener una agradable conversación y mostrarse de lo más inofensivo ante aquellas respetables damas. El recelo inicial con el que lo recibieron empezó a evaporarse y, cuando regresó la señora Patton, ya se las habían arreglado para sacarle la información de que residía con la familia Child en Osterley Park, y se dedicaban a interrogarlo sobre la nueva sillería de la señora Child, cuyos respaldos estaban inspirados en las formas de las antiguas liras.
La señora Patton se acercó a él.
– Debo presentaros mis disculpas, señor Maitland. Lady Leigh se encuentra indispuesta y hoy no se reunirá con nosotros.
S.T. bajó los ojos ante la mirada inquisitiva de la dama. Claro que Leigh se negaba a verlo, maldita sea, ¿qué otra cosa esperaba? Sintió que el rubor se extendía por su rostro. Todas las damas lo miraban.
– Lamento mucho oírlo -dijo sin dejar que su voz reflejase ninguna emoción.
La señora Patton le tomó la mano cuando él se inclinó para despedirse.
– Tal vez otro día -dijo.
S.T. sintió que depositaba en su mano un trocito de papel doblado y cerró los dedos a su alrededor.
«Está paseando por el jardín -decía de manera sucinta-. Jason os indicará el camino.»
Al pie de la escalera estaba el mayordomo con rostro expectante. S.T. respiró hondo, apretó el papel en su mano y descendió.
Leigh se había acostumbrado a aceptar aquel modo que tenía su mente de jugarle malas pasadas. La forma en que un ruido la hacía volverse y esperar encontrarse a su padre tras ella, o cómo al ver una gasa bonita pensaba: «A Anna le gustará». Al principio esos momentos habían sido frecuentes, al igual que los sueños, pero poco a poco se habían desvanecido y se habían vuelto más raros. Sin embargo, cuando le alcanzó el sonido de los pasos y el olor -el fuerte e inconfundible aroma a lavanda recién cortada-, alzó el rostro del libro sin pensar. Después se dio cuenta de que aquella premonición no era sino una fragancia y un recuerdo, y no una persona real ni un lugar donde ella había estado, donde el polvo y la luz del sol se mezclaban en un patio en ruinas.
Por mucho que se volviese, no iba a encontrarse en aquel lugar ni iba a ver al Seigneur entre la maleza y la lavanda silvestre.
Cerró el pequeño volumen, el octavo de El sueño de una noche de verano, y apoyó la cabeza en la mano, a la espera de la cariñosa insistencia de su prima. Clara quería ayudarla, Leigh lo sabía, pero, aun así, las presiones para que retomase su vida, para que saliese al mundo, solo hacían que se sintiera más triste y más enfadada. Ella no tenía nada; no contaba con nadie ni con nada. Todo se había vuelto en su contra; hasta su venganza, que le había hecho perder Silvering y que lo único que le había procurado era amargura.
Y lo que era peor… que continuase el sufrimiento. No solo añoraba a la familia que había perdido sino también a un hombre que lo único que conocía del amor era el flirteo y la lujuria. Que podía mirar a través de ella como si no existiese y, a continuación, con toda crueldad, invitarla a bailar.
Había tratado de endurecer su corazón, pero el fracaso había sido estrepitoso.
Oyó que los pasos se detenían sobre el sendero de gravilla frente a ella, pero no quiso ni levantar la cabeza ni abrir los ojos. Quería sentir el vacío. No quería pensar ni sufrir, ni siquiera quería existir.
– Por favor -susurró-, por favor, Clara, déjame.
Se oyó el crujido de la seda. Unas manos cálidas le cogieron el rostro, pero no de la forma delicada en que lo haría una mujer, sino con unos dedos firmes y suaves. Aquellas manos trajeron con ellas el intenso perfume de la flor de la lavanda deshecha con los dedos, la suave caricia de sus aromáticas hojas sobre la piel. Abrió los ojos y allí estaba él, de rodillas, real y concreto, delante de ella.
– Sunshine -dijo con dulzura, y la atrajo hacia sí mientras apoyaba la cabeza de ella sobre su hombro.
Durante un instante aquello lo fue todo: el consuelo, la unión y el amor que ella deseaba con tanta desesperación, el amor tal como lo había conocido toda su vida, firme e inquebrantable. Leigh hundió el rostro en la chaqueta de él y sintió que el dolor se apoderaba de su garganta.
– Qué habilidad tienes para estas maniobras, ¿verdad? -susurró-. Maldito embaucador.
S.T. no habló ni movió la cabeza. No lo negó. Leigh apoyó las manos en los hombros de él y se enderezó hasta quedarse erguida. El polvo perfumado de sus cabellos salpicaba la seda de color vino de la chaqueta de él y se mezclaba con el olor a lavanda de los tallos que sujetaba entre las manos.
Con cuidado, depositó el aplastado ramillete sobre el banco de mármol al lado de la joven.
– Descubrí la planta junto a los escalones -dijo sin levantar la vista. Palpó una de las aplastadas flores y a continuación preguntó con suavidad-: ¿Vas a mandarme al infierno?
Leigh contempló aquella cabeza inclinada. Él levantó el rostro y la miró con gesto serio, con sus ojos verdes y sus pícaras cejas inmóviles, con una ligera expresión de incertidumbre, como un sátiro al acecho entre las sombras de un frondoso bosque.
– Estoy segura de que a mi prima no le importará que cojas sus flores -respondió, y fingió deliberadamente no haberlo entendido.
Él exhaló el aliento despacio y se levantó. Leigh contempló los botones de acero que adornaban su chaqueta y mantuvo las manos unidas sobre el regazo.
S.T. se volvió ligeramente hacia un lado y rozó con los nudillos la flor abierta de un rosal.
– Leigh, yo… -Y arrancó uno de los pétalos-. Sé que estás ofendida. Siento no haber venido antes. Lo lamento.
– Estás muy equivocado -respondió ella-. Nunca esperé que vinieses a verme.
S.T. arrancó otro de los pétalos. Lo cogió con dos dedos, lo partió por la mitad, lo dobló y volvió a partirlo.
– ¿No?
Leigh lo miró.
– ¿Por qué iba a hacerlo?
Los trocitos de pétalo cayeron suavemente hasta el suelo.
– Claro -dijo con voz baja y apagada-, ¿por qué ibas a hacerlo?
Leigh lo observó mientras cogía otros dos pétalos y los restregaba entre el pulgar y el índice. No dejaba de arrancar pétalos uno a uno.
– He venido porque quería verte -dijo de pronto él al tiempo que miraba con el ceño fruncido la rosa medio destruida-. Quiero hablar contigo. -Y arrancó un nuevo pétalo-. Te necesito.
Leigh se agarró las manos en el regazo.
– No encuentro divertida esta conversación.
– Leigh -dijo él con expresión compungida.
«Déjame en paz -pensó ella-. Vete. No empieces de nuevo con esta farsa. Te ruego que no lo hagas.»
S.T. palpó la estropeada flor.
– Sigues enfadada.
– No estoy enfadada. He hecho lo que me proponía hacer. Lo único que habría deseado es que mi casa no se hubiese quemado.
Él cerró los ojos.
– No tenía que haberte dejado allí sola. No quería hacerlo. -Los pétalos de la rosa cayeron en cascada y dejaron la flor desnuda-. Fui un auténtico estúpido.
– Estabas en peligro, ¿qué razón había para que te quedases?
Él volvió la cabeza y soltó una risa amarga.
– Esto es una especie de pesadilla. Dices las cosas equivocadas.
– No me digas. Pues te ruego que me perdones.
– Leigh… me han indultado -dijo él.
– Lo sé. Te felicito.
– Leigh… -Su voz tenía un extraño énfasis, había en ella casi un ruego.
Ella lo miró. S.T. le sostuvo la mirada y después bajó la vista a la rosa.
– ¿Me concederás el honor… -asió con fuerza el tallo de la rosa desnuda y la rompió en su mano- de… ah… -Retorció el tallo verde hasta convertirlo en un círculo deforme.
Aquellos movimientos inquietos hicieron que una espina quedase a la altura de su pulgar. S.T. se la clavó en la yema del dedo al cerrar la mano con fuerza y lentamente. La espina se hundió en su carne como si no sintiese dolor en absoluto.
– ¿Me concederás el honor de…? -dijo de nuevo.
Leigh alzó la cabeza, observó la espina y la brillante mancha de sangre, y lentamente una idea hasta entonces nueva se formó en su mente.
Buscó la mirada de él. Tenía el rostro tenso, casi blanco. Dio un paso hacia atrás y dijo:
– ¿Me concedes el honor de un baile en el ridotto que organiza la señora Child el próximo martes?