S.T. llevaba horas caminando por la montaña en busca de Nemo. Había subido y subido por la ladera hasta casi llegar al otro lado mientras silbaba y llamaba al lobo. Ahora estaba sentado bajo la luna en la solitaria cima de una colina mientras maldecía a Leigh.
Y a sí mismo. A sus propios instintos, que siempre lo traicionaban, que nunca le habían reportado nada bueno, salvo tristeza y fugaces momentos de intensa excitación y emoción que nunca duraban; llegaban y desaparecían como las ganancias del juego.
Esta vez será distinto, había pensado. Pero no lo era.
Nunca tendría que haber enviado a Nemo; nunca tendría que haber tomado esa medida desesperada por una mujer. La gloria de esos grandes gestos suyos nunca duraba, y entonces había que volver a comenzar otra partida y jugar hasta ganarla.
O hasta perderla. En esta última había perdido al único amigo que le quedaba. Aunque seguía recorriendo la montaña buscando a Nemo, S.T. ya había recibido la noticia que tanto temía. Se había encontrado con un gitano que estaba cortando leña y que le había puesto al tanto de todo. Dos niños habían visto a un monstruo en las laderas de Le Grand Coyer, una terrible criatura sobrenatural con cabeza de hombre y cuerpo de bestia. Incluso llevaron a casa la peluca que se le había enganchado en un arbusto; después, los gitanos hicieron conjuros y pócimas y salieron a intentar atraer a la bestia a una trampa. Finalmente, tras caer en ella, una bruja lo devolvió a su aspecto normal de lobo antes de matarlo. A cambio de un pequeño donativo, podía ir a ver la piel y la destrozada peluca de aquella monstruosidad del diablo si quería, pues estaba expuesta en la iglesia de Colmars.
No fue. No podía. Echó a andar por la montaña engañándose pensando que debía de tratarse de algún error, que solo era un sueño del que despertaría; encontraría a Nemo durmiendo, acurrucado y despreocupado, a los pies de la cama.
Y en cuanto a ella, se lo merecía; tenía lo que se había buscado por abandonar su protección, que aunque no fuese lo que había sido en otros tiempos, al menos superaba con creces la capacidad de una presuntuosa en paños menores. Tenía justo lo que iba pidiendo a gritos al ir por ahí sola llevando pantalones: un aristócrata asesino con gustos aberrantes que abusaría de ella y echaría su cuerpo a la carroña.
Desesperado, echó la cabeza hacia atrás. En lo más profundo de su garganta comenzó a formarse un sonido, un quejido de dolor y soledad que fue creciendo hasta convertirse en una larga nota sostenida que había aprendido de Nemo las noches en que, tumbados en los escalones de entrada al castillo, ambos aullaban a la luna. Esperaba que los gitanos lo oyeran; esperaba que las amas de casa y los tenderos lo oyeran en todos los pueblos; esperaba que Sade lo oyera; cantó la hechizante llamada de Nemo con toda la fuerza que le permitieron sus pulmones humanos, mientras albergaba la esperanza de que todos temblasen en sus camas, en sus carruajes, tiendas, casas y en todos los lugares en los que se creyeran a salvo.
Aquel sonido salvaje se apoderó de él hasta convertirlo de nuevo en un forajido y transformar su soledad en exilio. Cantó hasta que le dolió el pecho y la nota del lobo cayó como el agua en un pozo profundo para disolverse en el silencio.
Tomó aliento. La noche todavía lo envolvía. En medio de aquella quietud expectante podía oír los latidos de la sangre en sus oídos, y el último y débil eco de su inarticulado lamento en las colinas de alrededor. Entonces, desde muy lejos, llegó la respuesta. Una única voz desolada elevó su quejido de nuevo al viento nocturno y, una vez hubo llegado a su punto más alto, volvió a caer. Se le unió una segunda voz, y una tercera, hasta convertirse en un coro, en una sinfonía salvaje y temeraria que celebraba su grito de forajido.
Hacía ya tiempo que Leigh había comenzado a impacientarse con el conde y sus insinuaciones. Este hablaba tan rápido que solo conseguía enterarse de la mitad de lo que le decía. No dejaba de moverse, tocarle el brazo y parlotear sobre los ingleses y el Club del fuego del infierno, al tiempo que la miraba fijamente; después sonreía con avidez a su sirviente. Leigh lamentaba haber aceptado su invitación. Cualquier maldad que planeara el conde solo serviría para retrasarla aún más, y ya había malgastado demasiado tiempo en aquel viaje inútil.
Se dio cuenta de que había sido una debilidad por su parte ir hasta allí para aprender las artes de la lucha que nunca había conseguido dominar. Salió de Inglaterra guiada por una pesadilla, aferrándose a la ilusión de que podía vengarse como un hombre lo haría. Llegó a esas tierras buscando a un paladín de la justicia, a una espléndida y misteriosa leyenda de su niñez que apenas recordaba vagamente, pero se encontró con que tan solo era un ser humano que estaba muy solo, y que la miraba como si ella pudiese consolarlo.
Podría haberse aprovechado del deseo masculino que veía su mirada, seducirlo hasta convencerlo de que la ayudara con su plan, del mismo modo que un cazador conseguiría que un tigre hambriento siguiese el cebo hasta caer en la trampa. Pero cuando él tropezó, se apoyó en el hombro de ella para no caerse, y la miró con su atractivo rostro lleno de orgullo y añoranza, le demostró la verdadera magnitud de su deseo.
Algo en su interior reconoció aquella mirada. La ansiedad de S.T. iba más allá de la simple lujuria. No le habría importado que su cuerpo fuese el precio que tuviera que pagar con tal de conseguir su objetivo; eso era algo que había decidido tiempo atrás, pero vio que no bastaría con su cuerpo. Esa mirada pedía mucho más.
Así, tuvo que marcharse de su lado aprovechando el primer medio que se le presentó, al tiempo que descartaba otra fantasía de su niñez. Solo contaba consigo misma para hacer justicia. Haría lo que tenía que hacer sola y como mejor pudiese. Había esperado poder vengarse con honor pero, si ello no era posible, se vengaría de todos modos.
El conde de Mazan estaba muy agitado desde que habían salido de La Paire con el estruendo de fuego de mosquete tras ellos. Al parecer la persecución había cesado al llegar a la frontera, ya que a partir de allí su carruaje podría haber sido alcanzado fácilmente en aquellos caminos sinuosos y llenos de baches. La senda empeoraba conforme avanzaban, por lo que iban a un paso más lento que si caminaran. Las ruedas del carruaje no dejaban de caer pesadamente en numerosos baches, haciendo que sus ocupantes se tambalearan antes de salir de los mismos entre crujidos.
Leigh iba sentada en silencio y muy tensa, cogida a la agarradera para no caer del asiento. Consideró que sería más prudente abstenerse de interrogar al conde sobre su pasado reciente, e intentar mantenerlo a raya limitándose a contestar con frialdad a su entusiasta conversación. El ayuda de cámara, Latour, pasaba el tiempo observando con el ceño fruncido el camino; solo apartaba la vista de él para dirigir intensas miradas a Leigh de vez en cuando.
– Mirad esto -dijo el conde mientras se apoyaba en ella aprovechando un balanceo del carruaje. Puso un pequeño volumen encuadernado en piel en la mano de Leigh-. Está en inglés. ¿Lo habéis leído?
Leigh miró el lomo del libro, sin apenas poder mantenerlo quieto. Se titulaba La obra maestra de Aristóteles. No lo abrió.
– ¿Lo habéis leído? -volvió a preguntar el conde. Leigh negó con la cabeza-. Ah, en ese caso os va a encantar. Quedáoslo. El señor John Wilkes me lo dio a mí, y yo os lo doy a vos.
Ella se metió el libro en el bolsillo de la levita.
– ¿Es que no vais a leerlo? -preguntó él con una mueca de decepción.
– Tal vez luego. Ahora es un poco difícil con todo este movimiento.
– Sí, por supuesto, luego. -Le dedicó una gran sonrisa-. Lo leeremos juntos. No entendí bien el significado de algunas de las palabras inglesas.
El conde se reclinó en el asiento y comenzó a hablar rápidamente con Latour. Hizo varias referencias llenas de respeto a una tal mademoiselle Anne-Prospere. Leigh consiguió entender que su intención era reunirse con su amada en algún punto del viaje, pero de momento no tenía otra compañía que su sirviente. Con la ayuda de la luna llena prosiguieron su lento camino ya bien entrada la noche pero, al saber que había un desprendimiento de rocas más adelante, Mazan decidió parar en una pequeña posada. Leigh bajó del carruaje y estiró las piernas en el patio. Mientras Latour y Mazan seguían al posadero al interior, ella contempló las escarpadas laderas del valle bañadas por la luz de la luna que se elevaban por todos los lados y sumían el río y el angosto camino en la penumbra.
Anduvo unos metros por el sendero. Era un lugar agreste y desierto, más adentrado en las montañas que La Paire. El sonido del río parecía sofocado, acallado de forma extraña por las rocas que pendían sobre él, como si esa masa de piedra ejerciera una poderosa presión sobre todo lo que tenía debajo. Sobre la cumbre del precipicio que había tras la posada vio la luna llena colgando por encima de las oscuras laderas del abismo.
Si se marchaba de allí, tendría que dormir a la intemperie. No habían visto una sola luz en las últimas tres horas.
– ¡Aquí estáis! -dijo el conde de Mazan cogiéndola del brazo-. Vamos, vamos, nos han preparado una agradable habitación con un buen fuego. La mañana llegará antes de que nos demos cuenta. -Tiritó y sonrió a Leigh-. Debemos sacar el máximo provecho a nuestro descanso.
Tiró de ella con algo más de fuerza de la que era necesaria. Leigh lo permitió, ya que pensaba sacarles una cena antes de desaparecer con sigilo en la oscuridad.
La posada no disponía de ningún salón privado. Había un único dormitorio provisto de dos camas y un diminuto aseo, en el que había un catre y una ventana que no estaba protegida ni por papel ni por cristal. Mazan lo señaló con gesto despreocupado.
– No dejaremos que Latour duerma ahí fuera. Podemos arreglarnos todos aquí dentro. -Volvió a sonreír-. Además, ya nos ha encontrado una chica.
Esa revelación era todo un reto para el escaso francés de Leigh. Incapaz de construir una frase más sutil, se limitó a afirmar con rotundidad:
– No me gustan las chicas.
Mazan alzó las cejas en señal de sorpresa.
– Mon dieu, un joven de vuestra edad. ¿Adónde va a ir a parar el mundo? -Se sentó en una de las camas-. Bueno, no pasa nada. Yo también desprecio a las mujeres. Pero esperad a ver lo que tengo en mente. Venid y poneos cómodo -dijo dando unas palmaditas en la cama.
Antes de que Leigh pudiera reunir sus escasos conocimientos de gramática francesa y contestar, la puerta se abrió. Latour empujó dentro a una joven criada, rolliza y sonrosada.
– Milord -gimoteó la fille de chambre-, os lo suplico, soy una buena chica, milord.
– Tonterías -contestó el conde-. ¿Esperas que nos lo creamos en un lugar como este? Lo único que pretendes es sacarme más dinero.
– ¡No, señor! -exclamó ella mientras negaba con la cabeza-. Me voy a casar, preguntadle a la posadera. ¡Ay! -gimió ante la fuerza del pellizco que le dio Latour.
– Es la posadera quien te ha recomendado -replicó Mazan-. Dice que eres tan golfa que haces cualquier cosa por una guinea, de lo cual no me cabe la menor duda. A ver dónde la tengo… -Adoptó un tono de voz más amable-. Toma, guárdatela. Pero ¿por qué lloras, pobre niña? -La atrajo hacia sí y le acarició la mejilla al tiempo que le metía la moneda en el delantal.
– ¡Por favor, señor! No la quiero -dijo ella intentando devolverle la guinea. El conde le cogió la muñeca y se la retorció. La chica gritó de dolor y cayó de rodillas-. ¡No lo hagáis! -sollozó-. ¡Dejadme, por favor, os lo suplico!
– Sujétala, Latour. Así, átale las manos, eso es. Sí, llora, llora -canturreó divertido mientras el ayuda de cámara le ataba los brazos a la espalda con un pedazo de lino. Con la ayuda de Latour, Mazan la puso boca abajo en la cama, le levantó la falda por encima de las rodillas y le ató los pies a la pata del lecho mientras ella gemía y suplicaba que la soltasen. Leigh se dirigió hacia la puerta.
– Milord -avisó Latour a su amo al advertir el movimiento.
Este alzó la vista y, saltando de la cama, fue corriendo a bloquear la puerta. Leigh sacó su letal daga plateada. El conde se detuvo y miró absorto la hoja.
– La he estado observando -dijo Latour-. Es una mujer, estoy seguro.
Mazan lo miró sorprendido, momento que Leigh aprovechó para intentar escabullirse por su lado. Pero él la cogió. Soltó una maldición cuando ella le hizo un corte en la palma de la mano. Levantó la otra y le propinó un fuerte golpe en un lado de la cabeza.
Nunca habían pegado a Leigh. Se tambaleó ante la puerta y se inclinó mientras su cabeza resonaba y su estómago se retorcía por el inesperado dolor. Agarró la daga y se incorporó para intentar esquivar el siguiente golpe, pero de pronto el sonido que oía en su cabeza cambió; se hizo más fuerte y extraño. Mazan ni siquiera la estaba mirando. Permanecía inmóvil, como petrificado, con la vista puesta en la ventana y escuchando boquiabierto un aullido profundo e inhumano que lentamente fue ganando intensidad.
– ¿Qué demonios es eso? -exclamó. Otro lamento se unió al primero, y otro más, y después otro, componiendo un sonido que hizo que a Leigh se le erizara el vello de la nuca. Nunca había oído nada igual en toda su civilizada y segura vida; sin embargo, su cuerpo supo qué era. Sintió un cosquilleo en la columna vertebral conforme aquel ulular grave y vibrante ascendía hasta convertirse en un sobrenatural canto nocturno. Cerró los ojos y se apoyó en la puerta mientras escuchaba aquel extraño concierto que lo llenaba todo y sofocaba los gritos de sorpresa que se oían procedentes del piso de abajo.
De pronto notó que la puerta cerrada se agitaba por los golpes de pisadas en el rellano. Los aullidos cesaron súbitamente.
– Diable -musitó el conde.
El picaporte de la puerta se movió bajo los dedos de Leigh. De forma instintiva dio un paso atrás, despertando de su desconcierto para darse cuenta de que se le ofrecía una oportunidad de escapar. La puerta se abrió violentamente.
Entre las sombras del rellano, en unos ojos de lobo se reflejó la luz de las velas con un fuego rojo.
– Jésus Christ -exclamó Mazan.
El profundo gruñido del lobo se hizo mucho más intenso cuando él habló. El animal, que estaba agazapado, con el lomo erizado y listo para saltar, enseñaba sus blancos y enormes colmillos. Junto a la gran bestia, también entre sombras, había un hombre. La luz hizo que de su pelo brotara un destello dorado. Levantó la espada y dibujó un grácil arco con ella.
– Monsieur de Sade -dijo en voz baja-, pese a que estáis muy gracioso con esa expresión en la cara, os recomiendo que bajéis la mirada.
– ¿Qué? -exclamó con voz entrecortada el hombre que se hacía llamar conde de Mazan.
– No quiero vuestra sangre -dijo el Seigneur con la misma voz suave-. Muy considerado por mi parte, ¿no os parece? Pero mi amigo no ha conseguido dominar sus emociones -añadió al tiempo que señalaba con la espada al lobo-, y está convencido de que debería mataros por mí bien. Así que sed tan amable de bajar la mirada lentamente, y estaréis algo más seguro.
El aristócrata obedeció mientras respiraba entrecortadamente. El lobo siguió gruñendo y, tras dar un amenazante paso adelante, extendió una enorme garra sobre el suelo de madera del dormitorio. Sus dientes, más afilados que los de cualquier perro domesticado, brillaban con intensidad.
– Avec soin -ordenó el Seigneur en un francés claro y sencillo-. Leigh, desata a la chica. Si ves que va a montar algún escándalo, usa esa tela para amordazarla primero. Bajo ningún concepto dejes que grite.
Leigh hizo lo que le pedía mientras susurraba palabras de consuelo a la aterrorizada chica. Desde la posición en que se encontraba en la cama, no podía ver al lobo, pero sí oírlo. Por sus mejillas caían lágrimas que empapaban el lino. Leigh consiguió con gran esfuerzo levantarla de la cama, pero a la sirvienta le fallaron sus rollizas piernas tan pronto como vio a la bestia.
– Levántate -susurró Leigh-. Levántate, estúpida mocosa.
La criada lloriqueó y se dejó caer con fuerza sobre ella. Leigh se tambaleó bajo la carga pero, haciendo otro esfuerzo, consiguió sujetar a la chica mientras lanzaba al Seigneur una mirada llena de impotencia e impaciencia. Él negó con la cabeza.
– Las damiselas siempre elegís los momentos más inoportunos para desmayaros -dijo con una débil sonrisa-. ¿Qué prefieres, Sunshine, la salvamos o la dejamos ahí tirada?
Leigh se apartó de la chica.
– La dejamos tirada -dijo.
Las piernas de la criada recobraron repentinamente la fuerza en cuanto notó que perdía la sujeción. Un «non!» ahogado salió de la mordaza de lino mientras intentaba aferrarse a Leigh. El lobo se movió rápidamente hacia delante gruñendo y dispuesto a atacar al marqués, su víctima más cercana. Este maldijo, y la criada chilló. Pero el lobo volvió atrás y se agazapó junto a su amo mientras la chica se agarraba a Leigh gritando de terror.
– Levántate -dijo Leigh-. Levántate y haz lo que te dicen.
– Oui, madame -gimoteó la criada al tiempo que, cogida a su brazo, se incorporaba-. Mais oui.
Leigh miró al Seigneur en espera de instrucciones. Este entró en la habitación. La luz de las velas iluminó su pelo y sus largas pestañas con un fuego de color pardo rojizo. El lobo se movió junto a él e hizo otro rápido movimiento hacia el marqués y su sirviente, arrinconándolos contra la chimenea. El Seigneur hizo una señal con la cabeza a Leigh, que cogió su bolsa y empujó a la criada delante de ella para salir de la estancia. Fuera, la fille de chambre no perdió tiempo en huir; ya había desaparecido por la escalera antes de que Leigh hubiese llegado al pasamanos. Entonces se oyó un feroz estallido de gruñidos en la habitación. Cuando se volvió, vio que el Seigneur aparecía ante la puerta iluminada, levantaba la espada a modo de saludo y se inclinaba ante los ocupantes de la estancia.
– Bonne nuit, marqués de Sade -dijo en tono alegre-. Que tengáis felices sueños.
El marqués lanzó otra maldición. El lobo salió por la puerta apartándose todo lo que pudo de Leigh y bajó la escalera con pasos contundentes.
– Vamos -le dijo el Seigneur al tiempo que la miraba y recogía su sombrero de la barandilla en que lo había dejado.
Una vez abajo, ella cruzó la sala inferior sin molestarse en mirar al posadero y a su mujer que, atónitos y paralizados, se habían refugiado tras el respaldo de un banco de madera. El lobo también los soslayó y desapareció sin hacer ningún ruido por la puerta abierta. Pero el Seigneur se detuvo, se disculpó cortésmente ante la estupefacta pareja y cogió el pan, la ensalada y los tres capones que se enfriaban en una bandeja que tenían preparada para llevar al piso de arriba. Lo ató todo dentro de una servilleta que metió en la bolsa de Leigh, junto a una botella de vino y una aceitera. Tras asegurarles que milord el marqués lo pagaría, se echó la bolsa al hombro y, una vez se hubo despedido con exquisita educación de los posaderos, cogió a Leigh del brazo y salieron al exterior.
Ella podía sentir la tensión de su mano mientras la llevaba del brazo y atravesaban el patio. Sin detenerse, el Seigneur levantó la cabeza y aulló con furia al cielo en señal de victoria. De todas las direcciones llegó la entusiasta respuesta de las voces lobunas, como una interminable serenata de alegría y apoyo. El lobo del Seigneur corría en grandes círculos alrededor de ellos, hasta que se paró para unirse al aullido general con la cola y el hocico levantados. A continuación, se acercó a S.T. por la espalda, siempre rehuyendo a Leigh, y de un salto colocó sus enormes garras sobre los hombros de su amo. Se mantuvo así durante un instante; después, volvió a caer al suelo y desapareció entre la oscuridad de los árboles.
El coro se detuvo tan súbitamente como había empezado, como si la invisible manada hubiese llegado al final de su canto con una nota al unísono concertada de antemano. El Seigneur seguía sujetando a Leigh del codo mientras la conducía por el camino, envueltos por la luz de la luna y las sombras.
– ¿Es Nemo? -preguntó ella.
– Por supuesto -contestó él con cierto tono de alivio en la voz.
– ¿Dónde estaba?
S.T. la miró. Había suficiente luz para ver que tenía una ceja levantada.
– Con los suyos, señorita Strachan. ¿No los habéis oído?
Caminó con pasos más largos todavía con la espada en la mano, que emitía destellos plateados conforme se movían. Leigh anduvo en silencio junto a él durante unos instantes, hasta que algo hizo tropezar al Seigneur y este la sujetó aún con más fuerza; estuvieron a punto de caer por la desmesurada intensidad del agarre. Maldijo mientras la joven recuperaba la estabilidad y dejaba que su compañero también lo hiciera apoyándose en ella. Una vez lo hubo conseguido, la soltó.
– Lo siento -dijo S.T. muy serio.
Leigh lo cogió por las mangas de la camisa cuando dio un paso tambaleante y, sin decir nada, volvió a pasar la mano de él alrededor de su brazo. El Seigneur se quedó inmóvil ante aquella silenciosa muestra de ayuda y, de forma abrupta, envainó la espada.
– Tuve un accidente -comenzó a explicar con la mirada fija en tierra-, y a veces mi equilibrio no es muy de fiar. Hoy ha sido un día muy duro.
– Apoyaos en mí.
Él levantó la cabeza muy despacio y la miró fijamente durante un instante. La luz de la luna hacía que el dorado de su pelo pareciese escarcha y moldease su rostro en plata y azabache.
– No me importa -añadió Leigh-. Estoy acostumbrada.
– Gracias -dijo él retirando la mano-, pero no necesito vuestra ayuda.
«Orgulloso y ridículo estúpido.»
– ¿Cómo habéis conseguido alcanzarnos? -preguntó ella con interés.
– El camino sigue el curso del río y bordea la ladera de la montaña -explicó él-. Se ataja mucho viniendo por la cima -añadió encogiéndose de hombros-. Y sabía que estaríais aquí, ya que no hay ningún otro lugar en el que hospedarse. Ya había recorrido buena parte del camino buscando a Nemo.
– ¿Y lo habéis recorrido en la oscuridad, en vuestro estado? ¿Cómo? ¿A cuatro patas?
Ese comentario lo ofendió; Leigh lo notó en la forma en que cerró la boca y apartó la mirada. Ella comenzó a andar y, al cabo de un momento, oyó sus pisadas detrás.
– No ha sido nada, os lo aseguro -dijo él en tono irónico-. He asaltado diligencias atado de pies y manos.
– Si volvéis a tropezar, intentad caer en mi dirección.
– Mi más sincero agradecimiento, señorita Strachan, pero…
Justo en ese momento Leigh lo oyó resbalar en la rocosa senda. Chocó contra ella por detrás al tiempo que intentaba sujetarse. La joven se tambaleó durante un instante, pero volvió a erguirse mientras él se cogía a sus brazos y maldecía entre dientes.
– Ya os dije que me necesitabais -murmuró Leigh.
– Son estas malditas sombras del camino -alegó él; al momento se incorporó y le puso las manos sobre los hombros-. Me las apaño bastante mejor cuando puedo ver como Dios manda.
– Me necesitáis -repitió ella con paciencia.
S.T. le apretó los hombros con más fuerza.
– Quiero besaros.
Leigh ladeó la cabeza y lo miró de reojo. Él sonrió.
– Por favor… -dijo respirando suavemente sobre su cuello-. S'il vous plaît, mademoiselle. Os hemos rescatado, ¿no es cierto?
La joven frunció el ceño y permaneció muy rígida mientras S.T. le acariciaba el cuello.
– Os dije que estaba dispuesta a acostarme con vos si así lo deseabais.
S.T. cesó la caricia súbitamente. Permaneció tras ella durante un buen rato y, a continuación, retiró las manos de sus hombros.
– Solo os he pedido un beso -dijo con sequedad-. Y esperaba que vos lo desearais también.
– No lo deseo. Pero podéis seguir intentándolo.
Él emitió un profundo gruñido de decepción y la empujó hacia delante.
– Da igual. No es una oferta tan tentadora, Sunshine.
Pero sí que lo era. S.T. no volvió a tocarla, pero ardía de deseo y excitación.
Y lo había hecho. Había conseguido rescatar a su damisela de la guarida del dragón pese a su vértigo y a su sordera, sin caballo, ni máscara ni armas salvo su pequeño sable.
Y la cara que había puesto Sade… Mon dieu, solo por ello ya había valido la pena.
Era una dulce victoria a la que solo faltaba lo que Leigh no quería darle. Pues que se fuera al infierno. Le daba igual.
Nemo regresó y se colocó a su lado, proporcionándole de ese modo una amortiguación muy conveniente en caso de que volviera a caerse, pero S.T. se fijaba muy bien en dónde pisaba y así conseguía mantenerse firme. Era la luz de la luna lo que lo salvaba; de haber estado totalmente a oscuras tendría que haber ido a cuatro patas. Siempre que pudiera concentrarse en un objeto fijo y no tropezase, no había peligro de que perdiese el equilibrio. Ese último mareo ya estaba desapareciendo, y afortunadamente había sido más breve que el anterior.
La manada de lobos los seguía de cerca por algún lugar por encima de ellos a lo largo de las colinas. S.T. lo sabía por la forma en que Nemo levantaba las orejas y miraba con frecuencia a su alrededor, además de estallar en repentinos accesos de alegría en los que se movía adelante y atrás como si interpretase una juguetona danza. Cuando se aproximaron al pueblo más cercano, cogieron un desvío hacia el este. Algún semejante de Nemo ya había pagado con su piel el intento de entablar contacto con los humanos. Sin duda, tras caer en la trampa había muerto y había sido expuesto con la peluca que Nemo había perdido previamente. De ese modo, los gitanos habían alardeado de matar a la bestia diabólica. S.T. esperaba que el resto de la manada volviese pronto a algún lugar más seguro de las cumbres.
Un melódico aullido surgió de lo alto. Nemo se sentó y respondió lleno de alegría. Después se puso en pie de un salto y, tras acercarse varias veces a S.T., partió a gran velocidad por el borde del camino hasta desaparecer entre los árboles.
– ¿Volverá? -preguntó Leigh de repente. Era lo primero que decía en el último cuarto de hora. La euforia de S.T. por haberla rescatado había ido remitiendo gradualmente, pero su corazón todavía latía algo más rápido de lo normal. No hacía más que pensar que ella estaba ahí, a su lado.
– Si se siente solo… -fue todo lo que contestó.
Leigh se detuvo y miró hacia la cumbre de la colina.
– ¿No se marchará con los demás?
– No creo que la manada lo haya aceptado.
– La otra vez no volvió -dijo ella-. Tal vez deberíais ponerle una correa.
– ¿Una correa? -exclamó S.T. al tiempo que se volvía y la miraba fijamente-. Parece que no entendéis nada.
Leigh le devolvió la mirada sin pronunciar palabra. Por un instante S.T. creyó que la aguda nota de desprecio de sus palabras la había herido, pero ella se limitó a decir:
– Creo que es una idea bastante práctica.
S.T. respiró hondo y negó con la cabeza.
– No lo entendéis.
– Entiendo perfectamente que sois un loco que vive de sueños -replicó Leigh.
El otro encajó esas palabras mientras intentaba evitar mirarla a la cara, tan bella y fría a la luz de la luna. En su lugar, le miró las manos y se imaginó cogiéndole una, poniéndola entre las suyas y calentándosela con su aliento.
Sueños. Vivía de sueños.
«Tiene mucha razón», pensó mientras se volvía.
– Conozco un lugar en el que podemos pasar la noche, si os dignáis honrarme con vuestra cautivadora presencia -dijo-. No está lejos.
Ella asintió ligeramente con la cabeza. La perversa alegría que sintió S.T. no hizo sino demostrarle que ella tenía toda la razón y que él era un loco redomado. Echó a andar mientras intentaba encontrar alguna forma de romper la barrera de hielo que rodeaba a aquella joven.
Nemo surgió jadeando de la oscuridad y se reunió con ellos, aunque se mantenía siempre lo más apartado posible de Leigh. Parecía más calmado; se les adelantaba en el camino y volvía atrás para meter la nariz en la mano de S.T. Le resultó reconfortante poder apuntarse ese tanto contra el sentido práctico y las correas. Acarició las orejas del lobo y sonrió para sus adentros. Al fin y al cabo, había sido capaz de conquistar a criaturas más salvajes y peligrosas que esa adusta muchacha.
El empinado desfiladero por el que transcurría el camino daba a un pequeño valle, un prado bañado por la luna que se extendía hasta las oscuras colinas. S.T. se salió del camino al llegar a un vado del arroyo. Nemo chapoteó en el agua y se sacudió, desperdigando brillantes gotas de agua, pero su amo vaciló antes de adentrarse en la corriente. Pensó que lo galante sería cruzar el río con ella en brazos, pero lo consideró demasiado arriesgado ya que, si perdía el equilibrio, sería la humillación definitiva. En su lugar, se echó la bolsa y el cinto de la espada al hombro y metió los pies en el agua sin más ceremonia.
– Vais a estropear las botas -dijo ella.
– ¿Ensayando para la vida de casada? -preguntó S.T. a la vez que extendía la mano que tenía libre mientras las frías aguas se arremolinaban a sus pies-. Ah, no, perdonad, se me olvidaba, solo estáis siendo práctica. Poned el pie en esa piedra de ahí y os impulsaré al otro lado.
Durante un instante creyó que ella iba a rechazar el ofrecimiento. Se notaba que era lo que quería hacer, pero venció su preciado sentido práctico. Saltó sobre la roca y S.T., cogiéndola del brazo, la lanzó al otro lado, en el que aterrizó sin ningún problema. A continuación cruzó él; se le había metido agua dentro de las botas.
– Gracias -dijo ella secamente.
– Tened cuidado, no vayáis a ahogaros de la emoción -murmuró él mientras volvía a colocarse la espada.
S.T. vio delante de ellos las ruinas romanas, tres solitarias columnas que se alzaban en medio del prado y que, a la luz de la luna, no eran más que unas tenues manchas blancas. Echó a andar; las botas hacían ruido por el agua que llevaban dentro. Recorrió el sendero que conducía a los restos del templo y, una vez allí, dejó la bolsa sobre un bloque de piedra caído.
– Podemos dormir aquí -dijo al tiempo que se sentaba para quitarse las empapadas botas.
Leigh las cogió en cuanto las dejó a un lado. Buscó en la bolsa y encontró la aceitera. S.T. miró de reojo y la observó mientras se quitaba el pañuelo del cuello y utilizaba un extremo del mismo para frotar las botas húmedas con aceite. Él movió los dedos; estaban muy fríos.
– No hace falta que lo hagáis.
– Si no se acartonarán.
S.T. se estiró y sacó el hatillo de comida. Nemo fue corriendo hasta él y se sentó delante, mirándolo fijamente. Su amo le lanzó una pata de pollo que desapareció de un bocado. Rompió el sello de cera de la botella de vino y, tras sacar el corcho, la olió con deleite y se la ofreció a Leigh.
– Tengo por norma no beber alcohol -dijo ella.
Por supuesto.
S.T. dio un largo trago y suspiró. Nemo se acercó más, con la mirada fija en el capón. Su amo se sentó más erguido y gruñó, ante lo cual el lobo se detuvo y agachó las orejas en señal de sumisión pero, en cuanto su amo dio un nuevo trago a la botella, Nemo intentó aproximarse más. S.T. dejó la botella y esperó, como si no hubiese visto que el lobo avanzaba paso a paso hacia él. De repente saltó sobre Nemo y, cogiéndolo del cuello, cayó encima de él y lo zarandeó con fuerza al tiempo que le gruñía. Al instante, el animal se agachó sobre la tripa y comenzó a revolcarse por la tierra con la cola metida entre las patas mientras gemía y se estremecía. En cuanto S.T. lo soltó, el lobo retrocedió a toda prisa con las orejas gachas. Se tumbó a unos metros con la cabeza sobre las patas y observó con cara de lástima cómo su dueño se comía la mitad del capón. S.T. miró a Leigh, que estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la hierba engrasando sus botas a la luz de la luna.
– ¿No tenéis hambre? -le preguntó.
Ella ni siquiera levantó la cabeza para mirarlo.
– Comeré cuando termine esto.
S.T. extendió la servilleta sobre el bloque de piedra y dispuso el pan y la carne para ella. Cogió la bolsa y escarbó el fondo con la intención de sacar la copa de plata y llenársela de agua en el arroyo.
– ¡Dejad eso! -exclamó ella-. No quiero que hurguéis en mis cosas.
– ¿Y por qué no? -preguntó S.T. sin dejar de rebuscar-. Un vestido con zapatos a juego, un juego de corsés, una gargantilla de perlas, un cuaderno de bocetos, dos hebillas de oro, un abanico de señora, algunos polvos medicinales, muselina, una taza, una cuchara, tres libras y veinte peniques. Valor total estimado cuatro guineas, sin contar la perla del fajín de seda. Ya lo hurgué todo hace tiempo.
– ¿Mientras estaba enferma? -preguntó Leigh con la mirada fija en él-. No sois un caballero.
– No me queda ni una pizca de virtud -dijo S.T. sonriendo-. ¿Y qué esperabais? Soy bandolero.
Encontró la copa, se puso en pie y se dirigió con mucho cuidado hasta el agua calzado solo con las medias. Nemo se incorporó en silencio y trotó por delante de él manteniendo una respetuosa distancia. Cuando S.T. se arrodilló ante el arroyo, miró al lobo y lo llamó. Nemo emitió un suave gemido como respuesta, pero no parecía estar muy seguro del recibimiento que lo aguardaba. Su amo se tumbó en el suelo y volvió a llamarlo.
– Ven, viejo amigo, ya sabes que no debes intentar robar la cena. Ven aquí.
Nemo permaneció sentado sin reaccionar. S.T. alargó una mano.
– ¿Acaso crees que ya no te quiero? ¿Qué es lo que te pasa?
El lobo inclinó la cabeza con expresión de curiosidad y miró a S.T. a los ojos.
– Es por ella, ¿verdad? -dijo con un suspiro-. Tienes miedo de que se una a la manada. -Arrancó una brizna de hierba y negó con la cabeza-. Verás, Nemo, lo que ocurre es que soy muy estúpido cuando se trata de mujeres. Hacen conmigo lo que quieren. -Miró hacia atrás en dirección al templo-. ¿Te has fijado en ella? Lo que quiero decir es…, maldición, ¿puedes culparme de verdad? -Se pasó las manos por el pelo-. Noto que me estoy dejando llevar. Intento comportarme de forma racional, y sé que soy un maldito imbécil por enamorarme. Nunca sirve de nada, y nunca termina en nada bueno. Además, ni siquiera me cae bien. Tiene tanta sensibilidad como la estaca de una cerca. -Cerró los ojos-. Pero llevo tanto tiempo así, Nemo, tanto tiempo…
Volvió a suspirar, en esa ocasión con un gemido al más puro estilo canino. Nemo levantó las orejas, fue hasta él, colocó con cuidado sus enormes patas delanteras sobre las rodillas de S.T. y le lamió la barbilla y la cara en señal de afecto y solidaridad.
– Eso está mejor -dijo su amo acariciándole el lomo y rascándole las orejas mientras el lobo se apretaba contra él moviendo el rabo-. ¿Volvemos a ser amigos?
Nemo le dio un golpe con el hocico para comenzar a jugar. Él se lo devolvió y empezaron una alegre lucha sobre la tierra húmeda.
Cuando volvieron, Leigh seguía ocupada con las botas. S.T. se sentó sobre la hierba con la espalda apoyada en la piedra. Una ligera brisa agitó las páginas del cuaderno de bocetos, que había dejado encima. Levantó la mano y lo cogió.
– Sois una artista -dijo él con el cuaderno en el regazo.
– Solo hago algunos dibujos sin importancia. Y no os he invitado a que los veáis.
S.T. guardó el cuaderno en la bolsa mientras pensaba en papá dormido en la biblioteca y Anna en compañía de su alto capitán. Le gustaba pensar en la familia de ella. Sonreía con nostalgia al imaginar esas cosas que él nunca había vivido. No le habría importado volver a ver los dibujos pero, de todos modos, estaba demasiado oscuro.
– ¿Dónde aprendisteis a pintar? -dijo Leigh.
S.T. levantó la cabeza y la miró, sorprendido por la pregunta. La joven examinó la bota que tenía en la mano y la dejó junto a la otra.
– ¿De verdad lo queréis saber?
Ella se puso en pie y se sacudió los pantalones.
– Siento curiosidad. Está claro que vuestro estilo es romántico, y hacéis mucho uso del claroscuro, pero no he podido identificar ninguna escuela en concreto.
– Escuela veneciana. Estudié con Giovanni Piazzetta -dijo S.T. mirándola de reojo para ver cómo reaccionaba.
– Ah -fue todo lo que dijo.
– Y con Tiepolo -añadió él, incapaz de controlarse-. Fui aprendiz en el estudio del maestro Tiepolo durante tres años y medio.
Leigh se sirvió algo de comida y, tras volver a sentarse en el suelo, depositó los pedazos de pan en su regazo.
– Pues creo que estaría orgulloso de vos -dijo en voz baja-. Vuestros cuadros son… luminosos.
S.T. resopló débilmente. Cerró los ojos y volvió la cabeza para evitar que ella pudiese ver su gesto de satisfacción; su boca se había curvado hacia arriba sin su permiso. Le gustaban sus cuadros. Pensaba que eran luminosos. Bien.
Deseaba besarla. Quería tener su cuerpo muy cerca y perderse en ella.
– Dejad que os pinte -dijo de pronto-. Volved conmigo al castillo y os pintaré así, a la luz de la luna entre las ruinas. Sois muy hermosa.
– No -contestó ella al tiempo que negaba con la cabeza.
S.T. cruzó los brazos sobre las rodillas y apoyó la cabeza en ellos.
– Me estáis volviendo loco -dijo levantando la cabeza de nuevo-. ¿No queríais que os enseñara a manejar la espada? Pues volved conmigo, posad para mí y os enseñaré.
Ella lo miró fijamente durante un buen rato.
– No creo que podáis.
S.T. se puso en pie de un salto.
– ¿Por qué? ¿Porque ya no puedo luchar? -Parpadeó tratando de contener el mareo que le había provocado el movimiento repentino. Fue hasta una de las columnas y se apoyó en ella-. Mi maestro de esgrima tenía ochenta y ocho años cuando comencé a estudiar con él, señorita Strachan, y me enseñó a ser el mejor.
Era cierto. Su maestro había sido el mejor del continente, pero también había podido practicar con cientos de otros estudiantes, oficiales y virtuosos duelistas y mejorar su pericia. Se había educado en una escuela excelente. Se sentía capaz de adiestrar bastante bien a aquella joven en los ejercicios básicos para principiantes, lo cual de todos modos sería lo único que ella podría asimilar. Leigh lo observó con expresión pensativa.
– Artista y espadachín -dijo al fin-. ¿Quién sois, Monseigneur de Minuit?
Él se encogió de hombros.
– No lo sé.
– Perdonad -dijo ella apartando la vista-. No quería ser indiscreta.
– No es ningún secreto. Mi madre huyó de su marido y me tuvo al poco tiempo de llegar a Florencia. Es casi seguro que soy bastardo, pero supongo que las fechas se prestaban a ciertas dudas y mi padre me reconoció. Pobre hombre, tampoco podía hacer otra cosa, después de que mi hermano mayor hubiese matado a todos sus contrincantes en dieciocho duelos y después se partiera el cuello al caer por la ventana de un prostíbulo. -Hizo una pausa y sonrió-. Seguro que rezaba para que yo demostrara la firmeza de carácter de la que de forma tan notoria y lamentable carecía el resto de la familia. -Apoyó la cabeza en la columna-. El pobre estaba equivocado pero, de todos modos, llevo el honorable apellido inglés de Maitland.
Leigh se limpió los dedos en la servilleta.
– Parece como si os estuvierais haciendo el inglés por mí -dijo.
– Para mí solo es una lengua más -contestó él mientras se frotaba la nuca-. No soy de ninguna parte en particular. Mi madre nunca regresó a Inglaterra; fuimos de un lado a otro. -Cerró los ojos y prosiguió-. Venecia, París, Toulouse, Roma, a cualquier lugar en el que pudiera encontrar a un caballero inglés que le proporcionara una relación apasionada y desesperada. -Hizo una pausa-. Tenía que ser inglés para que yo me criara como un caballero de dicho país. Pero lo mismo puedo ser francés, italiano o tan inglés como John Bull. Como gustéis.
– Parece una vida muy poco estable -comentó ella.
S.T. se pasó el brazo por detrás de la cabeza mientras seguía apoyado en la columna.
– Era bastante divertido. Maitland enviaba dinero para las clases de esgrima y equitación, así como constantes cartas en las que nos recordaba la vergüenza que ambos éramos para él y, mientras tanto, mi madre vivía de sus amantes. Fue ella la que cautivó a Tiepolo para que me cogiera de aprendiz -dijo sonriendo en la oscuridad-. Nos entendíamos bastante bien, maman y yo.
Volvió la cabeza y la sorprendió mirándolo fijamente. Al instante ella bebió el agua de la copa y recogió los restos de comida que tenía en el regazo.
– ¿Se los doy al lobo? -preguntó.
– Sí. Guardad uno de los capones para mañana y echadle a Nemo el otro. No querrá acercarse para cogerlo de vuestra mano.
Nemo levantó la cabeza, se abalanzó sobre la carne que cayó al suelo ante él y se fue detrás de S.T. para comérsela.
– ¿Por qué estáis aquí? -preguntó ella.
– ¿Aquí? -dijo él sin querer entender qué decía-. He venido a rescataros.
– Aquí escondido. ¿Por qué huisteis? ¿Por qué no seguís en Inglaterra?
– No huí -dijo él en tono indignado-. Simplemente emigré.
– Hay una recompensa por vuestra cabeza.
– ¿Y qué? Ya la había hacía trece años. «Robado el pasado lunes por un hombre que llevaba una máscara negra y blanca, de modales gentiles, que hablaba en ocasiones en francés y montaba un caballo alto y negro, o pardo oscuro.» -Soltó un bufido de sorna-. A ver, decidme, ¿dónde está el peligro? Si Inglaterra pudiera jactarse de tener una policía secreta y un ejército permanente como Francia, nosotros los caballeros de los caminos lo tendríamos más complicado, os lo aseguro -dijo al tiempo que volvía la cabeza y la miraba-. Pero, para nuestra gran fortuna, ningún inglés bien nacido soporta la tiranía de hacer cumplir la ley con efectividad. Un puñado de magistrados rurales no representa una gran amenaza, siempre que uno sea discreto. Y os aseguro que yo lo soy.
– Ya lo creo que lo sois -murmuró ella con ironía.
S.T. se cruzó de brazos.
– La verdadera amenaza son los cazadores de recompensas y los que comercian con los objetos robados, que son peores que los propios ladrones. Hay que saber tratar con ellos o uno está perdido. Y, a veces, los tribunales de Londres deciden ponerse serios. También hay que tener cuidado con la ley de maleantes que aún se aplica en determinados condados cuando tiene lugar un robo. -Inclinó la cabeza y le hizo un guiño-. Claro que, si fuera tan fácil, no sería ni la mitad de divertido.
– Puede que ya no sea tan fácil. Tienen vuestra descripción.
– Sí, claro -dijo en un acceso de furia-, porque una regordeta palomita de negros ojos creyó oportuno denunciarme. -Su boca se torció en una mueca-. La señorita Elizabeth Burford -añadió mientras negaba lentamente con la cabeza-. Dios, tenía que estar muy hechizado por sus encantos para dejar que se reuniera conmigo en mi escondite, y para dejar que me quitara la máscara por pura diversión. -Suspiró-. Nunca lo había hecho. No sé por qué lo hice entonces, salvo que…
Hizo una pausa, durante la que Leigh no dijo nada. S.T. respiró profundamente y continuó:
– Salvo que todo me pareciese demasiado fácil e insulso en aquellos momentos.
– Así que ella dio vuestra descripción a un juez y vos huisteis a Francia.
– Por supuesto que no. ¿Acaso creéis que eché a correr como una liebre asustada? Nadie sabía mi nombre. Una cosa es que ella me engatusara, y otra que me volviera un perfecto imbécil. Una descripción no es nada si uno se mueve con presteza y sus mentiras resultan convincentes. No se cuelga a nadie solo porque tenga unas cejas peculiares.
– En ese caso, ¿por qué huisteis?
S.T. frunció el ceño.
– Tenía mis razones.
– ¿Qué razones?
– ¿No os parece que sois demasiado curiosa?
Leigh aceptó la pulla en silencio. Él sabía que lo estaba mirando. La luna pendía baja sobre la montaña, y lanzaba largas sombras de ébano sobre la hierba plateada.
– ¿Por qué os hicisteis salteador de caminos? -preguntó ella al fin.
S.T. sonrió en la oscuridad.
– Por maldad. Por la emoción que produce.
Leigh seguía sentada con las piernas cruzadas, inmóvil como una estatua, contemplándolo. Él se volvió y apoyó un hombro en la columna.
– ¿Creéis que fue por mis elevados ideales? -dijo imitando la voz de la joven-. La primera vez fue por una apuesta, cuando tenía veinte años. Conseguí vencer a un excelente espadachín, y gané mil libras y la gratitud de una bella dama. Entonces me di cuenta de que esa era la vida que quería.
Ella inclinó la cabeza. La luna derramó una helada luz sobre su rostro.
– ¿Y vos, señorita Strachan? ¿Cuál es vuestra historia?
– La mía es muy sencilla -contestó Leigh mientras se desabotonaba el chaleco y se lo quitaba; luego, arrodillada en el suelo, lo arregló junto con la levita para que le sirviese de almohada-. Voy a matar a un hombre, y quiero aprender a hacerlo.
La brisa agitó la alta hierba. Nemo terminó su cena, suspiró y se colocó en una postura más cómoda para lamerse las garras.
– ¿A algún hombre en particular? -preguntó S.T.-. ¿O se trata tan solo de rencor contra mi sexo en general?
Ella se echó sobre la hierba y se apoyó sobre un codo. Sin el ceñido chaleco se marcaban con toda claridad sus formas femeninas; sus pechos y caderas quedaban libres de tal encorsetamiento. Se quitó la cinta de la coleta y agitó el pelo.
– A un hombre en particular -dijo.
S.T. se apartó de la columna y, agachándose junto a ella, se sentó con las piernas cruzadas y se inclinó en su dirección.
– ¿Por qué?
Leigh reclinó la cabeza sobre la improvisada almohada y levantó una mano, que observó mientras la giraba lentamente contra el cielo.
– Mató a mi familia. A mi madre, a mi padre y a mis dos hermanas.
Su voz no se quebró, ni mostró rastro alguno de emoción. S.T. contempló su frío rostro bañado por la luz de la luna. Ella le devolvió la mirada sin pestañear.
– Sunshine -susurró él.
Leigh bajó la mirada. S.T. se tumbó junto a ella y, abrazándola, la apretó muy fuerte contra sí y acarició su brillante pelo.