Capítulo 20

Al llegar el crepúsculo, Dulce Armonía lo oyó y se irguió sobre su costura. Su mirada buscó la de Castidad. El sonido resonaba en la calle silenciosa; los cascos del caballo repicaban contra la piedra en solitaria cadencia.

Habían pasado cuatro días. Las manos de Castidad estaban enrojecidas y ensangrentadas, hinchadas a causa de las ortigas que tenía que llevar consigo a todas partes como símbolo de su arrepentimiento por haber dado un empujón a Ángel Divino. Las ortigas estaban ahora en su regazo, secas y tiesas; habían perdido los pelillos irritantes por las horas de contacto con su piel. Por la mañana, Ángel la acompañaría hasta el prado para asegurarse de que cortaba un nuevo ramillete de penitencia.

Armonía bajó los ojos, temerosa de que la traicionara el vuelco alocado de su corazón. Estaba de vuelta. Había dicho que regresaría, y lo había hecho. Armonía vio el rubor escarlata que tiñó el rostro de Castidad.

«No te levantes -quería gritarle Armonía-. No te muevas, no hables.»

Pero no se atrevía a dejar ver que había oído aquel sonido en la calle mientras Ángel Divino siguiese allí sentada con ellas. Contuvo la respiración y continuó con su labor, clavando la aguja en el lino con movimientos nerviosos.

– Oigo que el maestro Jamie nos llama -dijo Ángel Divino, dejando a un lado su costura.

Armonía no oía otra cosa que el golpear de las herraduras en los adoquines.

– Vamos -dijo Ángel poniéndose en pie-. Tú debes coger las ortigas, Castidad.

Armonía se levantó. Castidad emitió un leve sonido al ponerse de pie, pero Armonía no podría decir si fue de dolor, de ira, de miedo o de protesta.

– ¿Has dicho algo, querida hermana? -preguntó Ángel con cariño.

– No, Ángel. -Castidad inclinó el rostro.

– Tu tiempo de aflicción pronto terminará. Debes asumirlo con elegancia y obediencia en tu corazón.

– Sí, Ángel -murmuró Castidad-. De verdad que lo siento.

– El maestro Jamie quiere que nos unamos a él para destruir la amenaza del diablo -anunció Ángel Divino con serenidad, y esperó a que las otras saliesen por la puerta antes que ella.

En las profundas sombras de la noche ya había otros hombres reunidos, alineados a lo largo de la calle al lado de los montones de piedras que habían recogido. Eran para defenderse, para luchar contra la influencia del diablo. Esta vez estaban preparados. Calle abajo apareció el diablo, a lomos de su caballo, cubierto por la deslumbrante máscara burlona.

– Aléjate -gritó alguien, una voz aguda y solitaria en medio del silencio-. No te queremos aquí.

El caballo continuó adelante y se acercó con lentitud. Armonía deseó poder gritar lo mismo, hacer que él se alejase, impedir lo que iba a suceder.

La campana de la iglesia sonó una sola vez. El maestro Jamie apareció en la esquina del atrio con la Biblia en los brazos. Era la hora de la cena. Todas las noches hacía aquel recorrido a aquella hora exacta, para dar su bendición a la ceremonia de obediencia que tenía lugar en el dormitorio de los hombres.

Se detuvo en lo alto de la calle, de cara al diablo que se aproximaba.

Armonía apartó la mirada de él y la volvió a posar en el jinete. Uno de los hombres cogió una piedra y la lanzó. No dio en el blanco. De pronto, el caballo ya no iba al paso, se movía con trote rápido y contenido. Pasó por delante de Armonía y Castidad antes de que Ángel Divino tuviese tiempo de coger una piedra del montón más próximo.

Cayeron piedras sobre la calle, la mayoría lanzadas sin fuerza un instante demasiado tarde. Armonía se dio cuenta con horror de que ni siquiera había cogido una, miró a Ángel, y se inclinó con rapidez a coger una mientras los hombres se movían calle arriba, enarbolando piedras de mayor tamaño. Algunos de ellos tenían horcas en las manos, y uno incluso llevaba un trabuco. Las jóvenes lanzaban débilmente, sin muchas ganas de hacerlo, pero los hombres hacía ya días que ponían gesto adusto, hablaban y hacían promesas sobre lo que le harían al intruso si aparecía otra vez.

Desesperada, Armonía volvió de nuevo la mirada hacia el maestro Jamie cuando el caballo y el jinete encapuchado se acercaron a él al trote Alguien chilló. Armonía tragó saliva, incapaz de hacer el menor movimiento mientras el maestro Jamie alzaba la Biblia con ambas manos.

– ¡Arrojadle las piedras! -gritó con voz estentórea que reverberó hasta llegar a las colinas-. ¡Expulsad al diablo!

Las grandes piedras salieron por los aires, pero ni una de ellas dio en el objetivo; el caballo estaba completamente fuera de su alcance y había rebasado el lugar donde el maestro Jamie se encontraba.

El hombre bajó el libro y gritó:

– ¡Hemos triunfado! ¡Mirad cómo huye del justo castigo divino!

Los hombres prorrumpieron en vítores desiguales, pero Armonía permaneció callada junto a las demás y contemplo al caballo, que se había detenido justo detrás del maestro Jamie y que ahora volvía atrás, con las patas cruzadas, en un movimiento lateral.

Se detuvo tras él. El jinete casi rozaba con su bota la espalda del maestro Jamie.

El hombre de la máscara observó a los presentes. Armonía no distinguía su boca entre las sombras bajo la máscara de arlequín, pero estaba segura de que se reía.

El maestro Jamie no se dio la vuelta. Debía de saber que el enmascarado estaba allí, pero se quedó erguido y empezó a andar hacia ellos como si siguiese su camino hacia el comedor.

El caballo blanco iba justo detrás, moviéndose de lado. Cada dos o tres pasos chocaba con el maestro y lo hacía tambalearse. Cuando el hombre se detuvo, el animal le arrancó el sombrero de un mordisco y lo agitó de arriba abajo.

Alguien soltó una risita. Los hombres se quedaron quietos con las piedras en la mano, incapaces de lanzarlas ante el riesgo de darle al maestro Jamie. De pronto el hombre del trabuco se lo llevó al hombro.

El señor de la medianoche desenvainó la espada al instante, al tiempo que soltaba las riendas, y le puso la hoja al cuello al maestro.

– Tíralo al suelo -dijo con su voz profunda y clara.

La luz nocturna pareció reverberar sobre la hoja de acero. Armonía, para su enorme sorpresa, se dio cuenta de que el maestro Jamie temblaba y que su rostro estaba blanco.

El caballo volvió a moverse de lado y a chocar contra la espalda del hombre, que se lanzó hacia delante y después se volvió para agarrar la espada.

– ¡Dispara! -gritó-. ¡Mata al diablo!

Sus dedos desnudos se cerraron en torno a la hoja. Hubo un movimiento hacia arriba y Armonía vio sangre, oyó gritos y los alaridos del propio maestro Jamie cuando el filo se deslizó por sus dedos.

La espada se alzó en lo alto, libre. El señor se inclinó, rodeó el pecho del maestro Jamie y lo arrastró hasta subirlo a medio camino de la silla, mientras el enorme caballo se apoyaba sobre las ancas y se encabritaba.

Los pies del maestro oscilaron sobre el suelo.

– ¡Dispara! -dijo entre alaridos-. ¡Fuego!

– ¡No puedo! -gritó el hombre-. No puedo… maestro Jamie, bajad de ahí; ¡soltaos!

Pero el señor de la medianoche lo agarró con fuerza mientras él se retorcía y daba patadas al aire como un loco, y no dejaba de dar chillidos cada vez que el caballo se encabritaba.

El hombre dejó caer el trabuco.

– ¡Dejadlo en el suelo! ¡Soltadlo! -El hombre casi sollozaba de frustración-. ¡Dejadnos en paz, desalmado! ¿Por qué no nos dejáis en paz?

El señor lo soltó. El maestro Jamie cayó sobre sus rodillas y se apresuró a ponerse en pie. Empezó a alejarse con rapidez, pero el caballo hizo un movimiento y lo enganchó por el cuello del gabán. El animal se echó hacia atrás, y el maestro Jamie tropezó y cayó sentado.

– Pobre individuo -comentó el señor-. ¿A que no es tan divertido cuando se está del otro lado?

El maestro Jamie se levantó del suelo helado y se puso de rodillas, al tiempo que unía ambas manos.

– ¡Señor, tú has visto mi dolor! ¡Juzga mi causa! Has visto su venganza, sus tramas contra mí. Yo soy el objeto de su copla burlona. Tú les darás su castigo, Señor; lanzarás tu maldición sobre ellos. ¡Los perseguirás con ira y los destruirás desde el cielo del Señor!

Ángel Divino se hincó de rodillas y empezó a rezar con él en voz alta. Uno a uno los siguió el resto. Armonía miró hacia ellos y hacia Castidad, que seguía en pie con las ortigas en las manos y miraba al señor de la medianoche. Su cuerpo se estremeció; de repente echó al suelo las ortigas y salió corriendo hacia el caballo.

– Tú dijiste…

La joven se detuvo cuando el maestro Jamie alzó el rostro. Continuó con sus rezos, pero no dejó de mirarla sin pestañear ni una vez. Castidad cruzó los brazos sobre el pecho y le devolvió la mirada, como un pájaro inmóvil ante una serpiente.

Chérie. -El señor alargó la mano, cubierta por un guante negro, y su voz sonó vibrante en contraste con el monótono sonido de la plegaria del maestro Jamie-. ¿Deseas venir conmigo?

Castidad se volvió hacia él.

– ¡Sí! -La palabra sonó como un trino tembloroso-. ¡La otra vez dijiste que podía! ¡Lo dijiste, por favor! -Alzó la mano hacia él, y después soltó un gemido ahogado que todos pudieron oír cuando el guante de él se cerró sobre sus inflamados dedos.

Él la soltó, pero la joven se aferró a su brazo. Armonía vio que el hombre se inclinaba y le tomaba las manos con suavidad con sus guantes abiertos. Después, la máscara se irguió y los profundos ojos se apartaron de Castidad para fijarse en el maestro Jamie.

Armonía tragó saliva. Vio la ira que encerraba aquella mirada. Ni siquiera los dibujos en blanco y negro de la máscara fueron suficientes para ocultarla.

– Muy bien, ya puedes rezar con toda tu alma, Chilton -dijo el señor de la medianoche-. Porque aún no he acabado contigo.


Con las primeras luces del alba, bajo una de las sucias ventanas de la taberna Twice Brewed Ale, Leigh cubrió las manos de la joven con ungüento y se las vendó con una gasa.

– Ortigas, ¿eh? -La posadera había llevado la bandeja en persona, con las mangas subidas hasta sus pecosos codos, y la dejó con estrépito-. Eso es una crueldad -dijo con aire severo-. No me hace gracia que ese joven ande por ese lugar de noche. Aquí no queremos problemas.

Castidad se volvió hacia la mujer con el terror reflejado en sus ojos.

– Señora, por favor, ¿vais a echarme de aquí?

La mujer cruzó los brazos.

– No va conmigo eso de echar a nadie. Pero no es bueno que el caballero vaya a remover en aquel caldero, y si el muchacho no deja de hacerlo, no puedo acogerlos aquí.

– Yo hablaré con él -dijo Leigh sin alterarse.

La posadera miró por la ventana con el ceño fruncido hacia el lugar donde el Seigneur entrenaba a Mistral en el patio del establo. Aquella mañana, como cualquier otra, se había levantado al alba para adiestrar al caballo, y a lomos de él le hacía describir círculos y dibujar la figura del ocho y las serpentinas. Ambos, jinete y montura, se movían en silencio, absortos en la tarea. Solo se oía la respiración rítmica de Mistral para marcar el ritmo. Paloma de la Paz estaba con ellos acurrucada bajo su capa, sombra fiel del Seigneur, siempre dispuesta a traer cosas, a llevarlas o a ayudar en lo que fuera.

– Sí, hablad con él, total para lo que va a servir… -La posadera negó con la cabeza-. Yo oigo cómo lo reñís y os ponéis, señorita, pero él sigue yendo, ¿a que sí? -Se alejó hacia la puerta con pasos pesados y se volvió-. Es un muchacho apuesto, ese rebelde, pero solo sabe parlotear y atraer y encandilar a muchachas ingenuas como vos con sus gracias. ¡Que hablará con él, ja!

La puerta se cerró de un portazo, y las dejó solas en la estancia vacía. Castidad estaba sentada con la cabeza inclinada.

– Siento muchísimo, señora, causaros problemas.

– No es culpa tuya -le aseguró Leigh-. Pero debes escucharme. -Y bajó la voz antes de decirle-: Lo has visto con la máscara, pero si te importa en algo su vida, o la mía, o la tuya, no se lo mencionarás a nadie jamás. No saben que se encuentra en este lugar. ¿Lo entiendes?

– Sí, señora -afirmó Castidad con un hilillo de voz-. Lo entiendo.

– Esta tarde te cambiaremos la gasa. Trata de no rascarte las manos. -Leigh llenó una cucharada de medicina-. Tómate esto.

Castidad la tragó.

– Gracias, señora -dijo entre susurros.

Leigh recogió las gasas y el bálsamo, y acercó la bandeja a Castidad.

– ¿Puedes utilizar las manos para comer?

– Sí, señora.

La puerta principal se abrió. El Seigneur se agachó para no chocar con el dintel y entró, vestido de cuero y con botas altas negras, con Paloma pegada a sus talones. Ni siquiera miró a Leigh, como si no se encontrase allí; se quitó los mitones y se los metió en el bolsillo. Hacía cuatro días que no hablaba con ella directamente; se dedicaba a entrenar a Mistral durante todo el día y luego desaparecía en su dormitorio. Leigh había empezado a pensar que tal vez no regresaría a Felchester.

Pero, por supuesto, lo había hecho.

Vio que Castidad lo miraba. La muchacha tenía los ojos fijos en el rostro de él con expresión de completa adoración; no tocaba la comida, ni hablaba ni apartaba de él la mirada.

Tu vas bien, petite courageuse? -le preguntó alegremente.

El rostro de Castidad se tornó escarlata. Escondió las manos en el regazo, jugueteó con la gasa y lo contempló en silencio.

Leigh contuvo un suspiro.

– Creo que tiene un poco de dolor -respondió por la joven-. Le he dado una pequeña dosis de láudano.

Él rozó con una ligera caricia la mejilla de Castidad y se sentó en el banco de respaldo alto junto al hogar. Paloma de la Paz se sentó a su lado, lo bastante cerca como para rozar su manga, y le dirigió una mirada de reojo por debajo de las pestañas, llena de admiración y de promesas.

Y no era que él lo exigiese exactamente. Nunca hacía otra cosa que sonreír y aceptar lo que le ofrecían. Pero Leigh percibía con claridad cuánto le complacía a aquel idiota que lo adulasen, lo arrullasen y lo adorasen.

– La posadera nos ha advertido de que no seremos bien recibidos aquí -dijo con frialdad- si regresas a ese lugar.

Él aspiró profundamente y se reclinó contra el respaldo.

– Ah. Eso es imposible.

– Únicamente si te empeñas en seguir adelante con esta locura.

S.T. se agachó para desabrocharse las espuelas.

– ¿Y si le pongo fin? En cualquier caso, tendríamos que hacer el equipaje y marcharnos.

– Tiene miedo de lo que pueda sucederles a ellos por tu culpa. -Leigh, incapaz de continuar sentada, se levantó. Se puso frente al pequeño fuego que crepitaba y humeaba en el enorme hogar-. Tendrías que haberlo matado la primera vez -dijo en voz baja-. ¿Qué crees, que puedes robarle a sus discípulos uno a uno hasta haberlos liberado a todos? Puede que algunos de ellos no estén tan desesperados por marcharse.

Castidad dijo con timidez:

– ¿Podría ir y traer a Dulce Armonía? Tengo miedo de que… -Su voz se quedó en suspenso.

El Seigneur la miró. Una leve sombra le endurecía la mandíbula.

– ¿Por qué tienes miedo?

– Por ella… por el castigo que le impondrán. Dulce Armonía no le lanzó piedras y se quedó de pie a nuestro lado mientras el maestro Jamie rezaba. Y Ángel Divino la vio. -Empezó a mordisquearse el labio-. Estarán muy furiosos porque yo me haya escapado a caballo con usted.

– ¿Lo ves? -dijo Leigh con brusquedad-. Ahora a la que perseguirán será a esa joven, Dulce Armonía.

Él se puso en pie con las espuelas colgando de la mano.

– ¿Y qué hubieses preferido? -Su firme mirada la traspasó-. ¿Estás diciendo que tendría que haber dejado allí a Castidad? Tú le has curado las manos, has visto lo que le han hecho solo porque yo me dirigí a ella en particular.

– ¡Por supuesto que lo he visto! ¿Por qué no lo ves tú? -Leigh se asió al alto respaldo del banco-. Sabes lo que es capaz de hacer y, sin embargo, vuelves a ir y los provocas; sales disparado como un caballo desbocado. Castidad ha dicho que uno de ellos tenía un trabuco. -Se apartó de la madera con un gesto-. Es una suerte que no te hayan disparado en cuanto te han visto.

Él se inclinó hacia ella, con el ceño fruncido, el hombro contra el respaldo.

– Pero no lo hicieron, ¿verdad? Y sé lo que hago, maldita sea. Me he enfrentado a cosas mucho peores que un trabuco.

– Y por lo visto, te has olvidado por completo de las consecuencias.

Él se enderezó como si ella lo hubiera abofeteado.

– Ah, no -dijo con suavidad-, de eso no me he olvidado.

– Pues, piensa en ellas. -Leigh se dirigió hacia la puerta y la abrió con decisión-. Mientras tanto, te dejo para que disfrutes de tu harén.

El aire helado de la mañana golpeó su rostro. Cerró de un portazo la puerta tras ella y pasó por delante de Mistral, que tenía puesto un cabestro cuya soga llegaba hasta el suelo. El caballo la observó mientras cruzaba el patio, pero no se movió. No lo haría si Leigh no cogía la cuerda. Otra criatura obnubilada por el hechizo del Seigneur.

El establo olía a heno y a helada, iluminado por finos rayos de luz polvorienta que no aportaban ni una pizca de calor. En las proximidades yacía el estoque envainado del Seigneur, atravesado sobre un cubo, el cinturón colgaba donde él lo había dejado al quitarse el arma temporalmente mientras entrenaba a Mistral desde el suelo. Leigh sujetó la puerta con una banqueta para que entrase más luz y alargó la mano hasta la caja de los aderezos.

Una sombra humana se proyectó sobre el suelo. El Seigneur entró en el establo, cerró la puerta de un empujón y la asió del codo.

– ¡Harén! ¿Es esa la espina que tienes clavada?

Leigh sintió que se ruborizaba.

– Suéltame.

– Estás celosa.

– Eres un pavo real engreído.

Aquello sonó de lo más infantil, y ella lo supo. S.T. aflojó la presión sobre su brazo y algo cambió en su rostro, que se suavizó de repente con una media sonrisa.

– ¿Es eso cierto? -preguntó en voz baja.

Leigh quiso apartarse de un salto, sin embargo quedó inmóvil, imposibilitada por su debilidad, paralizada por el ligero roce de él.

– Pensé que no ibas a volver a Felchester -dijo con dificultad-. Pero no solo vas, sino que lo que haces es aún peor. Provocas a Chilton hasta hacerle perder la razón y te traes contigo a esa muchacha. ¿Qué vamos a hacer con ella? ¿Qué vamos a hacer con las dos?

Él movió la mano y le apretó el brazo con dulzura.

– Hay una diligencia que sale el jueves de Hexham -murmuró-. Ya lo he arreglado. Las muchachas se irán en ella.

– ¿Adónde?

Movió la cabeza como si no tuviese importancia.

– No lo sé. Lo preguntaré. Allá de donde procedan. -La caricia de su mano llegó hasta el cuello del abrigo de Leigh. Uno de los dedos se deslizó bajo el tejido, junto a la piel-. ¿Te gusta esto?

Leigh se quedó quieta y sintió las persuasivas caricias de aquella mano sobre su piel, el calor de su cuerpo junto a ella. Iba a besarla. Vio cómo su rostro se relajaba, cómo entrecerraba las pestañas, iluminadas por la débil luz del granero.

– No lo sé -murmuró.

– Dime qué debo hacer. -Sus labios le recorrieron la sien-. Sabes que haré cualquier cosa que me pidas.

La joven cerró los ojos.

– En ese caso, te lo pido de nuevo. No regreses a ese lugar.

Sus dedos se clavaron con crueldad en el hombro de ella, pero la besó en los ojos y en la mejilla; su aliento era una sutil caricia.

– No tengas miedo por mí, Sunshine. Sé lo que hago.

Ella movió la cabeza lentamente de un lado a otro.

S.T. la tomó entre los brazos y se apoyó en el tabique que dividía uno de los cubículos, que estaba vacío.

– Puedo destruir a Chilton por ti. Puedo volver al pueblo en su contra. Por eso viniste a mí, Leigh, ¿acaso lo has olvidado? Puedo regalarte la venganza; es en lo que he malgastado la vida.

La joven empezó a apartarse; después, en lugar de hacerlo, lo agarró del gabán y apoyó la frente en su pecho.

– Te lo digo y te lo repito: ya no es lo mismo. No quiero… -Su garganta se cerró.

«No quiero perderte por su causa -pensó. Apretó el tejido hasta que los dedos empezaron a dolerle-. Maldito seas, maldito seas, no podría soportarlo.»

Él le acarició el pelo. Una cascada de delicados besos le cubrió la mejilla y la mandíbula. En el aire helado, su aliento era cálido; su cuerpo, sólido y cercano bajo el gabán de cuero, con aroma a heno, a caballo y a su propia esencia masculina.

S.T. se enroscó en el dedo uno de los mechones de cabello de la joven y le besó la punta de la oreja.

– ¿Qué es lo que no quieres? -susurró.

Ella se apartó con un movimiento brusco.

– ¡No quiero venganza! Todo ha cambiado. Ese hombre ha acabado con todos aquellos que conocía y me importaban. Ahora ya no tiene sentido. -Soltó la prenda-. No necesito venganza. No necesito que la lleves a cabo.

Él la cogió de los hombros, pero ella se resistió.

– ¿Lo entiendes? -Buscó los ojos del hombre-. No te necesito.

La presión de sus manos se hizo más intensa. Las burlonas cejas doradas descendieron.

– Olvídate de Chilton -dijo Leigh-. Regresa a Francia. No quiero que hagas nada por mí. Vete a tu castillo con tus cuadros y tus ajos.

S.T. la soltó. Durante un instante se quedó apoyado en la pared, muy rígido.

– Ajos -dijo, como si aquella palabra fuese una afrenta mortal.

Leigh cerró los ojos y echó la cabeza atrás.

– ¿Entiendes algo de lo que te digo?

– Claro que lo entiendo. -Su voz sonó ronca y llena de violencia-. Piensas que no puedo hacerlo.

La joven se dio la vuelta, se dejó caer sobre un baúl y escondió la cabeza entre las manos. Desesperada, clavó la mirada en el suelo de tierra.

– Y te aseguro que puedo -continuó él, y sus palabras destilaban amargura-. Puedo hacerlo y lo haré, que el diablo te lleve. Llevo años haciéndolo. Nunca me han atrapado, ni siquiera la última vez. Sé lo que estoy haciendo. Tengo el mejor caballo que jamás haya visto; tengo mi espada y mi equilibrio. Puedo hacerlo. Maldita sea… no dudes de mí.

Leigh se estremeció y se rodeó los hombros con los brazos.

– Yo no quiero que lo hagas.

– Ya, lo que tú quieres es que vuelva con mis ajos, ¿no? Que crea que Chilton ahora te importa un bledo, al igual que tu familia y todo lo que has perdido.

– ¡Así es! -gritó la joven apretando las manos a ambos lados de la cabeza-. ¡Así es!

– ¡Tonterías! -El establo reverberó con el ruido que hizo el tacón de su bota al chocar contra el tabique de partición. Dos cubículos más allá, la cabeza de su caballo zaino se alzó en señal de alarma-. Vas a hacer que me vuelva loco.

– ¡Pues entonces, mátate! -exclamó Leigh con violencia-. ¡Vete y mátate!

Él la contempló por un instante con la mandíbula apretada. Después, despacio, hizo un gesto de negación con la cabeza.

– Lo que pasa es que no me crees capaz de hacerlo, ¿verdad?

Ella no respondió. El zaino se removía inquieto en su cubículo, giraba los ojos y trataba de ver por encima del tabique de separación.

– Te lo agradezco infinitamente -dijo el Seigneur con sarcasmo.

Leigh oyó el chirrido de la puerta del establo. La luz del sol entró a raudales, se ensombreció y volvió a brillar de nuevo cuando él salió.

La había dejado sola.

Se quedó sentada sobre el baúl y jugueteó con un cepillo para acicalar caballos, que hizo girar una y otra vez en su mano. Después, se quedó inmóvil y escuchó.

Desde la distancia, amortiguada por las paredes del establo, le llegó el gemido ronco de la fiera. La llamada de Nemo empezó con tono bajo y fue subiendo lentamente hasta alzarse en un lamento intenso y quejumbroso, en un grito solitario que vibró en el vacío del aire. Era la primera vez que aullaba desde que habían llegado a la posada, y aquel sonido melancólico pareció tirar de ella como una fuerza física.

Leigh miró la espada que el Seigneur había abandonado. Era la ligera, la que él llamaba colichemarde, hecha para pegar estocadas con la punta en lugar de dar tajos asesinos de lado como la de hoja ancha y plana. Alargó la mano y colocó la espada en su regazo.

La empuñadura era sencilla, sin el precioso e intrincado trabajo de orfebrería que lucía la otra. La estrecha empuñadura de la colichemarde tenía un brillo metálico apagado, y el acero tenía tonalidades verdes, azules y rojas, mientras que el mango estaba casi liso; los adornos casi habían desaparecido por el uso.

Leigh se levantó, apoyó la punta del estoque en el suelo y se ciñó el cinturón como le había visto hacer a él; tuvo que correr la hebilla tres agujeros para ajustársela a las caderas. La hoja le resultó incómoda, demasiado larga, colgaba tras ella y golpeaba contra la pared cuando se giraba.

Leigh se acercó al nervioso zaino, le quitó la manta que lo cubría y, en la media luz del lugar, empezó a cepillarlo de arriba abajo con movimientos furiosos. El animal se apartó tembloroso ante aquella demostración de fuerza. Cuando terminó y lo hubo ensillado, el caballo no dejaba de mover la cabeza, nervioso.

Leigh se sirvió del baúl para montar a lomos del animal, tratando de controlarlo y de manejar a la vez la incómoda vaina de la espada. Se vio forzada a bajar la cabeza con rapidez cuando el zaino salió como una exhalación por la puerta del establo. No supo si el Seigneur estaba todavía con Mistral en el patio; no lo comprobó, espoleó al animal y lo hizo salir al trote por la verja de entrada, atravesar la carretera y dirigirse hacia el desolado páramo.


Las nubes que llegaron desde el norte absorbieron los rayos de sol uno a uno. Se extendieron bajas sobre el agreste paisaje desnudo, tan familiar con aquel aspecto frío y adusto. En su infancia le encantaba la muralla romana, le encantaba incluso con un tiempo sombrío y helador como aquel, que hacía que las piedras negras que se elevaban hacia el cielo cobrasen un aspecto fantasmagórico. Cuando era niña, su madre la llevó de excursión en invierno, abrigada hasta las orejas, la dejó trepar por las piedras caídas al suelo y le contó historias de la época pagana en la que la caballería del César ocupaba la fortificación para defenderla de los bárbaros del norte. Leigh cavó en la tierra en busca de monedas, y encontró una lamparilla de arcilla y un trozo abultado de metal descolorido que su madre limpió con infinito cuidado; resultó ser un par de pinzas de bronce.

La joven tomó el camino encubierto en dirección a lo que un día había sido su hogar, cruzó por la carretera que cortaba la antigua muralla y rodeó las rocas que había al norte. El zaino se movía con sus zancadas largas y avasalladoras, con la cabeza erguida y resoplando nervioso al aproximarse a la abertura a partir de la cual la muralla se curvaba y descendía entre dos colinas. En el aire frío, un ligero vapor se desprendía del pelaje sudoroso del animal. La empuñadura de la espada yacía en un extraño ángulo sobre el muslo de Leigh, ya que no estaba hecha para adaptarse a un cuerpo de mujer sobre una silla de montar lateral.

Al llegar al lado norte de la abertura, la joven tiró de las riendas del caballo para detenerlo; encaró el viento que venía de frente, irguió la barbilla y tomó todo el aire que pudo en sus pulmones. A continuación, aulló. Aquello no fue más que una pobre imitación del grito profundo que le había llegado desde el páramo, pero, pese al movimiento nervioso del caballo, alzó la voz cuanto pudo.

Antes de quedarse sin aliento, le llegó la respuesta de Nemo. Aquel sonido armonioso se elevó a la vez que el suyo, mucho más cercano de lo que ella había supuesto. El zaino relinchó nervioso, Leigh le asió las crines e interrumpió su aullido. Desmontó del caballo y abrazó el cuello del animal mientras una sombra gris aparecía de entre los árboles que coronaban las rocas. Nemo saltó sobre un charco congelado, con la boca abierta, mientras emitía pequeños ladridos de emoción.

Leigh levantó la cabeza y aulló de nuevo; el lobo se detuvo a corta distancia, alzó la mandíbula y se unió a ella con entusiasmo. Su aullido ahogó el de ella, con una fuerza tal que a Leigh le dolieron los oídos. Las notas de aquel sonido potente y salvaje la rodearon y reverberaron en su cabeza mientras luchaba para controlar al caballo.

Nemo puso fin a sus aullidos, pegó un salto para saludarla y su dentadura chocó contra la barbilla de ella dándole un doloroso golpe. Leigh se tambaleó y trastabilló para no soltar las riendas y no perder el equilibrio cuando Nemo le plantó las enormes pezuñas sobre los hombros y le lamió el rostro; aquel aseo rudo y fuerte le escoció allí donde él la había arañado.

Lo apartó de un empujón, y el lobo rechazado y apenado se hizo un ovillo a sus pies. Mientras Nemo la colmaba de caricias, el caballo se movía intranquilo de un lado a otro hasta que se acomodó, aunque no por ello dejó de mirar al lobo con desconfianza.

Leigh alargó la mano y acarició al animal.

– ¡Qué chico tan valiente! -murmuró, sabiéndose afortunada por que el zaino no se hubiese desbocado-. Chico valiente e inteligente.

Una de las orejas se movió en su dirección y después volvió a alzarse con nerviosismo para centrarse en el lobo. Nemo se tumbó patas arriba en el suelo, expectante. Leigh se agachó sin soltar las riendas de su firme agarre y le frotó el vientre al lobo hasta que este empezó a retorcerse y a volver la cabeza, tratando de lamerle el brazo y agitar la cola al mismo tiempo.

La barbilla de la joven le latía y escocía donde el lobo la había arañado con los dientes. Leigh se llevó el revés de la mano a la mandíbula y al retirarla vio que tenía la piel cubierta de sangre roja y brillante, pero Nemo no cesaba de lamerle la mano como si jamás hubiese querido tanto a nadie. Cuando ella se incorporó, el lobo se puso en pie y se apretó contra sus piernas con tanta fuerza y afecto que casi la derribó de nuevo al suelo. Solo pudo evitar la caída al clavarse en la tierra la punta de la espada y darle estabilidad por un instante.

Nemo se alejó con las patas tiesas, las orejas aplastadas a ambos lados de la cabeza, los ojos abiertos de par en par, invitándola a jugar. Su expresión cómica disipó toda amenaza de sus ojos color amarillo claro; su lengua colgaba incitando al jugueteo. Leigh había visto al Seigneur responder a aquella señal, correr, dar volteretas por el suelo y jugar a perseguirlo, y a veces lo había visto también volver con algún arañazo sangrante como el suyo, causado por los agotadores juegos de Nemo. El Seigneur jugaba, pero jamás abandonaba hasta que era él quien ganaba, se negaba a renunciar a su posición de dominio aunque fuera por diversión.

Pero Leigh no podía perder el tiempo con distracciones. Tenía un objetivo que alcanzar. Paloma de la Paz había sido muy específica cuando había descrito la rutina que seguían en el Santuario Celestial. Al final de la mañana, Chilton estaba solo en la iglesia, haciendo los preparativos necesarios para el servicio del mediodía.

Leigh subió de nuevo a su montura y dirigió el caballo hacia el este. Nemo se situó tras ellos y trotó en fila tras el zaino, a distancia suficiente para que no le golpease con uno de sus cascos.

Leigh no apartó la mano desnuda de la empuñadura de la espada, calentando el frío acero. Había ido hasta Francia en busca del Seigneur sin tener ni familia, ni futuro ni miedo, con un auténtico manantial de odio en el corazón. Pero ahora sentía temor, ahora estaba acorralada y desesperada. Ahora sí tenía algo que perder.

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