Fuera del silencioso interior de la escuela de equitación, las campanas de Florencia llenaron el aire de la mañana con toques agudos y rápidos, y bajo ellos, notas profundas y lentas que marcaban el ritmo del paso del caballo. Leigh miró desde el balcón con arcos hacia la escuela, con las manos apoyadas en la ancha balaustrada de piedra. Contempló al jinete y su montura, que se movían sin prisas a un trote lento alrededor de la enorme pista de forma ovalada cubierta de cortezas de árbol. Sus movimientos eran tan metódicos y suaves como los de un caballo de juguete, y atravesaban los rayos de sol que se proyectaban desde las ventanas en lo alto entre el brillo de las motas de polvo en suspensión.
Mistral no llevaba bridas. S.T. montaba a pelo, con tan solo las botas y los pantalones de montar puestos, y llevaba el cabello de reflejos dorados y oscuros recogido en una coleta que caía descuidadamente entre los hombros. El caballo frenó, dio tres pasos hacia atrás y realizó un demi-tour perfecto entre dos pistas; para ello dibujó una media circunferencia con las patas delanteras sobre otra descrita con las patas traseras, antes de recuperar el trote suave y salir en otra dirección. El hombre que llevaba a lomos daba la impresión de no hacer el menor movimiento.
Leigh sonrió y apoyó la barbilla en una mano. En el balcón para los espectadores solo estaban ella y Nemo, que yacía dormido en un fresco rincón. Nadie aparecía por allí ahora; en una muestra de hospitalidad italiana, S.T. había recibido la invitación de uno de sus íntimos amigos florentinos para utilizar aquel palazzo a su conveniencia. Los oscuros aposentos y la escuela de equitación estaban a su completa disposición. El marqués le había dicho que S.T. podía disponer a su voluntad del palacio vacío, ya que su familia y los animales de su cuadra pasaban el verano en la casa de campo de las colinas.
Era el lugar y la hora del día en que ella sabía que encontraría a S.T. sin compañía. Él estaba convencido de que era gracias a la equitación que mantenía el equilibrio, que haber pasado un mes en Londres sin montar era lo que había desencadenado de nuevo aquel padecimiento suyo. Leigh no estaba tan segura como él, pero veía la lógica de aquel convencimiento. La idea había surgido de ella en un momento de reflexión, cuando se le ocurrió decir que si el mar bravío tenía efectos curativos sobre él, quizá un movimiento más suave pero constante también los tendría. S.T. se había aferrado a aquella idea como un marinero a punto de ahogarse se aferra a un tronco que flota en el agua. A la joven le habría resultado imposible después de aquello mantenerlo alejado de un caballo, aunque estuviese preocupada por su salud. Tan pronto como le comunicó la idea, S.T. había mandado ensillar una de las tranquilas jacas del señor Child. Tras una larga discusión, y gracias a la insistencia de Leigh de que no saliese a cabalgar al aire libre, se pasó horas trazando círculos al trote, con la mano agarrada al asa de la silla mientras un anciano lacayo sostenía la larga brida.
Por supuesto, hirió su orgullo que le sujetasen la brida igual que a un niño que toma lecciones. En esa ocasión no hubo milagro alguno; cuando desmontó no tenía estabilidad sobre sus pies. El progreso llegó poco a poco, y cuando ya habían pasado dos meses y estaban listos para subir a bordo de un paquebote con destino a Calais, aseguraba que solo se mareaba si cerraba los ojos y giraba rápidamente.
Leigh lo pasó peor que él en la tranquila travesía. Cuando llegaron, él estaba muy animado; después, tomaron otro barco rumbo a Italia, en el que pasaron cuarenta días luchando contra los vientos. Pero al llegar a Nápoles, S.T. bailó con Leigh en el baile del embajador aquella misma noche.
La joven pensaba que S.T. no sabía que ella lo observaba en el transcurso de aquellos tranquilos amaneceres de Florencia. Jamás levantaba la vista ni abandonaba la concentración en los interminables pasos, las piruetas y los cambios de pata, en aquella danza esplendorosa de jinete y caballo al ritmo de las campanas matinales. Leigh tenía el cuaderno de dibujo consigo, pero ya hacía tiempo que había renunciado a reproducir aquellas columnas formadas por la luz del sol, aquellas espesas sombras y el bello y ágil movimiento de Mistral. No era capaz de reproducirlo sobre el papel, así que lo grababa en el corazón.
Bajo los arcos de mármol rojo y negro que recorrían el balcón en toda su longitud, apareció un criado que se quedó inmóvil, esperando. Leigh avanzó en silencio por la galería y aceptó el grueso montón de cartas de manos del muchacho. El sirviente se retiró con una reverencia, sin levantar la mirada en ningún momento del dobladillo de la bata de Leigh. Los empleados del marqués tenían siempre mucho cuidado de no interrumpir aquellas sesiones matinales con ningún ofrecimiento de sus servicios. Ella había dado instrucciones concretas para que le llevasen aquellas cartas nada más llegar, pero jamás antes había aparecido un criado en la entrada del balcón.
En el transcurso de los tres meses que llevaban en Italia, Leigh había aprendido algunas cosas sobre el carácter de sus gentes. Aquella diplomacia debía de tener su razón de ser, tenía que haber una lógica tras aquella intimidad tan excepcional y curiosa que disfrutaban. Recorrió el balcón con paso lento. S.T. no levantó los ojos ni perdió la concentración. Leigh apoyó el montón de papeles en los labios, y lo contempló pensativa desde lo alto.
Puede que, después de todo, él supiese que iba a verlo. Sí, algo así no se le pasaría por alto.
Se retiró a las sombras del balcón y rompió el sello de lacre que traían las cartas. Dentro del paquete estaban todos los documentos que había estado esperando. Miró a Nemo, que se levantó de su rincón, avanzó hacia ella, la siguió hasta el final del balcón y bajó con ella la escalera que llevaba por un lado a los vacíos establos, y por otro a la escuela de equitación.
Mistral los vio primero; sus orejas se alzaron hacia delante y después hacia atrás, y S.T. alzó los ojos. Sonrió al verlos. El caballo describió un círculo, con la blanca cola flotando en el aire, y se detuvo ante Leigh, con la cabeza y el lomo en medio de un círculo de luz que resplandeció sobre el cabello de S.T. y proyectó sombras sobre su torso desnudo.
Al estar frente a él, Leigh fue presa de un súbito ataque de inseguridad. Había dado los pasos necesarios para obtener aquellas cartas por cuenta propia, y era posible que a él no le agradase. La duda hizo que se refugiase tras una actitud grave. En lugar de responder a la sonrisa de él, hizo una inclinación con gesto serio.
– Buenos días, monseigneur.
La expresión alegre del rostro de S.T. desapareció y ladeó la cabeza.
– ¿Qué ocurre?
Leigh miraba los cascos de Mistral.
– No pasa nada. Quería hablar contigo. He recibido estas… cartas.
– Ah -dijo él-. Unas cartas. Cuánto misterio.
– Son las escrituras de propiedad de la herencia de tu padre -soltó ella atropelladamente.
S.T. la miró.
– ¿De qué?
– De la mansión de Cold Tor. La casa de tu padre. -Vio el súbito cambio en el rostro de él y se apresuró a añadir-: Necesitamos un hogar, monseigneur. He levantado las hipotecas que tenía… había en ella un inquilino pero se irá de inmediato. El marido de mi prima Clara asegura que está en muy buen estado, que solo hay que cambiar la plomería de los canalones. Fue al campo a echarle una ojeada a la casa… hay veintiséis dormitorios abiertos, y cuenta con una buena casa de campo adyacente y caballerizas para unos sesenta caballos.
– ¿Veintiséis dormitorios? -repitió él, apabullado.
– Sí -respondió Leigh, que puso las manos detrás de la espalda-. Todos amueblados.
– ¿Y tú la has comprado?
– No hubo necesidad de comprarla. Tú la heredaste a la muerte de tu padre, ya que eres su descendiente varón. -Frunció el ceño y lo miró-. ¿No lo sabías, Seigneur? Yo he levantado las hipotecas y podemos vivir en ella.
S.T. se quedó mirándola mientras Mistral bajaba la cabeza y la restregaba contra una de las patas.
– Ni siquiera sé dónde está -dijo en voz muy baja.
Leigh soltó una risita desconcertada.
– ¡Pero si está en Northumberland! En la costa, a menos de treinta millas de Silvering. ¿Cómo es posible que no lo supieses?
S.T. se encogió de hombros. Bajó la mirada y hundió los dedos entre las blancas crines de Mistral. La luz del sol cayó en cascada sobre su pelo.
Leigh vio cómo retorcía las pálidas cerdas del caballo en torno a su puño.
– ¿Preferirías que no lo hubiese hecho? -preguntó con voz suave.
Él volvió a encogerse de hombros y negó con la cabeza.
– Solo me preguntaba el porqué.
– Necesitamos un hogar. Silvering ya no existe y costaría una auténtica fortuna reconstruirlo y no… no me apetece hacerlo. Tampoco me pareció práctico comprar otra casa que estuviese a la altura de tus posesiones cuando lo único que se requería era librarse de las hipotecas que la ataban.
Él sonrió con sequedad.
– Y tampoco te pareció práctico consultarme.
La joven se mordió el labio.
– Es que te conozco, Seigneur. Por ti dormiríamos bajo las estrellas en Col du Noir, viviríamos entre las ruinas y nos alimentaríamos de miel y maná durante el resto de nuestros días.
– No. Ya pensé en eso antes de que me detuviesen. -Hizo un gesto y torció la boca-. Sabía que a ti eso no te gustaría.
– Necesitamos un hogar.
S.T. se inclinó hacia ella, le tomó la barbilla con la mano y la miró a los ojos.
– ¿No eres feliz aquí?
Tras mirarlo a la cara y contemplar el halo que rodeaba su cabello y sus verdes ojos, el leve brillo que el ejercicio proporcionaba a su piel desnuda en aquella cálida mañana de verano, Leigh no fue capaz de reprimir una sonrisa.
– Pues claro que soy feliz, S.T. Maitland -dijo con dulzura-. Con ese atuendo tienes el aspecto de un misterioso bandido italiano. -Bajó los ojos con recato-. Solo lo menciono porque quizá no seas consciente de tu efecto.
Los dedos de S.T. le apretaron la barbilla con más fuerza.
– Aunque, por otro lado -añadió mientras abría las pestañas-, sospecho que te das perfecta cuenta, ¿a que sí?
– Tengo ciertas esperanzas -murmuró él con aire provocativo-. Sobre todo en lo que concierne a la palabra «misterio».
La joven levantó la mano y apartó con suavidad los dedos de él de su rostro.
– Pero hablábamos de cosas prácticas. De tener un hogar fijo. Creo que Cold Tor es el sitio más adecuado.
– Hace casi un año que eres mi esposa, ¿por qué de pronto el asunto cobra tanto interés?
– Necesitamos un hogar.
– Mi hogar eres tú, bellissima.
– Sí, eso es muy bonito, Seigneur; valoro mucho tus palabras, pero necesito tener una casa fija.
– ¿Por qué?
– No podemos estar vagando por Italia para siempre.
S.T. se echó hacia atrás y se apoyó en un brazo con la palma sobre el anca de Mistral.
– Hace tan solo quince días dijiste que querías ver Venecia. Y el lago de Como.
Leigh esquivó su mirada con timidez.
– Es que me canso de viajar.
S.T. se quedó contemplándola en silencio. Leigh sintió que el rubor se extendía por su cuello y su rostro.
Se rodeó con los brazos y sintió vergüenza.
– Es hora de regresar a Inglaterra -dijo.
Él inclinó la cabeza; en su rostro se reflejaba la confusión y la cautela, y puede que incluso se sintiera un poco dolido.
– Por favor -dijo Leigh, incapaz de encontrar una forma mejor de decírselo-. Llévame a casa.
S.T. la observó. Mistral se movió inquieto y dio unos pasos hacia un lado. S.T. controló al caballo y le dirigió una mirada de reojo a la joven.
– Sunshine -dijo con voz extraña-, ¿hay algo que intentas decirme?
Leigh tragó saliva e hizo un gesto de asentimiento.
El hombre se quedó inmóvil. Leigh fue incapaz de adivinar sus pensamientos. Cuando no pudo resistirlo más, se acercó y apoyó la mejilla en la rodilla del hombre, a la vez que le rodeaba la bota con los dedos y se dejaba rodear por el olor de Mistral y del cálido cuero.
– Bella donna… tesoro mio… -Las manos de él la acercaron más y se enredaron en su cabello haciendo caer las horquillas que lo sujetaban cuando se inclinó y hundió los labios en la parte superior de la cabeza de la joven. -Dios mío, caruccia, dolcezza, ¿es verdad?
– Eso creo -respondió ella, con la voz amortiguada por la bota de él-. Según la donna, nacerá en primavera.
– ¡Esposa mía! -El hombre se rió entre sus cabellos-. ¿Veintiséis dormitorios, cara? Está claro que cuando echas raíces, lo haces de verdad.
Leigh levantó el rostro.
– Solo intento ser práctica -dijo a la defensiva.
Él se echó hacia atrás y la soltó, al tiempo que sacudía la cabeza.
– ¿Cómo es, dulce chérie, que cada idea que sale de tu mente se convierte al instante en práctica? Si hubiese sido yo quien tuviese la idea de adquirir un bello palacio aquí en la Toscana que no contase con más de quince estancias, al momento dirías que era una idea alocada y fantástica.
– Pues claro que sí -señaló Leigh-. No vamos a comprar Cold Tor. Ya te pertenece.
S.T. exhaló un suspiro.
– Así que quieres volver a la seria Inglaterra, ¿eh? Me pediste que te convirtiese en una romántica y he fracasado estrepitosamente. Te mostré Roma a la luz de la luna, y tú citaste a los filósofos estoicos. En Sorrento solo pensaste en tortugas.
– ¡La cacerola era de cobre, Seigneur! Si el cocinero hubiese dejado la sopa de tortuga en su interior durante la noche, nos habría envenenado a todos. Pero Sorrento era un lugar precioso.
– Tortugas -repitió él con aire sombrío.
– Y me encantó Capri. Y Ravello.
– Pero no quisiste ir a contemplar el atardecer desde el monte Stella.
La joven se quedó boquiabierta.
– ¡Eso es una exageración si no te importa! Porque jamás olvidaré cómo el mar se volvió dorado y la luz cubrió las rocas. Y, desde aquel monte tan alto y empinado, parecía que se pudiese lanzar una piedra directamente al fondo del agua. Lo único que dije fue que debíamos regresar antes de que se hiciese noche cerrada, por los forajidos que pueblan aquellos bosques.
– ¡Forajidos! -S.T. se echó hacia delante-. Creo que yo no tendría problema alguno al enfrentarme a ellos, ¿verdad que no? Porque soy uno de ellos, corazón mío.
Las comisuras de la boca de Leigh se alzaron en una sonrisa. La joven bajó la mirada con recato.
– Está claro al menos que he logrado cometer una locura romántica en mi vida: huir en compañía de un forajido. Mi pobre madre habría derramado lágrimas.
S.T. no se dejó impresionar y soltó un resoplido.
– Eso no es nada. Escúchame, cara, esto es un verdadero desastre. ¡Veintiséis dormitorios! Yo sé qué pasará ahora. Te pondrás a organizarlo todo. Te convertirás en una madre ejemplar, excepcional. Hablarás todo el tiempo de piojos en los colchones, de la cocinera, de las criadas y de las hipotecas. Te colgarás un llavero con muchas llaves de la cintura y las harás sonar con autoridad. Tendremos una institutriz y un huerto de verduras. Serás aterradora.
La joven mantuvo la mirada baja y apretó los labios para reprimir una sonrisa.
– Claro que tendremos un huerto, pero no llevaré las llaves si tú no quieres.
– Molto prammatica, signora Maitland -dijo él con severidad-, pero antes de abandonar Italia quiero que tengas algún pensamiento que no sea práctico.
Leigh miró los cascos del caballo. Lentamente, levantó los ojos y recorrió la curva de la grupa del animal, la bota de cuero del Seigneur, la forma en que su pierna descansaba sobre el lomo del animal. Su mirada se detuvo en el desnudo pecho bajo el rayo de sol. Dibujó una sonrisa llena de picardía y buscó sus ojos.
S.T. ladeó la cabeza y Leigh sintió que se ruborizaba ante aquella mirada escrutadora. Estaba a punto de bajar la vista y mirar para otro lado, cuando la comprensión se reflejó en el rostro del hombre. A continuación enarcó las malévolas cejas, y en su boca se dibujó lentamente una sonrisa.
– Ay, Sunshine… eso sí que no tiene nada de práctico.
Leigh agachó la cabeza.
– No sé de qué me hablas.
– Poco práctico, pero provocador.
Leigh se aclaró la garganta.
Él se echó hacia atrás y apoyó los codos en la grupa de Mistral.
– Los franceses tienen un nombre para eso.
Leigh le dirigió una mirada pícara.
– ¡Cómo no!
– Liaison à cheval -murmuró al tiempo que balanceaba las botas hacia delante y hacia atrás. Las orejas de Mistral se elevaron hacia atrás.
– Me parece que acabas de inventarlo.
– He empleado la forma más delicada.
Se enderezó con un movimiento fácil. Mistral se acercó hacia ella de lado, pero Leigh se apartó sacudiendo la cabeza.
– No ha sido más que un pensamiento absurdo.
– Escandaloso -concedió él-. Ahí tienes el montadero.
– No, Seigneur, la verdad es que…
Mistral se movió para cortarle la retirada. Entre suaves resoplidos, el rucio se hizo a un lado con la cabeza erguida y la acorraló entre la pared y el montadero de mármol negro veteado con elegantes escalones.
– No lo decía en serio -dijo Leigh-. Esto es ridículo.
S.T. alargó el brazo hacia ella y le agarró la mano, se la llevó a los labios y le besó los dedos.
– Sube, amante mia.
– Mi estado…
El hombre emitió una especie de aullido y apretó su mano contra la boca.
– Sí, me hace desearte… -dijo tras sus dedos- en este mismo instante.
– Puede venir alguien -respondió ella sin aliento.
– Acalla esos prácticos pensamientos. No vendrá nadie, son italianos.
– Sí, italianos. Con el espíritu nacional más sociable de todos.
– Ah, pero somos demasiado extravagantes para que se preocupen por nosotros. Es muy triste esto de que el marido pierda el sentido por su preciosa mujer. -Su mano la obligó a subir el primer escalón-. Un auténtico escándalo. Ella debería andar por ahí con el cortejador de su elección como cualquier dama que se precie, pero el esposo la obliga a pasarse las mañanas en una sala de montar, contemplándolo hasta que está a punto de volverse loca de aburrimiento. -Le cogió la mano una vez más y la ayudó a subir a lo alto del montadero-. Me temo que ya nos consideran unos raros y unos indecentes, cariño. Por fortuna, somos ingleses, y todo se nos perdona.
Leigh llegó a la parte superior del montadero; estaba casi a la altura de los ojos de S.T. Mistral se acercó de lado, y a continuación se echó hacia atrás hasta que el hombre estuvo a la misma altura que ella. Leigh miró al caballo con desconfianza.
S.T. adelantó la pierna.
– Pon el pie sobre mi tobillo. No… ese no. El derecho. ¿Cómo va a funcionar esto si te pones a mis espaldas, tontita mía? Aquí delante. Vamos dame los brazos, a… ¡arriba! ¡Mistral! -La agarró cuando el caballo hizo un extraño para apartar de su cuello el vestido de Leigh. La joven soltó un gemido y cayó en el lugar adecuado, de cara al torso de S.T.; se agarró con fuerza cuando el caballo agachó la cabeza y dio un nervioso salto. Deslizó las piernas sobre las de S.T. y le rodeó con ellas la cintura; se fue hacia atrás, pero él la apretó con fuerza contra sí mientras se asía con una mano de las crines de Mistral y seguía el movimiento del caballo a la vez que los mantenía a ambos sobre sus lomos-. ¡So… so… Mistral! Pórtate civilizadamente, viejo villano -musitó cuando el caballo inició un suave trote.
Leigh, asustada, se agarró y dejó colgar los pies, para contrarrestar el incómodo movimiento. Se sentía como un saco de harina que diese botes entre el techo y el suelo. Una de las zapatillas se le cayó; la otra le quedó colgada de un dedo. Cubierta por los volantes de la enagua y la bata, rebotaba contra el cuello y los omóplatos de Mistral y contra el sólido cuerpo de S.T.
– Relájate -le dijo él al oído-. Me lo pones muy difícil.
Soltó las crines de Mistral y la atrajo hacia sí. Leigh dio un chillido horrorizada al ampliarse el espacio con aquel movimiento de él, pero el brazo de S.T. la ciñó y la forzó a seguir el movimiento de su torso y amoldarse a él hasta que se convirtieron en una única entidad que se movía al unísono.
– Entrégate a mí, cara -murmuró él-. No opongas resistencia. Sé suave… sé moldeable… acomódate aquí. Tú no hagas nada.
La acurrucó entre sus brazos con la mejilla apoyada sobre el hombro de él. Leigh se dio cuenta de que estaba rígida y tensa, que trataba de contrarrestar todos los movimientos de él.
– Ten fe, Sunshine -dijo S.T.-. Déjate ir y confía en mí.
La zapatilla que le quedaba se desprendió de su pie. De pronto, el movimiento de Mistral pareció perder rigidez, la espalda de Leigh dejó de dar incómodos golpes contra el animal, y sintió que flotaba; acurrucada contra el pecho de él y mecida sin esfuerzo por el ritmo fluido del trote del caballo.
Dibujaron la circunferencia de la pista de montar una vez, y Leigh sintió los pequeños cambios en la pierna de él que hicieron que Mistral cambiase el paso y se volviese en la otra dirección. Trazaron la figura de un ocho que se convirtió en una serpentina al ir dibujando curvas y recorrer la pista de montar en toda su longitud. Por encima del crujido que hacían sus enaguas, oía el ruido de los cascos de Mistral. La respiración del caballo era cada vez más suave hasta convertirse en un resoplido tranquilo y uniforme que seguía el ritmo de sus pisadas. Las paredes de la escuela de equitación giraban a su alrededor ora oscuras ora brillantes según los haces de luz que se filtraban en el interior.
Dibujaron un nuevo círculo, que se fue haciendo cada vez más pequeño, y después volvieron a salir hasta el borde en una nueva espiral. Leigh vislumbró la figura de Nemo que, tumbado sobre la corteza junto a la escalera, dormía despreocupadamente. La coleta de S.T. le rozaba la mano con la cadencia que marcaba el paso del animal. Su propio pelo se había soltado y caía sobre su mejilla cada vez que los hombros del caballo se elevaban y marcaban la caída libre de su cuerpo en suspensión antes de la siguiente zancada.
Sí, aquello era como flotar; como elevarse sin dificultad sobre la tierra, rodeados de una brisa suave y veloz como el ala de un pájaro mientras giraban en torno a la pista.
S.T. la apretó con más fuerza, echó ligeramente hacia atrás el peso del cuerpo, y el caballo se detuvo en medio del círculo.
Leigh exhaló un largo suspiro. Apoyó la frente en el hombro de S.T. y, entre risas, afirmó:
– Esto es de lo más divertido.
– Qué demonios -dijo él entre profundas inhalaciones-, si todavía no hemos llegado a la parte divertida.
– Llévame a dar otra vuelta -le exigió la joven.
Sintió el ligero cambio que se produjo en el cuerpo de él. Mistral inició un suave trote y se levantó tanto en el aire que le hizo pegar un pequeño chillido antes de acomodar el paso a un ritmo más suave. Leigh sintió de nuevo ganas de reír cuando el aire le levantó el cabello y las columnas iluminadas por el sol giraron a su alrededor como si estuviese en un carrusel. Subió los brazos hasta el cuello de S.T., lo rodeó con ellos y lo besó.
Él giró el rostro e intentó besarla en la boca, pero la joven hundió el rostro en su hombro. Le acarició la piel desnuda con la lengua y le supo a sal y a calor. Recorrió con los labios el cuello del hombre al ritmo que marcaba el caballo.
– Sunshine -dijo él con voz ronca. Cuando el cuerpo de la joven se meció contra él, bajó las manos hasta rodearle con ellas las nalgas y se apretó contra su cuerpo.
Mistral cambió a un trote.
S.T. soltó una maldición. Leigh se movía hacia arriba y hacia abajo: su cuerpo adoptaba una postura incontrolable frente al de él con aquel nuevo paso saltarín. Se aferró a S.T. mientras reía sin control. Mistral volvió al suave trote de antes.
– Esto no va a funcionar -murmuró S.T.
Leigh movió el cuerpo sinuosamente hasta encajarlo mejor en su regazo. Ahora se sentía lo bastante segura como para levantar las piernas y rodearle con ellas las caderas, apoyada en sus mulos y en las manos que él había introducido bajo su cuerpo.
– Inténtalo con más fuerza -dijo, provocativa. Le lamió el lóbulo de la oreja con la lengua y jugueteó con él cada vez que lo tuvo al alcance.
Él reaccionó a sus caricias; su respiración que ya era agitada se volvió trabajosa y la asió con fuerza con sus manos. Emitió un sonido bajo y profundo y trató de acercarla todavía más. Bajo la bata y los volantes de la enagua, solo llevaba unas medias de seda. Al seguir el hombre el ritmo del caballo con sus movimientos, Leigh se ciñó más y más con cada uno de los pasos, y su cuerpo se abrió para recibirlo con total desvergüenza.
Se echó hacia atrás todo lo que sus brazos le permitían y dejó que fuese él quien sostuviese todo el peso de su cuerpo sobre sus hombros. Bajo sus manos la piel desnuda del hombre ardía. El cabello suelto de Leigh flotaba en torno a su cabeza mientras veía cómo el sol que entraba por las altas ventanas se inclinaba y giraba sobre ella.
El rostro de S.T. era la única cosa estable dentro de su campo de visión; estaba intensamente excitado mientras la contemplaba y sus pestañas se entrecerraban ligeramente con cada movimiento. Leigh echó la cabeza hacia atrás y arqueó el cuerpo sobre él como una gata.
S.T. exhaló aire con fuerza y se asentó. Mistral se detuvo de pronto. S.T. la envolvió entre sus brazos y la besó con fiereza mientras clavaba los dedos en ella y ceñía con su abrazo las amplias faldas de lino en torno a la cintura y a los hombros de Leigh.
Mistral se movió inquieto. Cuando el caballo empezó a brincar, Leigh cabalgó sobre el cuerpo de S.T., estable gracias a su abrazo y a la boca con la que cubría la suya con besos agresivos y profundos. Con un movimiento lleno de ímpetu, él introdujo el brazo entre ambos, sin dejar de sujetarla fuerte con la otra mano ni separar los labios de los de ella, invadiendo su boca y sorbiéndole la lengua mientras rebuscaba entre el desorden de sus enaguas y se desabrochaba los pantalones.
– Mi seductora esposa -le rodeó las nalgas con las manos y la atrajo hacia sí. Su aliento quemaba-. Mi preciosa mujer… -Inclinó el rostro hasta el hombro de ella y la penetró despacio con ella montada sobre él. Leigh echó la cabeza hacia atrás e hincó las uñas en la piel desnuda de S.T. El caballo se movió de forma irregular, pero solo consiguió que él entrase más en ella y se adueñase de su cuerpo con pasión y desenfreno-. Mi pequeña madre erótica y deliciosa -murmuró con rudeza-, quiero devorarte.
– Llévanos a dar otra vuelta -le rogó ella con abandono.
Él soltó una risa temblorosa.
– Es peligroso, encanto mío. Este pobre animal no tiene ni idea de a qué viene todo esto.
Ella movió las caderas de forma provocativa y le acarició el labio inferior con la lengua.
– Llévanos -dijo entre susurros.
S.T. cerró los ojos. Ella le mordisqueó con suavidad las comisuras de los labios y se los lamió con la lengua. Él sintió que una llama ardiente le recorría el cuerpo, sintió el impulso de penetrarla en respuesta, sintió que los músculos de su cuerpo estaban en tensión, a punto de ser presa de intensos estremecimientos por culpa de aquel conflicto entre pensamiento y deseo.
Los brazos se cerraron en torno a Leigh cuando asió con ambas manos las crines de Mistral. La besó con ímpetu y con su lengua hambrienta exploró la dulzura de su boca.
– Agárrate a mí, caruccia.
Entonces se movió como su deseo le exigía; se hundió en la envolvente calidez del cuerpo de ella y esa arremetida deliciosa sirvió también de señal a Mistral para iniciar un nuevo trote. Rodeada por sus brazos, toda la fuerza del movimiento del caballo se transmitió al cuerpo de Leigh a través del hombre. Leigh se adhirió a él. S.T. gimió de placer y sintió que las zancadas del animal lo impulsaban hacia abajo con una exquisita sensación de alejamiento, para a continuación hundirlo de nuevo en ella. El animal respondió con una zancada más larga.
S.T. apretó los dientes para reprimir un gemido de frustración; no podía hundirse en ella con más profundidad solo con sus propias fuerzas, si no quería forzar a Mistral a aumentar de velocidad y ponerse a galopar. Tuvo que dejar que fuese la fuerza del caballo la que lo controlase todo, y resultó un tormento lleno de lascivia: tan dentro de ella y sin embargo sin profundidad suficiente. Quería moverse con más ímpetu, Dios, quería empujarla hacia abajo y tomarla con toda la fuerza de su cuerpo. El rostro de ella estaba hundido en la curva de su hombro, y con las manos le acariciaba la parte posterior del cuello.
Mistral se ladeó para dar un amplio giro. S.T. había renunciado a guiar al caballo para que trazase círculos disciplinados. Le traía sin cuidado el camino que siguiese; el deseo de alcanzar el clímax se imponía a su concentración. El pelo suelto de Leigh le acarició el rostro, suave y perfumado. Pensó en el hijo que ella llevaba en su interior, en su cuerpo echado bajo él en una amplia cama, mientras el trote de Mistral lo movía rítmicamente en un acto de divina tortura.
Sintió cómo la respuesta apasionada de ella iba en aumento, la forma en que se apretaba contra él pidiéndole más, mientras respiraba a sorbos pequeños y delicados junto a su oído. Pero él no podía moverse. No podía terminar. Solo podía soportar las dulces oleadas de calor que de ella emanaban, el peso imperioso de su cuerpo sobre los muslos; la forma cautivadora en que él se deslizaba en las profundidades de su interior. Curvó los dedos en torno a las crines de Mistral hasta sentir dolor. Ella tembló, se estremeció y se dobló contra su pecho; bajó los pies hasta rozar con ellos sus piernas y los flancos del caballo. El movimiento la acercó más e hizo que cada vez que Mistral subía los hombros él se hundiese más y más en ella hasta dejarla clavada. S.T. pensó que tanto placer lo iba a matar.
– Para -dijo entre jadeos-. Quiero parar… -Intentó echarse hacia atrás y detener el caballo, pero su habilidad lo había abandonado. Mistral caracoleó hacia un lado, confundido e irritado por las señales contradictorias que recibía. S.T. se deslizó hacia atrás, exhaló un gemido de dolor cuando la unión se rompió, y soltó las crines de Mistral para asir a Leigh por la cintura.
– Suficiente -dijo con voz rasposa, y la apretó con fuerza mientras se reclinaba hacia atrás y pasaba la pierna sobre el cuello de Mistral. Bajaron del animal tambaleantes y con las ropas en desorden. Mistral relinchó, saltó a un lado y salió a todo galope pista abajo, pero a S.T. le traía sin cuidado lo que el caballo hiciese siempre que se mantuviese alejado. Se dirigió al borde de la pista con furia, echó a su mujer sobre el lecho limpio y perfumado de corteza y la penetró con toda la fuerza que su estado le proporcionaba.
Leigh se rió y le rodeó el cuello con los brazos cuando él apoyó todo su peso sobre ella. S.T. se incorporó, se apoyó sobre los codos, le asió las muñecas y tiró de ellas hasta hacer que se abriesen sus brazos bajo él. Cuando la bata de ella se abrió y dejó al descubierto su escote, vio la diminuta estrella de plata sobre su piel y la besó; luego, la besó a ella y la abrazó mientras la poseía. Leigh se estremeció y arqueó el vientre hacia arriba.
S.T. sintió las pulsaciones que brotaban en lo más profundo del cuerpo de la joven, la curva ascendente de su placer de mujer. Aquella ardiente respuesta y saber que el hijo, su hijo, estaba allí dentro de ella… lo empujó al instante, a ciegas, hacia el estallido final.
Al terminar, su cuerpo se mantuvo en suspenso. Luchó hasta controlar de nuevo la respiración. Bajó la cabeza y le rozó el hombro con ella.
Leigh recorrió su espalda desnuda con las manos y lo abrazó con dulzura. Su respiración suave y rápida le acarició la oreja.
– La llamaremos Sunshine -dijo con la boca en el pelo de Leigh.
– Por supuesto que no. -Y le tiró de la coleta-. Ese nombre es mío.
– Entonces Solaire, que se aproxima bastante.
Ella deslizó la mano por su hombro.
– Y además es precioso.
– Yo le enseñaré a montar. Pintaré su retrato. Os pintaré a las dos juntas. -Cerró la mano hasta convertirla en un puño y, a continuación, a medio camino entre la risa y el sollozo, dijo-: Estoy perdiendo la cabeza. Veintiséis dormitorios, por Dios bendito. ¿Qué voy a hacer?
Los dedos de Leigh recorrieron juguetones su piel.
– Un hogar, monseigneur -dijo-. Y hacerme el amor en cada uno de ellos.