En el interior del sencillo y limpio comedor de la que alguna vez había sido una casa familiar importante, todos quisieron sentarse al lado de su nuevo amigo el señor Bartlett. En el Santuario Celestial lo adoraban; era uno de aquellos que habían estado esperando. Su «poder» los acercaba un paso más al día en que Jamie los conduciría hasta un futuro en el que tendría lugar la llegada del mundo de Dios.
Todo elemento decorativo había sido retirado de aquella estancia; no había cuadros, ni chimenea ni alfombras. Tan solo quedaban los adornos de escayola del techo. Habían añadido dos mesas, pese a que los miembros masculinos de la congregación de Chilton apenas llenaban una. Cuando las muchachas empezaron a servir la comida, tuvieron que hacer esfuerzos para pasar entre tanta silla vacía, y levantar las teteras en lo alto, por encima de sus cabezas.
S.T. recibió una generosa porción de gachas de avena, adornadas con rodajas de manzana y sazonadas con demasiada sal por un vecino de mesa excesivamente entusiasta, empeñado en compartir el momento con él; miró lleno de dudas aquella enorme ración. Puede que en el Santuario Celestial no comiesen con mucha frecuencia, pero estaba claro que, cuando lo hacían, lo hacían en abundancia.
Todo el mundo guardó silencio; las jóvenes que servían formaron una hilera junto a la pared, y todas las cabezas se inclinaron. Uno de los hombres inició una plegaria en voz alta, y cuando dijo «amén», fue el turno de otro, al que siguió otro más, el orden en el que todos rezaban era aleatorio, al igual que la longitud de los rezos. S.T., sentado en su duro asiento, vio cómo las gachas se enfriaban y se llenaban de grumos. El hambre hacía que la cabeza empezase a dolerle.
En algún momento durante el transcurso de los rezos, se abrió la puerta principal y los clérigos visitantes hicieron su entrada en la estancia. En voz baja, dos de las jóvenes presentes los llevaron más allá del comedor, con sus mesas y sillas de sobra, hacia la parte trasera de la casa.
El murmullo de las plegarias continuó. Tras un buen rato, llegó hasta S.T. una vaharada de tentador aroma a carne y pan recién hecho, pero nadie llevó nada más al comedor. Poco a poco, se dio cuenta de que era a los otros visitantes a los que estaban dando de comer, y de que lo que les servían no eran precisamente gachas frías.
Por fin, se hizo en el comedor un profundo silencio. S.T. añadió al resto su propio ruego silencioso de que al fin pudiesen empezar a comer. Caía la oscuridad, e incluso unas gachas con grumos resultaban apetecibles.
Los clérigos visitantes aparecieron por el pasillo, conducidos por Chilton, quien les dio las buenas noches desde la entrada principal, y les aseguró que el carromato los esperaba en las caballerizas, listo para llevarlos de vuelta a Hexham.
Varios de los hombres sentados a la mesa soltaron una risita. Uno de ellos le dio un codazo con aire de conspirador a S.T.
– No comemos con los de fuera si no queremos -dijo entre susurros.
– Qué encantador -dijo S.T. y levantó la cuchara.
Recibió otro codazo.
– Todavía no, todavía no -susurró su vecino-. Las muchachas comen antes.
S.T. bajó de nuevo la cuchara. Chilton entró en el comedor y se quedó junto a la puerta, con las manos alzadas dispuestas para bendecir y con la cabeza inclinada. Pronunció otra plegaria, que se prolongó con tono afable en una charla sobre el tiempo, la cosecha y la cantidad de encaje que las jóvenes habían hecho, a la vez que le hacía recomendaciones a Dios para que mejorara las cosas, como si de un colega que necesitara el consejo de un amigo se tratara. S.T. empezaba a sentirse mareado.
– Amén -dijo Chilton al fin-. Compartamos nuestros bienes.
Al oír esas palabras, las jóvenes que estaban en fila junto a la pared se acercaron a la mesa. S.T. frunció el ceño al ver que cada una de ellas se arrodillaba junto a uno de los hombres. Abrió los ojos con sorpresa cuando los hombres cogieron sus cuencos, empezaron a darles gachas frías a las jóvenes con la mano y a introducírselas en la boca con una cuchara. Entraron todavía más jóvenes en la estancia y formaron filas tras las que estaban arrodilladas.
Una recatada figura se arrodilló al lado de S.T. La joven levantó el rostro: era Paloma de la Paz. Su actitud era la de quien espera la comunión, con los ojos cerrados y los labios ligeramente entreabiertos. La paciencia de S.T. llegó al límite. Ya no soportaba más aquel lugar; estaba harto. Agarró el cuenco con las gachas, metió en él la cuchara y se lo ofreció.
– Tomad, es vuestro. No hay necesidad de que os comportéis de esa manera, por el amor de Dios.
La joven abrió los ojos y lo miró fijamente.
– ¿No queréis compartirlo?
– Lo compartiré -dijo S.T. con brusquedad. Había tenido que volver la cabeza con el fin de oír la suave voz de la muchacha con el oído bueno-. Pero lo que no voy a hacer es daros yo de comer. Levantaos del suelo. Es una idiotez.
El estrépito de platos y cubiertos enmudeció a su alrededor. La joven se mordió el labio y apartó la mirada.
– Me estáis avergonzando -susurró en medio del repentino silencio.
– Es que no lo entiende -dijo Chilton afectuosamente-. Tienes que enseñarle, Paloma.
La joven tragó saliva,
– Yo… yo no sé hacerlo.
– Estoy a tu lado. Encontrarás la forma. Ten fe.
La muchacha asintió y volvió a mirar a S.T. con aire de súplica.
– Compartir indica que a vos os importo yo. Indica que os encargaréis de cuidarme y protegerme, al igual que todo hombre está obligado a cuidar y proteger a la mujer, esa es la voluntad de Dios.
– Indica que la mujer obedece con alegría -añadió uno de los hombres con toda seriedad- mientras se muestra llena de gracia y sumisa, como está en su naturaleza hacer. Paloma es muy buena; es alegre y humilde. No tenéis por qué temer nada.
– Esto es absurdo -dijo S.T.
– Por favor, compartid la comida conmigo como está mandado -susurró Paloma-, os sentiréis mucho mejor.
– Difícilmente podría sentirme peor -respondió S.T. al tiempo que apartaba su silla y ponía las gachas en el suelo-. Ahí tienes, chucho. Come como si fueses la mascota de alguien si eso es lo que quieres.
Un murmullo de desaprobación recorrió la estancia. Paloma se cubrió el rostro con las manos.
– Por favor -rogó-. ¡Tened piedad!
S.T. titubeó. Todos lo miraban como si hubiese golpeado a la muchacha; todos menos Chilton, que sonreía benevolente ante la escena.
Paloma de la Paz gimoteó en silencio y lo agarró de la pierna. S.T. volvió el rostro de nuevo para oír qué decía.
– Estoy tan avergonzada… -murmuró la joven entre los dedos-. ¿Es que no me queréis?
– ¡Que si os quiero! -repitió él, aturdido. Bajó la vista hasta la figura encogida a sus pies-. Paloma -dijo, lleno de impotencia-. Lo siento. No quiero causaros ningún disgusto, pero… no es esto lo que quiero hacer. Como ya os dije, no voy a quedarme.
La joven sacudió la cabeza sin levantar el rostro. A continuación, bajó las manos, acercó hacia ella el cuenco con las gachas, se llevó la cuchara a la boca y se puso a comer allí en el suelo.
– Si esto es lo que deseáis, me someto a vuestra voluntad -declaró la joven mientras las lágrimas caían por sus mejillas-, pero, por lo que más queráis, no os vayáis.
– ¡Compartid con ella! -urgió a S.T. uno de los hombres.
– ¿No veis que la estáis humillando?
Otro hombre le dio unas palmaditas a Paloma de la Paz en el hombro.
– Pero ¿por qué le hacéis daño? ¡Pobre Paloma! No llores, cariño. Ven aquí que yo sí que compartiré contigo.
Paloma negó vehementemente con la cabeza.
– Yo soy obediente -gritó-. ¡Lo soy! Haré lo que el señor Bartlett me ordene.
Todos la contemplaron mientras la joven continuó comiendo en el suelo, agachada sobre el cuenco.
– ¡Orgullo! -Se oyó la voz de Palabra Verdadera-. Arrogancia cruel, abusar sin motivo alguno de una mujer indefensa.
S.T. empujó la silla a un lado y se dirigió hacia la puerta entre un coro de críticas. Hizo un gesto de saludo con la cabeza y dijo:
– Estoy seguro de que ahora ya estará listo el caballo. -Y tras estas palabras, cogió su sombrero y la capa color brandy que estaban junto a la puerta.
Salir al aire frío de la noche le produjo un inmenso alivio. Bajó a grandes zancadas por la desierta calle y rodeó el comedor hasta las caballerizas. En la profunda penumbra de la noche el oscuro interior olía a heno y a caballos, pero le era imposible distinguir nada. Se detuvo y esperó el relincho de bienvenida de Siroco, pero en el lugar reinaba el silencio.
Por primera vez, S.T. sintió una ligera sensación de alarma. Soltó un exabrupto y giró sobre sus talones. La furia que lo embargaba hizo que sus zancadas fueran irregulares. Al doblar la esquina, divisó la enorme silueta de Silvering que se recortaba contra el oscuro páramo en lo alto. La visión lo hizo detenerse.
Toda aquella gente era ridícula: el embaucador pecoso con sus trucos eléctricos que no engañarían ni a un niño; aquellos capullos moralistas y sus patéticas jovencitas recogidas de la calle, mendigando desde el suelo unas gachas frías.
Notó la espada que llevaba colgada sobre la pierna izquierda, simple y sin ambigüedad alguna. Quería que le devolviesen su caballo, incluso si tenía que obligar al propio Chilton a ponerse de rodillas para lograrlo.
El ritual de compartir los alimentos todavía continuaba cuando S.T. abrió la puerta principal de un empellón y cruzó el vestíbulo. Todos hicieron caso omiso de su presencia. Chilton hablaba animadamente con Paloma de la Paz, que estaba en pie con la cabeza agachada y asentía sin dejar de llorar. Fue la única que levantó la vista cuando S.T. apareció en el umbral de la puerta.
Una amplia sonrisa cubrió su rostro.
– ¡Habéis vuelto!
– ¿Dónde está mi caballo? -preguntó S.T. a Chilton con voz de pocos amigos.
La joven ya había atravesado la mitad de la estancia. Le asió las manos y cayó de rodillas ante él.
– ¡Perdonadme! He sido una egoísta y una desobediente. ¡Qué desgraciada me siento! ¡Por favor, decid que me perdonáis! ¡Os lo suplico, mi señor!
– Mi caballo -repitió S.T. mientras pasaba al lado de la joven con el ceño fruncido, y trataba de soltarse de aquellas pequeñas manos que se asían a él con desesperación.
Chilton sonrió.
– Creo que tenéis que enfrentaros a algo mucho más importante antes de que nos pongamos a buscar vuestro caballo, señor Bartlett. Habéis herido a Paloma de la Paz en lo más profundo. Os ruego ante Dios que pidáis perdón, a ella y a nosotros.
– ¿Que pida perdón por qué? ¡Maldita sea! ¿Por no tratarla como si fuese un recién nacido sin juicio? -dijo, a la vez que se resignaba a no soltarse de aquellas manos insistentes-. ¿De dónde diablos os habéis sacado este numerito, Chilton?
Chilton lo contempló sin perder la calma.
– Mi palabra es la palabra de Dios.
– ¡Qué oportuno! -exclamó S.T. con desdén.
– Por favor -susurró Paloma de la Paz mientras apretaba el rostro contra las manos de S.T.-. ¡No digáis esas cosas!
Él señaló la mesa con gesto violento.
– ¿Por qué no? Vos en realidad no creéis que esta sea una orden de las alturas, ¿a qué no? No creéis que haya un Dios allá arriba que espere que os pongáis de rodillas y os humilléis por una simple cucharada de gachas de avena. Y, aunque así fuese, lo que no podríais creer es que Dios encomendase sus deseos a este embaucador, a semejante farsante.
– ¡No digáis esas cosas! -gritó Paloma de la Paz. En su voz había un deje de histeria. Volvió a asirle de la mano, y a continuación le abrazó las piernas. S.T. sintió que el cuerpo de la muchacha era presa de temblores.
– No os preocupéis -dijo, a la vez que trataba de tranquilizarla con una caricia en el pelo-. No voy a caer fulminado por el rayo, os lo aseguro.
Chilton soltó una risita.
– Claro que no. Pero no habéis pedido perdón. Vuestra alma está angustiada. Os será revelado el camino a seguir.
Varios de los hombres se pusieron en pie. S.T. los observó mientras se aproximaban a él. No sabía cuál era su intención; se llevó la mano a la espada, pero el abrazo de Paloma de la Paz impidió que la alcanzase.
– No se os ocurra tocarme -dijo con brusquedad-. Guardad las distancias.
El hombre más próximo a él hizo ademán de agarrarle el brazo, y S.T. desenvainó la espada. Paloma de la Paz pegó un grito y asió la hoja entre sus manos.
– ¡No lo hagáis! -suplicó con un chillido-. ¡Matadme a mí antes!
A S.T. le traicionó el instinto. En el momento en que titubeó, dudando si tirar de la espada para liberarla de aquellas manos que ya estaban cubiertas de sangre, cayeron sobre él. Soltó el metal y trató de defenderse con los puños, pero el cuerpo de la joven allí, a sus pies, le dificultó el movimiento; erró el golpe, lo intentó de nuevo, pero perdió el equilibrio a causa de los apretados brazos de Paloma de la Paz. Cayó de espaldas y todos se echaron sobre él; lo agarraron por todas partes, mientras peleaban como niños y ahogaban las maldiciones que profería con las manos, los brazos y a golpes con sus cabezas.
No sabía cuánto tiempo lo habían tenido en la oscuridad. Estaba sentado en el suelo de una estancia con olor a moho sin nada donde apoyarse; con los ojos vendados, atado, y completamente furioso consigo mismo.
Llegó Paloma de la Paz, se sentó en el suelo a su lado y habló durante largo rato, mientras le acariciaba la frente y el cabello e insistía en lo felices que eran todos en aquel lugar, en cuánto lo querían, y en lo bien que resultaría todo cuando él aprendiese a aceptarlo. Al principio resultaba un tanto extraño -recordaba que también para ella lo había sido-, pero pronto apreciaría que aquella forma de vida era mejor que el cruel mundo exterior. Quería que él se quedase, aunque por supuesto podía marcharse si así lo deseaba; nunca forzaban a nadie a hacer nada que no quisiese hacer, pero esperaba que él se quedase y fuese feliz allí con ella. El maestro Jamie había dicho que el señor Bartlett podía convertirse en su esposo, lo que era un favor muy especial que solo se concedía a una joven que había sido muy, muy buena. El maestro Jamie la quería mucho, confiaba en su buen criterio y estaba de acuerdo en la decisión que ella había tomado. A Paloma de la Paz, sin duda, la obediencia la llenaba de autentica alegría.
S.T. no dijo nada. Paloma de la Paz se echó a llorar, lo abrazó y trató de besarlo en la boca, pero él apartó el rostro.
A continuación apareció Chilton, que ordenó a la joven que se marchara, y se dedicó a trazar lentamente círculos alrededor de S.T. y a hablar, a veces en voz alta; otras, en tono suave. S.T. no prestó ninguna atención a sus palabras. A veces, Chilton se detenía y se quedaba un buen rato en el mismo lugar en silencio, y en una o dos ocasiones S.T. alcanzó a oír un sonido peculiar, algo suave y sibilante. Sin poder evitarlo, movió el rostro hacia el lugar de donde provenía, con los nervios a flor de piel por la incertidumbre. Después, el interminable monólogo continuaba, mezclado a veces con aquella especie de silbido. Finalmente, S.T. dejó de prestarles atención a ambos.
No lo dejaban nunca a solas. Apareció Palabra Verdadera y estuvo hablando del orgullo y de la arrogancia hasta que S.T. deseó acabar con él con sus propias manos. Se incorporó del suelo hasta lograr ponerse de rodillas, pero al tener los ojos vendados, no sabía siquiera en qué dirección lanzarse, así que se quedó donde estaba y respiró con dificultad. De repente, alguien lo empujó desde la oscuridad y cayó de nuevo al suelo sobre un codo con un gruñido de dolor.
La voz de Chilton llegó desde algún lugar y oyó cómo recriminaba con suavidad al que lo había empujado. S.T. se quedó tumbado en el duro suelo, con gesto huraño en la boca. Cuando trataron de levantarlo, se dejó caer, y no tuvieron más remedio que llevarlo en brazos. Disfrutó de aquel pequeño y doloroso triunfo hasta que aquellos torpes diablos lo dejaron caer, momento en el que decidió que prefería mil veces conservar los huesos intactos, por lo que renunció a su orgullo.
De todas formas, apenas le quedaba ya un resto de orgullo. No se había sentido tan avergonzado desde aquel terrible momento, hacía ya tres años, en el que se dio cuenta de que su dulce Elizabeth lo había traicionado. Él cayó directamente en su trampa, y perdió a Charon, el oído y la última ilusión de que alguien lo amase.
Alzó la barbilla con decisión. Era extraño, pero pensar en aquella sucia traidora en la que se había convertido Elizabeth lo había hecho sentirse mejor. Que lo hubiesen capturado y maniatado un grupo de mujeres y mojigatos era algo embarazoso, pero no tan grave como para hundirlo en la miseria.
Malditas fuesen todas las mujeres. Le habían reblandecido el cerebro.
Se movió con cuidado por la escalera. La venda hizo que volviera a sentir un poco de su antiguo vértigo, y las múltiples manos que lo asían lo desconcertaban. Después se encontró en el suelo, rodeado de cuerpos que lo empujaban hacia el exterior, al gélido aire de la noche. Le llegó el olor de las antorchas, y el creciente murmullo de una muchedumbre que iba por la calle tras él y sus captores.
Llegaron a una nueva escalera por la que, en esta ocasión, ascendieron. Estaban ante las verjas de Silvering; tenían que estar allí. Sentía el cuerpo tenso y el deseo de lanzarse a un lado y liberarse de aquella prisión sofocante que ellos formaban, pero, al tener las manos atadas, ni siquiera podría quitarse la venda de los ojos.
Le hicieron darse la vuelta. Se oyó un chirrido metálico: las verjas de hierro forjado de Silvering. Sintió que numerosas manos le tocaban los brazos y le tiraban de los codos hacía atrás. Algo frío como el hielo rozó sus muñecas atadas.
Grilletes.
Se quedó rígido, pero, a continuación, se abalanzó hacia delante sin pensar; peleó igual que lo había hecho la primera vez, pero en esta ocasión ni siquiera resistió tanto, al tener las manos atadas y encontrarse con un sinfín de brazos y dedos que lo agarraron y lo empujaron contra la verja hasta hacerlo caer de rodillas bajo el peso de aquella masa de cuerpos blanda y aplastante.
Nadie gritó ni lo golpeó. Hablaban mucho. Eran voces que le decían que estuviese tranquilo; voces amables, tranquilizadoras. Iba a encontrar la felicidad, le decían. Aprendería cuál era el verdadero camino. «Sed bueno, no os pongáis nervioso, quedaos tranquilo.» Era el deseo del maestro Jamie.
Percibió la presencia de Paloma de la Paz muy cerca de él, que le rogaba que no ofreciese resistencia, que no los avergonzara a ambos. S.T. se arrodilló, jadeante; bajo sus rodillas el pavimento era duro. Le habían puesto los grilletes y encadenado a la verja, y cuando intentó ponerse en pie, las cadenas se lo impidieron.
Se preguntó si iban a hablarle de lo feliz que era mientras lo lapidaban, o hacían con él lo que el maestro Jamie hubiese planeado. Su corazón latía con fuerza, pero el miedo que sentía no era excesivo, ya que todo le parecía absolutamente irreal.
Alguien le quitó la venda, y S.T. sacudió la cabeza, al tiempo que entrecerraba los ojos ante la intensa luz que proyectaban las antorchas a su alrededor. No distinguía otra cosa que la oscuridad que había tras ellas, pero podía oír a la multitud. Sin embargo, incluso ese sonido era suave; tenía un tono menos discordante y más agudo que cualquier otra turba.
Su aliento era visible con la helada; formaba volutas ante su rostro y después se difuminaba. En el haz de luz de las antorchas había siluetas y formas oscuras que aparecían y desaparecían, rostros blancos que se hacían visibles un instante y después se desvanecían en la oscuridad entre los zarandeos del grupo. ¿Cuántas personas podía haber allí? Unas cien, o como mucho doscientas si todos los habitantes del pueblo se encontraban presentes. Chilton había declarado que tenía unos mil seguidores, pero S.T. no los había visto en el Santuario Celestial.
Empezaron a cantar un himno que no conocía. Voces femeninas se elevaron con dulzura en la oscuridad de la noche. ¿Cómo era posible que hubiese acabado de aquel modo, encadenado y de rodillas ante un grupo de colegialas? Era de lo más humillante. No iban a lapidarlo; ni siquiera parecían enfadadas.
Chilton surgió de la oscuridad del otro lado de las antorchas y subió lentamente los escalones, mientras se sumaba a los cánticos de su congregación. Cuando se esfumó el eco de la última estrofa, Chilton alzó entre las manos una sencilla jarrita de porcelana, de las que se utilizaban para servir la nata de la leche, y comenzó a rezar una vez más, a rogarle a Dios que hiciese conocer su voluntad al maestro Jamie y a su rebaño.
S.T. retorció las manos a sus espaldas. Con aquellos rezos incesantes, no era de extrañar que en aquel lugar estuviesen todos chiflados.
Paloma de la Paz estaba arrodillada detrás de él a unos pasos de distancia, tenía los ojos cerrados y, en apariencia, rezaba con todo el fervor del que era capaz. La voz de Chilton empezó a temblar y a quebrarse de emoción en otro de aquellos soliloquios suyos con Dios. La muchedumbre se movió al unísono contagiada por la emoción, por mucho que S.T. en aquellas frases confusas que pronunciaba Chilton solo captase palabras como: «¡Sí, sí! Lo entiendo, lo entiendo. Paz y felicidad a los que te siguen. A los que de verdad te profesan amor», y otras sentencias de similar profundidad.
Fue como si de nuevo se repitiese el servicio religioso con su cantinela durante horas y horas. S.T. se estremeció con el aire helado. De repente, Chilton elevó la jarrita sobre su cabeza, y a continuación la bajó y derramó unas gotas de líquido, que chisporroteó levemente y burbujeó sobre el escalón de piedra caliza.
– Dulce Armonía -llamó-. ¿Sientes amor por tu amo?
Una de las jóvenes que estaban al pie de los escalones se adelantó deprisa.
– Sí -gritó.
– Tienes una misión que cumplir. Toma esta jarra. Si de verdad amas a tu señor, beberás su contenido. Un infiel se quemaría al hacerlo. Un infiel sentiría las llamaradas del infierno en la lengua si lo bebiese. Pero si tu fe es verdadera, será como agua para ti.
Y le aproximó la jarra. La muchacha llamada Dulce Armonía la asió con manos temblorosas. Un sonido como de un suspiro surgió de la multitud al otro lado de las antorchas. Mientras S.T. la contemplaba impotente, lleno de horror, la joven la alzó sin titubear hasta sus labios.
Cuando la vasija rozaba su boca, Chilton dijo entre gritos:
– ¡Abraham! ¡Abraham! -El murmullo de la multitud creció hasta convertirse en un lamento-. ¡Yo soy el ángel del Señor! -gritó Chilton, y su voz retumbó en el aire de la noche-. Deja la jarra, niña mía. No bebas. Has demostrado tu fe, de la misma manera que Abraham fue puesto a prueba y la superó.
Dulce Armonía bajó la jarra, y Chilton la tomó de entre sus manos. El rostro de la joven estaba radiante mientras lo observaba.
– Paloma de la Paz -dijo Chilton-, acércate y toma la jarra.
La espalda de S.T. se tensó, su respiración se aceleró.
– Tu misión es más difícil -advirtió Chilton-. Tienes que tener fe suficiente para dos. El hombre que has traído a nuestro seno es uno de los hijos de la rebeldía. Su alma pertenece a los hombres malvados, que como Dios ha dicho es semejante al mar incansable que no puede aquietarse, cuyas aguas arrojan lodo c inmundicia.
Paloma de la Paz tomó la jarra de entre las manos de Chilton e inclinó la cabeza sobre ella.
Chilton posó las manos sobre los hombros de la joven.
– Está en ti salvarlo. La fe de Dulce Armonía habría convertido el ácido en agua al rozarlo con sus labios, porque ella creyó en la palabra de su señor. ¿Crees tú en mi palabra?
Paloma de la Paz asintió con la cabeza. S.T. se humedeció los labios y tragó saliva.
– Entonces, escucha lo que tengo que decirte. Tienes que coger esta jarra y derramar el líquido en su oído izquierdo, para que el espíritu de la rebelión sea expulsado por su boca y desaparezca para siempre; de ese modo él obtendrá la paz.
La impresión ante aquellas palabras recorrió como una descarga el cuerpo de S.T.
Por un instante se quedó inmóvil, sin dar crédito a sus oídos. Después movió los labios y gritó:
– ¡Cabrón! ¡Cabrón infame!
Chilton acarició el cabello de Paloma de la Paz.
– Solo tú puedes regalarle ese don, niña mía. No te eches atrás ante tu misión.
La joven se volvió con la jarra entre las manos. S.T. no pudo contenerse y se echó hacia atrás para alejarse de ella todo lo que los grilletes le permitían.
– ¿Qué es lo que quieres, Chilton? ¿Cuál es tu precio?
– El Señor dijo: «Escuchadme, vosotros que conocéis la rectitud, pueblo en cuyo corazón habita mi Ley. No temáis el reproche del hombre ni os dejéis llevar por la desesperación ante sus injurias» -entonó Chilton.
Paloma de la Paz, con el rostro imperturbable, se acercó a S.T. y se arrodilló junto a él.
– No lo hagas -suplicó S.T. con la respiración entrecortada-. Paloma, no sabes lo que haces. Piénsalo, por el amor de Dios.
La joven sonrió, pero S.T. fue consciente de que ni siquiera lo veía.
– Puedo traer la paz a tu alma -murmuró la muchacha-. Te haré feliz.
– ¡No! -S.T. alzó la voz-. Me quedaré sin oído. El otro ya lo he perdido… ¡Dios mío! ¡Él lo sabe, Paloma! Te está utilizando; ¿qué es lo que quiere? Pregúntale qué quiere.
– Todos queremos que seas feliz -le aseguró la joven-. Encontrarás la paz junto a nosotros cuando te hayas liberado del espíritu de la rebelión.
Tras esas palabras, la joven alzó la jarra. S.T. empezó a sacudir la cabeza frenéticamente y después movió el hombro, en un intento de hacer caer la jarra de sus manos.
Alguien lo sujetó del pelo, numerosas manos lo inmovilizaron por la fuerza.
– Tienes que tener fe -dijo la joven-. Tienes que creer que yo jamás te haría daño. Ten fe.
– No lo hagas. -Los ojos de S.T. se llenaron de lágrimas-. Está loco. Os ha vuelto locos a todos.
Paloma de la Paz negó con la cabeza y le sonrió, como si de un niño pequeño y asustado se tratase. Detrás de ella, Chilton inició una plegaria. La joven alzó la jarra. S.T. forcejeó para librarse del apretón que le obligaba a tener el cuello torcido.
– No te muevas -dijo la muchacha-. Reza con nosotros.
– Por favor -susurró S.T.-. Por favor. -Todos sus músculos se tensaron para oponer resistencia a la fuerza con que lo atenazaban-. No puedes hacerlo.
La jarra se alzó y se inclinó entre las manos firmes de la muchacha. S.T. cerró los ojos con fuerza.
– No puedes. No puedes. No puedes.
Lo dijo entre sollozos, incapaz de entenderlo. Dios mío, iba a quedarse sordo, aquella puerta se iba a cerrar de golpe y él iba a quedarse impotente en un mundo silencioso… el escozor del líquido helado alcanzó su oído y lo anegó, a la vez que bloqueaba el rumor de las plegarias de Chilton y confundía el sonido de las voces.
El silencio fue total. Lo soltaron, y S.T., sacudido por los sollozos, dejó caer la cabeza sobre las rodillas.