Capítulo 12

S.T. cabalgaba bajo las estrellas a galope tendido sobre un caballo que había robado de los establos que había junto a la posada. Al salir de esta había visto al animal parado y con la silla puesta y, sin pensarlo dos veces, había cogido las riendas y se había montado en él. El viento le golpeaba los ojos enturbiándole la visión. No sabía adónde iba ni le importaba. Volvía a estar poseído por el antiguo demonio que lo impulsaba a actuar según las circunstancias de cada momento. Galopaba furioso, embriagado por la sensación de montar un ágil corcel al tiempo que seguía indignado consigo mismo por ser presa de sus necesidades y debilidades. Dejó tras de sí los gritos indignados y las reglas civilizadas y se internó por una senda demasiado oscura para ver nada.

Una sombra se movía junto a él, haciendo que el caballo gruñera y se asustara cada vez que se acercaba demasiado. Sin dignarse utilizar los estribos demasiado cortos que empleaba el desconocido dueño del caballo, S.T. avanzaba por el irregular camino disfrutando con la sensación de no perder nunca el equilibrio. Todas las noches que había pasado montando con tantas dificultades a la yegua ciega y siendo cauteloso para no sufrir los mareos se habían desvanecido. Al desaparecer, toda su pericia ecuestre había vuelto a él como si nunca hubiese dejado de montar, como algo que era tan natural y normal en él como respirar.

Azuzó al caballo mientras recorrían la noche. La euforia de la carrera fue consumiendo el incendio de su ira hasta reducirlo a una fogata. Le daba igual en qué dirección fuera, lo único que quería era seguir galopando. Y así continuó hasta que, en la oscuridad, algo brilló como una mancha ante sus turbios ojos. Detuvo el caballo y observó. La luz oscilaba y se movía lentamente. Se pasó una mano por los ojos y parpadeó para despejarlos, al tiempo que volvía la cabeza para poder oír por el lado bueno. Por encima de los rítmicos resoplidos de su corcel, escuchó el lento retumbar que hacía un tiro de caballos al trotar, así como un crujido de ruedas.

Ya estaban cerca. Nemo había desaparecido entre las sombras. El caballo tomó aire y levantó la cabeza para relinchar a modo de saludo. Después de que el jinete lo obligara a salir del camino, el animal se subió a un terraplén de cuya presencia S.T. no se había percatado antes. Cuando la linterna del carruaje se hizo visible, sonrió con satisfacción. Su posición elevada le proporcionaba una ventaja inesperada, ya que estaba por encima de aquella irregular luz que avanzaba dando bandazos por el camino. Tiró de las riendas para que el caballo mirara en la dirección en que se aproximaba el carruaje. Desenvainó la espada y se inclinó sobre el cuello del animal, tapándole la nariz con la mano que tenía libre para evitar que relinchara. El caballo se agitó sin hacer ruido. Entonces S.T. miró por encima del hombro y vio la difuminada silueta del tiro de caballos, la librea escarlata del conductor y el brillo de la linterna sobre el latón de los arneses. Evitó mirar directamente hacia la luz para que no lo cegara o desconcertase.

Al pasar los caballos a trote lento por su lado, la cabeza les llegaba a la altura del vientre del suyo. Por la forma en que levantaron la cabeza y resoplaron nerviosos, S.T. supo que olían al suyo, pero las anteojeras los mantuvieron indecisos y callados. El cochero les dijo unas palabras para calmarlos. S.T. levantó la espada.

– ¡Alto! -gritó al tiempo que, de una estocada, destrozaba la linterna, sumiéndolo todo en la más profunda oscuridad. Espoleó al caballo para que bajase del terraplén y, una vez estuvo junto a los otros, agarró las riendas del que iba a la cabeza con su mano enguantada. Mientras tanto, en medio de toda la confusión, el cochero gritaba y el caballo de S.T. intentaba apartarse del barullo, aprovechando que su jinete no le tiraba de las riendas en esos momentos. Desesperado, S.T. dejó caer todo su peso hacia delante y hacia atrás sobre la silla, con la esperanza de que su montura estuviese bien adiestrada.

Y funcionó. Ya fuera por su buena preparación o porque quería quedarse junto a los otros, el caso es que el caballo se detuvo a la vez que sus congéneres. El cochero golpeó con el látigo a S.T. en el brazo y en la cara. Este gruñó y, de forma instintiva, atacó con la espada. No veía, pero sintió cómo la tralla se enroscaba en su muñeca por encima del guante. Su cuerpo reaccionó antes de que su mente decidiese qué hacer y, con un rápido tirón, consiguió que el látigo saliese despedido. Cogió las riendas de su caballo y lo colocó delante de los demás.

– ¡Alto! -volvió a rugir-. ¡Estoy apuntando con una pistola!

Era mentira, pero servía dadas las oscuras circunstancias. Alguien había encendido una vela dentro del carruaje, y su exiguo brillo bastaba para que pudiese ver la silueta petrificada del cochero en el asiento exterior, así como la inmóvil figura de un lacayo que iba encaramado detrás. S.T. había considerado la posibilidad de que alguien sacara un trabuco, y por eso se había puesto tras los caballos, pero al parecer ninguno de los hombres quería correr ese riesgo. Se hizo un repentino silencio, tan solo alterado por el tintineo de los arneses.

– Muy bien -dijo S.T. a modo de felicitación. Espoleó al caballo para que volviese a subir al terraplén evitando que le diera la luz-. Baja de ahí y entra en el carruaje, y el lacayo también -dijo al cochero, que soltó las riendas y, lentamente, obedeció sus órdenes.

Alguien rompió a sollozar en el interior del vehículo. S.T. se inclinó un poco cuando el cochero abrió la puerta, y tuvo tiempo de ver a una pareja de mediana edad con el rostro pálido y a una joven que se tapaba la cara con las manos antes de que apagaran la vela.

– Encendedla de nuevo -dijo-. No quiero matar a vuestros criados pero, si se mueven de donde pueda verlos, lo haré.

Los sollozos se hicieron más fuertes. Tras oírse cierta agitación en el interior del carruaje, la vela volvió a prender y los sirvientes subieron a él. S.T. siguió inclinado sobre la perilla de la silla mientras estudiaba a sus apiñadas víctimas. Parecía claro que volvían a casa de alguna fiesta. El cuello y las muñecas de la joven, que aún tenía las manos en la cara, estaban cubiertos de diamantes. El hombre llevaba un valioso reloj de bolsillo y un enorme alfiler de rubíes, mientras que su esposa lucía esas mismas gemas tanto en el pelo como alrededor de su rollizo cuello. No iban muy lejos, ya que jamás se habrían arriesgado a cubrir una distancia considerable llevando esas joyas y tan poca protección.

S.T. estuvo a punto de dejarlos marchar, ya que no había ninguna razón -ni injusticia que reparar ni alma oprimida cuyo bolsillo aliviar- para que los asaltara. Pero entonces la joven levantó el rostro. Las lágrimas caían por sus mejillas mientras gimoteaba como si se le fuera a romper el corazón y, de pronto, S.T. pensó en Leigh, que nunca lloraba.

– Traedme los diamantes -dijo.

Ella dejó escapar un gemido de desconsuelo y volvió a inclinarse mientras negaba con la cabeza.

– Cochero -dijo S.T.-, cógeselos.

– ¡No! -exclamó ella llevándose una mano al cuello-. ¡Sois un inmundo ladrón!

– Dáselos, Jane -dijo la otra mujer en voz baja mientras ella misma se quitaba el collar a tientas-. Por el amor de Dios, dale las joyas. No son más que piedras.

– Solo quiero los diamantes -dijo S.T.-. Podéis quedaros los rubíes, señora, con mis más sinceras felicitaciones por vuestro buen juicio.

– ¿Solo vais a llevaros mis diamantes? -exclamó la joven-. Pero ¿por qué? ¡No es justo!

– ¿Tanto os importan esas piedras, milady? -preguntó S.T. ladeando la cabeza-. ¿Acaso son un regalo? ¿Quizá el obsequio de un enamorado?

– ¡Sí! -se apresuró a contestar ella mientras miraba a ciegas hacia el lugar de donde provenía la voz de él-. Tened misericordia.

– Mentís.

– ¡No! Mi prometido…

– ¿Cómo se llama?

Ella vaciló un breve instante.

– Señor Smith. John Smith.

S.T. se rió.

– Muy mal, querida mía, y, para colmo de males, me temo que no me siento muy romántico esta noche. Así que dádmelos.

La joven gritó y dio un empujón al cochero cuando este hizo ademán de acercarse a ella. S.T. espoleó al caballo para que se acercase más a la puerta desde la altura del terraplén. Con un giro de muñeca extendió la espada lentamente hasta que la punta de la misma entró en el carruaje. Mantuvo la hoja inmóvil, dejando que la tenue luz la iluminara.

– No es tan terrible perder unos diamantes, milady -dijo con suavidad.

La joven miró la espada y rompió en nuevos sollozos. S.T. esperó en silencio. Al cabo de unos instantes, ella se llevó las manos al cierre y tiró los diamantes hacia la puerta, pero S.T. ya se había dado cuenta de sus intenciones y los cazó al vuelo con la espada, que a continuación levantó en vertical para dejar que se deslizaran hasta la empuñadura.

Très charitable, mademoiselle -dijo. Con un movimiento de muñeca, lanzó el collar al aire y lo atrapó con la otra mano; luego espoleó al caballo, que partió a gran velocidad del terraplén. S.T. agachó el rostro sobre la crin del animal mientras este lo sacaba de allí a galope tendido.

El caballo corrió durante unos minutos hasta que, desconocedor de que acababa de convertirse en fugitivo, comenzó a aminorar la marcha. S.T. dejó que fuera disminuyendo paulatinamente hasta reducirse a un mero trote. Entonces envainó la espada y se guardó el collar dentro de uno de los guantes. Se echó un poco hacia atrás para que el caballo redujera aún más el paso, cosa que el animal hizo, pese a que dio un respingo al aparecer Nemo tras ellos. Los jadeos del lobo resonaban en la tranquilidad de la noche. Entonces S.T. detuvo el caballo y comenzó a reflexionar mientras alargaba los estribos para que se ajustasen a su medida. Poco a poco, una sonrisa malvada se extendió por su rostro. Era incapaz de controlarse y comportarse con sensatez, así que hizo que el caballo diera media vuelta y volvieron sin prisas hacia el escenario del robo.

Se detuvo varias veces ladeando la cabeza para escuchar lo mejor posible pero, mucho antes de que él mismo percibiese nada, el caballo levantó la cabeza en señal de alerta. Aunque no podía verlas, sabía que el animal tenía las orejas empinadas en la dirección en que se encontraban los otros. Dejó que su montura avanzara despacio hasta que, finalmente, oyó voces enfurecidas y un portazo de la puerta del carruaje.

Consciente de sus limitaciones, pensó que el vehículo debía de estar bastante cerca, pese a que su deficiente sentido auditivo parecía indicarle que se encontraban a gran distancia. Levantó un puño y se mordió el guante con una sonrisa. Se salió del camino y, cuando oyó claramente el grito del cochero a los caballos y el traqueteo de las ruedas, siguió a sus conmocionadas víctimas a una distancia prudencial hacia las murallas de Rye, encantado con la gran farsa que todo aquello suponía.

Cuando estuvo lo bastante cerca para ver algunas luces encendidas en las casas de las afueras de la vieja muralla, S.T. cogió un camino lateral que lo condujo a la puerta por la que Leigh y él habían entrado en la ciudad esa mañana. El carro de cervecero que recordaba haber visto seguía allí, cargado de barriles vacíos. Paró el caballo y se inclinó para ir abriéndolos hasta que encontró uno en el que quedaba un poso dentro. Tras untarse el lazo del cuello del inconfundible aroma a cerveza rancia, se inclinó torpemente sobre la crin del caballo y comenzó a cantar una canción de borracho. Cuando llegó al establo de la posada, parecía tan ebrio que se le escaparon los estribos al intentar desmontar y, para evitar caerse, se cogió del cuello del paciente caballo hasta que sus pies resbalaron y aterrizó en el suelo junto a los pies de un mozo de cuadra. Nemo gimió y le lamió la cara.

– Vaya -farfulló mientras levantaba la cabeza para mirar al mozo-. He perdido las riendas. Dámelas, ¿quieres?

– Sí, señor -contestó el mozo-, pero me temo que este no es vuestro caballo, señor.

S.T. se giró sobre un codo y apartó a Nemo.

– Pues claro que lo es. Acabo de bajar de él -dijo con una voz que apenas podía entenderse.

– No, es del señor Piper, caballero.

– ¿Piper? -repitió S.T. al tiempo que dejaba caer la cabeza sobre el pavimento-. No conozco a ese tipo.

– Pues vos cogisteis su caballo, señor.

– Escucha -dijo S.T.-. Escucha, ¿tienes algo de beber? -Lanzó un profundo suspiro-. Mi mujer no me quiere.

El mozo sonrió.

– Sí, señor Maitland. Dentro hay ponche, cerveza y todo lo que queráis.

S.T. levantó un brazo.

– Muy bonito… eso de que la maldita mujer de uno… no lo quiera. Muy bonito, sí señor. Me llama sapo inmundo… la muy zorra -masculló mientras agitaba lentamente la mano en el aire con la mirada puesta en ella.

– Sí, señor Maitland. Mirad, os vamos a llevar dentro -dijo el mozo de cuadra cogiéndolo del brazo al tiempo que un compañero suyo se encargaba del otro. Juntos lo pusieron en pie. S.T. se dejó caer con fuerza sobre el hombro del que tenía más próximo y apoyó la cara en su cuello mientras buscaba su bolsa a tientas.

– Cepilladlo bien, ¿me oís? Es un buen caballo. Y dadle una ración adicional de avena. Toma, para ti, amigo mío -dijo poniendo la bolsa entera en la mano del mozo-. Coge lo que quieras.

– Sí, señor, pero el caballo no es vuestro.

S.T. levantó la cabeza.

– Sí que lo es.

– No, señor, no lo es.

Miró con ojos turbios al animal.

– Sí que lo es. Y es el mejor caballo que he tenido.

– No es vuestro, señor Maitland.

S.T. se separó del mozo de un empujón y se volvió para mirarlo a la cara mientras apoyaba ambas manos sobre sus hombros.

– ¿Y cómo sabes tú… que no es mi caballo, eh? -preguntó con mucho énfasis.

– Porque vos no tenéis caballo, señor.

S.T. meditó esas palabras durante unos instantes y volvió a mirar fijamente al mozo mientras se balanceaba.

– Pero yo lo estaba montando, ¿no?

– Sí, claro que lo estabais montando, pero porque lo cogisteis sin pedir permiso, y nos habéis puesto a todos en un buen aprieto. Salisteis cabalgando a toda prisa en la oscuridad con el caballo del señor Piper y ni siquiera sabíamos en qué dirección seguiros.

– ¿Sí? -preguntó S.T., sorprendido. Luego, víctima de un acceso de hipo, frunció el ceño y cerró los ojos-. Debía de estar… -Perdió el equilibrio y se cogió al mozo-. Debía de estar borracho -farfulló en la oreja del joven antes de desplomarse en el suelo.


Leigh se puso en pie de un respingo cuando aporrearon la puerta con fuerza. Había estado escuchando la conmoción procedente del pasillo a la espera de que terminase. Tras una larga tarde en la que había intentado calmar por todos los medios al desventurado señor Piper, prometiéndole que su caballo le sería devuelto a la vez que asentía a cada maldición que él profería, Leigh abrió la puerta con considerable inquietud.

Lo que vio ante sí no contribuyó a calmarla. Detrás del posadero, que llevaba en el brazo un sombrero y una capa mojada, dos mozos de cuadra resoplaban por el esfuerzo de acarrear al Seigneur. El que iba delante, que le sujetaba las piernas, las dejó caer sobre el suelo, mientras que el otro intentó ponerlo en pie cogiéndolo de las axilas, pero entonces S.T. murmuró algo ininteligible y se derrumbó en el pasillo. Leigh cerró los ojos; percibía el olor a alcohol incluso desde la habitación.

– Por el amor de Dios, lo que tiene una que ver -exclamó irritada al tiempo que se apartaba a un lado-. Entradlo.

Los mozos lo cogieron de nuevo y avanzaron a trompicones hasta la cama mientras su carga se balanceaba entre ambos. Nemo los adelantó y se subió al lecho. Dejaron a S.T. junto al lobo y, a continuación, el más joven de los dos le puso la bolsa del dinero sobre el pecho.

– Ha dicho que cogiéramos lo que quisiéramos, señora, pero puede que mañana no piense lo mismo.

El Seigneur estiró un brazo y lo dejó caer a un lado de la cama.

– Dales… -murmuró levantando de nuevo el brazo para intentar trastear con la mano enguantada en el monedero. Esparció billetes del banco de Rye sobre su elegante levita de terciopelo y agarró un grueso fajo-. Es muy… buen tipo -añadió mientras sostenía los billetes en dirección a Leigh-. Dales mucho… señora.

Ella le arrebató el dinero de entre los dedos.

– Dios mío, ¿de dónde ha salido todo esto?

El posadero sonrió a Leigh con amabilidad mientras colgaba el sombrero y la capa en el armario.

– Yo le adelanté algo esta tarde hasta que pudiera pasar por el banco. Está todo en orden, señora Maitland. ¿Quiere que envíe a alguien para que lo meta en la cama?

– No -contestó ella mirando en la bolsa-. Por mí que duerma con las botas puestas si quiere.

– Quince libras -farfulló el Seigneur-. Dale… quince libras. Es un buen tipo. -Abrió los ojos y añadió-: Le robé el caballo.

Leigh resopló con furia.

– ¡Asno idiota! -exclamó.

Él comenzó a agitarse con una risita floja.

– Dales quince libras…, señora -repitió.

Leigh puso media corona en la mano de uno de los mozos. S.T. se volvió a un lado todavía riendo. Tras balancearse un momento en el borde de la cama, cayó al suelo con estrépito. Quedó tumbado en el suelo mientras miraba con expresión confusa a Leigh.

– Dales quince…, zorra estúpida.

– Por supuesto que sí, borracho. -Se volvió hacia el primer mozo y contó la considerable cantidad de quince libras en voz alta-. Tomad, os lo repartís y ya podéis retiraros de trabajar -dijo a la vez que miraba por encima del hombro a S.T.-. Ya está, ¿contento?

Pero él no respondió. Tenía los ojos cerrados y roncaba levemente mientras movía una mano. Leigh miró al posadero.

– Podéis retiraros -le dijo con actitud muy encorsetada.

– Por supuesto, señora -replicó él mientras, sin sonreír, le hacía una reverencia; luego, se volvió y salió de la estancia con los mozos. Leigh oyó cómo gritaban de alegría cuando aún estaban a mitad de la escalera. Ella se llevó las manos a la cara y miró al techo.

– ¡Dios, cómo te odio! -exclamó-. ¿Por qué has tenido que volver, bestia inmunda?

– Para terminar lo que tú empezaste -le contestó una voz perfectamente lúcida y despejada.

Leigh dio un paso atrás, apartó las manos de la cara y lo miró atónita. Él se incorporó sobre un codo y se llevó un dedo a los labios.

– No grites, por favor -murmuró.

Aquello era casi tan desconcertante como ver a un muerto recobrar la vida y comenzar a hablar. Leigh se quedó inmóvil con una mano en el pecho mientras su corazón latía agitado. S.T. se levantó con total normalidad e hizo una señal a Nemo para que bajara de la cama.

– ¿Qué es lo que tramas? -susurró ella.

El Seigneur se quitó el lazo del cuello, lo olió e hizo una mueca de desagrado.

– ¡Jesús! Huelo como la alfombra del salón de la casa de citas de la comadre Minerva -dijo.

– Por el amor de Dios, ¿dónde has estado? ¿Qué significa todo esto?

S.T. tiró la maloliente prenda al suelo y estiró el brazo para coger a Leigh del codo con una de sus manos enguantadas. La acercó a él y le habló al oído.

– Es un regalo, ma petite chérie -dijo en voz baja y en tono burlón. Giró una mano, metió los dedos de la otra dentro del guante y sacó el collar de diamantes, que brilló con intensidad a la luz de las velas-. No te gustó el precio del anterior, así que te he traído otro cuyo valor sea más de tu agrado.

La espléndida joya se balanceó en su mano, irradiando prismas de luz. Leigh cerró los ojos.

– Santo cielo -murmuró.

– ¿Qué me dices, querida mía? -preguntó él acariciándole el cuello con el aliento-. ¿Te he complacido al fin? Según me han dicho, el collar era regalo de un enamorado, y le ha costado muchas lágrimas a una dama. -Levantó la mano y le pasó un dedo por debajo de un ojo, como si fuera a limpiarle una-. ¿Llorarás tú por mí?

– Antes de lo que piensas, me temo -susurró Leigh. El contacto del guante en su piel era suave y cálido, y le transmitía el calor de su mano-. Cuando te cuelguen por esto.

– No, no, de eso nada -dijo S.T.-. Ten un poco más de fe. -Le pasó la otra mano por el cuello, extendió los dedos enguantados sobre sus mejillas y presionó ligeramente para volverle la cara hacia él-. Llora de dicha -añadió con una oscura sonrisa antes de besar la comisura de sus labios-. Ma perle, ma lumière, ma belle vie, llora porque te he hecho feliz.

– No me has hecho feliz -replicó Leigh. Se mordió el labio y apartó el rostro-. Solo has hecho que me asuste.

Él volvió a cogerle el rostro. Leigh opuso algo de resistencia pero, de algún modo, S.T. se había puesto al mando de la situación; su energía reprimida parecía llenar la estancia y evitar que la joven se defendiera o levantara su habitual barrera de antagonismo. El Seigneur se puso tras ella y, tirando del vaporoso encaje del corpiño, le descubrió los hombros.

– No lo quiero -dijo Leigh-. No pienso quedármelo.

Pero él deslizó el collar alrededor de su cuello y lo abrochó. A continuación, le rodeó el cuello con las manos y le besó la nuca.

– ¿Desprecias el regalo del Seigneur, querida? -le susurró al cuello-. Es un símbolo de la pasión que siento por ti. -Su contacto la inmovilizaba, y su suave voz ardía con una extraña fuerza-. Deléitate en él conmigo.

– No, quítamelo -dijo Leigh llevándose las manos a la boca.

Non, non, petite chou, ¿por qué habría de hacer algo tan estúpido? Lo he traído para ti, porque te amo, y porque quiero que todos admiren tu belleza y elegancia. Pero estás temblando, chérie. -La acarició lenta y juguetonamente mientras la tocaba con la lengua-. ¿De qué tienes miedo?

«De ti -pensó ella-. ¿Qué has hecho? ¿Qué me estás haciendo?»

El calor de sus besos la atravesaba, e hizo que agachara la cabeza. Entonces él la cogió de la cintura y le acarició el hombro desnudo con la boca al tiempo que la atraía más hacia sí. Leigh se mordió el labio con fuerza.

– Eres un loco incorregible -dijo.

S.T. negó con la cabeza rozándole el cuello.

– ¿No soy el Seigneur de Minuit? Para complacerte me arriesgaría a cualquier peligro.

– Te cogerán -repuso Leigh con un susurro.

Él emitió una débil risa.

– Pero esta vez no -dijo mientras comenzaba a deshacer los lazos del corpiño-. Y, además, ¿a ti qué más te da, mi frío corazón? Creía que no querías volver a verme.

Leigh se puso más tensa.

– No es tu cuello el que me preocupa, sino el mío -dijo con intencionada crueldad-. No quiero que me cuelguen también a mí por esto.

– No, no estaría nada bien. En lugar de eso, creo que es mejor que me ames.

Sin soltarla en ningún momento, S.T. se desprendió de los guantes, tras lo que sus experimentadas manos siguieron abriendo el vestido de Leigh al tiempo que la besaba y acariciaba; mantenía apoyada su cabeza salpicada de oro en el hombro de ella y la cinta negra de su coleta también reposaba sobre la piel de la indefensa joven. El vestido se deslizó por los brazos de ella y S.T. terminó de liberar los ganchos del corsé.

Leigh respiraba de forma espasmódica; estaba profundamente turbada y se sentía vulnerable en medio de las ruinas de su barricada. Había dejado que aquello llegara demasiado lejos; había consentido que él la cogiera por sorpresa y sumiera su precaria estabilidad en un marasmo de confusión.

Je suis aux anges -dijo él con reverencia mientras las rígidas prendas de ella iban cayendo.

Se quedó tan solo con la enagua y una camisola que la posadera le había conseguido. S.T. emitió una especie de gruñido y la atrajo hacia sí, de inmediato le tocó los pechos.

– Leigh -susurró-, me vuelves loco.

Ella echó la cabeza hacia atrás contra él, que le acarició los pezones hasta que Leigh abrió la boca. Con un débil y desesperado murmullo, dijo:

– Está claro que sí.

S.T. rió en su oído. El collar robado parecía arder sobre la piel de Leigh. Estaba claro que el Seigneur sabía muy bien cómo desnudar a una mujer. La almidonada enagua no le supuso ningún problema; con suma pericia soltó los ganchos y dejó que la prenda cayese sobre el vestido formando un amasijo de seda a los pies de Leigh. La atrajo aún más hacia sí, de manera que ella pudo sentir los botones del chaleco contra su piel, y el encaje de los puños contra sus hombros desnudos.

– Todavía tiemblas -dijo él-. ¿Es que tienes frío, mignonne?

– Lo que tengo es miedo -contestó Leigh en voz muy baja-. Mucho miedo.

– Aquí estamos a salvo. No va a venir nadie -dijo S.T. mientras la mecía con suavidad-. Puede que mañana empiecen a hacer preguntas, pero tengo respuestas de sobra.

Desesperada, Leigh consiguió zafarse de él y se retiró al otro extremo de la habitación, con los brazos cruzados y temblando bajo la camisola.

– Has cambiado, y eso no me gusta nada -dijo.

– Soy yo, el de siempre, el Seigneur de Minuit -alegó él, resplandeciendo de bronce y terciopelo bordado mientras la observaba. Entrecerró sus ojos verdes y esbozó una ligera sonrisa-. ¿No será que te gusta demasiado?

Leigh se apoyó en una de las columnas del dosel con la respiración entrecortada. Cuando S.T. comenzó a acercarse a ella, se refugió contra la pared, pero él puso ambas manos sobre los paneles de roble a cada lado de su cabeza y la atrapó entre sus brazos. Se inclinó y le besó el cuello con avaricia, haciendo que el collar de diamantes le rozara con fuerza la piel. Una intensa sensación de placer se apoderó de Leigh, la misma que había experimentado mientras lo bañaba esa tarde, pero ahora era un deseo que amenazaba con sofocar su razón. De pronto no pudo más y, negando con la cabeza, se apretó más contra la pared.

– No puedo -murmuró-, no puedo.

– ¿Y por qué no? -preguntó él al tiempo que apoyaba un hombro en el panel y recorría uno de sus pechos con el dedo hasta acariciarle el pezón-. ¿Porque no son «negocios»? ¿Porque no eres tan fría como quieres hacerme creer?

Leigh intentó apartarse, pero la inflexible barrera de sus brazos volvió a impedírselo.

– No, no, mi pequeña provocadora -dijo S.T.-. Es hora de que tomes un poco de tu propia medicina.

La respiración de Leigh era cada vez más entrecortada. Levantó la barbilla y arqueó la espalda contra la pared mientras S.T. se arrimaba cada vez más a ella al tiempo que besaba su piel desnuda. Parecía más grande y fuerte que nunca. Leigh intentó de nuevo escapar de su abrazo, pero no pudo.

– Te aborrezco -dijo.

– Sí, ya lo noto -asintió él mientras volvía a tocarle un pecho y acariciarle el pezón con el pulgar-. De hecho, resulta hasta sorprendente la intensidad con que me aborreces.

– ¡Eres un bastardo! -exclamó Leigh, indignada, pero tan solo consiguió que S.T. sonriera ante ese epíteto.

– Sí, ma pauvre, pues claro que soy un bastardo. Nunca lo he ocultado, ¿verdad? -Le acarició la mejilla con suavidad y le besó la sien con dulzura. Cuando volvió a mirarla, la expresión burlona había desaparecido de su rostro-. Pero me tienes a tus pies -susurró-, y mi vida te pertenece.

Lo poco que quedaba del escudo protector de Leigh terminó de romperse en su interior, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Él la estrechó entre sus brazos y la apretó con fuerza contra el pecho.

– Te odio -dijo Leigh, con voz lastimera y entre sollozos mientras hundía la cara en su levita.

– Pues entonces ven a odiarme en la cama -contestó S.T. con un tono de voz diferente y más intenso-. Te quiero y necesito tenerte ahora mismo.

Leigh tembló mientras él le cubría de besos la barbilla, el cuello y los pechos. A continuación, la levantó, la llevó hasta la cama y la echó sobre ella de modo que quedó con las piernas fuera. S.T. se colocó entre ambas y, con una respiración ronca y desigual que destilaba pasión, le subió la camisola por encima de la cintura.

– Leigh -susurró con voz ronca mientras le recorría las caderas desnudas con las manos. Seguía totalmente vestido, y el oro, el terciopelo y la esmeralda le daban un porte masculino y elegante; su rostro parecía salido de un antiguo sueño, como si fuese un príncipe guerrero de algún reino del bosque. Inclinó la cabeza y le besó el vientre. Sus dedos ardían, pero ella dejó que la tocase sin intentar apartarlo.

De pronto, apoyó una rodilla en la cama y levantó a Leigh. Ella se dio cuenta de que su impetuoso amante no iba a esperar más, de que ni siquiera iba a quitarse la ropa, a apagar las velas o a intentar comportarse de un modo civilizado. La besó con furia a la vez que se desabrochaba los botones del pantalón; cayó sobre ella y comenzó a abrirse paso con las manos en las caderas de Leigh para atraerla hacia sí mientras resoplaba y repetía su nombre una y otra vez. Ella le rodeó el cuello con los brazos, y él la besó con ansiedad mientras la penetraba. Con fuerza la cogió de las nalgas para acompasarla aún más al ritmo de su apasionada cadencia, sumiéndola en un torbellino de sensaciones.

Leigh quería gritar, incapaz de respirar lo bastante hondo para contrarrestar aquella sensación de algo que se dilataba y se extendía en su interior. Se estiró hacia arriba y él la embistió con más ímpetu; sentía algo imposible y loco que la asustaba y de lo que no podía defenderse. Entonces, cogiéndola aún con más fuerza, S.T. emitió unos murmullos apagados, como si las palabras se asfixiaran en su pecho o estuviera llorando. Un intenso temblor, un poderoso instante de suspensión, pasó de uno a otro mientras él hundía el rostro en el hombro de Leigh. A continuación, S.T. soltó un prolongado jadeo y se relajó. Apoyó la frente sobre los pechos de ella mientras respiraba profundamente y se echaba un poco hacia atrás para descansar el peso sobre las manos. Leigh notó que él temblaba a causa de aquella extraña postura, y entonces, al darse cuenta de que S.T. todavía tenía un pie en el suelo, soltó una risita nerviosa.

– ¿Qué demonios te hace tanta gracia? -murmuró él entre dientes.

Leigh no sabía dónde poner las manos. Con cuidado, le tocó el pelo con sus débiles y torpes dedos.

– Todavía tienes las botas puestas.

Él le pasó los brazos por debajo.

– Los bastardos nunca nos quitamos las botas -dijo con la voz amortiguada por el colchón junto a su oído; luego se apartó y se puso en pie. Inclinó la cabeza y sonrió levemente mientras la contemplaba. Leigh, que se sintió indefensa y avergonzada, se sentó e intentó bajarse la camisola para taparse, pero él se la cogió por el dobladillo y se la quitó por encima de la cabeza.

– Métete bajo las sábanas, chérie -le ordenó con un beso en la frente pero, al ver que ella vacilaba, apartó la ropa de cama, la cogió en brazos haciendo caso omiso de su leve chillido y la depositó sobre las almohadas.

Luego dio un paso atrás y comenzó a desvestirse ante Leigh sin recato alguno. Ella vio cómo se despojaba de la levita de terciopelo y, después de colgarla, se desprendía del brillante chaleco. A continuación, fue la camisa la que cayó al suelo, seguida por la cinta del pelo. Con los pantalones abiertos y el pecho desnudo, comenzó a tirar de las botas para quitárselas; parecía un dios pagano, con el pelo suelto que le caía entre ribetes dorados y sombras por encima de los hombros.

Nemo se levantó y olisqueó los pies de S.T., aún cubiertos por las medias. Este se arrodilló junto al lobo, lo abrazó y lo acarició con vigorosas carantoñas que hicieron que el animal se tumbara y comenzara a dar vueltas mientras se retorcía de gusto.

Temblorosa, Leigh se mordió el labio mientras respiraba de forma extraña. Tomó aliento y se subió la sábana hasta la barbilla. Cuando el Seigneur se incorporó, Nemo fue hasta la puerta y, tras pegar el hocico a la abertura, miró hacia atrás a su amo con la esperanza de salir.

– Ya hemos cazado bastante por esta noche, viejo amigo -dijo S.T.-. Ahora nos toca gozar de nuestra bien merecida gloria.

Al oír eso, Leigh se llevó la mano al cuello, sobresaltada, pues recordó el collar robado.

– Déjatelo puesto -le dijo él al ver que intentaba quitárselo. Fue hasta la cama y, tras sentarse, tiró un poco de las sábanas-. Te sienta muy bien -murmuró mientras levantaba la joya con un dedo.

– Sí, desde luego es una soga de lo más bonita. No entiendo por qué estás tan orgulloso de ti mismo.

Él bajó lentamente un dedo, con el que trazó una línea hasta llegar a un pezón.

– Bueno, mira qué he conseguido gracias a él.

Leigh apartó la vista.

– Te equivocas.

– Ah, ¿sí? -dijo S.T. al tiempo que levantaba sus diabólicas cejas con interés.

– Sí. No me ha impresionado tu maravilloso collar. No es por eso por lo que te he dejado… -Se interrumpió y le apartó la mano con que la acariciaba-. No ha sido por eso.

– ¡Vaya! Pues no sé qué otras conjeturas atreverme a hacer. El pensamiento femenino escapa a la pobre capacidad masculina de raciocinio.

– Perdóname, pero pienso que hablar de raciocinio con un loco es un ejercicio fútil.

Él sonrió.

– Pero tal vez sea más provechoso que hablarlo con una mujer.

– ¡No me has comprado con un collar de diamantes! -exclamó Leigh; él se inclinó y la besó con suavidad en la mejilla.

– Claro que no. ¿Cuándo he dicho yo eso? Eres una inocente enfant que no se entera de nada -dijo mientras se levantaba de la cama para apagar las velas.

Leigh lo oyó moverse por la habitación. Cuando volvió y se deslizó bajo las sábanas, ella le dio la espalda, pero S.T. la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí. Estaba desnudo y desprendía un reconfortante calor, y su cuerpo, tan suave como el terciopelo de la levita, provocó en Leigh una agradable y cálida sensación. Ella sabía que aquello solo era un sueño, que finalmente había consentido caer en el mundo de fantasía que él había construido y en el que vivía. «Soy el Seigneur de Minuit.» Era un lunático absurdo y peligroso, pero al mismo tiempo irresistible y encantador.

La respiración de él le agitaba el pelo. Leigh pensó en apartarse, pero consideró que no tendría mucho sentido después de todo lo sucedido. Además, la aguardaba la oscuridad con todo el miedo, los recuerdos y las emociones que no soportaba, pero así, en sus brazos, era como si su mente se hubiese separado de su cuerpo; solo pensaba en la presencia física del Seigneur a su lado y en el sensual calor de su abrazo. Y le daba igual. No quería pensar. Esa noche le bastaba con los sueños.

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