Capítulo 14

Leigh estaba junto a un cercado de forma ovalada, tiritando bajo la vieja levita beis de S.T. Volvía a ir vestida de hombre a petición expresa de él. Tenía la impresión de que llamaba más la atención que antes, cuando nadie había adivinado que era una mujer. Pero, si bien era cierto que recibía numerosas miradas de interés de la pequeña multitud de adiestradores de caballos y granjeros que se amontonaban alrededor de la cerca para ver el espectáculo, valía la pena aguantarlo a cambio de la libertad que suponía llevar botas de nuevo.

De todas formas, ya se había dado cuenta de que nadie la iba a tocar o a decir ninguna grosería. El excéntrico señor Maitland, el de la espada y las extrañas ocurrencias, parecía gozar de cierta reputación en la ciudad de Rye, población de contrabandistas en la que la audacia y el dinero bajo mano tenían más peso que la propia ley.

El sonido de cascos de caballo se intercalaba con las estridentes llamadas del corcel negro que el Seigneur había comprado esa mañana. El animal trotaba de un lado a otro del cercado y, a cada momento, se acercaba a la parte que estaba más cerca de un prado situado a cierta distancia, en el que se encontraban el otro caballo salvaje junto al zaino de la mancha blanca; ambos iban de un lado a otro de la valla con las colas levantadas.

El Seigneur estaba en el centro del pequeño cercado con un largo látigo en la mano. Iba en mangas de camisa pese al frío reinante; la levita de terciopelo y el chaleco bordado reposaban en los brazos de una lechera que lo observaba todo con los ojos muy abiertos sentada sobre el tocón de un árbol. El caballo no hacia ningún caso a su nuevo amo, y levantaba nubes de tierra cada vez que arqueaba el cuello y se lanzaba trotando de un extremo al otro del cercado en un intento desesperado de reunirse con los otros dos. Al llegar a la valla se detenía, viraba y galopaba en sentido contrario.

– Fíjate en esto -dijo el Seigneur en voz baja. Se dirigía a Leigh sin prestar la menor atención al caballo, tal como este hacía con él-. ¿Crees que este animal me hace algún caso?

Justo en esos momentos el caballo pasó muy cerca de él resoplando en el gélido aire.

– No -contestó Leigh-, parece que no.

– Fíjate bien, entonces. Voy a enseñarte algo que no es pura suerte, Sunshine.

Ella se inclinó sobre la valla. Nemo le dio con el hocico en la cintura y Leigh le acarició la cabeza; luego, el lobo se sentó junto a ella y se apoyó en su pierna.

– Lo primero que quiero que sepa -explicó S.T.- es que no está aquí solo.

Alzó el látigo, que duplicaba la longitud de su ya de por sí largo y duro mango, y lo chasqueó con fuerza contra el suelo. El crujido hizo que el caballo se estremeciera, pero tras mirar un instante a S.T. siguió trotando por el cercado. Lo hizo sonar de nuevo y, esa vez, cuando el caballo se aproximó a él a toda velocidad circundando el corral, dio unos pasos a un lado como si quisiera cruzarse en su camino. El animal se frenó con ojos asustados y, tras volverse, continuó en dirección contraria. Tras completar una vuelta al recinto, S.T. dio un paso adelante chasqueando de nuevo el látigo y haciendo que el rucio volviese a cambiar de dirección. Este dio una vuelta más por el cercado y después dejó caer todo su peso sobre la grupa como si quisiera pararse y llamar a los otros, pero el Seigneur se movió tras él blandiendo el látigo y obligó al animal a proseguir sin llegar en ningún momento a tocarlo o a aproximarse mucho.

– ¿Sabe ahora que estoy aquí? -preguntó.

Leigh observó al caballo, que llevaba la cabeza muy alta mientras galopaba y resoplaba con fuerza.

– Parece que no mucho -contestó ella.

– Bien. Fíjate en que no deja de mirar más allá de la valla. No está pensando en mí, sino en tomarse un ponche y jugar una partida de cartas con sus amigos. -De nuevo se hizo a un lado y obligó al caballo a virar con la ayuda del látigo-. No quiero que sea la valla la que lo retenga aquí, sino su propio interés por quedarse. ¿Cómo puedo conseguir eso?

Leigh frunció un poco el ceño.

– ¿Vas a pegarle?

– Qué conjetura más absurda, querida mía. ¿Acaso querría quedarse si le hago daño? Si lo hiero nunca querrá, pero si hay otro motivo, como que se fatiguen sus pulmones o le duelan los músculos, y yo soy el sujeto agradable que le deja descansar, entonces podremos entablar negociaciones y comenzar a entendernos.

Volvió a agitar el látigo y dio otro paso para obligar al caballo a virar. Leigh observó la expresión de relajada concentración de su rostro, la forma en que nunca apartaba la mirada del animal mientras hablaba, y la facilidad con que manejaba el látigo. Cada movimiento que hacía era fluido y deliberado.

– De momento solo quiero controlar una cosa: la dirección en la que va -siguió explicando S.T.-. Esa es la lección que tiene que aprender ahora; que puede correr como el diablo, y cuanto más rápido mejor, pero tiene que hacerlo en la dirección que yo quiero, girarse cuando se lo indico, y no parar a menos que yo se lo permita.

Hostigaba al caballo cada vez que este mostraba la menor intención de reducir el paso, obligándolo a que diera la vuelta y corriese en la dirección contraria siempre que parecía prestar atención a lo que hacían los otros dos caballos más allá de la valla. Repitió la operación una y otra vez hasta que el caballo comenzó a respirar con mayor dificultad. Dejó de llamar a los otros dos, ya que cada vez estaba más pendiente del látigo y de los movimientos de ese hombre que también estaba en el interior del cercado. Al cabo de un cuarto de hora, el Seigneur ya solo tenía que levantar el látigo y señalar con él hacia donde se dirigía el caballo para que este se detuviera, virara y continuara en el sentido opuesto.

– Observa cómo se gira cuando cambia de dirección -dijo el Seigneur a Leigh-. ¿Ves?, siempre es hacia fuera, hacia la valla, apartándose de mí. Todavía preferiría no estar aquí encerrado conmigo. Quiero que empiece a girarse hacia dentro, con la cabeza hacia mí. Quiero que aprenda que es mejor para él prestarme atención en lugar de seguir corriendo como un loco.

La siguiente vez que se interpuso en el camino del caballo, mantuvo los hombros relajados sin levantar el látigo, pero el animal derrapó y, girándose, volvió a inclinar la cabeza hacia fuera. Entonces S.T. levantó el látigo y siguió dirigiéndolo con su insistente chasquido.

– Esta vez no ha habido suerte. Tendré que pedírselo de nuevo -explicó-. Le estoy dando una oportunidad, ¿te das cuenta? -Bajó el látigo y se colocó una vez más delante del animal-. Estoy tranquilo, sin chasquear la lengua ni usar el látigo. Le estoy ofreciendo hacer una pausa.

En esa ocasión el caballo dudó un instante y levantó la cabeza en dirección a él antes de apartarse una vez más.

– Así. Ya lo está pensando.

Volvió a moverse sin levantar el látigo y, sorprendentemente, el fatigado y sudoroso caballo se detuvo con las patas delanteras hacia dentro y la grupa hacia la valla, tras lo cual dedicó una rápida mirada al Seigneur y al látigo antes de retomar el trote en dirección contraria. Hubo un leve murmullo de asombro por parte de todos los presentes. Entonces S.T. volvió a obligar con el látigo al caballo a que diese unas vueltas más, y después bajó el brazo. Al instante el animal se detuvo ante él y lo miró fijamente mientras se le contraían y expandían las ijadas por el cansancio.

– Chico listo -le dijo S.T. en tono afable, antes de dar dos pasos a un lado.

El caballo movió la cabeza para seguirlo con sus enormes ojos negros fijos en él. Entonces el Seigneur fue en la otra dirección con el mismo resultado. Siguió andando y el caballo lo fue siguiendo con la cabeza hasta que tuvo que mover las patas traseras y volverse para no perderlo de vista; de ese modo terminó justo en la posición contraria a la que había empezado.

– ¿Me hace caso ahora?

Leigh no pudo reprimir una sonrisa.

– Sí, ahora sí.

Un relincho lejano hizo que el caballo levantase la cabeza y la doblara. Al instante, antes de que el animal pudiese responder a la llamada, el Seigneur chasqueó el látigo para que volviese a galopar por el cercado. Una vez hubo completado una serie de vueltas, S.T. bajó la fusta para darle la oportunidad de que se detuviese, cosa que el animal hizo entre fuertes resoplidos y mientras lo miraba fijamente y se aproximaba a él.

Justo en ese momento llegó otra débil llamada desde la lejanía. El jadeante rocín negro levantó la cabeza como si fuese a responder, pero entonces oyó el chasqueo de lengua del Seigneur y de forma abrupta la bajó. El caballo pareció sopesar las opciones que tenía, y se atrevió a lanzar otra fugaz mirada en dirección al lejano prado. El Seigneur volvió a chasquear la lengua y levantó el látigo, haciendo que el animal sacudiera un poco la cabeza ante la advertencia hasta que, finalmente, relajó el cuello. Se acercó despacio a S.T. en señal de rendición absoluta y se paró con la cabeza agachada junto a él, que le rascó las orejas mientras le susurraba palabras de felicitación.

El público rompió a aplaudir. El estrépito hizo que el caballo levantase la cabeza un instante, pero la bajó enseguida y empujó con delicadeza el brazo del Seigneur. Cuando echó a andar hacia la valla, el animal lo siguió como si fuese un enorme perrito. Hizo caso omiso de los constantes relinchos que llegaban del prado. Leigh sintió algo extraño en el pecho al contemplar aquella escena. El Seigneur era en verdad un hombre extraordinario.

Cuando S.T. presentó el caballo a Nemo, el caballo le prestó al lobo la misma atención que dedicaría a un gato de corral. Después de eso, S.T. no tuvo problema alguno para ensillarlo y montarlo. Cabalgó en el interior del cercado y después salieron fuera, en la dirección opuesta a aquella de la que provenían las llamadas de los otros caballos. Montura y jinete se perdieron de vista.

Cuando regresaron, S.T. desmontó y bebió un gran trago de agua de una taza de asa larga que alguien le ofreció. Un montón de voluntarios se ofrecieron a coger el caballo y ocuparse de él. Todo el mundo esperaba a ver si haría lo mismo con el corcel salvaje.

– En la posada nos han preparado una cesta con comida -dijo a Leigh-. Deberías comer algo -añadió, y luego se dirigió a Hopkins-. Traedme a ese diablo como mejor podáis.

Mientras Leigh y el Seigneur almorzaban en silencio bajo un árbol, la mitad de los lugareños allí reunidos se acercaron para no perderse el nuevo espectáculo. Consiguieron meter al animal en el cercado formando una cadena humana a ambos lados del camino para bloquearlo, tras azuzar a los dos caballos para que salieran del prado y avanzaran por el sendero hasta llegar al cercado. Una vez dentro, alguien cogió al dócil zaino y lo llevó para que esperase junto al negro.

El caballo salvaje dio vueltas junto a la valla durante unos minutos, haciendo que los espectadores se apartaran, y, a continuación, agachó la cabeza para pastar. Movía las orejas adelante y atrás con furia mientras arrancaba la hierba con rápidos tirones. El Seigneur se puso en pie y ofreció la mano a Leigh. Ella permitió que la ayudara a incorporarse y a que, con sus fuertes y cálidos dedos sujetándola del codo, la condujese a cierta distancia de los espectadores que se agolpaban alrededor de la valla. A continuación, S.T. miró fijamente al caballo con el ceño fruncido. Era un ejemplar magnífico pese a las cicatrices ensangrentadas de la cara, tan pálido como la luz de la luna sobre el hielo y con una larga crin enmarañada y una cola que barría el suelo. Cuando cualquier distracción le hacía levantar la cabeza, sus grandes ojos pardos se veían muy blancos, y arqueaba el cuello de una forma que le daba el aspecto de una fiera y noble montura sacada de algún cuadro de un rey guerrero.

– Tan solo recuerda que te tiene miedo -murmuró S.T.

– ¿A mí? -preguntó Leigh, atónita.

– Sí. Ya has visto lo que he hecho con el otro. Tú puedes hacer lo mismo con este.

– ¿Te has vuelto loco?

– En absoluto. Te he enseñado a hacerlo, y has podido comprobar que, después de todo, no se trata de suerte -dijo él con una ligera sonrisa.

– Por el amor de Dios, no pienso meterme ahí dentro con ese animal.

El Seigneur la miró con expresión de estar sorprendido, y un tanto decepcionado, ante semejante negativa.

– Te tiene miedo -repitió.

– ¡Ha atacado a un hombre!

– ¿Y qué harías tú si alguien te cogiera y te pegara en la cara?

Leigh tomó aliento y soltó una risa nerviosa. Luego miró a S.T.

– Ya sé que te he insultado, pero ¿quieres arrojarme a una muerte segura para que expíe mi culpa?

– ¡Estás asustada! -exclamó él impostando un tono de sorpresa-. ¡La joven que quiere matar al reverendo Chilton está asustada!

Leigh le dio la espalda.

– No es lo mismo -dijo.

– ¿Y cómo puedes estar tan segura? Cuando estés ante Chilton, ¿cómo sabes que tendrás fuerzas para llevar a cabo tu propósito si no las tienes ahora?

Leigh se volvió hacia él como movida por un resorte.

– ¡No es lo mismo! ¡A él lo odio!

– Hace falta algo más que odio para matar a un hombre inteligente, Sunshine -afirmó S.T. de manera tajante-. Hace falta cerebro. Intento enseñarte algo que puedas usar en tu provecho. Ese caballo es un arma, si tienes el valor suficiente para adiestrarlo.

Leigh frunció el ceño y miró a la bestia salvaje que trotaba bordeando el cercado.

– Creía que a mí me correspondía el caballo zaino -dijo al fin.

S.T. negó con la cabeza.

– El zaino sirve para pasear, pero este… Dios mío, míralo. Es magnífico. Demuéstrale que tienes valor y confianza en ti misma y te llevará hasta el mismo infierno si se lo pides.

Justo en esos momentos el caballo estiró todos los músculos de su cuerpo con enorme poderío, dio una coz al aire y echó a galopar por todo el cercado con la cola al viento. Leigh volvió a notar esa extraña sensación en el pecho mientras observaba la expresión embelesada del Seigneur al verlo. Quería ese caballo para él, pero estaba obligándola a aceptarlo para sí. S.T. la miró muy serio y expectante con sus ojos verdes. De pronto, Leigh se sintió indefensa; esa debilidad que se acumulaba en su interior impedía que le salieran las palabras y su maldito labio inferior amenazaba con echarse a temblar. S.T. le cogió una mano, puso el látigo en ella y cerró sus dedos alrededor de la empuñadura de cuero.

– Yo te ayudaré -dijo-. Te iré diciendo qué tienes que hacer.

Leigh miró al suelo mientras intentaba por todos los medios controlar el revelador temblor de su boca.

– No me importa en absoluto si ese maldito caballo me mata -murmuró. Dejó caer el extremo del látigo hasta que descansó sobre la mullida hierba y, a continuación, levantó la cabeza y miró al espléndido demonio que la aguardaba en el cercado-. Me importa un comino lo que pueda pasarme.


S.T. la observó mientras saltaba la valla y caminaba hasta el centro del cercado. No estaba muy seguro de por qué había insistido tanto en que lo hiciera. Él podría adiestrar al caballo más rápido y mejor y, además, quería hacerlo; quería ayudar a aquel animal embrutecido y beligerante a aprender que se podía confiar en una persona.

Pero Leigh pensaba que él era un fraude, que todo era una mera cuestión de suerte, así que, en lugar de encargarse él de domar al caballo, prefería que fuese ella quien tuviera que pasar por ese trago. Quería que fracasara; de ese modo después él podría enseñarle a hacerlo. No temía por su seguridad, ya que el animal no era aún un caso perdido. No era salvaje y feroz por naturaleza, sino un semental lleno de vida e inteligencia que había tenido la desgracia de ser siempre tratado muy mal y había aprendido todos los trucos para frustrar cualquier intento de domarlo. Castrarlo había sido un crimen y un lamentable desperdicio, pero esos flemáticos ingleses nunca sabían qué hacer con los sementales, así los emasculaban y los enganchaban a un carruaje. Por lo menos Hopkins, o algún otro idiota como él, no había podido cortarle la cola. Probablemente no habría conseguido sujetar el caballo el suficiente tiempo para hacerlo.

La actitud del caballo, que tenía las orejas tiesas y resoplaba de forma regular mientras miraba fijamente a Leigh, no parecía entrañar ningún peligro para ella. Se sentía libre, al menos de momento, además de un tanto curioso. Todavía tenía sangre seca en el rostro y el cuello. Daba la impresión de que hacía semanas que no lo cepillaban; los pegotes de barro y las manchas de hierba estropeaban el pálido pelaje, pero, pese a todo, seguía siendo el animal más precioso que había visto desde que había perdido a Charon. En la feria había destacado cual Galahad mugriento entre la chusma.

S.T. se dirigió a Leigh en tono sereno.

– Tienes que quedarte un poco por detrás de él cuando lo hagas mover. -El caballo levantó una oreja al oír su voz-. Cuando le pidas que se dé la vuelta, avanza un paso hacia él, utiliza el látigo y la voz, pero déjale mucho espacio. Si tienes miedo de que te arrolle, sal de en medio. No lo acorrales. Y no te quedes ahí como si te hubiesen plantado. Haz que se mueva, ahora.

Leigh lo hizo con torpeza, y el látigo se enredó en sus pies un momento antes de restallar. El caballo pegó un salto y se quedó quieto sin dejar de mirarla.

– Muévelo -repitió S.T.-. Demuéstrale que tienes el mando; que no puede dedicarse a haraganear y a hacer lo que le venga en gana. Tiene que moverse y tú tienes que indicarle el camino que debe seguir.

Leigh dio un paso hacia la grupa del animal y chasqueó el látigo con un gesto que no lo hizo restallar del todo. Pero el imponente rocín entendió el mensaje. Tensó la grupa y echó a correr y a trazar círculos alrededor del cercado a velocidad de vértigo.

Tras unos minutos de atronador galope, S.T. se dio cuenta de que Leigh no iba a hacer nada y elevó la voz por encima del ruido que el caballo hacía al respirar:

– Oblígalo a dar la vuelta. Si tienes miedo de que te arrolle, limítate a indicárselo con el látigo.

– Yo no tengo miedo -dijo ella al instante.

– Entonces, hazlo, Sunshine.

Leigh dio un paso a un lado. S.T. pensó que tenía un aspecto totalmente cautivador con las piernas separadas, las botas y los pantalones de montar. El caballo resbaló hasta frenar como si una pesadilla hubiese cobrado cuerpo en medio de su camino, dio un rápido giro y salió al galope en dirección contraria.

– Muy bien -dijo S.T.-. No estamos aquí únicamente para agotarlo. Tienes que convencerlo de que merece la pena que te escuche. Esto es una clase. Hazlo girar de nuevo y déjalo seguir hasta que yo te indique lo contrario.

Leigh obedeció, y volvió a enredarse con el látigo al cambiarlo de mano. El rucio inició un trote alocado, pero Leigh con un chasquido lo obligó a retomar un ritmo más lento sin que S.T. tuviese que indicárselo.

Tenía una intensa expresión de concentración en el rostro mientras observaba los movimientos del animal y trataba de prever sus intentos de evitarla. Daba la impresión de que el látigo se adaptaba a su mano con más soltura. Repitió el ejercicio de los giros una vez más, y después lo hizo una y otra vez.

S.T. observó al animal con ojo crítico. Llevaba mucho más tiempo entrenar al potente rucio que al caballo negro; aquel animal tenía mucha personalidad, y convencer a aquella bestia de que lo que hacía era seguir unas instrucciones y no huir desesperadamente de una amenaza era un proceso largo y lento. Durante una hora entera no dijo nada, se limitó a dejar que ella lo hiciese dar vueltas una y otra vez, lo obligase a avanzar para girar de nuevo hasta que el pálido pelaje del animal se oscureció por el sudor y el ruido de su respiración fue como el que hace el vapor al explotar en una caldera.

– ¿No puedo dejar que pare? -dijo Leigh por fin a gritos-. Voy a matarlo.

El sudor caía por su rostro también. Tenía las mejillas brillantes, pero no apartaba los ojos del caballo, que seguía corriendo en círculos.

– Cariño, ese caballo sería capaz de recorrer al galope tres condados seguidos. ¿Ves esa forma que tiene de girar a toda prisa? Aún sigue convencido de que tú eres el mismísimo diablo. -S.T. examinó al exhausto rocín-. Pero parece que empieza a tener sus dudas. Ajá, ¿te has fijado en cómo esta vez te ha mirado en lugar de dejar la mirada perdida en la campiña? La próxima vez que lo haga, baja el látigo, relaja la postura y ofrécele la posibilidad de girar hacia ti.

S.T. observó con paciencia cómo dejaba pasar la primera media docena de ocasiones al no reparar en los cambios sutiles que aparecían en la actitud del fatigado caballo y que, para S.T., estaban absolutamente claros. El animal le dio infinidad de oportunidades al bajar el hocico y dirigir las orejas hacia ella mientras seguía con su incesante trote.

En el corazón de S.T. empezó a despertar una punzada de afecto por aquella bestia. Siempre le ocurría cuando los caballos que entrenaba llegaban a ese punto, se quedaban exhaustos por el esfuerzo, resoplaban con cada zancada, y miraban a su alrededor como niños confundidos en busca de alguien que tomase el mando. Alguien que dijese que era hora de dejar de correr.

– Baja el látigo -dijo con voz tranquila-. Dale la oportunidad de mirarte.

Leigh tenía los labios fruncidos. Agarraba con fuerza el látigo incluso cuando lo bajó, y tenía los nudillos en tensión. Dio un paso hacia el caballo y este volvió a girar la grupa desafiante hacia ella cuando dio la vuelta. Sus flancos subían y bajaban, sorbía el aire cada vez que tomaba aliento desesperadamente, pero el animal se negaba a doblegarse ante ella.

Leigh lo intentó dos veces más, sin que S.T. la animase a hacerlo. En ambas ocasiones, el caballo giró la grupa y se negó a mover la cabeza hacia dentro al cambiar de dirección. S.T. fue consciente de la frustración de Leigh; la notaba en la postura de su espalda y en la forma en que tenía los hombros.

– No soy capaz de hacerlo -anunció sin apartar la vista del caballo.

– Estás perdiendo los nervios -dijo él.

– ¡Estoy cansada! -La voz le temblaba-. No quiero hacer esto. Hazlo tú si quieres.

En ese punto era donde había sido su intención tomar el mando. Hacerse con el control y demostrar su habilidad.

Sin embargo, se oyó a sí mismo decir:

– Prueba otra vez.

Leigh lo intentó de nuevo. No funcionó.

– ¿Lo ves? -Miró a S.T., desafiante y vulnerable.

– ¿Si veo qué? No me digas que estás cansada, porque así no vas a ninguna parte conmigo. Con cada músculo de tu cuerpo le estás diciendo que estás enfadada. ¿Acaso crees que va a detenerse y preguntarte la razón?

Leigh se enjugó una gota de sudor con la manga y apartó la vista de él con gesto irritado. El caballo siguió adelante sin descanso, con los hombros y los flancos oscurecidos por el sudor.

Leigh volvió a alzar el látigo y le pidió al animal que girase. De nuevo, volvió a apartarse de ella. Repitió el intento tres veces más, y las tres fracasó al tratar de convencer a aquel caballo terco y agotado de que agachase la cabeza ante ella. La cuarta vez que el animal volvió la grupa hacia ella, Leigh exhaló un fuerte suspiro de derrota, tiró el látigo al suelo y echó a andar hacia la entrada.

El caballo se detuvo por completo y volvió la cara hacia ella desde el centro del cercado.

– Detente -dijo S.T. al instante.

Ella miró hacia atrás.

– Quédate donde estás -le indicó el hombre.

Ella miró hacia el caballo, que estaba dando resoplidos. Ambos parecían desconcertados, un tanto sorprendidos ante el súbito punto muerto alcanzado.

– Deja que descanse. Deja que se quede ahí todo el tiempo que quiera, pero en el momento que aparte la vista de ti, hazle reanudar la marcha.

Alguien tosió y el animal pegó un salto en dirección al sonido. Al instante, el látigo de Leigh se alzó y el caballo inició el trote a trompicones.

– Dale otra oportunidad -dijo S.T. tras unos momentos.

Leigh bajó el látigo y dio un paso para interrumpir la trayectoria del animal. El rucio movió la cabeza hacia dentro y, tras dar un bote, se detuvo y se quedó mirándola.

– Muy bien -dijo S.T.-. Hazlo avanzar si aparta de ti su atención.

Pero el animal tomó una decisión. Se quedó quieto con los ollares dilatados, tragó aire con desesperación, los ojos clavados en Leigh. La joven se quedó inmóvil, por fin la tensión había abandonado su cuerpo.

Tras unos minutos, S.T. le dio instrucciones para que trazase con paso lento un círculo en torno al caballo. El animal movió la cabeza como atraído por un imán, cambió las patas traseras de lugar y giró hasta trazar un círculo completo para no perderla de vista.

– Da un paso en línea recta hacia él -dijo S.T. con suavidad-. Si empieza a retroceder, no lo persigas. Aléjate tú antes de que lo haga él.

Leigh obedeció. El caballo irguió la testa con aire de sospecha. Ella dio otro paso. S.T. se puso en tensión al ver que también lo hacía el caballo, pero la joven vio las señales a tiempo y se dio la vuelta para alejarse. El rocín agachó la cabeza y la siguió a pocos pasos de distancia.

La joven se detuvo. El caballo también. Una vez más, Leigh dio unos pasos hacia él. El animal dio señales de nerviosismo, apartó la cabeza, y volvió a centrar su atención en ella cuando se escabulló en silencio.

– Eso es -murmuró S.T. -. Así se hace.

Poco a poco, el caballo le permitió aproximarse más. Cuando estaba apenas a unos centímetros de distancia, S.T. le dijo que se alejase. Y el rocín fue tras ella.

Leigh volvió a ponerse de frente y a dar unos pasos lentos hacia delante. En varias ocasiones, el caballo estuvo a punto de darse la vuelta y salir a todo correr; en todo su cuerpo tembloroso se leía la indecisión, en la forma de levantar la cabeza y torcer el hocico hacia un lado, pero a continuación volvía a dirigirlo hacia los suaves chasquidos de advertencia que ella le hacía. S.T. vio que el caballo lo intentaba con todas sus fuerzas; temeroso de Leigh y cansado de correr, luchaba por dominar sus propios miedos.

– Deja que se acerque. Que sea él el que decida. Date la vuelta.

Leigh volvió la espalda al caballo, que dio un paso y la miró con aire de duda. A continuación, tras soltar un gran suspiro, bajó la cabeza y se desplazó hacia delante hasta dejar el pobre hocico magullado a tan solo unos centímetros de la manga de la joven. Era su forma de pedir descanso y consuelo.

– Muy despacio -murmuró S.T.-. A ver si puedes tocarle la cabeza.

Leigh alzó la mano. La cabeza del animal se irguió de nuevo al instante y la contempló con sus ojos de un castaño líquido. La joven la dejó caer, y el caballo se relajó de inmediato. Alzó la mano una vez más, y esta vez el rucio no se apartó, se limitó a levantar un poco el hocico. Con suavidad, tocó la frente manchada de sangre. El caballo, nervioso, movió las orejas hacia delante y hacia atrás, con los ollares todavía dilatados por la rápida respiración. Pero el animal se mantuvo inmóvil.

La joven deslizó la mano hacia abajo, rozándole apenas el hocico. Le tocó las orejas y recorrió su cuello con la mano como S.T. había hecho con el otro caballo. El rebelde se mantuvo erguido, con los flancos temblorosos. Leigh le frotó las crines. El caballo volvió la cabeza y le presionó la mano un poco, como si le pidiese un masaje más vigoroso.

– Dios mío -dijo la joven con la voz quebrada-. Dios mío.

Entreabrió la boca y se la cubrió con la mano para detener un sollozo repentino y lleno de angustia. Se apartó un paso, y el caballo levantó la cabeza, sorprendido; a continuación se dio la vuelta y fue tras ella. Se detuvo con el hocico a la altura de la cintura de la joven; ahora su respiración era más calmada.

De improviso, Leigh se volvió y comenzó a alejarse a grandes zancadas. Su rostro estaba pálido, como si acabase de presenciar un terrible accidente. El caballo fue tras ella. Cuando la joven se detuvo y se dio la vuelta, el rebelde hizo lo propio a su lado.

Nadie pronunció palabra.

– Mira cómo estás -exclamó Leigh con voz quebrada. Volvió a cubrirse la boca con una mano y alargó la otra hacia el animal. Mientras le frotaba las orejas, el caballo meneó la cabeza despacio-. ¡Mírate!

Las lágrimas empezaron a caer por su cara. La expresión de su rostro se alteró hasta resquebrajarse y convertirse en algo salvaje y horrible. Permaneció allí, con el cuerpo sacudido por silenciosos sollozos, mientras acariciaba las crines del caballo.

S.T. se sintió como si de golpe se le hubiese cortado la respiración y estuvo a punto de saltar al otro lado de la cerca.

Pero no lo hizo, se había quedado paralizado. Entre susurros le dijo:

– Intenta rodearle el cuello con los brazos.

Y así lo hizo la joven, entre hipidos angustiados. Cuando él se lo ordenó, se agachó y cogió uno de los cascos delanteros del animal, que permaneció tranquilo y se limitó a rozarla con el hocico cuando doblaba el cuerpo. La joven no dejó de llorar mientras rodeaba al animal e iba cogiéndole las patas una a una. S.T. le dijo que se alejase de nuevo, y el rucio la siguió tranquilamente sin apartarse de su lado.

Cuando el animal se paró plácidamente junto a ella, la joven lo miró como si fuese algo horrible, como si fuese una visión extraña y aterradora. Tenía el rostro húmedo, bañado en lágrimas. Tragó saliva con dificultad.

– ¿Cómo pudo suceder esto? -De nuevo acarició el rostro del animal, el cuello y las orejas, a la vez que no cesaba con su suave gimoteo-. ¡Dios mío, qué precioso eres! ¿Por qué vienes a mí?

Se secó las lágrimas con el brazo. El animal la rozó con el hocico. Leigh sacudió la cabeza y estalló en incontenibles sollozos.

– ¡Yo no quería esto! -Apartó la cabeza del animal, como si quisiese alejarla de ella, pero solo consiguió que la moviese un poco y luego volviera a situarla frente a ella-. ¡Y no lo quiero!

Se cubrió el rostro con las manos; sus hombros se sacudían con estremecimientos. El animal restregó el hocico contra el cuerpo de la joven e intentó frotarse la cara en su abrigo.

Leigh se dejó caer de rodillas, con el rostro hundido entre las manos. S.T. se movió por fin; cogió impulso y saltó por encima de la valla. Tuvo que hacer inauditos esfuerzos para contenerse y no echar a correr hacia ella; debía moverse con gestos deliberadamente lentos para no asustar al caballo.

El rebelde alzó la cabeza sorprendido por el nuevo intruso y dio un par de pasos hacia atrás. El hombre irguió la barbilla y le habló con brusquedad para alejarlo. Recogió el látigo del lugar en el que Leigh lo había dejado caer y forzó al animal a dar vueltas a medio galope alrededor del cercado.

– He tenido que obligarlo a alejarse -comunicó absurdamente al bulto que yacía a sus pies-. Tienes que levantarte, Sunshine; es demasiado peligroso. -La agarró del brazo y tiró de ella con suavidad-. Levántate, cariño, no puedes quedarte ahí tumbada.

Leigh alzó el rostro y el hombre sintió una punzada de auténtico dolor al ver toda la angustia y el aturdimiento que se reflejaban en él. La hizo ponerse en pie, al tiempo que dejaba caer el látigo. El rocín, al instante, inició un trote hacia el interior del círculo y se dirigió a donde ellos estaban. Leigh, al verlo, soltó otro enorme sollozo, y hundió el rostro en el pecho de S.T., mientras se aferraba a su chaqueta.

– ¡Maldito seas! -gritó con la boca hundida en su hombro-. ¿Por qué me has hecho esto? -Cerró el puño y lo estrelló contra el cuerpo del hombre, al tiempo que repetía-: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

S.T. se sintió lleno de impotencia, mientras la ceñía contra sí con un brazo y con el otro acariciaba la cabeza que el caballo le ofrecía. El animal parecía aceptar con naturalidad aquel tono de histeria en la voz de la joven; se adaptó a él con la misma rapidez que a la presencia de S.T.

– Está bien -dijo el hombre entre murmullos-. Está bien.

– ¡No, no lo está! -gritó Leigh junto a su pecho-. ¡Te odio! -Lo agarró de la chaqueta-. Ni te quiero a ti ni quiero esto. -Respiraba como si no tuviera aire suficiente-. ¡No… no lo soporto! -gritó, y su voz se quebró hasta convertirse en un agudo gimoteo, más propio de una niña histérica.

S.T. no respondió. Se quedaron los tres allí en el centro del cercado, con veinte pares de ojos clavados en ellos. Él le besó el pelo, pronunció palabras incoherentes y se apartó un mechón de su propio cabello de la cara con un soplo. La sentía blanda y temblorosa contra él, como si la muchacha hubiese perdido la capacidad de controlar su propio cuerpo.

– ¿Quieres sentarte? -le preguntó, al tiempo que le acariciaba la espalda-. ¿Quieres que sea yo quien termine esto?

Ella lo apartó de un empujón.

– ¡Lo que quiero es librarme de ti! -Tenía las mejillas enrojecidas-. Me importunas. Me incomodas. No eres más que un fraude. Ojalá te fueras.

– Leigh… -empezó él, pero la joven lo miraba con ira y continuó hablando con una voz alta y estridente.

– Estás sordo, eres un estúpido engreído… un sordo… metepatas, y tratas de ser lo que ya no eres. ¿Crees que con esto vas a impresionarme? -Irguió la barbilla, desafiante-. ¿Crees que quiero tu ayuda o tu caballo o tus malditos sobornos para hacerme dormir contigo?

S.T. sintió que el frío se apoderaba de él.

– Estoy esperando a que te caigas de bruces -gritó ella-. Estás demasiado orgulloso de ti mismo por ser capaz de levantarte y caminar en lugar de andar a trompicones como un borracho. Pero nunca sabrás cuánto durará, ¿a qué no? -preguntó burlona-. Y yo tampoco. No puedo confiar en ti. No puedo apoyarme en ti. Te has vuelto completamente loco y te has convertido en un auténtico inútil.

En público. A la vista de todos, ante una multitud de paletos que escuchaban fascinados, le decía aquellas cosas. Leigh interrumpió sus invectivas y tomó aliento con un sollozo. Sus ojos azules estaban empañados por las lágrimas mientras lo miraba con aire de desafío.

– Como usted desee, señora -dijo S.T. sin elevar la voz, al tiempo que tomaba una bocanada de aire gélido-. Puede estar segura de que ya no volveré a importunarla.

Leigh se volvió bruscamente, y se enjugó con furia los ojos con el revés del puño. El frío aire hizo que sus húmedas mejillas pareciesen cubiertas de escarcha. Avanzó por la hierba con decisión, mientras trataba de recuperar el aliento y seguía dando hipidos cada vez que exhalaba aire.

Antes de alcanzar el muro, oyó el golpear lento de los cascos tras ella. Miró con furia a los hombres al otro lado de la verja, llena de odio al ver aquellos rostros sorprendidos y curiosos.

– ¡Largo de aquí! -gritó-. ¿Qué miráis?

Se quedaron boquiabiertos. El caballo se le acercó por la espalda y restregó el hocico contra ella. Leigh se cubrió el rostro con los brazos.

– ¡Largo! -gritó.

Bajó los brazos y empezó a dar golpes descontrolados al caballo, que se alejó, dibujó al trote un pequeño círculo y se detuvo a mirarla. Tras un momento, el animal dio un paso hacia ella.

– ¡Vamos!

Y, tras levantar las manos, echó a correr hacia él. El rebelde empezó a apartarse, pero después se encaró de nuevo con ella, y comenzó a aproximarse a igual velocidad. Cuando ella se paró, el animal también lo hizo; después volvió a acercarse a ella, pero se quedó a más distancia que antes.

– ¡No! ¡No! ¡No! -le ordenó a gritos, mientras se lanzaba hacia él y movía los brazos alocadamente.

El rocín no cedió un palmo; con la cabeza erguida, movió el hocico al compás de los descontrolados movimientos de las manos de Leigh. Levantó en el aire una de las patas traseras como para apartarse, pero a continuación la bajó y no cedió. Leigh bajó los brazos con un grito de impotencia.

El caballo agachó la cabeza y se aproximó a ella. Se detuvo con el hocico a la altura del codo de la joven.

– Fantástica esa manera de tumbarlo -comentó el Seigneur con sarcasmo-. ¿Quieres probar a hacerlo con una manta?

Leigh cerró los ojos. Al abrirlos, el caballo continuaba allí. El Seigneur continuaba allí. Ella seguía llena de angustia, viva y hundida en el amor, el dolor y la ira.

«Ay, papá. Ay, mamá. No puedo hacerlo. No soy lo bastante fuerte; no siento el odio suficiente. Fracasaré.»

Miró el corte inflamado que surcaba su cabeza justo donde el tratante de caballos le había golpeado el hocico con la porra. Tenía otras cicatrices, más antiguas que aquella; el perfil recto del caballo estaba deformado por una fea hinchazón procedente de un golpe antiguo.

Leigh fue consciente de la presencia del Seigneur, que continuaba en el centro del cercado.

– Lo siento -dijo entre susurros al rucio rebelde. Apoyó la mano en el cuello del animal e inclinó la frente hasta rozarlo. El caballo alargó el hocico y sacudió las crines con fuerza.

La joven se dio la vuelta en dirección a la verja, y evitó dirigir la mirada al público. El rucio la siguió, pero esta vez ella no se paró; trepó por la cerca y pasó entre los espectadores. Al llegar junto al árbol bajo el que ella y el Seigneur habían almorzado, se sentó y apoyó la cabeza en las rodillas.


Durante el resto de aquella tarde oscura y gris, el Seigneur se dedicó a trabajar con el caballo rebelde: movió mantas, golpeó cubos de latón y creó cuanto ruido y alboroto pudo, hasta que el enorme rucio permaneció tranquilo y dejó incluso de parpadear.

Restregó el látigo por todo el cuerpo del caballo y le colgó de las orejas un trozo de plomo enrollado mientras el animal lo seguía como un niño alrededor del cercado. Después le tocó el turno al largo y difícil proceso de ensillar y poner las bridas a un animal que no había conocido más que dolor y pánico a causa de ambas cosas.

El Seigneur dio muestras de infinita paciencia, lo que hizo que a Leigh le entrasen ganas de llorar. De vez en cuando, en el transcurso de aquella interminable tarde, notó que los ojos se le llenaban de nuevo de lágrimas y que sollozos entrecortados interrumpían su respiración. Se sentía hecha pedazos, inútil, como si su deber fuese trotar complaciente tras él al igual que el animal.

El Seigneur mostró un cuidado exquisito con el caballo. Ni siquiera se dio prisa cuando a finales de la tarde empezó a lloviznar. No trató en ningún momento de forzar al caballo a obedecer; se limitó a ponerle las cosas de tal forma que el caballo prefiriese hacer lo que él le pedía antes que verse obligado a seguir dando vueltas a todo galope en torno al cercado. Luego, lo recompensaba con elogios y caricias amistosas.

Cuando llegó por fin el momento y se izó con suavidad a la silla de montar, el caballo se quedó inmóvil, con las orejas hacia atrás, en alerta. En el silencio expectante, Leigh oyó el rumor de la fina lluvia y percibió la emoción del público. El rucio había tenido tiempo más que suficiente para recobrar fuerzas y haberse resistido con energía a aquella imposición.

Pero el caballo se limitó a escudriñar al hombre por ambos lados, a exhalar un suspiro y a dar muestras de cierto aburrimiento.

Hubo una fuerte aclamación. Los mozos de granja prorrumpieron en gritos y los tratantes de caballos lanzaron al aire sus sombreros. El rocín alzó la cabeza y miró fijamente a su alrededor, pero había aprendido las lecciones de aquel día. Se quedó tranquilo sin moverse de su sitio, y después, tras un momento, recorrió el perímetro del cercado, al tiempo que movía las orejas en señal de escaso interés.

El Seigneur sonreía abiertamente. Leigh pensó que no olvidaría la expresión de su rostro durante el resto de sus días, y escondió la cabeza entre los brazos.

«¿Cómo puedo seguir adelante? Soy débil, voy a fracasar, no soy lo suficientemente fuerte. Ay, mamá, no puedo continuar con esto.»

Mantuvo el rostro oculto, ajena a todo, apretó la frente contra los brazos y trató de encontrar la amargura que había sido su sostén. La tarde se volvió más fría mientras seguía sentada y encogida allí bajo el árbol. Por fin, uno de los tratantes se aproximó chapoteando bajo la llovizna y le preguntó con timidez:

– Señora, ¿desea el caballo para regresar?

La joven alzó el rostro. El hombre estaba ante ella y sujetaba al zaino. Con las primeras sombras, el resto del público se había dispersado, y Leigh vio que el Seigneur iba ya por la mitad del sendero a lomos del caballo negro con el animal rebelde a su lado.

Aceptó la ayuda del tratante para subirse a la silla lateral que el Seigneur había insistido en comprarle. El zaino no esperó a que Leigh le hiciese señal alguna; tan pronto el hombre soltó las riendas, se dio la vuelta y salió al trote tras los otros caballos.

Leigh, que carecía de una idea mejor, no se lo impidió. El Seigneur no se volvió ni una sola vez a mirarla.

De vuelta en el patio del establo, descabalgó del caballo negro y dijo a los mozos que se encargaría personalmente de los animales. Dieron la impresión de alegrarse de guardar las distancias del rebelde, pero hubo algunos silbidos y especulaciones mientras el enorme caballo permanecía tranquilo en medio del bullicio y el movimiento del patio.

Cuando Leigh descabalgó, el Seigneur sujetó las bridas del caballo. Se quitó el tricornio y le entregó la correa del rebelde.

– ¿Cómo prefieres llamarlo? -le preguntó con brusquedad.

La joven dirigió una mirada cansada al caballo. Él le había dicho que el animal podía ser un arma y ella necesitaba una. Ahora, más que nunca, necesitaba desesperadamente un arma que la ayudase a continuar.

– Venganza -respondió con aspereza-. Así lo llamaré.

Él la miró con el ceño fruncido.

– No. Ese es un nombre estúpido.

– Venganza -repitió con la mandíbula apretada-. Así se llamará si me lo das.

– Muy bien -dijo él en voz baja, enfadado-. Es igual que eso de que siempre me llames «Seigneur». Soy una persona, Leigh, tengo nombre. Esto es un caballo, un animal que está vivito y coleando; no es una maldita misión.

La joven se retiró el pelo húmedo del rostro.

– Ni siquiera sé tu nombre. Solo tienes unas iníciales.

– Nunca me lo has preguntado. -Se volvió para encargarse de la cincha del caballo negro-. ¿Y por qué razón ibas a hacerlo? Eso me convertiría en alguien real, ¿a que sí? En algo más que un instrumento que te ayude a conseguir lo que quieres.

Leigh sintió que la angustia le oprimía la garganta, de aquella manera desesperada y dolorosa que le impedía usar la inteligencia. Con voz cáustica, dijo:

– Entonces dime tu nombre.

Él le dirigió una mirada severa. La joven bajó la cabeza y fijó la vista en la lámpara que arrojaba luz sobre los húmedos adoquines y los cascos de los caballos.

Oyó el ruido de la cincha cuando él retiró la silla del lomo del caballo. Se sentía herida en su fuero interno, incapaz de levantar los ojos y mirarle directamente a la cara, de ver su cabello coronado por la luz dorada de la lámpara y las gotas de lluvia.

– Sófocles -dijo él en tono bajo y voz áspera-. Sófocles Trafalgar Maitland.

Se detuvo, como si esperase que ella dijese algo. La joven no parecía capaz de alzar la cabeza. Él se llevó la silla de allí, y después regresó.

– Es normal que te sorprendas -dijo, y soltó una risilla extraña, carente de humor-. Es el nombre más tonto del mundo. Hasta ahora nunca se lo había dicho a nadie voluntariamente.

Leigh vio la mano de él sobre las riendas y el cuero que se deslizaba entre sus dedos.

El hombre se volvió hacia el caballo.

– Engendrado en un barco junto al cabo de Trafalgar. -Desató la correa que sostenía la silla lateral-. Eso cuenta la historia. Mi madre aseguraba que su amante era un contraalmirante del escuadrón blanco. -De un tirón soltó las cinchas de cuero-. Uno podría preguntarse cómo se las había ingeniado para encontrarse a bordo de un buque insignia de la Armada, pero ¿quién sabe? Puede que sea cierto.

Retiró la silla del lomo del animal y se detuvo junto a Leigh, con el objeto apoyado en la cadera.

– Utilizo las iníciales. S.T. Maitland. Y no se te ocurra contarle a nadie el resto, ¿entendido?

Ella lo miró.

La verdad le llegó con una claridad meridiana y espantosa.

«Amo a este hombre. Lo amo, lo odio… ay, Dios.»

Quiso llorar y reír al mismo tiempo. En lugar de hacerlo, mantuvo la mirada impávida.

– ¿Por qué iba a contarlo? -preguntó y jugueteó con la correa del rocín rebelde-. ¿Dónde pongo a Venganza?

Él movió los ojos de ella al caballo, y a continuación le arrebató la correa de la mano.

– Ya lo llevo yo -dijo-. Y su nombre es Mistral.

Загрузка...