Capítulo 22

Dulce Armonía asió las manos de las jóvenes que tenía a ambos lados y observó cómo el maestro Jamie se acercaba con movimiento rígido a las cortinas de color púrpura de la parte frontal de la iglesia. Su corazón latía con fuerza; parecía incapaz de controlar la respiración.

Pronto… pronto… tan pronto como terminase el servicio lo haría.

No se atrevía a mirar ni a un lado ni a otro, ni a buscar a nadie con la vista. El maestro Jamie estaba cambiando. Miraba a su alrededor a menudo, como si lo supiese. Cuando sus ojos se cruzaron con los de ella, Armonía sintió un estremecimiento que la recorrió desde la garganta hasta el vientre; no podía ni tragar saliva. El hombre la miró durante largo rato; el arañazo de su mejilla tenía un fuerte color rosa y rojo a la luz de las velas. A continuación alzó los brazos.

La mano derecha no alcanzó la misma altura que la izquierda, sino que fue presa de violentos estremecimientos y, con los dedos abiertos, blanca y temblorosa, destacó sobre el brillante trasfondo de color violeta.

– ¡Oye mi grito, oh Señor! -gritó el hombre-. Los agentes de Lucifer han venido a perseguirnos; el infierno nos envía diablesas a aguijonearnos y bestias demoníacas a desgarrarnos, pero Tú has hecho que un caballo, una bestia sin alma, una de tus humildes criaturas nos entregue a la bruja. Nos has mostrado que la naturaleza está de nuestra parte; ¡toda la creación divina se alzará contra esta maldición! No sucumbiremos al miedo. La bruja no escapará a nuestra venganza, ¡hecha en tu sagrado nombre!

– ¡Venganza sagrada! -gritó alguien. Era la voz de Ángel Divino.

Otros susurraron y murmuraron, pero no se oyó el grito estentóreo que en otros tiempos se habría alzado al unísono.

Armonía sabía que todos recordaban el rostro lleno de moratones de la bruja que había atacado al maestro Jamie con una espada. Era un rostro familiar. Un rostro turbador. Armonía lo había visto cuando llevaban el terrible cuerpo inerte, atado y sin conocimiento, al Santuario Celestial.

Había cosas que quedaban en el pasado; cosas de las que nadie hablaba ya, pero el rostro blanco y vulnerable de la prisionera aturdida volvía a ponerlas frente a ellas.

Otra gente había habitado el Santuario Celestial en otra época. Gente maligna. Había habido cosas que el maestro Jamie había dicho a sus fieles que tenían que hacer, y ellos las habían hecho. Habían alejado a los no creyentes, y la paz del maestro Jamie había reinado en el pueblo.

Aquella bruja había sido una de los no creyentes. Armonía se acordaba de ella, y no era la única. Aquella tarde, a espaldas del maestro Jamie, habían cuchicheado entre sí.

A espaldas de él.

Y ahora Armonía se disponía a marcharse. No iba a obedecer nunca más las órdenes del maestro.

Estaba aterrorizada.

Era el señor de la medianoche quien la había hecho volverse atrevida. Algunas de las demás, pensó, se sentían también como ella. Había sido él quien había hecho que el maestro Jamie pareciese un payaso, quien lo había hecho enfurecer de impotencia y caer de culo en la calle helada, pero el señor no se encontraba en aquel momento allí, y no había forma de saber cuándo volvería.

El maestro Jamie todavía era el amo, más amo que nunca con toda su bondad convertida en ira, con Ángel Divino y los hombres que harían todo lo que él les mandase.

Así que era necesario hacer profesión de fe.

Por eso tenía que irse ya. No había ninguna esperanza para la bruja, estaba condenada, pero Armonía no podía ayudar al maestro Jamie a castigarla. Ni tampoco atreverse a negarse.

Lo único que debía hacer era soportar aquel servicio interminable; después simplemente se adentraría en las sombras de la iglesia cuando todo el mundo se marchara y esperaría allí a que la calle quedase vacía. Se iría a pie. No sería hasta pasada la penitencia de la medianoche cuando volvería Ángel Divino y descubriría su ausencia.

Era tan sencillo… Podía haberlo hecho en cualquier momento durante aquellos dos años.

Lágrimas de pena le escocieron en los ojos. Parecía imposible que estuviese haciéndose pedazos todo lo que ella amaba. Sin el maestro Jamie, sin sus amigas, sin el Santuario Celestial, no tenía nada. Su vida anterior era como un sueño. No sabía adónde iría ni qué haría, pero no podía quedarse. Era como si hubiese estado viviendo, como decía la Biblia, con una venda en los ojos.

Ahora se había desprendido, pero ¿cómo era posible que algo que le había parecido tan maravilloso y seguro fuese tan horrible? Era como darle la vuelta a una piedra reluciente y descubrir gusanos y podredumbre debajo.

– ¡Dulce Armonía!

Levantó la cabeza de forma automática.

– Dulce Armonía, ¡te estoy llamando!

El maestro Jamie estaba ante ella con los ojos cerrados, los brazos abiertos, las manos con los puños apretados.

– Dulce Armonía… ay, Dulce Armonía. -Su voz bajó de tono hasta convertirse en un susurro-. Ha llegado la hora de tu bendita ascensión. Levántate. ¡Levántate y sígueme!

Armonía se quedó sentada, paralizada por el terror.

El maestro Jamie inició un himno; los demás se unieron a él y movieron el cuerpo al compás en los bancos. Mientras cantaban, el maestro Jamie no dejaba de pronunciar su nombre. Las jóvenes que estaban a su lado le soltaron las manos; sintió las palmas frías y húmedas.

Ángel Divino se acercó por el pasillo y le tendió la mano. Todos parecían mirar a Armonía, y sus bocas se movían en un cántico que no era capaz de comprender.

Se levantó despacio. Las demás se pusieron en pie y la dejaron pasar. La mayoría de ellas sonreían convencidas; una ascensión era un acontecimiento venturoso. Armonía recordó que tenía que mostrarse feliz de haber sido elegida. Pero no logró que su boca la obedeciese y mostrase alegría.

La mano de Ángel Divino se cerró en torno a la de Armonía, que fue contando los pasos hasta el frente de la iglesia mientras contemplaba cómo sus pies la llevaban sobre la piedra gris. El maestro Jamie inclinó la cabeza y abrió los ojos. Tomó las manos de la joven en las suyas y la miró con avidez. El corte y las pecas destacaban con horrible nitidez sobre la pálida piel de su rostro.

«Me odia -pensó la joven de repente-. Nos odia a todos.»

Conocía el sencillo ritual. Sus rodillas se doblaron por voluntad propia. Fijó la mirada en el chaleco del hombre cuando este se inclinó y posó las manos sobre su cabeza, antes de depositar un beso en su pelo. El sonido de la canción los envolvió y reverberó en la mente de Armonía.

Él la hizo alzarse. Era consciente de que el hombre debía de notar cómo le temblaba la mano, los estremecimientos de todo su cuerpo.

Estaba frente al cortinaje púrpura, que irradiaba luz y sombra por las velas que había detrás. El maestro Jamie la empujó inexorablemente hacia delante; las tiras de seda acariciaron su rostro y, por un instante, la envolvieron en el color de las amatistas al cerrarse a su alrededor. Las manos del maestro Jamie estaban sobre su espalda. Cuando la seda se alejó de su rostro, las manos le asieron con fuerza por los hombros.

Tras la cortina, el altar estaba vacío y había velas encendidas a todo su alrededor. El vibrante himno lo llenaba todo y ahogaba cualquier otro sonido. El maestro Jamie la condujo a lo alto de los escalones hasta que estuvo entre los candelabros y después la hizo girar con suavidad hasta quedar de cara a la cortina de color púrpura.

No vio al hombre que estaba oculto entre las sombras bajo el púlpito hasta que dio un paso al frente.

Era un extraño, de ropas elegantes, ojos pálidos y alta peluca, blanca como el yeso. La miró desde el pie de los escalones como si ella fuera algo sagrado, algo extraordinario y fascinante, y durante un instante confuso pareció que fuese cierto que iba a ascender, a elevarse por encima de la realidad circundante.

Cuando el hombre se movió, lo hizo con súbito entusiasmo. Subió rápidamente los escalones, tomó su rostro entre sus frías manos, y apretó su boca con fuerza contra la de la joven.

La ensoñación del momento se hizo añicos. Mientras el himno continuaba, Armonía se retorció y no dejó de moverse para tratar de liberarse, pero el maestro Jamie le cogió las manos y se las ató a la espalda. Los dos hombres se la llevaron a empujones. El extraño le tapó la boca con la mano. Armonía intentó darle un mordisco, hasta que el maestro Jamie le rodeó el cuello con una fina cuerda y la apretó. El dolor casi la ahogó; se revolvió desesperada para librarse de las manos que la sujetaban. El himno se volvió atronador en sus oídos y la oscuridad la envolvió.

Tras lo que solo pareció durar un instante, Armonía recuperó el sentido sumida en la confusión y con la respiración entrecortada. El largo himno llegaba al éxtasis del estribillo final y resonaba en sus oídos entre oleadas de miedo y temblores de frío. Le habían atado las manos por encima de la cabeza, tenía la espalda arqueada sobre el altar y la garganta le ardía. La habían despojado del vestido y solo la enagua cubría su piel desnuda cuando el desconocido se inclinó sobre ella con la boca en su oreja.

– Si haces el menor ruido, te mato -dijo. Y apretó despacio el cordón que le rodeaba el cuello.

Oyó la potente voz del maestro Jamie que se dirigía de nuevo a la congregación. Seguía adelante con el servicio religioso y hablaba de la alegría que lo embargaba, de Dios y de su bondad.

El desconocido esbozó una sonrisa y acercó la mano al cuello de la joven para acariciar el cordón de seda. Se inclinó sobre ella con todo su peso. Sonó un nuevo himno, las inocentes voces femeninas vibraban de euforia.

– Por favor -susurró la joven-. No lo hagáis.

El hombre sonrió y le apretó la garganta con los pulgares. Armonía echó la cabeza atrás y opuso resistencia.

La respiración del desconocido se aceleró y exhaló un calor húmedo sobre la piel de la joven. Su figura llenó por completo el campo de visión de Armonía y ocultó las velas tras de sí; el rostro del hombre era una silueta borrosa que parecía oscilar y volverse fluida en medio del terror que la atenazaba. El sonido del entorno adquirió una vibración extraña. Cuando él le rasgó la enagua, Armonía ni siquiera lo oyó, a causa de aquel retumbar que pareció brotar y crecer en medio de los cánticos. De repente, las voces decayeron y el estruendo se convirtió en alaridos. El hombre se quedó inmóvil sobre ella. Armonía tragó una bocanada de aire.

Extraños sonidos reverberaron en la iglesia, gritos y chillidos y el golpear de los cascos de un caballo sobre el mármol. El Seigneur, pensó la joven. Supuso que estaba soñando, que debía de haberse vuelto loca; era la iglesia, allí no podía haber caballo alguno, nada que fuese real podría ser la causa de aquel ruido de herraduras sobre el suelo.

El peso que la aplastaba desapareció. De pronto pudo ver más allá del desconocido cuando la seda púrpura se puso tensa, se retorció y cayó al suelo. Gritos de horror y confusión reverberaron en sus oídos. Vio que un caballo blanco emergía entre una cascada de seda violeta, desde el centro de una escena de pesadilla. Todos los seguidores del maestro Jamie estaban apiñados al fondo, fuera del alcance de aquel torbellino que formó la espada al cortar la seda de un tajo y hacerla salir volando por el aire; fuera del alcance de los cascos del caballo encabritado; fuera del alcance y apartándose a toda prisa del indómito jinete de la máscara pintada.

La plata de sus manoplas relució mientras hacía dar la vuelta al caballo para subir los escalones. A Armonía le resultó imposible cerrar los ojos, fue incapaz incluso de hacer ningún movimiento cuando el caballo, enorme e imponente, se lanzó hacia ella, las crines al aire, esplendorosas, bajo el reflejo de la luz de las velas. El desconocido había desaparecido de su ángulo de visión. Solo veía el caballo, el jinete y la espada, el relámpago del acero al trazar un amplio ángulo y silbar en el aire sobre su cabeza. Sus manos y su cuello se tensaron durante un doloroso instante, y después los brazos quedaron en libertad.

Armonía resbaló y se deslizó al suelo hasta caer de rodillas, incapaz de lograr que sus piernas obedeciesen. Las patas y los cascos del caballo parecían enormes, atroces, demasiado próximas. Retro cedió a trompicones, con la desgarrada enagua abierta, mientras el animal se aproximaba a ella por un costado. Una mano negra y plateada apareció ante su rostro y le ofreció ayuda, pero ella retrocedió hacia el altar presa del pánico.

En avant! -gritó el jinete y se inclinó hacia abajo.

La joven levantó la mirada hasta la deslumbrante máscara y trató de encontrar los ojos ocultos tras ella. No había más que brillo y oscuridad. El jinete le agarró de súbito las manos atadas y la levantó, izándola con un tirón doloroso y furibundo hasta tenerla a la altura de su muslo. Después, le rodeó la cintura con el brazo y la arrastró con el pomo de la espada sobre su vientre. Ella trató de ser de alguna ayuda e hizo un esfuerzo para tratar de doblar la rodilla bajo el cuerpo. El caballo se dio la vuelta y ella sintió que resbalaba. Gimoteó desesperada, e hizo un esfuerzo sobrehumano para levantarse con los brazos y los codos y no caer. Hubo un entrechocar de metales; el caballo giró una vez más. Más allá de la silla de montar y del muslo del señor de la medianoche vislumbró la figura del desconocido.

La peluca se le había caído hacia un lado, pero en su rostro se leía una expresión asesina. Esquivó la espada del señor y atacó con la suya. Armonía se cubrió la cabeza con las manos atadas y hundió el rostro en el cuello del caballo cuando el filo del arma se aproximó a ella. Oyó el tintineo del metal y la agitada respiración del hombre que se cernía sobre ella cuando respondió al ataque. Se dio con la barbilla en la silla y el pomo se incrustó en su estómago y le produjo náuseas.

El caballo se movió y la lanzó hacia delante al bajar velozmente los escalones. La joven empezó a deslizarse hacia el suelo, los pies primero, pero una sólida mano le agarró con fuerza las nalgas, volvió a subirla y le hizo recuperar un precario equilibrio. Ella se dejó hacer sin oponer resistencia. Durante un instante, al volver la cabeza y abrir los ojos, vio pasar ante ella filas de bancos al revés. El jinete se inclinó sobre ella, cruzaron la puerta y sintió el aire gélido en las piernas desnudas. Pudo ver trozos partidos de madera en el suelo y una de las grandes puertas de roble que colgaba de uno de los goznes, justo antes de que el caballo bajase por la escalinata exterior y se adentrase en la noche.

El blanco corcel inició un rápido trote que le hizo crujir los huesos al llegar al pavimento de la calle. Se oyeron gritos tras ellos, todos masculinos, que sonaron cada vez más distantes mientras Armonía se retorcía, jadeaba y trataba de no perder el equilibrio.

Merde -musitó el señor al tiempo que le daba un empellón en el trasero-. ¿Quieres dejar de moverte de una vez?

El caballo inició un trote suave y cadencioso, por lo que le resultó más fácil obedecer aquella orden que cuando iba tan rápido. Las riendas flojas se agitaron ante su rostro, notó que el hombre torcía el cuerpo sobre ella y oyó el silbido y el golpeteo del metal cuando introdujo la espada en la vaina. Con ambas manos, la levantó y la apoyó en su pecho. Armonía se tambaleó con el cambio de posición, pero el brazo del hombre ciñó su cintura como si fuese de hierro y la dejó sin respiración. Cuando aflojó un poco el brazo, la joven pudo mover las piernas sobre el cuello del caballo y tragar una profunda bocanada de aire helado.

– Gra… gracias -balbuceó mientras sus dientes castañeteaban de frío y miedo.

– De nada -respondió él con voz divertida.

Armonía se estremeció e intentó unir los extremos de la desgarrada enagua; él la rodeó con ambos brazos y la cubrió con los pliegues de su cálida capa. Las piernas desnudas de la joven estaban en contacto con la silla y con los muslos del hombre; sin ánimos, fijó la mirada en la blanca sombra del caballo.

– Ay -gimió mientras ahogaba un sollozo, y echó la cabeza hacia delante-. Me temo que voy a vomitar.

El caballo se echó hacia un lado y se detuvo. La capa se abrió y él la sujetó en el aire sobre el estribo, agarrándola por los hombros, mientras las arcadas recorrían su cuerpo.

Cuando al fin la náusea desapareció, Armonía cerró los ojos y, demasiado débil para enderezarse, se quedó allí doblada. Incluso respirar le costaba trabajo.

– ¿Mejor? -le preguntó él con aquella voz grave y dulce que ella supo que no iba a olvidar en su vida.

Asintió y él la levantó y la recostó contra su cuerpo, mientras volvía a envolverla en la capa y el caballo echaba a andar. Armonía echó una ojeada a su alrededor, a la oscura carretera, y vio que pasaban ante la última casa.

– Deberíamos darnos prisa -dijo con voz temblorosa-. Vendrán tras nosotros.

– Podemos dejarlos atrás.

– Me habéis salvado -dijo ella-, vos me habéis salvado.

– Así es -respondió el hombre y posó la mano enguantada sobre la de ella con fuerza.

– ¡Os amo! -soltó ella, y empezó a llorar con sollozos profundos y entrecortados.

Él soltó una leve risilla. El caballo irguió la testuz e inició un nuevo trote rápido con soltura y sin necesidad alguna de que lo guiasen con las riendas.

– ¿Lo habéis matado? -preguntó cuando logró ahogar sus sollozos.

– ¡Menudo grupo de damiselas más sediento de sangre! ¿Si he matado a quién?

– A ese hombre espantoso. Me rasgó la enagua. Iba… iba a… -La joven tuvo dificultad para respirar.

– Ah, ese hombre.

Ella se estremeció.

El señor de la medianoche dijo en voz baja:

– Para mi pesar, no logré matarlo. No tuve espacio para maniobrar al estar tú de por medio, pero no creo que Chilton celebre otra de esas «ascensiones» suyas en un futuro próximo.

– No -susurró ella-. Todo se está desmoronando.

Era todo una locura. La bestia salvaje… la bruja de la espada… Armonía tragó saliva.

– Quizá es cierto que es el diablo quien ha venido para atormentar al maestro Jamie.

– Pues si es así, tendrá que ponerse a la cola y esperar que le llegue el turno.

La muchacha se recostó contra él; aquella calidez era lo único seguro en un mundo cambiante. Cada una de las zancadas del caballo la aproximaba más al pecho del hombre.

Las lágrimas caían por sus mejillas; movió la mano bajo la capa y se restregó con ella el rostro.

– Perdonadme -murmuró-. No volveré a llorar.

– No te preocupes -dijo él sin inmutarse-, estoy acostumbrado a que las mujeres me inunden con sus lágrimas.

Agarró las riendas, hizo salir al caballo de la carretera y se dirigió hacia los cerros, iluminados por las estrellas, en lo alto del páramo.


Era una verdadera pena, pensó S.T., que Leigh no hubiese estado allí para ver cómo entraba a caballo en la iglesia y rescataba a Dulce Armonía.

Qué pena, maldita sea y, después de todo, no había necesitado el estoque.

Armonía iba reclinada contra él, con el rostro vuelto hacia su barbilla, mientras Mistral buscaba el camino en la oscuridad. S.T. sentía su ligero aliento en el cuello.

Ella había creído en él. No había dudado de que fuese capaz de liberarla. Sin duda lo mejor sería que nunca supiera que había llegado a tiempo por los pelos.

La cueva a la que S.T. se dirigía era uno de los descubrimientos de Nemo, que él había visto una noche cuando daba de comer en secreto al lobo, tras salir a hurtadillas con dos pares de faisanes o de liebres o lo que lograse coger sin levantar sospechas. Nemo era capaz de alimentarse sin ayuda alguna y de conseguir lo que fuese, desde pescado hasta cuervos o ratones; podía sobrevivir durante días sin alimento, pero si pasaba demasiada hambre y empezaba a matar ovejas, pondría en pie de guerra a toda la campiña. Habían pasado muchas generaciones desde que en Gran Bretaña había lobos, pero la gente tenía buena memoria.

S.T. no estaba seguro de si alguien más había oído aquel aullido solitario por la mañana. Lo más probable era que el lobo hubiese salido detrás de Leigh cuando ella partió a caballo, lo que S.T., muy a su pesar, no tenía más remedio que agradecerle. Cuando por fin había logrado que las muchachas se fuesen con él, Leigh todavía no había vuelto, pero no había tenido tiempo de ir a buscarla.

Mistral levantó la cabeza y emitió un suave sonido. S.T. agachó la cabeza para evitar las ramas bajas cuando se internaron por un pequeño sendero entre la maleza.

Hablando con propiedad, aquella no era en realidad una cueva, sino una antigua construcción subterránea hecha con piedras cóncavas; los escalones de entrada, así como la pesada puerta de hierro, quedaban totalmente ocultos por la tierra y los arbustos. En la zona circundante había un montón de ruinas romanas; era un puesto de vigilancia solitario en las cercanías del río. Cuando Castidad y Paloma se negaron en redondo a marcharse a Hexham, S.T. las montó a lomos del negro Siroco con la promesa de que podrían serle de ayuda, y las condujo hasta ese lugar.

Entre gemidos y protestas allí las dejó.

En realidad, no creía que estuviesen esperándolo en la oscuridad; había supuesto que se dirigirían a la granja más próxima, pero Siroco estaba todavía allí atado al poste tal como S.T. lo había dejado. Cuando S.T. las llamó por sus nombres, un par de voces lastimeras salieron por la oscura abertura.

Armonía se movió en sus brazos. S.T. se inclinó para apartar una rama y escudriñó la oscuridad de la caverna.

– ¡Hola! ¿Qué ha pasado con las velas que os dejé?

– Se cayeron y no podemos encontrarlas -dijo Castidad con voz débil y temblorosa.

– Tenemos miedo de las ratas -añadió Paloma con desconsuelo.

S.T. volvió junto a Mistral y levantó a Armonía de la silla cogiéndola por la cintura. Cuando la depositó en el suelo, sacó de las alforjas un chisquero y una vela. Tras encenderla, descubrió dos pálidos rostros que lo miraban desde el oscuro agujero.

– ¿Armonía? -dijo Castidad con voz temblorosa-. ¡Oh, Armonía!

Subió a trompicones la escalera, atravesó el ramaje de la entrada y rodeó con los brazos a la otra joven. Ambas rompieron a llorar. Castidad cubrió los temblorosos hombros de Dulce Armonía con su propia capa.

– ¡Creía que nunca volvería a verte! Tu pobre vestido… y tus manos…, Dios mío, Armonía, ¿qué te han hecho?

– ¡Vino un hom… bre! -dijo Armonía entre sollozos mientras Castidad le desataba el cordón que llevaba anudado a las muñecas-. Fue horrible. El maestro Jamie dijo que mi ascensión iba a tener lugar, pero me ataron una cuerda al cuello, y él… y él… -Su voz se quebró con un sollozo, y se volvió al tiempo que se frotaba las muñecas-. Pero… pero ahora estoy a salvo. El señor de la medianoche entró con su caballo en la iglesia. Fue la cosa más impresionante que puedas imaginar. ¡Ojalá lo hubieses visto!

Las tres se volvieron hacia S.T. con respeto reverencial.

– Haces que me den ganas de haberlo visto yo mismo -dijo a la vez que le entregaba la vela a Castidad-. Voy a encenderos un fuego antes de irme.

– ¿Vais a abandonarnos de nuevo? -gritó Paloma de la Paz, y su admiración se convirtió en desesperación.

– No puedo hacer otra cosa. Tengo la intención de estar en la taberna bebiendo ponche inocentemente junto al fuego cuando regrese Luton.

– En ese caso, mejor que os deis prisa -dijo Castidad-. Yo sé encender el fuego, y ahora tenemos con qué hacerlo.

– Buena chica. -Tomó las riendas de Siroco y guió al caballo, tras desensillar a Mistral y colocarle a él la silla-. ¿Serías capaz de encontrar el camino y llevar a este animal hasta el río para que beba?

– Claro que sí, mi señor -afirmó Castidad, llena de orgullo y ganas de complacer-. Y le pondré el morral que trajisteis para que coma.

S.T. montó a Siroco. Armonía, con la capa de Castidad ceñida al cuerpo, se apresuró a adelantarse y le rozó la bota con la mano.

– Gracias -dijo con voz suave-. Muchísimas gracias. No sabéis cuánto os lo agradezco.

Él se inclinó y deslizó la mano enguantada bajo la barbilla de la joven. Su rostro era muy dulce; las huellas de las lágrimas todavía brillaban en las pestañas y las mejillas. Se aproximó a ella, le levantó la barbilla y la besó en la boca. A continuación, hincó los talones en Siroco y lo hizo salir disparado sendero arriba.

Era una verdadera pena, pensó, que Leigh no hubiese estado allí para verlo.


Pese a que evitó tomar la carretera principal y rodear la muralla, llegó rápidamente con el caballo de refresco, pero se detuvo a cierta distancia de las tenues luces de la posada Twice Brewed para despojarse de la máscara y cambiar las manoplas negras y plateadas por mitones. Siroco resopló inquieto y movió los cuartos traseros, por lo que S.T. se detuvo y levantó la vista para escudriñar la oscuridad en la misma dirección que lo hacía el caballo.

Oyó el golpear de unos cascos, y se inclinó para poner la mano sobre el hocico de Siroco e impedir que hiciese cualquier sonido de saludo equino. Pero el golpeteo irregular se aproximó; oyó el ruido de las piedras y vio una forma oscura que se aproximaba hacia él en la oscuridad.

Desenvainó la espada.

– ¡Identificaos!

No obtuvo respuesta. La oscura silueta se aproximó hasta donde él se encontraba, y vio al fin el blanco pelaje.

– ¡Leigh! -Por un instante, sintió alivio, pero después el zaino disminuyó la marcha, se acercó despacio a Siroco y adelantó el hocico para saludarlo. S.T. vio que las riendas se arrastraban por el barro.

Soltó una imprecación. Cogió al zaino por el bocado y tiró de él para tratar de encontrar pruebas de alguna caída. En la oscuridad, no vio señal alguna de que el caballo hubiese caído, ni manchas de barro ni huella alguna en la silla; era un pequeño consuelo, pero mejor que nada. Era muy difícil que alguien saliese despedido de una silla de amazona si contaba con unos pomos que sujetan al jinete en su sitio, pero si un caballo se encabritase y cayese hacia atrás, ese mismo elemento se convertiría en una trampa que la dejaría atrapada bajo media tonelada de carne equina temblorosa.

Podía estar tirada en tierra en cualquier parte, aplastada e inconsciente. O muerta.

– Leigh -gritó subido al estribo-. ¡Leigh!

La fantasmal escarcha de su aliento desapareció hasta convertirse en negrura. Ahora ya no le importaba que lo oyesen; le traía sin cuidado lo que Luton pudiese sospechar. Iba a echar mano de todos los que se encontrasen en la taberna para salir en su busca. Escuchó mientras maldecía su oído malo, mientras se esforzaba por controlar los movimientos del caballo y su propia respiración y así oír cualquier respuesta por débil que fuese. La brisa ligera y fría le trajo el silencio por toda respuesta. Hizo que los caballos se volviesen en dirección norte.

– ¡Leigh! -gritó de nuevo con voz atronadora. Sin embargo, el eco solo le trajo el sonido de vuelta en la oscuridad de la noche.

Contuvo la respiración y oyó un gemido inconfundible. Tensó el cuerpo al tratar de adivinar la procedencia, pero no hubo necesidad de ningún esfuerzo. Los dos caballos se volvieron y miraron ante sí con las aletas del hocico dilatadas; un bulto gris que se movía en la oscuridad cobró la sólida forma de un lobo que se aproximaba con trote decidido pese a cojear de forma extraña.

S.T. envainó la espada y desmontó. Nemo se restregó sin brío contra sus piernas, en lo que no era sino un pálido reflejo de su saludo saltarín habitual. S.T. se arrodilló y dejó que le lavase la cara a lamidos mientras buscaba entre el frío y espeso pelaje con cuidado hasta que descubrió el pelo apelmazado sobre la herida, encima de una de las patas delanteras de Nemo.

No hurgó en ella, ya que no quería intranquilizar al lobo. Además, poco era lo que podía ver en la oscuridad. El animal no parecía sufrir demasiado a causa de la herida, se tenía en pie y podía moverse, pero a S.T. se le formó un nudo en la garganta y lo invadió una sensación persistente de pavor.

Se arrodilló al lado del lobo y le acarició el espeso pelaje mientras trataba de dar significado a unas palabras que resonaban en el límite de su conciencia.

«La bestia… la espada… la hechicera…»

Nemo. La colichemarde.

La hechicera, y la forma en que había salido a galope del establo como si la persiguiesen todas las furias del infierno.

Como una chispa al prender en el serrín, se hizo la luz en su mente. La comprensión de lo que ella había hecho le alcanzó como un golpe certero.

– ¡Qué estúpida inconsciente! -exclamó-. ¡Qué estúpida!

Se puso en pie y miró a su alrededor. Se sentía perdido. Las implicaciones de aquello lo sacudieron hasta lo más profundo de su ser.

Chilton. Había ido ella sola a acabar con él. Y no había regresado.

– ¡Maldita seas, Leigh! -Y dirigió sus alaridos al cielo nocturno-. ¡Maldita seas, maldita, maldita!

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