Capítulo 25

Tres meses eran suficientes. Tres meses inclinado sobre una hoguera, tintando en pleno invierno escocés, escondido en una cueva en lo alto de un valle angosto y empinado, eran más que suficientes. Puede que el príncipe Carlos Eduardo y sus seguidores descalzos de las tierras altas de Escocia encontrasen aquello entretenido, pero S.T. era lo suficientemente pobre de espíritu para sentirse completamente desdichado.

En otros tiempos se habría dirigido directamente a Londres antes de que la voz de alarma se extendiese lo suficiente para atraparlo, y se habría ocultado en las abarrotadas zonas de Covent Garden o St. Giles, donde sabía en quién podía confiar, a quién tenía que evitar y qué favores podía comprar con su oro. Pero no podía llegar tan lejos con Nemo con una pata herida, ni tampoco podía hacerlo él mientras le ardiesen el rostro y las manos, y la herida de la espada le causase aquel espantoso dolor en el muslo con cada paso que daba Mistral.

Ya no tenía la fuerza de voluntad necesaria. Ni siquiera sentía ya el deseo.

Así que se dirigió al norte en lugar de al sur. En la hendidura de una roca, cubierta por un manto de nieve y rodeada de oscuros pinos, él y Nemo cojeaban, gemían y se acurrucaban el uno junto al otro para mantenerse calientes. Cazaban furtivamente perdices y liebres blancas, y pescaban de vez en cuando alguna trucha remolona en una profunda poza del arroyo que pertenecía a algún desconocido terrateniente; completaban sus cenas con galletas de avena. Encontrar forraje para Mistral era todavía más difícil. Además de la avena que S.T. había traído consigo, el caballo tenía que comer liquen y escarbar para buscar hierba y helechos bajo la nieve que cubría ambas orillas del arroyo.

S.T. tenía frío. Tenía hambre. Se sentía solo. Era demasiado mayor para aquello.

Pasaba el tiempo sumido en sus pensamientos, y cuanto más pensaba, más se desesperaba. No podía tener a Leigh y quedarse en Inglaterra. No había ninguna esperanza de que eso sucediese. Si bien era cierto que poseía casas seguras, con su nombre real, siempre existía el riesgo de que alguien revelara quién era. Sobre todo ahora que Luton lo había visto y conocía su nombre, su rostro y su máscara. Si llevaba una vida temeraria en solitario solo corría riesgo él, pero vivir sabiendo que cada momento que pasase en compañía de Leigh ella corría el peligro de que la ahorcasen junto a él era una historia completamente distinta.

Solo quedaba el exilio; su única posibilidad era aquella vida absurda que llevaba cuando ella lo encontró rodeado de cuadros a medio acabar. Cuando trataba de imaginarse pidiéndole que renunciase a su futuro para unirse a él en el olvido, sabía que la humillación que eso suponía lo paralizaría.

Así que se retrasaba, no cumplía su promesa y estaba aterido y malhumorado. Cuando empezó el deshielo, montó a lomos de Mistral y se dirigió valle abajo con Nemo tras ellos. La herida del lobo había cicatrizado, pero la del muslo de S.T. todavía le causaba dolor. No sabía adónde se dirigía ni cuál era su objetivo, pero, vive Dios, no iba a esconderse de nuevo en una cueva helada, tal como había hecho para ponerse a salvo casi cuatro años atrás cuando se refugió en el Col du Noir.

Se sentía perdido, deprimido y sin rumbo. Viajó despacio, evitó las poblaciones y cruzó la frontera a través de las inhóspitas Cheviot Hills, en la región donde los ladrones de ganado hacían incursiones nocturnas y después desaparecían de nuevo entre las brumas.

Tras recorrer la zona y detenerse de vez en cuando en una granja solitaria para comprar comida a alguna taciturna granjera, llegó al sur, a los lagos de Westmoreland. Llevaba una semana de viaje cuando dejó atrás la sombría neblina de Shap Fell y se vio rodeado de una clara luz crepuscular; vislumbró el pueblo de Kendal, rodeado de su fértil valle y, de súbito, sintió el deseo de pasar la noche en una cama.

En Kendal nadie lo conocía. Lo había cruzado a caballo en un par de ocasiones, pero nunca se había detenido ni había utilizado su nombre; ni el suyo propio ni ningún otro.

Llamó con un silbido a Nemo, que andaba a la caza de ratones por el brezal. En las cercanías había tierras de cultivo y granjas. S.T. no podía dejar que el lobo anduviese libremente mientras él se alojaba en el pueblo. Con su desgastada chalina hizo un lazo y ató a Nemo a las bridas antes de montar de nuevo.

Cubierto por la negra capa y el sombrero de tres picos, y provisto de la espada, su aspecto era más o menos el de un caballero, siempre y cuando nadie se fijase demasiado en la mugre de su camisa de lino. Estiró los puños de encaje hasta sacarlos por debajo de la manga de la chaqueta, cambió los mitones por las manoplas con adornos de plata, sacudió el polvo del sombrero lo mejor que pudo, y se dispuso a parecer un excéntrico.

Nemo se mostró un tanto renuente a unirse al escaso tráfico que había en la carretera, pero tras mostrarse firme, el lobo accedió a caminar al lado de Mistral sobre las cuatro patas, en lugar de ser arrastrado sobre los cuartos traseros. Cuando habían recorrido media milla sin que apareciese la amenaza de una mujer, Nemo empezó a relajarse y a adelantarse al trote todo lo que la correa le permitía; se cruzaba en el camino de Mistral una y otra vez, y obligaba a S.T. a cambiar la brida de un lado a otro sobre la cabeza del caballo constantemente.

Nadie entre los escasos peatones ni entre aquellos que pasaban en carromatos de anchas ruedas pareció prestar atención a S.T. ni a su acompañante, pero al aproximarse a las afueras del pueblo, vieron una diligencia que avanzaba renqueante hacia ellos por la carretera. Cuando S.T. apartó a Mistral a un lado para dejarle paso, alguien que iba sobre el techo le gritó. Todos los pasajeros que iban en la parte superior se volvieron a mirarlo a la luz del crepúsculo, inclinados sobre el cartel que en la parte trasera del coche anunciaba el recorrido Lancaster-Kendal-Carlisle.

A Nemo no le hizo gracia tanta atención y saltó con un aullido hacia las ruedas del vehículo cuando este ya se alejaba. S.T. le habló con brusquedad y lo obligó a retroceder de un tirón, pero el lobo no dio señales de arrepentimiento; se limitó a darse la vuelta y volver a ocupar su sitio delante de Mistral con aire satisfecho.

El cuidado pueblo de Kendal todavía mostraba señales de actividad, pese a que la oscuridad ya estaba próxima. Las ventanas en las casas de caliza y escayola brillaban con luces que se reflejaban en el río. Allá arriba, dominándolo todo, se alzaban las negras ruinas de un castillo sobre una empinada colina al otro lado del pueblo. S.T. cabalgó bajo el cartel que anunciaba el servicio de correos, bajo el que tenía escrito el nombre de King's Arms. Desmontó en el patio de los establos y se sumó al grupo que había en torno a la oficina para preguntar por los paquetes que había traído la diligencia que acababa de partir.

Un diligente joven recorría la sala de espera y repartía un volante, a la vez que anunciaba a voz en grito:

– ¡Proclama! ¡Proclama! Aquí tenéis, señor. ¡Proclama!

Depositó una de las hojas en la mano de S.T., al tiempo que se apartaba del gruñido de advertencia de Nemo y mostraba su buen humor con una sonrisa. S.T. bajó la vista a la hoja de papel.


Por los delitos de robo, asesinato y lesiones

Sófocles Trafalgar Maitland

Mil libras esterlinas.

El salteador de caminos que se nombra más arriba

es dueño de un caballo rucio castrado

y de un perro de gran tamaño de ojos amarillos

y de piel a manchas negras y castañas,

que en realidad es un lobo…


S.T. no siguió leyendo. Reprimió la maldición que luchaba por salir de sus labios y estrujó el papel con la mano. Durante un instante una sensación de auténtico pánico se adueñó de él. Se quedó quieto en medio de aquel grupo en el que uno de cada tres hombres leía con detenimiento una detallada descripción de su persona, que iba desde el cabello hasta las manoplas con adornos de plata. Mil libras, por Dios bendito, ¡mil libras!

Respiró hondo, se encasquetó bien el sombrero y volvió a montar a Mistral.

Justo en el momento en que con las riendas le indicaba al caballo que fuese a la izquierda, Nemo descubrió algo a la derecha que despertó su interés. El lobo se metió bajo el hocico de Mistral y, al hacerlo, la rienda se atravesó sobre el pecho del caballo. Mistral arqueó el cuello y caracoleó como protesta ante aquellas señales contradictorias. S.T. lo forzó a ir hacia la derecha, y Mistral se tomó la improvisada indicación al pie de la letra: apoyó todo su peso sobre los cuartos traseros tal como le habían enseñado y empezó a hacer piruetas en el aire con las patas de delante.

En el campo de batalla habría sido una maniobra grandiosa, pero en el patio de la hostería hizo que una mujer se pusiese a chillar y que los mozos de cuadra apareciesen de golpe. De repente, todos se agruparon a su alrededor, los miraron fijamente, se pusiesen a dar gritos y los señalaron con los volantes que tenían en la mano.

Lo habían reconocido. Un momento antes, solo era un viajero más en la abarrotada explanada, y al siguiente se había convertido en el salteador de caminos.

S.T. se llevó la mano a la espada, pero no la desenvainó; no podía hacerlo en medio de aquella multitud. La correa se tensó en su mano cuando Nemo reaccionó ante el peligro y la expectación lanzando gruñidos y pegando saltos hasta donde la correa se lo permitía. S.T. tuvo que soportar en el brazo todo el peso del animal. De un fuerte tirón, hizo retroceder al furioso lobo y condujo a Mistral hacia la cancela de entrada.

Los espectadores que se habían interpuesto en su camino para impedirle la huida perdieron de repente todo el interés cuando Mistral se lanzó hacia delante. Pero los repetidos saltos de Nemo ejercían una fuerza contraria sobre el cuerpo de S.T. Todo aquel peso en movimiento solo sirvió para hacerle perder el control.

Mistral retrocedió alarmado. S.T. sintió cómo el caballo se tambaleaba y se inclinaba bajo aquel peso desequilibrado. Una marea de gente pareció rodearlos. En las milésimas de segundos que transcurrieron entre dejar que Mistral cayese al suelo y controlar a Nemo, S.T. se abalanzó sobre el cuello del caballo y le quitó las riendas.

Mistral cayó sobre las patas delanteras. S.T. volvió sobre la silla para llamar desesperadamente a Nemo, pero la oportunidad de escapar se evaporó al aproximarse los mozos de cuadra y los postillones para arrebatarle las bridas. El lobo describió un amplio círculo entre gruñidos y amenazas. Los espectadores se apartaron dando alaridos. En ese instante, S.T. levantó a Mistral del suelo, miró hacia delante y vio que unos muchachos empujaban un faetón vacío para bloquear la cancela. No lo pensó. Hundió las espuelas en el enorme caballo y se lanzó hacia la entrada con la mente, el cuerpo y el corazón concentrados en el espacio oscuro que quedaba sobre el vehículo y que significaba la libertad.

Mistral dio dos zancadas a todo galope, lo único que el reducido espacio le permitía hacer, y saltó. La luz se hizo sombra. Con el impulso, S.T. se inclinó hacia atrás mientras volaba. Lentamente y de forma extraña, vio los asientos del faetón bajo el lomo de Mistral; la negra silueta del arco de entrada parecía una mano que quisiera atraparlos en lo alto. A continuación, con una fuerte sacudida y entre las salpicaduras del charco que había bajo la cancela, pisaron tierra.

Con un nuevo salto salieron a la calle y S.T. tiró de las riendas exigiendo a Mistral un último esfuerzo; con tres zancadas pasó de un alocado galope a un paso más controlado. Vio que Nemo salía a toda velocidad por debajo del faetón y, por un instante, creyó que iban a lograrlo. Gritó al lobo y se inclinó sobre el cuello de Mistral, pero en ese momento el cuello de Nemo sufrió una sacudida que tiró de él hacia atrás; el lobo cayó al suelo tras enredarse la correa en la rueda trasera del faetón.

Nemo cayó de espaldas en el charco de barro. S.T. reaccionó frenético, consciente apenas de la muchedumbre que se agolpaba en la calle. Clavó las espuelas en Mistral para obligarlo a retroceder cuando el lobo se levantó y se lanzó hacia delante. Pero uno de los postillones saltó sobre el faetón y agarró la correa. Mientras Nemo tiraba de ella para ir detrás de S.T., el muchacho anudó el extremo a uno de los rayos de la rueda.

S.T. cabalgó hasta el arco de entrada e hizo retroceder al postillón con un alocado golpe de su espada. Se inclinó hacia el animal y trató de cortar la correa con el filo, pero las vueltas que daba Nemo, desorientado, hicieron vano su intento por liberar al lobo. Pese a que la multitud le cerraba ya el camino hacia la libertad, lo intentó una y otra vez mientras los cascos de Mistral reverberaban junto a los gritos bajo el arco. Siguió intentándolo incluso cuando la trampa se cerró, cuando Nemo abandonó su actitud beligerante e intentó dar un salto para lamer la mano de S.T., cuando alguien se hizo con las riendas de Mistral, cuando las pistolas y una escopeta de caza apuntaron hacia él en medio de la muchedumbre. Se quedó inclinado, con el brazo caído, la espada colgando de él y el rostro hundido entre las crines de Mistral.


Por primera vez en su vida, S.T. estaba en prisión. Podía haber sido peor, mucho peor, era consciente de ello. Los cuáqueros que regían en Kendal mantenían la cárcel tan limpia como su próspero pueblo; no permitían las mofas ni que se lanzaran gatos muertos, y tampoco les agradaba que hubiese cánticos a favor del prisionero. La detención y el encarcelamiento de S.T. habían sido de lo más pacíficos.

Le permitieron que Nemo permaneciese con él en la celda, e incluso dieron su autorización para que ambos, S.T. y el lobo, pudiesen hacer dos salidas al día para tomar el aire y hacer ejercicio. Mientras estaban fuera de la celda, Nemo iba con un bozal y S.T. con grilletes, una humillación que habría sido insoportable si no fuese por la actitud amable de los vecinos de la localidad. Acompañado de dos agentes y del lobo, S.T. recorría la calle mayor, se detenía en el King's Arms para visitar a Mistral y hacía el camino de vuelta entre amables y frecuentes saludos, a los que respondía con una gentil inclinación. Aquella aparente popularidad habría sido más gratificante si S.T. no supiese que la recompensa de mil libras iba a recaer sobre todo el pueblo de Kendal. Los padres de la ciudad habían decidido utilizar el dinero para convertir una de las casas en unos salones de reunión públicos, para que los honrados ciudadanos pudiesen entretenerse jugando a las cartas, representando obras de teatro y organizando bailes.

No tenía ninguna duda de que asistirían a su ejecución con similar entusiasmo, pero para ello había que esperar la llegada del tribunal superior del condado y la celebración del juicio.

Todo, a su manera, parecía encajar. Incluso en su caída era un elegido, un deslumbrante caballero al que le importaban un bledo sus circunstancias. S.T. sabía cómo representar ese papel. Lo había representado durante años.

Durante tres semanas esperó, hasta que una mañana apareció un agente y le comunicó que un caballero quería verlo. La tardanza no era sorprendente. Tras la detención, S.T. había enviado una carta a los viejos abogados de su padre y les había solicitado sus servicios. Como ya lo habían mirado con recelo cuando no era más que el heredero de dudosa reputación de un patrimonio en decadencia, no esperaba que ahora recibiesen con entusiasmo el encargo de defender al príncipe de los bandoleros. Pero tenía un motivo añadido: quería que tanto Mistral como Nemo tuviesen quien los cuidase. Aquello era lo que más le preocupaba cuando, tumbado por la noche en su catre, miraba al techo mientras acariciaba la cabeza de Nemo, que estaba tumbado en el suelo junto a él.

La única persona en la que confiaba para que se hiciese cargo de ellos era Leigh. Por lo menos se lo debía. Había reflexionado largo y tendido sobre el asunto, había tratado de imaginársela tan fría como para dar su nombre completo a las autoridades de la Corona… y, aunque estaba seguro, no tenía a nadie más. Ya había dejado a Siroco a su cuidado cuando se escabulló hasta las ruinas romanas aquella noche para cambiar de caballo y envió a Castidad, a Dulce Armonía y a Paloma de la Paz al Santuario Celestial a lomos del caballo negro para que Leigh, tan práctica como siempre, se hiciese también cargo de ellas.

Creía en ella. Por mucho que lo intentase, no lograba convencerse de que fuese ella quien lo había traicionado.

No, Leigh no lo haría. En ella no tenía cabida la deshonra.

Así que ahora ella iba a descubrir que había sido nombrada albacea del testamento y las últimas voluntades de Sófocles Trafalgar Maitland, y heredera de un lobo, un caballo, distintos cuadros a medio pintar, un castillo en ruinas en Francia y cuentas bancarias distribuidas en quince lugares a lo largo y ancho de Inglaterra, siempre que la Corona no confiscase los fondos para ponerlos a disposición del Estado.

«Acuérdate de mí -pensó S.T.-, solo quiero que me recuerdes de vez en cuando.»

Cuando apareció el agente, S.T. rebuscó en el bolsillo el trozo de papel doblado en el que había escrito una lista de los bancos, dejó que le pusiese las esposas, habló con firmeza a Nemo para que se quedase allí y siguió al hombre al exterior de la celda. Había esperado reunirse con el letrado en las oficinas de los agentes en la cárcel, pero en su lugar fue conducido al exterior, acompañado de dos agentes, que lo hicieron cruzar al otro lado de la calle para meterse por una calleja en la que había establos y entradas a jardines. Finalmente llegaron a unos escalones que conducían a la entrada del servicio de una elegante casa.

La cocinera y las criadas que la ayudaban se alinearon junto a la pared con los ojos abiertos de par en par mientras S.T. y los agentes atravesaban la cocina.

– Ten cuidado, Lacie, te van a entrar moscas en la boca -dijo uno de los agentes con voz potente a la vez que le daba un golpecito cariñoso a la criada más joven.

La muchacha le hizo una reverencia.

– Claro que no, señor Dinton. A mí no.

S.T. la miró al pasar y le sonrió con la comisura de los labios. La criada soltó una risita e hizo un nuevo saludo; la cocinera le ordenó entre dientes que volviese a su faena.

Los agentes subieron con decisión la estrecha escalera con S.T. entre ellos. Al alcanzar el rellano, les salió al encuentro un ama de llaves de rostro severo.

– Por aquí -les indicó con sequedad, y abrió la puerta que conducía a una cómoda biblioteca.

Las cortinas de las ventanas que daban a la calle estaban corridas, y el rojo brocado permitía apenas que entrase un hilillo de la luz del día, pero en la chimenea ardía el fuego y abundantes velas iluminaban la estancia.

– El señor Dinton y el señor Grant tienen que esperar al otro lado del pasillo, en la salita -anunció el ama de llaves.

– ¿Qué? ¿Y dejarlo aquí solo? -protestó Dinton.

– Sus instrucciones son que lo encadene a la mesa -respondió la mujer. Las aletas de su nariz se ensancharon, como si el simple hecho de repetir aquella orden constituyese una ofensa para ella. Esperó hasta que los agentes del juzgado de paz, entre murmullos, terminaron de sentar a S.T. y de encadenar sus dos manos a las patas de la mesa.

– Lo único que quiero es hacer testamento -musitó él-. No sé a qué viene tanto alboroto.

El ama de llaves lo miró por encima del hombro y, tras hacer salir a los agentes fue tras ellos y cerró de un portazo. S.T. oyó cómo sus pasos se dirigían al otro lado del corredor, y después el ruido de otra puerta al cerrarse. Los zapatos del ama de llaves se alejaron con un ruidito seco.

Esperó. Todo aquello le parecía muy exagerado para tratarse de un preso común y unos abogados un tanto renuentes.

Se oyeron unos pasos que se aproximaban a la puerta, el suelo de madera del pasillo retumbó con fuertes crujidos. S.T. se echó hacia atrás en la silla y enderezó los hombros; se sentía tenso y avergonzado y no estaba dispuesto a dejarlo entrever.

La corpulenta figura que abrió la puerta y entró con pasos pesados pertenecía a un completo desconocido. S.T. lo miró a la espera de que fuese él quien se presentase, ya que imaginaba que sobre su identidad no cabía duda alguna.

Durante un momento de silencio, el robusto hombre miró a S.T. Lo examinó como si se tratase de una mercancía en el mercado, y fue de izquierda a derecha mientras el suelo protestaba crujiendo a cada paso. Pese a la figura entrada en carnes, la chaqueta de seda turquesa tenía un corte perfecto, y la chalina era de un lino impoluto. Se detuvo, adelantó el labio inferior, y mantuvo las manos en los bolsillos.

– ¿Quizá quiere examinar mi dentadura? -preguntó S.T. secamente.

– No sea descarado.

Las esposas de S.T. chocaron entre sí cuando apretó los puños contra la silla.

– Pues en tal caso, deje de mirarme como un pueblerino en presencia del rey y su corte. Lo que quiero es que redacte mi testamento antes de que hablemos del juicio.

Los ojos saltones bajaron la mirada.

– Soy Clarbourne -anunció con frialdad.

S.T. alzó la mirada y frunció el ceño. Observó aquella figura enorme y orgullosa, la poderosa mandíbula y los fuertes hombros. Después, de improviso, lo comprendió con tal fuerza que exclamó:

– ¡Por Dios! -Echó la cabeza hacia atrás al tiempo que soltaba una sombría carcajada-. ¡Clarbourne! Vive Dios que creí que se trataba de mi abogado; incluso pensé que veníais demasiado elegante para el asunto del que se trata.

El conde de Clarbourne, creador de ministerios, favorito del rey y con gran influencia en la Hacienda Pública, no dio muestra alguna de encontrar divertida la confusión. Su boca mostró un gesto de desprecio.

– Cuidado con las libertades que os tomáis, caballero.

S.T. lo miró con recelo.

– ¿Qué demonios quiere el Departamento del Tesoro de mí? -Lo miró de reojo y dibujó una astuta sonrisa en sus labios-. ¿O es que quizá quieren nombrarme bandolero supremo para así llenar las arcas del Estado? Yo estoy dispuesto a aceptar, pero me cuesta creer que necesiten la ayuda de un aficionado para dicha empresa.

Clarbourne lo miró con desagrado.

– Estoy aquí para informaros de vuestra situación, gallito de mierda. -Cruzó las manos tras la espalda-. La Corona tiene en su poder pruebas irrefutables de las actividades del sujeto conocido como el señor de la medianoche. Suficientes para colgarlo una docena de veces si es que su majestad así lo desea.

Hizo una pausa y dejó que un impresionante silencio se adueñase de la estancia.

– Os lo agradezco -dijo S.T.-. Es muy amable de vuestra parte haber recorrido tan largo camino para transmitirme la opinión que su majestad tiene del asunto.

Clarbourne sacó una cajita de rapé del chaleco, cogió una pizca y dio un fuerte estornudo.

– Vuestro nombre es Maitland -dijo. Se acercó a la ventana y apartó un poco una de las cortinas hacia un lado con el dedo índice-. Sófocles Trafalgar Maitland, como reza la Biblia de vuestro padre, que sus abogados consultaron a petición mía. Lord Luton ha confirmado vuestra identidad.

S.T. se mantuvo a la espera con el rostro impasible.

Clarbourne se frotó la nariz y resopló.

– Esa persona… llamada Chilton, que hizo el flaco favor de permitir que le disparasen… hay dudas acerca de quién cometió un acto tan atroz. Según tengo entendido, vos acusáis a Luton. Y él es tan amable que os acusa a vos. Todo esto es muy aburrido y muy incómodo. Si se celebra el juicio -entrecerró los ojos y miró a través del estrecho hueco-, habrá que llamar a testigos. Se les someterá a preguntas y ciertas… circunstancias saldrán inevitablemente a la luz pública.

– ¿Circunstancias?

– Tengo una hija -soltó Clarbourne de repente.

S.T. se quedó inmóvil y contempló la enorme silueta junto a la oscura ventana.

Clarbourne soltó la cortina.

– Lady Sophia. -Torció el labio-. Es una joven muy inconsciente a la que últimamente le ha dado por llamarse Paloma de la Paz.

Un carruaje pasó por la calle, y el ruido de las herraduras y el crujido de las ruedas fueron los únicos sonidos que se oyeron en la silenciosa estancia. Clarbourne se restregó las manos tras la espalda y después se volvió despacio para mirar a S.T. con sus ojos de pesados párpados.

– Ah -dijo S.T. en voz baja-. Ahora viene lo importante.

– Y tan importante. Lady Sophia está prometida. Los acuerdos entre las familias son de gran importancia. Puede que vos no lo sepáis, pero ha pasado el último año en el extranjero. Quizá durante su juicio haya alguna confusión, y algunas jóvenes en las que ella imprudentemente ha confiado cometan el error de declarar que ha estado en… en otra parte. -Se encogió de hombros-. O puede que no sea así. Pero soy un hombre al que no le gusta la incertidumbre. -El conde tomó otra pizca de rapé-. Prefiero que no se celebre juicio alguno.

S.T. dirigió la mirada a su regazo. Tomó aire una vez, y después otra, y mantuvo la respiración sin alteraciones.

– ¿Podéis guardar un secreto? -preguntó Clarbourne.

S.T. alzó la cabeza y su mirada tropezó con la del hombre.

– Si me dais razones suficientes…

Clarbourne se pasó el dedo índice por el labio superior. Miró a S.T. como un enorme sapo que contempla una mosca. A continuación hurgó en el interior de su chaqueta y sacó un pergamino doblado del que pendían unos sellos. Se dirigió hacia la puerta con pasos decididos, se detuvo y depositó el grueso rollo de vitela sobre una mesita de marfil-. Es el indulto absoluto de su majestad -anunció-. Vos no mancillaréis la reputación de mi hija al no tener que arriesgaros a hablar de ella.

Abrió la puerta, salió con sus pesados pasos, y la cerró tras de sí.

S.T. contempló el documento doblado. Echó la cabeza hacia atrás y se recostó sobre el respaldo de la silla mientras una sonrisa de incredulidad aparecía en su rostro.

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