Capítulo 3

Los trinos de los pájaros y un murmullo procedente de la cama despertaron a S.T. Se frotó el cuello, pues sentía en todos los huesos la marca de la butaca de madera en la que llevaba diez noches durmiendo. A través de la ventana abierta se veía el brillo frío y desnudo del cielo al amanecer. Entrecerró los ojos mirando en dirección a las sombras que todavía persistían en la habitación. Ella había apartado las sábanas otra vez. S.T. se levantó con todo el cuerpo agarrotado. Se limpió los ojos, se pasó la mano por el pelo y respiró profundamente. El lugar a sus pies en el que tendría que haber estado Nemo se encontraba vacío, como cada mañana. Durante un instante apoyó las palmas de las manos y la frente en la fría pared de piedra. Rezar ya no serviría de nada.

El murmullo se convirtió en un débil quejido. S.T. exhaló con fuerza y se apartó de la pared. Mientras echaba agua del cubo en una taza agrietada de cerámica, ella abrió los ojos, parpadeó y se humedeció los labios. Movía los dedos frenéticamente, tirando de los pliegues blancos de su camisa en medio de las enmarañadas sábanas. Cuando su mirada perdida localizó a S.T., sus oscuras cejas se fruncieron en señal de intensa desaprobación.

– Maldito -murmuró.

Bonjour, Sunshine -respondió él con aspereza-. Ça va?

Ella cerró los ojos. Una expresión hostil dominaba su pálido rostro.

– No quiero vuestra ayuda. No la necesito.

S.T. se sentó en la cama y con una mano cogió sus muñecas antes de que comenzara a revolverse. Ella intentó apartarlo, pero estaba demasiado débil para oponer resistencia. En su lugar, apartó la cara mientras su respiración se volvía agitada y convulsa por ese pequeño esfuerzo. S.T. le puso otra almohada bajo la cabeza y le acercó la taza a los labios, pero ella se negó a beber.

– Dejadme -susurró-. Dejadme en paz.

S.T. inclinó la taza. La joven miró hacia delante con una expresión mortecina en sus ojos apenas abiertos. Tenía el cutis como el papel, seco y pálido a excepción del intenso y enfermizo color de los pómulos. S.T. le puso la taza en los labios, pero toda el agua le cayó por la barbilla y el cuello; él se incorporó, echó dos dedos de coñac en la taza y se lo bebió de un trago. El agradable calor del alcohol le inundó la garganta y reavivó su fatigada mente.

– Dejadme morir -murmuró ella-. No me importa. Quiero morir. -Giró la cabeza-. Papá, déjame morir, déjame, por favor.

S.T. se sentó en la silla y apoyó la cabeza en las manos. Ella iba a morir, sí. Así lo había decidido en algún momento de su delirio, y lo que la fiebre no consumía se iba apagando cada día que pasaba. Llamaba a su padre cada vez con mayor frecuencia en los momentos en que perdía la razón, a la vez que caía en períodos cada vez más largos y profundos de silencioso sopor.

S.T. la odiaba, al tiempo que se odiaba a sí mismo. Nemo ya no estaba. Cada vez que lo pensaba se sentía como si le diesen un puñetazo en el estómago y se quedase sin respiración en el pecho y la garganta.

– Papá -susurró la joven-, por favor, papá, llévame contigo. No me dejes sola… no te vayas…, por favor… -Agitó la cabeza con frenesí mientras levantaba débilmente una mano-. Papá…

– Estoy aquí -dijo S.T.

– Papá…

– ¡Estoy aquí, maldita sea! -gritó él mientras iba rápidamente hacia la cama y le cogía la mano. Los huesos de la joven parecían de porcelana en su puño. Agarró el cazo y volvió a llenar la taza-. Bébete esto.

Al tocarle la boca con el borde de la taza, ella abrió más los ojos.

– Papá -volvió a decir.

S.T. inclinó la taza de nuevo y, esa vez, sí que tragó.

– Muy bien -dijo-. Buena chica.

– Papá… -farfulló ella antes de volver a beber con los ojos cerrados; cada trago y cada aliento significaban un gran esfuerzo para ella.

– Mi Sunshine se está portando muy bien -murmuró S.T.-. Vuelve a intentarlo.

La joven dobló los dedos en su mano, buscando protección como si fuese una niña. Él la sujetó con firmeza mientras escuchaba su repetitivo gimoteo, que poco a poco fue desapareciendo hasta quedar en silencio.

«No te mueras, maldita sea -pensó S.T.-. No me dejes sin nada.»

La enferma respiró profundamente entre escalofríos y tragó la última gota de líquido de la taza. S.T. le acarició la frente, que ardía, y le apartó los negros y cortos rizos que caían sobre su cara. Pensó que era un verdadero tributo a su belleza que, después de diez días de enfermedad, todavía pudiese apreciarla.

Durante ese tiempo, S.T. había visto hasta el último centímetro de su anatomía. Se preguntó qué le parecería eso a su querido papá. Por su parte, estaba demasiado cansado y triste para sentir nada.

La alentó a que bebiera una segunda taza de agua. La joven consiguió tomar la mitad antes de caer exhausta y medio inconsciente. Tras un desganado intento de arreglar la ropa de cama -S.T. tenía la vaga noción de que tal era el procedimiento habitual cuando se cuidaba a un enfermo-, fue al piso de abajo para solucionar el problema de la comida.

Cuando llegó a la puerta que daba al patio, se detuvo y silbó.

Silbó dos veces, aunque tuvo que contenerse para no hacerlo tres, cuatro, cinco o mil. Permaneció inmóvil bajo la luz del amanecer mientras escuchaba su propia respiración. A continuación, atravesó el patio y volvió a silbar. Los patos, irritados y hambrientos, se le acercaron con su característico balanceo, pero dejó que se las arreglaran solos y se dirigió al huerto. Sabía que debería sacrificar a uno de ellos, que era la razón por la que había empezado a criarlos, pero cuando llegaba el momento era incapaz de elegir a la víctima. Siempre pensaba que, llegado el caso, dejaría que fuese Nemo quien lo hiciera, ya que el lobo carecía de tantos escrúpulos.

Nemo.

Silbó de nuevo sin dejar de andar. El crujido de sus botas sobre la tierra caliza parecía sonar demasiado fuerte, y hasta tenía un débil eco en la ladera de la colina. Cada rama y roca desnuda resaltaba con toda claridad a la brillante luz del amanecer.

En el huerto buscó mucho entre los hierbajos hasta encontrar lo poco que quedaba. Cinco pimientos rojos, un calabacín verde de forma cilíndrica que tenía un lado mordisqueado por los conejos, algunas judías blancas, dos manojos de romero silvestre, otro de tomillo y, por supuesto, ajos, su único éxito agrícola. Podía echarlo todo en el puchero junto con algo de cebada y hacer sopa. Si ella no quería comérselo, desde luego él sí. Y también podía machacar olivas y alcaparras y hacer una tapenade para extender sobre el pan. En el trayecto de vuelta cogió varias piñas y, tras comerse el fruto, fue tirando el resto por el precipicio conforme avanzaba.

Una vez tuvo la sopa en marcha, subió para ver cómo se encontraba la joven. Estaba inquieta e irascible; pasaba constantemente de la consciencia al delirio, de beber un sorbo de agua a negarse a tomar el siguiente. Le ardían la frente y las manos. S.T. habría pensado que estaba llegando a un momento crítico de no ser porque los últimos días también se habían sucedido las fiebres altas seguidas y una intensa debilidad.

Hizo todo lo que pudo por ella; la bañó en una cocción de ruda y romero que hervía a diario desde que, en un momento de lucidez, ella le había dicho que se frotara con eso para evitar infectarse. Parecía estar bastante versada en medicina y, cuando S.T. conseguía extraerle alguna instrucción, la seguía con presteza y a pies juntillas. A continuación, se tomó media hora, como hacía todos los días, para descender con cuidado por el desfiladero y armarse de valor antes de bañarse en las heladas aguas del río que se precipitaba a gran velocidad desde las montañas.

Ella le había dicho que lo hiciera para fortalecerse, pero bien sabía Dios que hacía falta tener muchas agallas para meterse desnudo en el río y echarse un cubo de agua gélida sobre la cabeza. Nunca había sido un cobarde, pero esa pequeña tarea casi se le hacía insuperable. Aun así lo hacía, sobre todo porque no tenía ninguna intención de morir del modo en que ella lo estaba haciendo.

El sol ya iluminaba las paredes del desfiladero cuando se ató la coleta y, tiritando, se puso la camisa y el chaleco. Anduvo un breve trecho río abajo mientras silbaba llamando a Nemo, mientras buscaba cualquier rastro de él y se aferraba a la vaga esperanza de que el lobo estuviera escondido a causa de la presencia de alguna mujer.

Pero no encontró nada que lo ayudara a mantener viva la esperanza, así que cogió otro sendero que subía por el desfiladero hasta llegar al camino que procedía del pueblo. Siguió por él con la mirada puesta en el suelo en busca de cualquier pista reciente.

Sin embargo, la que encontró no era del lobo. En un saliente de caliza que había sobre el sendero, vio las huellas de alguien que había ascendido por allí, y que lo condujeron a una pequeña grieta oculta bajo un arbusto de enebro. En ella estaba escondida una bolsa muy gastada que S.T. sacó. Tras desabrochar las hebillas, miró su contenido con avezada eficacia y sin sentir el menor reparo.

El interior, forrado con una elegante tela, contenía un vestido de seda muy arrugado y unos zapatos a juego bordados con un intrincado dibujo de pájaros de color azul prusia. Debajo había un juego de corsés de sarga marrón y algunas piezas de muselina de ricos recamados.

Sacó la ropa y extendió el vestido, que había sido plegado de cualquier manera, sobre un arbusto para evitar que se manchara de polvo mientras seguía registrando la bolsa. Bajo la capa de sarga había una caja de piel que contenía una colección de pequeños viales y medicinas en diminutos frascos de cristal, todos con etiquetas muy pulcras en las que ponía cosas como «polvos carminativos», «ungüento abrasivo» o «pastillas de malvavisco».

Metida dentro de una copa de plata y envuelta en un pañuelo, encontró una elegante gargantilla de perlas. En el fondo de la bolsa descansaban un abanico pintado y un par de hebillas doradas de zapatos, todo guardado en una caja forrada en raso en la que estaba escrito «recuerda quién te la dio». S.T. metió la mano en un bolsillo interior, pero la sacó con un respingo y maldijo mientras se chupaba la sangre del corte que acababa de hacerse en el dedo. Prosiguió la inspección con más cuidado y encontró un abrecartas de plata de ley, extremadamente afilado y en el que estaban grabadas las iníciales «LGS», junto con la lima que se había empleado para afilarlo.

No había nada más, salvo un monedero lleno de calderilla y un cuaderno de bocetos muy gastado en el que se leía «Silvering, Northumberland, 1764 a 17-, de Leigh Gail Strachan». S.T. lo abrió.

Conforme fue pasando las páginas, comenzó a dibujarse en su rostro una sonrisa irónica. Las luminosas acuarelas que contenía eran encantadoras; mostraban unas figuras humorísticas e ingenuas pintadas por una joven dama de la campiña inglesa en las que representaba a su familia en diversas escenas de su vida cotidiana. En cada dibujo podía leerse en tinta su título y algún comentario: «Emily se cae del burro (elaborar más la perspectiva)»; «Edward N. muestra su ingeniosa máquina de electrocutar a Emily, Anna y mamá, y Anna sufre un desvanecimiento (las escaleras se ven demasiado anchas, pero las expresiones son buenas)»; «Reunión en Hexham: el capitán Perry enseña a Anna un grácil paso de baile»; «Atrapados en el fango. Castro ladra de forma muy grosera al cochero John (estudiar las proporciones de patas traseras equinas)»; «Papá dormido en la biblioteca después de un duro día cortando rosas con mamá»; «¡Alegría, alegría! Emily, Leigh y Castro reciben a papá y a Edward N. a su regreso con el tronco para encender el fuego de Navidad»; «El señor de la casa cura a un cochinillo enfermo tras perseguirlo por el patio mientras Anna y Leigh miran»; «Emily se cae de una cerca»; «Papá preparando el sermón del domingo»; «Emily, Anna y Leigh salvan a los gatitos (perro muy mal hecho)».

El dibujo del valeroso rescate mostraba a las tres chicas, que llevaban puestos sus gorritos y delantales, blandiendo palos y escobas contra algo que se parecía a un cerdo con lunares y grandes colmillos. S.T. sonrió. Tras un pesebre, cinco manchurrones con patas representaban a los amenazados gatitos.

Había un recorte doblado del London Gazette entre la última página y la contraportada. S.T. lo abrió y lo alisó. «Proclama de Su Majestad el Rey», rezaba en grandes letras al inicio de una larga lista oficial de bandoleros. S.T. encontró bastante más abajo su propio nombre.


Llamado el señor de la medianoche, o en ocasiones en francés, el Seigneur de Minuit. Un metro ochenta de altura, ojos verdes, pelo castaño con tonos dorados, porte gentil, excelentes modales y cejas muy rizadas hacia arriba. Monta un magnífico corcel negro de dieciséis palmos sin marcas. Quien revele el paradero de dicho sujeto a los magistrados de Su Majestad recibirá una recompensa de tres libras.


– ¿Tres libras? -exclamó S.T., sorprendido-. ¿Solo tres libras de mierda?

En sus tiempos de mayor gloria habían sido doscientas, y la última vez que había visto uno de esos anuncios figuraba a la cabeza de la lista. No era de extrañar que ningún cazador de recompensas lo hubiera molestado nunca en su guarida de Col du Noir.

Solo tres libras. Qué triste.

Guardó el cuaderno de bocetos y se puso en pie. Mientras seguía cuidándose el corte del dedo, dobló el vestido de seda, lo guardó y se echó la bolsa al hombro al tiempo que negaba con la cabeza, asombrado de que esa joven de origen gentil hubiera sido capaz de recorrer buena parte de Inglaterra y toda Francia. Había ido sola en su busca.


Al caer la noche había conseguido darle dos platos de sopa cucharada a cucharada. Tras una ligera mejoría, en la que ella lo maldijo débilmente y llamó tanto a su padre como a su madre, pareció empeorar; cayó en un estado letárgico de mayor debilidad. En ocasiones, S.T. tenía que observarla con atención durante largo rato para asegurarse de que todavía respiraba.

Llegó a desear que muriera y terminase todo aquello. A la tenue luz de la chimenea, se sentó en la butaca con la cabeza apoyada en la pared de piedra a esperar el fatal desenlace. De pronto cayó en la cuenta de que tendría que enterrarla, así que comenzó a decidir cuál sería el mejor lugar para hacerlo; alguno por el que no tuviese que pasar todos los días, porque eso no lo podría resistir. Entonces pensó en cómo sería estar solo en el castillo sin Nemo, y sintió que un profundo pozo negro de desesperación se abría en su interior.

Se levantó y enjugó la frente de la joven. Ella no se despertó, ni tan siquiera se movió, así que S.T. la observó presa de un silencioso pánico hasta que comprobó al fin que su pecho subía y bajaba débilmente.

Dormida y al calor de la tenue luz del fuego, su rostro parecía más dulce, más humano, tanto que hasta podía imaginársela sonriendo. Pensó en el vestido de seda y los zapatitos y se la figuró en medio de un elegante salón ante un juego de té de plata. S.T. conocía muy bien ese tipo de salas y a ese tipo de damas.

Las conocía íntimamente. El valor de esas mujeres llegaba como mucho a atreverse a aventurarse a un encuentro furtivo en el jardín a medianoche, o en su vestidor, o entre las sombras de una escalera trasera. En cierta ocasión S.T. asistió a una reunión de ese tipo en un salón que estaba en obras de la gran mansión de los Percy, en Syon, y a partir de ese momento el olor a serrín y yeso siempre iba unido en su mente al de los polvos aromatizados y una suave piel. La dama había afirmado que estaba dispuesta a abandonar a su marido noble y fugarse con él, pero desde luego S.T. no la creyó capaz de viajar sola desde el norte de Inglaterra hasta la Provenza. Al final, ni siquiera le dejó una nota de despedida cuando el marido apareció para poner fin a su osada aventura y llevarla de vuelta a casa. Mujeres.

Permaneció allí sentado rememorando el pasado. Había algo en Leigh Strachan que reavivaba en él toda la gloria y la miseria de lo que había vivido. ¡Qué loco tan magnífico había sido! Tan vivo, tan lleno de energía. Cada paso que daba era un nuevo riesgo, cada apuesta una fortuna. Hasta esos recuerdos parecían más reales que el presente…

«Charon en una noche sin luna, una sombra con cascos plateados, gritos y el destello amarillo del fuego de pistolas…»

Cerró los ojos. Su corazón latía rápido y podía sentir el sudor y la emoción del momento; recordó cómo le sentaba la máscara que le ocultaba el rostro, cómo la capa negra pesaba sobre sus hombros y los guantes olían a silla de montar y acero. La garganta le ardía por el gélido aire nocturno y por el esfuerzo de blandir la espada al tiempo que mantenía a Charon a raya, haciendo que diera unos pasos a izquierda o derecha, realizara una pirueta o una cabriola con sus cascos plateados para distraer y confundir en medio de la noche, para que pareciese un caballo fantasma que cabalgaba por el aire.

Todo aquello había terminado por agotarlo, tanta fría pericia y abrasadora emoción, mientras oscilaba entre la riqueza y la pobreza más abyecta, y creía que la moralidad de lo que hacía estaba plenamente justificada a la vista de tanta injusticia. Elegía con mucho cuidado a quién ayudar y a quién atormentar. Conocía muy bien sus méritos y se movía con ellos por los salones de la alta sociedad, por los verdes parques y por las fulgurantes mascaradas; era un caballero como los demás del que nadie sospechaba, protegido por el augusto y ancestral nombre de Maitland. Una vez allí, elegía a sus víctimas entre los más obtusos y los más petulantes.

Pero en realidad nunca había sido un auténtico cruzado. Su misión nunca había sido honrada. Todo lo hacía por la mera alegría del juego, por el riesgo y rebeldía que conllevaba. Sencillamente había crecido siendo un anarquista convencido, un agente del caos. Hasta que el caos se había vuelto contra él.

Soltó un profundo suspiro y se pasó las manos por la cara. Entonces miró hacia la cama y se incorporó con gran rapidez.

Leigh tenía los ojos abiertos. Cuando S.T. se puso en pie, dirigió la mirada hacia él. Durante un instante se dibujó una leve sonrisa en su boca, pero se borró al momento cuando, lentamente, ella se fue dando cuenta de la situación, como si hubiera despertado de un agradable sueño para amanecer en una pesadilla. Resentida, se volvió para darle la espalda.

– Os dije que no os quedarais conmigo -dijo con voz ronca.

S.T. frunció el ceño y la miró; una fina capa de sudor cubría su pálido rostro. El estado febril parecía haberse atenuado, pero costaba saberlo con seguridad a la luz del fuego. Estiró la mano y le tocó la frente.

– Ha remitido, ¿no? -murmuró ella en tono indiferente-. Voy a sobrevivir.

Tenía la frente caliente, pero no ardía. S.T. la observó con detenimiento.

– Dios mediante -dijo.

– ¿Y qué tiene que ver Dios con esto? -En su débil voz se percibía cierto tono de desdén-. Dios no existe. La fiebre ha remitido y mañana ya estaré mejor, eso es todo. -Cerró los ojos y volvió la cabeza a un lado-. Al parecer no hay nada que pueda matarme.

S.T. le sirvió un poco de agua.

– Pues algo ha estado muy cerca de conseguirlo -dijo.

La joven miró la taza que le ofrecía. Durante un prolongado instante no se movió hasta que, emitiendo un bufido de resignada aquiescencia, levantó la mano. S.T. notó que le temblaba. Dejó la taza en la mesilla y le arregló las almohadas mientras ella se incorporaba hasta quedar casi sentada. A continuación, sujetó la taza con ambas manos y tomó pequeños sorbos de agua al tiempo que recorría la habitación con mirada lánguida. Al terminar, la fijó en S.T.

– Habéis sido un estúpido al quedaros.

Él se rascó la oreja mientras la joven lo observaba por encima del borde de la taza. Tras un momento de silencio, S.T. cogió el agua antes de que la derramara sobre sus temblorosos dedos.

– ¿Y qué otra cosa podía hacer? -repuso.

Leigh levantó las cejas y lo miró con una expresión que dejaba bien claro que no creía que nadie pudiese ser tan imbécil. S.T. dejó la taza y le dedicó una sardónica sonrisa.

– Vivo aquí -dijo-. No tengo ningún otro sitio al que ir.

La joven cerró los ojos y descansó la cabeza sobre la almohada.

– Al pueblo -alegó con un hilo de voz.

– ¿Y llevar las fiebres allí?

Ella negó con la cabeza sin abrir los ojos.

– Hombre estúpido y más que estúpido. Si os hubierais marchado cuando os lo dije… Hace falta mantener un contacto muy estrecho para infectarse…

S.T. la observó sin decir nada mientras intentaba decidir si de verdad estaba siendo coherente y se hallaba en vías de recuperación.

– Espero -añadió la joven- que no os quedarais por alguna absurda idea romántica.

Él desvió la vista hacia la desordenada ropa de cama.

– ¿Como cuál?

– Como la de salvarme la vida.

S.T. volvió a mirarla con una mueca en la cara.

– Por supuesto que no. Tengo por costumbre arrojar a mis invitados por el precipicio.

Una de las comisuras de la boca de la joven se curvó levemente.

– Entonces os agradecería mucho que me hicieseis ese favor… -dijo, tras lo cual la sonrisa se transformó en un temblor que la obligó a cerrar la boca.

S.T. se sentó en el borde de la cama y le acarició la frente, rozándole la piel con el pulgar.

– Sunshine -susurró-. ¿Qué os han hecho?

Ella se mordió el labio y negó con la cabeza.

– No seáis amable conmigo, os lo suplico.

Él le cogió la cara entre ambas manos.

– Tenía miedo de que murieseis.

– Es lo que quiero -replicó ella con voz quebrada-. Sí, quiero morir. ¿Por qué no me habéis dejado?

S.T. recorrió sus pómulos y la curvatura de las cejas con ambos pulgares.

– Porque sois demasiado encantadora. Por Dios, sois demasiado hermosa para morir.

Ella apartó la cara. S.T. le acarició la piel y notó que aún persistía algo del calor de las fiebres.

– Maldito seáis -murmuró ella con un gemido entrecortado-. Me habéis hecho llorar.

Sus calientes lágrimas cayeron sobre los dedos de él, que se las enjugó al tiempo que sentía su respiración convulsa y espasmódica mientras intentaba refrenarlas. La joven levantó las manos y apartó débilmente las de S.T. para evitar su contacto. Este se echó un poco atrás para tranquilizarla. Quizá se trataba en verdad de una recuperación, o quizá era tan solo el último momento de lucidez antes del fin. Lo había visto otras veces. Al contemplar sus pálidas y hermosas facciones, así como la desolación inerte de sus ojos, no costaba mucho creer que la joven solo estuviera a un paso de cruzar el umbral de la muerte.


Sin embargo, a la mañana siguiente seguía viva. Muy viva, aunque no más alegre. Cuatro días después ya pudo sentarse sin ayuda en la cama. Con el ceño fruncido, se negó a que él la cuidase; en su lugar, comió y bebió con sus propias y temblorosas manos e insistió en que la dejara a solas para asearse.

S.T. así lo hizo. Aprovechó para salir a buscar a Nemo, pero regresó sin él. No obstante, el paseo dio sus frutos, ya que se llevó el mosquete y consiguió cazar un par de faisanes que solucionaron de momento el problema de las provisiones. Cuando volvió, la señorita Leigh Strachan estaba dormida; los rizos de su pelo negro se arremolinaban alrededor de su rostro, pero se despertó e incorporó con esfuerzo en cuanto S.T. entró en la estancia.

– ¿Cómo os encontráis? -preguntó ella súbitamente.

Él levantó una ceja.

– Seguro que bastante mejor que vos.

– ¿Vuestro apetito se mantiene constante?

– Prodigioso, más bien -contestó él-. Y en estos momentos estáis impidiendo que desayune.

– ¿Síntomas febriles o escalofríos?

S.T. se apoyó en la pared.

– No, a menos que cuente mi inmersión diaria en ese maldito arroyo helado.

– ¿Os habéis estado dando el baño frío? -preguntó ella mientras lo miraba con expresión muy seria-. Bueno, por lo menos algo es algo.

– Siempre a vuestras órdenes, mademoiselle.

Ella se reclinó sobre las almohadas con gesto de cansancio.

– Ojalá las hubierais obedecido todas. También os dije que os marcharais, pero no tuvisteis el suficiente sentido común para hacerlo. Solo ruego que no sufráis las consecuencias.

– También me he estado bañando en ruda y romero. No se puede oler mejor. ¿No lo habéis notado?

Ella no prestó ninguna atención al brazo que S.T. extendió para que lo comprobara.

– Eso servirá de momento. -La voz le salió forzada, con su ronquera habitual más pronunciada; sin embargo, hizo el esfuerzo de seguir hablando-. Le he estado dando vueltas a otro listado de hierbas que deberíais recoger, pero tendréis que traerme papel y pluma para que las anote. -No esperó a que S.T. lo hiciera, sino que tomó aliento entre temblores y pasó al siguiente punto-. En Bedfordshire han tenido cierto éxito encalando las paredes de las residencias para infectados. ¿Se puede encontrar cal viva?

S.T. negó con la cabeza mientras la miraba fijamente. Pensó que, en su débil estado, no debería hacer tanto esfuerzo hablando.

– Pues tendréis que hacerla vos mismo -prosiguió Leigh-. Yo os diré cómo. Pero hay que recoger las hierbas primero, pues así podréis preparar varias cocciones para que os las toméis. -Cerró los ojos y, tras una breve pausa, los abrió de nuevo-. Debéis continuar con los baños fríos, y comunicarme al instante si se os manifiesta dolor de cabeza o cualquier otro de los síntomas. Os los anotaré también. En cuanto a la cal viva, debéis reunir…

Cuando S.T. terminó de ser obsequiado con la larga lista de medidas profilácticas que tenía que adoptar para seguir sano, se preguntó si la señorita Leigh Strachan de verdad se preocupaba por él o sencillamente era un sargento de instrucción nato. Tenía esa forma metódica de clasificar las cosas de acuerdo con unos órdenes de prioridad decrecientes, ascendentes y elípticos que él asociaba con las solteronas de mediana edad y con los recaudadores de impuestos. Intentó salir de la habitación aproximándose poco a poco a la puerta, se excusó diciendo que tenía un puchero con ajo al fuego y consiguió escapar por la escalera de caracol.

Cuando llegó a la armería, intentó recordar lo primero que se suponía que debía hacer y movió la cabeza en señal de derrota.

– Maldita sea -murmuró al retrato de Charon-. Cal viva, corteza peruana y el fuego del infierno…

Dio una patada a una mota de polvo y se quitó la levita, para limpiar los faisanes. De todos modos, no tenía intención de dedicarse a recoger hierbas y encalar paredes; en cuanto ella pudiera valerse por sí misma, pensaba dejarla con algunas provisiones y partir en busca de Nemo.

Cuando le subió la comida, que consistía en un plato de aigo boulido, la encontró sentada en la butaca envuelta en una sábana. S.T. gruñó contrariado.

– Maldita sea, así vais a recaer. Volved a la cama.

Ella se limitó a mirarlo con expresión adusta y, a continuación, observó el plato desportillado, que estaba lleno de pan empapado en un caldo hecho de salvia, ajo y aceite de oliva. S.T. lo tomaba habitualmente; los campesinos provenzales llevaban siglos alimentándose de eso. Incluso Marc consideraba que era un plato muy indicado para enfermos, pero la señorita Leigh Strachan se tapó la nariz con delicadeza al tiempo que apartaba la cabeza.

– No puedo -alegó mientras se ponía aún más pálida.

– ¿No podéis comerlo?

– Es por el ajo -explicó ella con un énfasis en esa última palabra que dejó bien claro el profundo asco que le producía.

S.T. se sentó en la cama.

– Muy bien -dijo al tiempo que levantaba el plato y daba un bocado al pan. Ella lo observó con una leve mueca de desagrado en la boca. S.T. se reclinó en el cabezal de la cama mientras saboreaba la picante sopa-. ¿Y qué desea mademoiselle?

– ¿Podría ser… un poco de té con leche de vaca?

– En una ocasión oí que había una vaca en la Provenza -dijo él-. En Avignon, que está a unas treinta leguas de aquí. -Dio otro bocado-. La mandó traer lady Harvey desde Inglaterra porque no le gustaba tomar el té con leche de cabra.

Leigh se mordió el labio.

– En ese caso, el pan solo y ya está, por favor.

– Como gustéis -dijo S.T., al tiempo que negaba divertido con la cabeza mientras terminaba el último mordisco-. Os lo traeré antes de irme.

– ¿Iros adónde? -preguntó ella rápidamente.

S.T. dejó el plato a un lado.

– Primero al pueblo, o puede que más lejos. Iba a esperar un par de días, pero si estáis lo bastante fuerte para quejaros del menú, creo que podréis llevaros sola la comida a la boca.

– Claro que puedo, pero no debéis salir de aquí ahora.

Él se miró los pies mientras fruncía el ceño.

– No pienso tocar a nadie. Me mantendré siempre a cierta distancia. Solo tengo que hacer algunas preguntas…

– ¿Por qué?

S.T. volvió a mirar hacia abajo y juntó las manos.

– Mi lobo… No ha vuelto, y quiero buscarlo.

– ¿Se ha perdido?

– Puede ser.

– ¿Cuánto hace que desapareció?

– Quince días -respondió él sin mirarla. Se hizo un largo silencio, durante el cual S.T. se dibujó primero un círculo y después un ocho en la mano.

– Entonces es por mi culpa -dijo ella en voz muy baja.

S.T. tomó aliento.

– No. Yo lo envié al pueblo con una nota. No tenía por qué hacerlo. Vos no me lo pedisteis.

Leigh apartó las sábanas y se puso en pie.

– ¿Dónde está mi ropa? -preguntó.

S.T. levantó la cabeza y vio cómo se balanceaba un poco y se cogía al respaldo de la butaca para no perder el equilibrio.

– No necesitáis la ropa ahora, porque vais a volver a meteros en la cama.

– No -dijo ella-. Me voy con vos.

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