S.T. no descubrió que Leigh se había llevado la espada hasta que paró al mediodía para comer y llevó a Mistral al interior del establo. Tenía que haber sido ella, el mozo de taberna, como solía llamar el posadero de la Twice Brewed al mozo de cuadra, no se había acercado por el lugar. S.T. limpió los cubículos, aseó a Mistral, le dio heno, y pasó un cuarto de hora buscando por el establo una espada que sabía que había dejado a plena vista.
La había visto salir al galope como si la persiguiese el diablo. Pero nada en el mundo lo habría empujado a salir tras ella, a arrastrarse a sus pies como si fuese un cachorrillo. Además, Paloma de la Paz aguardaba con una jarra de cerveza ligera para él y un terrón de azúcar para Mistral, así que Leigh podía irse al infierno.
La estupidez de aquel robo lo puso de mal humor. ¿Conque quería quedarse con su espada? Puede que creyese que tras su desaparición él volvería a Francia con sus ajos. Quizá creía que era así de estúpido.
Recogió del suelo una herradura doblada y la lanzó contra la pared. El metal repiqueteó al chocar con la piedra, y Mistral levantó la cabeza de la avena cuando la herradura rebotó y cayó al suelo. El caballo miró a su alrededor, exhaló un largo soplo de aire, y comenzó de nuevo a masticar. S.T. se retiró un mechón de pelo suelto del rostro, guardó el bastoncillo y se caló el sombrero al tiempo que salía furibundo por la puerta.
El mozo llevaba al establo a una pareja de caballos de carga que acababa de llegar. S.T. los examinó, pensó que estaban mucho más fuertes de lo habitual en unos caballos de arrieros, y le dio una palmada a uno de ellos en la grupa al pasar. Un coche negro de viaje envejecido por el uso estaba en el exterior de los establos, salpicado de barro, con el eje apoyado en el abrevadero. S.T. se puso los guantes bajo el brazo, y al respirar exhaló nubecillas de vapor helado en el aire glacial. La puerta de la Twice Brewed estaba abierta; en el interior divisó las oscuras siluetas de los recién llegados y de la posadera.
Se quitó el sombrero y agachó la cabeza para entrar.
– Cáspita -dijo una voz cordial-. ¿A quién tenemos aquí? ¡Que me aspen si no es S.T. Maitland!
S.T. se quedó paralizado con un pie al otro lado del umbral.
No había posibilidad de escapar. Con calma, metió los guantes en el interior del sombrero y alzó el rostro.
El caballero, que vestía una casaca de encaje rosa y llevaba una alta peluca rizada, le dedicó una amplia sonrisa.
– Pues claro que lo es. ¿Cómo estamos? Llevaba años sin ver ese admirable semblante. La última vez fue en la Cyder Cellar de Bob Derry, ¿verdad?
S.T. inclinó la cabeza con desgana.
– Lord Luton -murmuró.
– ¿Has visto nunca algo igual? -Con un movimiento de los ojos, Luton señaló a Paloma y a Castidad, que estaban de pie la una al lado de la otra junto al fuego-. No las encontraríamos mejor en Londres, ¿a qué no? -Y dio un golpecillo con su adornado bastón en el hombro de S.T.-. ¿Qué haces tú aquí? Yo acabo de llegar, y he pasado un frío de mil diablos viajando con ese viento. Siéntate junto al fuego y comparte una botella de Toulon mientras me cuentas qué aventura libertina te ha traído hasta estos lares.
S.T. no vio salida a la situación. Luton era tan imprevisible como depravado, y en aquel momento se acomodó con gesto elegante en el banco, con una pierna apoyada en lo alto, y exhibió los altos tacones y los lazos rojos de sus zapatos italianos. Se colocó los puños sin dejar de mirar fijamente a las jóvenes mientras hablaba, y las comisuras de su boca aristocrática se curvaron levemente.
– ¿Adónde te diriges? -preguntó S.T., al tiempo que tomaba la botella de manos de la posadera y servía vino a ambos.
– No tengo prisa por llegar a ninguna parte. -Luton olió el vino y arrugó la nariz sin apartar en ningún momento la vista de Paloma de la Paz y de Castidad, quienes, tímidamente, mantenían los ojos bajos-. Puede que me aloje aquí por el momento.
S.T. soltó una risotada.
– Lo lamentarías -dijo-. Esto no es más que un albergue de arrieros. No está ni de lejos a tu altura.
Luton sonrió y alzó la copa.
– Por los viejos tiempos -dijo con sequedad, y observó a S.T., que respondió al brindis y bebió un trago-. ¿Acaso me quieres lejos, viejo amigo?
S.T. lanzó una mirada llena de significado hacia las jóvenes.
– ¿Y tú qué crees, viejo amigo?
Luton echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.
– Lo que creo es que eres un cabrón egoísta, perro sarnoso. Y no me iré.
S.T. lo miró con dureza. Por un momento, la sonrisa de Luton se volvió vacilante; a continuación bebió el vino de un trago.
– No, no -dijo-. No sirve de nada que me lances esa mirada tuya endemoniada. Échame si quieres, pero no me iré. Tengo cosas que hacer aquí. -Hizo una pausa, contempló la copa y, a continuación, dirigió a S.T. de reojo una mirada pensativa-. Es posible que ambos tengamos el mismo proyecto, ¿eh?
– Tal vez -fue la elusiva respuesta.
– ¿Te ha enviado Dashwood?
De pronto, S.T. se encontró en terreno resbaladizo. La llegada de Luton lo había dejado desconcertado; el nombre de sir Francis Dashwood le había causado auténtico sobresalto en labios de un calavera como Luton, ya que invocaba a los nobles vándalos del Club del Fuego del Infierno y a los monjes profanos de Medmenham.
– No, he venido por cuenta propia.
– ¿De verdad? -El tono de Luton no reveló nada.
– Me ha llegado un rumor -dijo S.T., que decidió arriesgarse. Luton estaba completamente fuera de lugar allí, y quería saber la razón-, y me interesa mucho el asunto que te traes entre manos.
Luton tenía los ojos azul pálido; contempló a S.T. sin pestañear. A continuación, alzó una mano blanca y posó un dedo sobre los labios en actitud pensativa. El rubí que llevaba en el índice emitió destellos.
– Podrías necesitar un amigo que te cubra las espaldas -dijo S.T. señalando el anillo-. Por estas tierras anda suelto un salteador de caminos.
Aquellas palabras consiguieron sobresaltar a Luton, que se incorporó en el asiento.
– ¿De qué demonios hablas?
– Es cierto. Y tú con todas esas gemas encima.
Luton profirió una maldición.
– Un salteador de caminos, justo lo que necesitaba.
S.T. sonrió con picardía.
– Me tienes a tu disposición -dijo-. No soy del todo malo en el arte de la espada.
– Ya lo sé. Estaba presente cuando luchaste con el pobre Bayley en Blackheath. -El hombre respiró profundamente e hizo girar su vaso en la mano-. Así que Dashwood ha hablado contigo, entonces.
– Un rumor -dijo S.T.-. No es sino un rumor. Pensé que… -hizo una pausa antes de añadir-: que merecía la pena.
La mirada que Luton le dirigió fue suficiente. S.T. supo que pronto descubriría un poderoso secreto. Dashwood, Luton y Lyttleton; Bute, Dorset y el resto de ellos, desde hacía tres generaciones, vivían entregados al vicio hasta el límite que se consideraba civilizado. Aunque el propio S.T. no estaba libre de pecado en ese tipo de iniquidades. En los turbulentos primeros años de su carrera había asistido a las misas negras de Dashwood en la cueva de West Wycombe: tenía veinte años, carecía de control, estaba ansioso por probar su valía, dispuesto a hacer uso de las «monjas» blasfemas de Dashwood y a saborear la teatralidad obscena de aquellos ritos.
Era muy descarado. Muy joven.
Se preguntó si Luton lo recordaba.
Se preguntó, asimismo, qué asuntos se traía ahora Luton entre manos. ¿Qué necesitaría un hombre a estas alturas para divertirse tras tantos años de libertinaje?
– Ven -dijo Luton-. Sal fuera conmigo.
S.T. se levantó. Se puso los guantes y vio cómo Luton se ponía el abrigo. El mero hecho de que un hombre de la elegancia de Luton fuese de viaje sin valet ni paje resultaba de lo más curioso.
Una vez fuera, Luton pisó con cuidado los adoquines del patio con sus zapatos de tacón alto.
– Cuéntame -dijo con calma-. ¿Dónde has estado todos estos años?
– De viaje. -La respuesta le resultó muy fácil. Deliberadamente, S.T. se alejó de los establos y de Mistral-. Vayamos por este lado. El pavimento está más limpio.
Luton lo siguió sin oposición.
– ¿Has estado en el continente?
– Sí. En Francia, en Italia. Una temporada en Grecia.
– Pensaba que te habíamos perdido hace tiempo. Nadie menciona tu nombre en París.
– Prefiero la vida tranquila. El sur de Francia a París.
– ¿Lyon? ¿Aviñón?
S.T. mantuvo una expresión de indiferencia.
– Ambos lugares en distintos momentos.
– Yo he recorrido la Provenza. -El bastón con borlas marcó un ritmo rápido sobre el pavimento-. Hay una aldea interesante cerca de Lubéron: Lacoste. ¿Quizá hayas oído el nombre?
El tono tan cuidadosamente casual que empleó puso en alerta los sentidos de S.T.
– He oído hablar de él.
El bastón de caña se alzó, titubeó en el aire y volvió al suelo. Luton se apoyó en él.
– ¿Qué es lo que has oído?
S.T. buscó a ciegas una contestación apropiada mientras entrecerraba los ojos y contemplaba el páramo.
– Cosas fuera de lo normal. -Miró hacia Luton, sopesó al hombre y su reputación y pensó en qué tipo de cosas podrían atraerlo-. Según las habladurías son cosas antinaturales.
Los gélidos ojos azules sostuvieron su mirada. Luton sonrió.
– ¿Y según tú no lo son?
S.T. decidió que solo podía embaucarlo hasta cierto punto.
– Yo solo cuento los rumores. -De repente recordó un nombre, el de un hombre que podría conocer a un viajero inglés aristocrático con los gustos de Luton, y se lo jugó todo a una carta-. El marqués de Sade habló de cosas misteriosas. ¿Lo conoces?
Aquella mano la ganó.
Luton le dirigió una mirada aguda y ansiosa.
– ¿Has hablado con Sade? -En su voz se entremezclaron el alivio y la emoción-. ¿Cuándo?
– Creo que fue en noviembre. -S.T. había captado totalmente la atención de su acompañante-. La última vez que lo vi lo estaban persiguiendo.
– ¿Lo perseguían? ¿Quiénes?
S.T. sonrió.
– La milicia francesa parecía haberle cogido manía.
– ¡El diablo los confunda! ¿Lo atraparon?
El recuerdo del marqués acorralado contra la pared y los rugidos de Nemo ante su rostro aterrorizado hicieron que S.T. apartara la vista y clavase los ojos en el paisaje.
– Cuando lo dejé, su señoría estaba a salvo al otro lado de la frontera de la Saboya.
– Cuánto me alegra oírlo, vive Dios. No hemos tenido noticias suyas desde hace meses. Me estaba destrozando los nervios. Creí que había perdido las ganas de seguir adelante, a pesar de que todo hubiese sido idea suya. Pero sigue adelante con nosotros en el proyecto, ¿verdad?
– Juro que así es. -S.T. juró en falso sin el menor remordimiento.
– ¿Y tú? -Luton le dirigió una curiosa mirada-. ¿Estás seguro de que tus escrúpulos lo soportarán? ¿Serás capaz de llegar hasta el final? No sé mucho de ti, Maitland. Tu hermano era lo más lanzado que he conocido, y estaba dispuesto a cualquier barbaridad, pero tú pareces ir y venir de una forma un tanto extraña.
S.T. se encogió de hombros.
– Mi hermano era un lunático.
Luton se aclaró la garganta y frunció el ceño.
– Mis disculpas. No tendría que haber hablado de cosas que pueden causarte disgusto.
– No tiene nada que ver conmigo -aseguró S.T. mientras se apoyaba en un muro de poca altura-. Todo el mundo sabía que era un canalla asesino, que para colmo arruinó a mi padre. Si una prostituta no le hubiera roto el cuello, lo habría hecho el verdugo. -Y soltó una risita-. Qué más me da. Jamás tuve nada que ver ni con el padre ni con el hijo.
Una leve sonrisa jugueteó en torno a la boca de Luton.
– Te muestras muy frío al respecto.
– Puede que yo también esté un poco loco.
Luton, sin dejar de sonreír, asintió con lentitud.
– Eso está bien -aseguró-. Me gustan los locos. Tu hermano me gustaba. Era un fantástico animal indomable. Fue una pena que no pudiese mantener la cordura.
– Una pena. Quizá toda la sangre de la familia esté maldita. Una gitana me advirtió que tendría suerte si no acababa yo mismo en el cadalso. -S.T. se cruzó de brazos y echó la cabeza hacia atrás para mirar al cielo-. Pero mientras tanto, tengo la intención de disfrutar todo lo que pueda.
Luton le rozó el brazo.
– Únete a nosotros. Lo que tenemos planeado es el placer último, amigo mío. El acto final.
S.T. bajó la cabeza y miró al otro hombre.
– ¿Te lo has imaginado alguna vez? -murmuró Luton mirándolo a los ojos con extraña intensidad-. La violación final. El pecado definitivo contra Dios y contra el hombre. Todo lo demás ya lo hemos experimentado, y ahora estamos maduros para alcanzar la cúspide de la excitación. Piénsalo, Maitland. -Sus labios se curvaron con el resplandor de una sonrisa-. ¿Has pensado alguna vez cómo sería el clímax con una joven bajo tu cuerpo en medio de los estertores de la muerte?
Leigh se detuvo en la cresta del páramo. Allá abajo, dos sendas de coches en buen estado seguían la ribera del río. El arroyo, ahora helado, atravesaba el valle; era de un blanco opaco allí donde en verano salpicaba las rocas, y de una tonalidad más oscura en las pozas profundas, hielo translúcido sobre un fondo marrón.
Al fondo del valle distinguió el vado por el que la carretera cruzaba el río. Las colinas todavía ocultaban el pueblo a la vista, el lugar que Chilton denominaba el Santuario Celestial.
Un jinete solitario iba por la senda a lomos de un caballo que Leigh reconoció pese a la distancia. La yegua negra frisona de Anna de crines largas y onduladas y cascos ligeros había sido un regalo sorpresa en la fiesta de la Epifanía de hacía dos años. La engalanaron con orgullo: su madre había adornado las bridas de plata y Leigh y Emily habían entretejido lazos rojos en sus crines y cola de seda.
Ahora el regalo que habían entregado con tanto cariño e inocencia trotaba ante ella con Jamie Chilton sobre sus lomos.
Leigh recordó lo que era el odio.
El recuerdo de su familia fue como una bofetada, como si despertase de un sueño. Su respiración se aceleró y se volvió entrecortada; se oyó a sí misma al borde de un estremecedor sollozo cuando apretó la espada.
Aquel hombre le había quitado todo cuanto amaba, no iba a permitir que le quitase nada más.
A su lado, Nemo pareció contagiarse del mismo frenesí. Se acomodó sobre el vientre, con las orejas alerta y los dorados ojos fijos en la figura que se movía hacia ellos. Leigh instó al zaino a seguir adelante, y el lobo al instante reinició la marcha a su lado. Cuando estaban a media colina, el zaino inició un trote y Nemo lo siguió a la misma velocidad, la mandíbula abierta, deslizándose a grandes saltos por la vertiente a medida que aumentaba la velocidad.
Leigh desenvainó la espada. El zaino cambió a un trote ligero y se lanzó colina abajo directo a atacar a Chilton. Leigh vio cómo el hombre levantaba la vista y la miraba. El viento movía las crines del caballo, y golpearon su rostro cuando se inclinó hacia delante; el aire pareció tirar de la espada y ponerla con la punta hacia arriba mientras el movimiento del zaino le impulsaba el brazo. Por el rabillo del ojo vio cómo Nemo corría a su lado, como una mancha mortal de color crema y de sombras, para cortar la retirada a su presa.
El suelo pasaba a toda velocidad y era una especie de borrón verde con tonos grises. Los ojos le escocían por el frío y la velocidad; las riendas parecían habérsele enredado en la mano izquierda, y en las orejas no oía otra cosa que el sonido del viento y de los cascos de su caballo.
Chilton se levantó y apoyó los pies en los estribos. Su boca no era sino un abierto agujero oscuro, pero Leigh no lo oía. Dejó atrás la vertiente a todo galope. Chilton espoleó a la yegua. El caballo pegó un salto hacia delante y respingó ante el ataque de Nemo; Leigh sintió un momento de terror ante la posibilidad de herir a la yegua.
Después, llegó a su objetivo y la espada silbó en el aire sobre la cabeza de Chilton.
Él la evitó al tirar de las riendas. La yegua se echó atrás y se quedó a una pulgada de los amenazadores dientes de Nemo, que se apartó para que no lo golpease con sus cascos. Leigh pasó como una exhalación y erró en su objetivo por pocos centímetros, incapaz de mover bien las riendas con una sola mano. Frenó al zaino, buscó una rienda suelta con la mano, e hizo dar la vuelta al caballo mientras enarbolaba la espada del Seigneur con la punta hacia el cielo. Nemo había descrito un círculo y se había situado en el flanco de la yegua, con la presa atrapada entre ellos, y se lanzó sobre la pierna de Chilton con un rugido salvaje.
Mordió la bota de Chilton, pero el hombre no hizo el más leve ruido. Luchó en silencio, y se defendió del lobo a golpes de fusta. Leigh lanzó al zaino de nuevo hacia él. Apuntó la espada hacia él con mano temblorosa. Todo parecía ir demasiado deprisa y demasiado despacio a la vez; no era capaz de controlar al zaino, no lograba mantener la mano firme, y veía el gesto de dureza en la boca de Chilton y sus ojos que giraban mientras se defendía e hincaba las espuelas en su montura para dirigirla hacia el espacio que quedaba entre ella, el lobo y el río.
La espada cortó el aire con un silbido y fue a clavarse en el abrigo de Chilton; Leigh sintió la repentina resistencia a su agarre, y tiró de ella con desesperación para no perderla. Logró liberarla de un tirón, pero el hombre inició un movimiento; no podía hacer otra cosa que atacar a la desesperada. La hoja redondeada se deslizó por el cuello del hombre sin causarle ningún daño, y solo un movimiento desesperado puso la punta de nuevo hacia arriba y se la clavó en la mejilla.
La sangre salió a borbotones del corte y cayó por su rostro, pero Chilton continuó sin emitir sonido alguno. Parecía un demente; había perdido el sombrero y su cabello ondeaba como una nube de color naranja.
La yegua se movió hacia delante, fuera de su alcance. Nemo había hincado los dientes en el tobillo de Chilton e iba medio corriendo y dando saltos sobre las patas traseras. La fusta se movió de nuevo hacia él, y Nemo soltó su presa. De un salto, el lobo se colocó delante de la yegua para cortarle el paso, pero Chilton tiró con fuerza de las riendas para llevarla hacia un lado y le clavó las espuelas. Leigh se lanzó, inclinada sobre el cuello de su caballo, y dirigió la espada a la espalda de Chilton. Encontró resistencia, pero no estaba lo bastante cerca para clavarla bien.
El zaino se apartó con un respingo de los rugidos de Nemo. El súbito movimiento desplazó a Leigh de la silla. Se agarró con fuerza del cuello del animal, apretó las piernas a ambos lados de la silla de montar e hizo uso de toda su fuerza para mantenerse montada. Cuando recuperó el equilibrio y encontró de nuevo las riendas, Chilton ya corría con la yegua a todo galope.
Leigh espoleó al zaino para ir tras él, y se unió a Nemo en la persecución. La cola de la aterrorizada yegua flotaba tras ella y se movía como un estandarte negro. La frisona era rápida, pero Nemo y el alto zaino iban ganando terreno, galopando sobre la helada senda. Leigh lanzó una rápida mirada por encima del hombro y vio que se dirigían hacia el Santuario Celestial. De nuevo espoleó al caballo, inclinada sobre su cuello, con los dedos de la mano que agarraba la espada enredados en sus crines y la hoja enarbolada en lo alto.
Allá adelante distinguió gente en la carretera. Sus figuras estaban desdibujadas. Tragó aire, jadeó para recobrar fuerzas, y no escuchó otra cosa que el golpear de los cascos y el latir de su corazón. Apenas oyó una especie de suave chasquido, y vio cómo Nemo se tambaleaba. El lobo, de pelambre clara, se fue al suelo de cabeza con un fogonazo y se puso en pie de un salto cuando ella pasó a su lado como una exhalación.
La yegua se movió hacia un lado delante de ella y se dirigió hacia el vado del río. El brazo de Chilton se alzó y dejó caer el látigo con fuerza. La yegua dio un salto enorme, como si quisiese pasar por encima del río, y cayó justo en el medio. Leigh vio cómo se rompía el hielo al caer. Chilton salió disparado por encima de su cuello y la yegua recuperó el equilibrio. En ese momento Leigh alcanzó la orilla a lomos del zaino. La joven gritó con alegría malsana y se echó hacia atrás para dar el salto, a la vez que manipulaba la espada ahora que tenía al enemigo al alcance de la mano.
El zaino se dispuso al salto. Levantó los cascos delanteros en el aire.
Agua.
El caballo se negó a seguir adelante y se lanzó a un lado, lo que hizo que Leigh saliese despedida de la silla y diese una voltereta en el aire.
Cayó al vacío. El mundo empezó a girar a su alrededor. Agua. La vio como una especie de fogonazo ante sus ojos. El hielo y un intenso dolor la golpearon como una explosión. Agua, agua, agua, agua…
Paloma de la Paz se sentó sobre la cama de la habitación de S.T.
– Yo no me voy -dijo ella plácidamente-. Me quedo aquí con vos.
S.T. no le hizo caso y abrió la cartera.
– Tienen el carricoche preparado para llevaros hasta Hexham. El billete de la diligencia está pagado hasta Newcastle. ¿Cuánto dinero crees que podréis necesitar entre las dos?
– Dádselo a Castidad -dijo Paloma, y apartó la cartera de ella-. Yo no voy a abandonaros, después de todo lo que habéis hecho por nosotras.
– No tienes por qué pensar que me abandonas -dijo S.T. con impaciencia-. Os quiero a las dos lejos, donde podáis estar a salvo.
– Señor Bartlett -dijo Castidad con voz muy suave-, yo no tengo adónde ir.
S.T. tomó aliento.
– ¿De dónde procedes?
– De Hertfordshire, señor. -E inclinó la cabeza-. Pero perdí a mi padre hace tiempo y mi madre no tiene trabajo, allí tendré que vivir de la caridad, señor. -Movió las manos vendadas y apretó la una contra la otra, a la vez que se humedecía los labios-. Por favor, señor, no quiero volver al asilo de los pobres.
S.T. posó la mano en el hombro de la muchacha.
– Seguid juntas. Quédate con Paloma. Yo os daré dinero suficiente para que podáis buscar trabajo.
– No tenemos referencias -dijo Paloma de la Paz sin alterarse-. Nadie nos contratará.
– Por Dios bendito, yo os escribiré cartas de recomendación. Tenéis que iros de aquí. Os quiero lejos de Luton.
– Yo no le tengo ningún miedo -declaró Paloma mientras le dirigía una sonrisa brumosa-. Mientras vos estéis a mi lado.
– Ni yo tampoco -aseguró Castidad con decisión.
– Pues aquí no podéis quedaros. -A grandes zancadas se acercó a la ventana y miró por ella-. Yo tengo cosas que hacer y no puedo hacer de niñera. Y, maldita sea, ¿adónde diablos ha ido Leigh con mi estoque? Ahora no es momento de jugar, ¡que el demonio la lleve! -Se dio la vuelta, cogió a Castidad del brazo y la empujó con suavidad hacia la puerta-. Venid y sed buenas chicas.
Castidad se volvió hacia él y le rodeó la cintura con los brazos.
– Os lo ruego, señor, no me echéis de aquí. La familia de Paloma de la Paz no querrá saber nada de alguien como yo; son gente muy importante.
– ¡Castidad! -dijo con voz aguda Paloma de la Paz -. No digas bobadas.
Castidad se soltó y se volvió hacia la otra joven.
– Es la pura verdad, y tú lo sabes. Tienes una gran casa, un padre y una madre, eres toda una dama.
– ¡Eso no es cierto! -Paloma se puso en pie-. Yo soy huérfana. Soy exactamente igual que tú.
S.T. alzó la vista rápidamente. La voz modulada de Paloma tuvo un efecto fuerte e inmediato sobre él.
– Que el diablo me lleve -dijo con incredulidad-. No es posible que aprendieras a hablar así con las enseñanzas de Chilton.
– ¡Sí que aprendí! -Hizo un mohín con el labio inferior-. ¡Mi madre me obligaba a robar en las calles!
– Tonterías. -S.T. cruzó la habitación y cogió a Paloma por los hombros-. ¿Cómo te llamas en realidad?
– No me acuerdo.
S.T. le pegó una sacudida.
– Escúchame, imbécil, si tienes una familia que puede acogerte, te obligaré a decírmelo.
– ¡Soy huérfana!
– ¡Eres una dama! -gritó Castidad-. Tú, Armonía y muchas de las otras lo sois, con vuestros aires elegantes; todas nosotras lo sabíamos, y también que el maestro Jamie te quería más que a las demás. Siempre eran las muchachas elegantes las que escogía para subirlas de categoría.
– Eso no es verdad. Mira Luz Eterna. -Paloma miró a Castidad con furia-. Ella fue elegida y procedía de un puesto de costura de Covent Garden.
– Ahí lo tienes, y no llegó muy alto, ¿a qué no? Volvió llorando a la mañana siguiente porque tenía el mal francés y no era adecuada. Las que de verdad ascienden, jamás regresan a este mundano valle de lágrimas.
S.T. se olvidó de Paloma, bajó las manos y se quedó mirando a Castidad de hito en hito.
– Pero fue elegida -insistió Paloma de la Paz.
– ¡Y volvió! -respondió Castidad con tozudez.
– Cuando el maestro Jamie eligió a Fe Sagrada para el ascenso, ¿volvió al día siguiente? ¿A qué no? Ni Sión ni Pan de Vida, y todas eran muchachas de buena familia.
– ¡Dios mío! -susurró S.T.-. ¿No volvieron nunca?
Castidad negó con la cabeza.
– El maestro Jamie las eligió para ascender.
– ¿Y jamás regresaron? ¿Estás segura?
– Subieron a los cielos -aseguró Paloma-. Eso fue lo que nos dijo el maestro.
S.T. se volvió hacia la ventana. Eran los últimos momentos de la tarde; Luton había abandonado la posada a caballo hacía media hora. La sospecha que empezaba a tomar forma en la mente de S.T. era tan absurda que apenas podía creerla. Luton y sus amigos podían tener las fantasías más siniestras, podían hablar de ellas para hacerlas parecer más reales, puede que hasta llegasen a cometer algún asesinato aislado si se creyesen lo suficientemente seguros para llevarlo a cabo, pero más allá de eso, S.T. ni siquiera se atrevía a especular. Había querido que Paloma y Castidad se fuesen de allí, alejarlas de Luton; aquel hombre era un animal sin moral, se mirara por donde se mirase, y podía, si se excitaba lo suficiente, si se sentía lo suficientemente seguro, si veía la oportunidad, ser capaz de hacer realidad sus imaginaciones.
Pero que hubiese algo más…; más que la amenaza de un crimen aislado y fruto de la improvisación… resultaba increíble.
Miró a Paloma de la Paz.
– Para esas «ascensiones», ¿puede resultar elegida cualquiera?
– Sí. Él lo ve en una visión.
– ¿Elige a un hombre alguna vez?
– Pues claro que no. Ellos ya han sido elegidos; no necesitan volver a nacer. -Paloma abrió unos ojos como platos-. ¿Creéis que ascender es una maldad? Él pertenece al diablo, y eso debe de ser un pecado monstruoso. Ahora iréis y lo mataréis, ¿verdad? -Le dirigió una sonrisa radiante-. ¡Qué maravillosamente audaz sois!