Capítulo 15

Tres semanas después y a trescientas millas de distancia, S.T. no dejaba de pensar unas cincuenta veces al día en las palabras de la joven.

«Me importunas. Me incomodas. No eres más que un fraude.»

Con Nemo corriendo a su lado, cabalgó a lomos de Mistral desde el alba al crepúsculo, y cada tres horas daba una lección al caballo negro al que había puesto por nombre Siroco. En la carretera les enseñó a ambos caballos a responder a una señal de su mano, a detenerse con riendas y sin ellas, a ir hacia atrás, a trotar y galopar sobre la S romana. Por la mañana, antes de iniciar cada trayecto, trabajaba durante tres horas solo con Mistral.

No perdió en ningún momento el equilibrio. Al principio pensaba en ello y se quedaba inmóvil al despertar, temeroso de mover la cabeza. Cuando el milagro continuó, empezó a resultarle cada vez más difícil recordar su estado anterior. Le sorprendía darse cuenta en medio de una sesión de entrenamiento de que había realizado una maniobra rápida y fluida sin pensar en las consecuencias.

Cuando en alguna ocasión lo recordaba, sacudía la cabeza con fuerza y trataba de provocarse el mareo como medida preventiva, tal como su humilde médico le había recomendado. Pero aquel desequilibrio renovado era tan desagradable, y la sensación de estabilidad le resultaba tan natural que se dio cuenta de que tomaba aquellas medidas cada vez con menos frecuencia y más espaciadamente.

Había recuperado el equilibrio. Ya no lo perdería otra vez; era imposible que volviese a hacerlo. Concentró la mente en la tarea que tenía entre manos.

Los maestros de equitación de S.T. habían sido italianos, franceses y españoles, pero todos ellos compartían el mismo principio: se necesitan muchos caballos para formar a un jinete, pero solo es necesario un jinete para formar a un caballo. A lo largo de su vida había montado a cientos de animales, pero desde Charon no había encontrado otro corcel con el equilibrio natural y la inteligencia de aquel endiablado rocín. Era un placer, una verdadera pasión, doblegar a Mistral hasta lograr que ejecutase el terre-à-terre con las figuras del ocho cada vez más pequeñas, empezar la courbette y enseñarle a levantar las patas delanteras a la vez, limpiamente, y después instruirlo en la ruade y pedirle que coceara en el aire con las patas traseras con un golpe del bastoncillo bajo su vientre. Mistral tenía un talento especial para esa figura, ya que en su malhadada carrera había derribado más de un establo a patadas.

El negro Siroco era un animal honrado y flemático, al que costaba más trabajo mover que controlar, pero Mistral no tenía paciencia con los torpes. Su sensibilidad y exuberancia requerían la guía de unas manos lentas pero decididas, y que mostraran una infinita paciencia. Sin embargo, tan pronto Mistral comprendía una de las lecciones, era capaz de ponerla en práctica al instante. La principal preocupación de S.T. era frenar su impulso de hacer avanzar al caballo con excesiva rapidez. A veces, en lugar de dedicarse a la doma seria, dedicaba las horas de la mañana al juego, y le enseñaba al rocín rebelde los mismos trucos que a la yegua ciega francesa, o se limitaba a permanecer a su lado y rascarle la cruz mientras el caballo comía el heno de invierno.

Era en esos momentos de tranquilidad cuando recordaba una y otra vez las palabras que Leigh había pronunciado.

«Me importunas. Me incomodas. No eres más que un fraude.»

La había dejado abandonada en Rye y había vuelto solo. Era como una misión: matar al dragón y llevarse a la dama como recompensa.

Maldita sea, él se encargaría de hacerle un manto con la piel del dragón, de alimentarla con sopa de dragón, de construirle un castillo con los huesos del dragón.

Y que después siguiese pensando que era un fraude.


El reverendo Jamie Chilton podía llamarlo su Santuario Divino, pero desde hacía ya algunos siglos al lugar se lo conocía por el nombre de Felchester. En principio había sido un acuartelamiento romano en la calzada de los Peninos, desde el que casi se divisaba la muralla pagana de Adriano, pero más adelante se convirtió en plaza fuerte durante el mandato danés. Los normandos no lo consideraron un lugar apropiado para construir un castillo, pero el mercado semanal y el vado del río lo mantuvieron vivo hasta entrado el siglo XV, tiempo suficiente para tener un golpe de suerte poco habitual: un nativo del lugar que había emigrado a Londres y regresó rico a su tierra. Ese orgulloso ciudadano había hecho construir un puente de piedra sobre el río, con lo que la existencia de Felchester como ciudad quedó asegurada.

S.T. sabía todo aquello gracias a Leigh. Lo que no había esperado era el encanto de aquel lugar, enclavado como estaba al pie de un páramo enorme y sombrío, situado entre los cerros y el río. Las vulgares casas de pizarra características del norte aparecían suavizadas; algunas de ellas estaban enyesadas y encaladas, sus imponentes siluetas oscurecidas por un exuberante entramado de árboles frutales desnudos y los invernales restos rojizos de las trepadoras. En aquel día claro de finales de enero, grandes zonas soleadas se extendían por la ancha calle principal y daban calidez a aquel valle resguardado.

S.T. se sintió muy visible con su sombrero puntiagudo y la capa de lana gruesa color brandy. Según parecía, los visitantes que acudían a aquel pueblo modelo del reverendo Jamie Chilton vestían atuendos eclesiásticos y portaban libros de himnos en lugar de espadas.

– Yo lo intento con tanto, tanto esfuerzo… -decía el señor Chilton en ese momento. Tras una hora de entusiasta exposición, su cabello pelirrojo salía disparado en todas direcciones sobre la cabeza, cubierta por una capa tan gruesa de polvos que el color natural del cabello se había convertido en un extraño tono albaricoque pálido-. Caballeros, soy muy sincero con vosotros. No podemos esperar el paraíso en la tierra. Pero, ahora, quiero que echéis una ojeada a nuestra humilde morada. Sed bienvenidos y quedaos con nosotros esta noche si así lo deseáis, cualquiera de nuestros miembros puede dirigiros al dormitorio de invitados.

Los clérigos visitantes presentes en la estancia sonrieron e hicieron gestos de asentimiento. Chilton dirigió una sonrisa particularmente acogedora a S.T. y le ofreció la mano. Su rostro pecoso hacía que pareciese joven y anciano a la vez. Durante un instante miró sin pestañear directamente a los ojos de S.T.

– Me alegra mucho que hayáis venido -dijo-. ¿Estáis interesado en la filantropía, señor?

– Solo siento curiosidad -respondió S.T., que no tenía ganas de que lo obligasen a hacer entrega de una donación-. ¿Hay un establo en el que pueda alojar a mi caballo?

Era el único que había llegado con su montura. El resto lo había hecho en el sencillo carromato del santuario, que los había recogido frente a la iglesia de Hexham, a catorce millas de distancia.

– Por supuesto, podéis llevarlo a las caballerizas, pero me temo que tendréis que ser vos quien se encargue de él. Como os he dicho, esa es la regla aquí, caballeros, la responsabilidad. Cada uno tiene que valerse por sí mismo. Aunque, como veréis, todo el mundo es de lo más complaciente y servicial si se los necesita. -E indicó con un gesto la espada de S.T.-. Os pido que dejéis eso también en el establo, querido señor. Aquí, en nuestras calles, no hay necesidad de esas cosas. Ahora, tengo que abandonaros a vuestra suerte y atender los preparativos para mi servicio del mediodía. Venid a la casa parroquial dentro de una hora a tomar una taza de té. Espero que después asistáis a los oficios en nuestra compañía, y que continuemos nuestra charla.

Cuando el grupo se dispersó, S.T. agarró las riendas de Siroco y condujo al paciente caballo negro calle mayor abajo en la dirección que Chilton le había indicado. Al pasar a su lado, devolvió la inclinación de cabeza y la sonrisa a una joven pastora. Su rebaño de tres ovejas blancas daba un aire pastoral a la escena, como si fuese sacada de un dibujo sentimental. Una pareja de niñas, con gorros y capas iguales a los de sus mayores, intercambiaron risillas mientras llevaban un cubo de leche entre las dos.

Las féminas del Santuario Celestial, por lo que él había podido ver, se entregaban a sus tareas con buen ánimo. A través de una puerta abierta al otro lado de la calle oyó que alguien cantaba.

En el establo todavía se sentía el frío de la noche, vacío como estaba de hombres y bestias, aunque escrupulosamente limpio. Introdujo a Siroco en el primer cubículo, levantó heno con la horquilla y sacó agua con la bomba. El caballo metió el hocico en el comedero, y se limitó a mover una oreja hacia atrás cuando S.T. colgó la silla. Tras un momento de indecisión, decidió que no tenía ninguna obligación de obedecer a Chilton, y salió con la espada todavía puesta.

Se quedó en la puerta de las caballerizas, y pensó en la mejor forma de reconocer el terreno. Quería terminar con aquello cuanto antes, pero hasta ahora nada era como él había imaginado. Nadie en aquel lugar parecía oprimido; allí no se apreciaba maldad alguna en el ambiente… y Chilton, bueno Chilton no parecía más que un embaucador y un cruzado de la fe de lo más aburrido, a juzgar por el largo discurso sobre moral y métodos con los que les había dado la bienvenida aquella mañana a todos ellos.

Podía resultar un tanto difícil asesinar al sujeto, aunque S.T. tenía razones para sospechar que se alegraría de hacerlo tras soportar un servicio del Santuario Celestial y una tarde entera de aquella filosofía de andar por casa de Chilton.

S.T. trató de conjurar la imagen de Leigh; su rostro tenso, el cuerpo tembloroso mientras le contaba lo sucedido en aquel lugar. Pero lo único que recordaba con claridad era el sonido de su voz cuando lo vilipendiaba por sus fallos.

Empezó a preguntarse si ella era suficientemente racional. O si lo era él. El dolor podía destrozar la mente. Quizá aquello no hubiese sucedido, quizá nunca hubiera existido esa familia, quizá no hubiese perdido ni a un padre, una madre o unas hermanas.

Sabía que debía olvidarse de Leigh Strachan.

Pero allí estaba.

La calle mayor se ensanchaba al llegar al crucero del mercado; por un lado se abría hacia el puente, y por el otro, a una amplia y elegante avenida rodeada de frondosos árboles. Al final de la avenida, encaramada al empinado flanco del páramo, había una bella mansión de piedra plateada, coronada por una cúpula de cobre y una grácil balaustrada.

S.T. se detuvo.

Aquello lo había visto antes. En una acuarela pintada por una chica joven, él había vislumbrado aquella fachada simétrica con sus altas ventanas, majestuosa, bella, cálida e íntima.

«Silvering, Northumberland, 1764.»

La hierba crecía alta a través de las imponentes verjas de hierro forjado. Allí, al final de una espléndida avenida privada, un grupo de pulcras casas ascendía por la ladera hasta la joya que la coronaba: Silvering, que aislada y descuidada, se erguía sola, como una anciana cortesana orgullosa que todavía se acicalase con polvos y pinturas de colores desvaídos.

S.T. sintió una ardiente añoranza de Leigh, un dolor insoportable en lo más profundo de la garganta. Estar allí y mirar aquel lugar en el que una vez resonó su risa -una risa que él jamás había escuchado- le hizo sentir una soledad insoportable, unos celos solitarios.

Allí habían sido una familia. Él había visto los dibujos y había sido testigo de la profundidad del dolor de Leigh por la pérdida.

Quería…

Unión. Lazos familiares. Quería todo lo que aquella casa había sido. Un hogar, y algo con que llenarlo.

Quería a Leigh, y todo aquello que ella se negaba a darle.

Pero no funcionaría. Lo vio con claridad, de pronto, allí, ante aquella deshabitada mansión. No habría forma de reparar el lazo que unía su cuaderno de dibujo y aquella casa llena de maleza. Todo aquel sufrimiento había deformado su mente, su corazón y sus recuerdos; había pervertido la realidad hasta convertirla en una obsesiva búsqueda de venganza que la había impulsado a cruzar el mar hasta Francia. Fuera lo que fuese lo que le hubiese sucedido a su familia, y tanto podía creer que a aquellas alegres jóvenes les hubiesen dado muerte como que pudiesen resucitar, el mundo dibujado en aquellas acuarelas había desaparecido.

El dragón había resultado ser un cachorrillo, y S.T. no podría jamás conseguir para ella lo que realmente deseaba, que era la vida que había perdido.

Lo que no le dejaba nada. Ni manera de hacer méritos para lograr su amor, ni nada que superar para probarse a sí mismo. Tenía las armas afiladas, la espada bruñida y el caballo entrenado adecuadamente. Lo había logrado en solo tres semanas, tan grandes eran sus ansias de victoria.

Y todo para nada. Podía matar a Chilton y volver a Rye con la cabeza del hombre en una maldita canasta, y lo único que lograría a cambio sería que le diese las gracias con sequedad. ¿Por qué iba a ser de otra forma? Ella se había convencido a sí misma de que quería venganza; había convertido a Chilton en un malévolo chivo expiatorio, pero descubriría el vacío de la venganza justo en el momento en que la obtuviera.

Daría la vuelta, se alejaría de S.T., y lo dejaría tal como lo había encontrado.

Cruzó los brazos, apoyó la cabeza en la piedra tallada del crucero del mercado, y pensó en qué figura más patética debía de ser en ese momento, como un recluta voluntarioso que al llegar al campo de batalla descubriese que allí no había nadie.

Merde.

A falta de una idea mejor, recorrió la calle en sentido inverso y sonrió lánguidamente a una bonita muchacha que estaba sentada y trabajaba en un par de volantes de encaje en un brillante umbral. Se apoyó en la cancela del jardín y dijo:

– ¿Seríais tan amable de decirme dónde podría encontrar algo de comer?

– De mil amores -contestó la joven al tiempo que dejaba la labor a un lado, erguía la espalda y se levantaba rauda. Se acercó a él y le indicó con la cabeza-. Tenéis que ir por la calle mayor, en aquella dirección. -Se la indicó. Inclinó la cabeza sobre el hombro de S.T. mientras doblaba el cuerpo sobre la verja-. Después, en dirección a la colina, debéis coger la primera calle a la derecha, pasado el crucero del mercado. Deberéis continuar hasta dejar atrás la enfermería, y en la primera casa de la izquierda encontraréis el comedor de los hombres.

Alzó la mirada hacia él, seguía inclinada muy próxima. Un sencillo gorrito ceñía su cabeza y ocultaba por completo sus rizos, pero aquella piel tan clara y los azules ojos hicieron que S.T. imaginase una cabellera rubia que caía en cascada sobre los hombros.

Se quitó el sombrero con gesto serio y cortés e hizo una inclinación.

– Gracias, mademoiselle -dijo. Y le hizo un guiño.

Ella se quedó mirándolo.

– Es un placer -respondió-. Ciertamente lo ha sido para mí.

S.T. se cubrió con el sombrero.

– Pero os he distraído de vuestro trabajo.

– Sí -fue la respuesta de la joven, que volvió hacia la casa sin decir nada más.

S.T. se detuvo un momento, ligeramente desconcertado por la brusquedad de su marcha. Después se dio la vuelta, siguió las direcciones que ella le había dado y recorrió con paso lento la calle hacia el lugar que le había indicado.

El pequeño grupo vestido de negro formado por los clérigos visitantes salió de una tienda unos metros por delante de él. Hablaban en voz baja entre sí, hacían gestos de aseveración con la cabeza e intercambiaban miradas meditabundas. Uno de ellos parecía tomar notas en un diario. S.T. se llevó un dedo al ala del sombrero y siguió solo su camino.

Al llegar a la casa donde estaba el comedor de los hombres, nadie respondió a su llamada. Siguió la estela del olor a comida y encontró la cocina, pero los cocineros que allí había, aunque amables, fueron inflexibles al comunicarle que no se serviría ninguna comida hasta después del servicio del mediodía. Ni tan siquiera accedieron a darle un bollo de la bandeja recién salida del horno. S.T. soltó una risita, empezó a decir bobadas y robó uno.

Lo descubrieron antes de que le diese tiempo a escabullirse por la puerta, y el disgusto que mostraron por la pérdida parecía tan auténtico que confesó; pese a que la boca ya se le hacía agua, les devolvió el bollo.

Tras ser vergonzosamente expulsado de la cocina, volvió a recorrer la calle mayor en sentido contrario. La misma joven continuaba arreglando el encaje a la puerta de su casa.

S.T. se inclinó sobre la verja.

– Todavía no dan de comer -dijo con voz triste.

– Claro que no. Hasta después del sermón del mediodía.

Él sonrió con sequedad.

– Eso no lo mencionasteis.

– Lo siento. ¿Estáis muy hambriento?

– Mucho.

La joven inclinó la cabeza sobre la labor. Después alzó la vista y miró arriba y abajo de la calle. Tras un momento dijo con voz muy suave:

– Ayer guardé una de las empanadillas de cerdo. ¿Os apetece?

– No, a menos que la compartáis conmigo.

– No, no podría… -Bajó la vista hasta su regazo y a continuación la alzó de nuevo-. No tengo hambre. Coméosla vos.

Se levantó y desapareció en el interior de la casa. Cuando regresó, S.T. abrió la cancela y se acercó hasta la puerta. Ella le entregó la empanadilla, envuelta en una servilleta, y el hombre tomó asiento en el escalón.

La muchacha titubeó, pero él alargó la mano, le agarró la muñeca y tiró de ella hasta que la hizo sentarse a su lado.

– Tomad asiento, mademoiselle, o quedaré como un auténtico patán si alguien aparece.

– Ah -dijo ella.

Durante un rato guardaron silencio. S.T. mordió la empanadilla. La masa estaba pasada y la carne tenía mucho cartílago, pero él tenía demasiada hambre como para no comérsela.

– Samuel Bartlett -se presentó-, a su servicio, mademoiselle. ¿Qué nombre tendré el honor de utilizar para dirigirme a vos?

Ella se ruborizó y recogió su labor.

– Soy Paloma de la Paz.

«Dios nos asista», pensó S.T.

– Precioso nombre, señorita Paz -dijo en voz alta-. ¿Lo habéis elegido vos?

Ella soltó una leve risilla y se llevó los dedos a las sienes.

– Mi maestro Jamie lo eligió para mí.

S.T. la miró mientras ella se frotaba la cabeza y retomaba su costura.

– ¿Os encontráis bien?

– Claro que sí -respondió ella con la sombra de una sonrisa-. Tengo dolor de cabeza, pero siempre me pasa.

– Lo siento -dijo el hombre-. Quizá debería veros un médico.

– Oh no… no hay necesidad de eso. -Sonrió con más firmeza-. Estoy perfectamente bien.

– ¿Hace mucho que vivís aquí?

– Unos cuantos años -respondió ella.

– ¿Os gusta?

– Oh, sí.

S.T. terminó la empanadilla y estrujó la servilleta hasta hacer una bola con ella.

– Decidme… ¿Qué fue lo que os trajo hasta aquí?

– Estaba perdida -contestó la joven-. Mi madre era una mujer malvada. Me apartó del lado de mi padre, así que nunca lo conocí. Nunca tuve comida suficiente ni ropa para protegerme del frío, y mi madre me enseñó a robar. Solía darme pellizcos si no le llevaba de vuelta lo que ella quería.

– ¿De verdad? -preguntó S.T. suavemente.

– Sí, señor -respondió Paloma de la Paz -. Yo no sabía que lo que hacía estaba mal, pero era muy infeliz. No era más que una especie de hormiga diminuta rodeada de otras hormigas. Me sentía sola, no tenía adónde ir ni nadie a quien le importase. -Inclinó la cabeza sobre sus manos-. Y entonces conocí a unas jóvenes que repartían ropa en la esquina de la calle. Me dieron una falda y un gorrito. -Levantó los ojos con una sonrisa de remembranza-. Parecían tan alegres… Tan felices… Me pidieron que fuese su amiga; me llevaron al lugar donde estaban viviendo y me dieron comida. Dijeron que no debía volver junto a mi madre. Cuando les dije que no tenía ningún otro sitio al que ir, me dieron dinero suficiente para tomar el coche hasta Hexham, y desde allí vine andando hasta aquí; me dieron la bienvenida igual que han hecho con vos. Es un lugar maravilloso. Como una familia.

– ¿De verdad? -S.T. soltó un resoplido lleno de pesadumbre-. Puede que me una a esta comunidad.

– ¡Ay, sí! -exclamó la joven-. Ojalá lo hagáis.

Él la miró de lado con las cejas enarcadas.

– Vos estáis solo -dijo ella-. Os he visto ir de un lado a otro sin compañía. Los demás… siempre van en grupo cuando vienen de visita. No entienden lo que es vivir fuera de aquí. Creen que el Santuario es un buen lugar porque trabajamos mucho, cosa que es cierta, pero lo mejor de todo es que nos queremos los unos a los otros, y que nunca, jamás, nos sentimos solos. -Lo miró con timidez-. Vienen muchas jóvenes y se unen a nosotros, pero pocos hombres lo hacen. Solo los que son especiales.

S.T. se recostó en el marco de la puerta e inclinó el sombrero sobre los ojos.

– ¿Y vos creéis que soy especial?

– Claro que sí. Tenéis un alma noble. Se ve en vuestra expresión. Lo supe en el momento en que os vi. No suelo hablar con los visitantes, pero me alegré de hablar con vos.

Él sonrió y sacudió la cabeza. Era muy agradable que lo adulasen a uno, tener aquellos enormes ojos azules clavados en él con admiración.

– No podéis imaginar lo agradable que resulta oír esas palabras por una vez.

Ella frunció un poco el ceño.

– Alguien os ha hecho daño.

– He sido un tonto. -S.T. se encogió de hombros-. Es la misma historia de siempre.

– Eso es porque habéis depositado vuestra fe en el lugar equivocado. Aquí no somos presa de la desesperación, no nos sentimos abandonados ni solos.

– Qué gratificante.

– Resulta muy cálido -dijo la joven-. La gente es fría, ¿verdad que sí? Dicen cosas crueles y nunca están contentos. Aquí aceptamos a todos tal como son, aunque a los ojos de la gente mundana no sean perfectos.

S.T. suspiró y apoyó el brazo en la rodilla.

– Lo cierto es que yo disto mucho de ser perfecto a los ojos de quien sea, os lo aseguro.

– Todas las criaturas de Dios son perfectas -aseguró ella-, y vos también.

S.T. dejó pasar aquellas palabras sin hacer comentario alguno. Una campana comenzó a sonar, y la joven recogió su encaje.

– Eso es el servicio del mediodía. ¿Queréis venir conmigo?

Antes de que él pudiese responder, desapareció rápidamente en el interior de la casa; volvió unos minutos más tarde y cerró la puerta tras ella. Cuando S.T. se puso de pie, ella lo cogió del brazo y empezó a bajar los escalones.

– Todo el mundo querrá conoceros.

La intención de S.T. había sido escabullirse sin hacer ruido antes de que aquella amenaza se materializase, pero Paloma de la Paz lo condujo con tanto entusiasmo, lo presentó con tanto afecto a todos los que encontraron a su paso que le resultó imposible encontrar el momento oportuno para despedirse. Se encontró dentro de la pequeña iglesia, sentado en la primera fila de bancos antes de que la campana dejase de tañer.

Estaba en el medio, rodeado por la balaustrada del altar por delante, uno de los clérigos de visita a un lado, y miembros de la congregación de Chilton al otro. En las tres primeras filas solo había hombres, mientras que el resto de la iglesia estaba ocupado por mujeres, que llenaban los bancos y ocupaban los pasillos del fondo. Tomó asiento con el sombrero en el regazo y miró incómodo a su alrededor. Paloma de la Paz había desaparecido entre la multitud tras presentarlo al individuo que estaba a su derecha, que gozaba del interesante nombre de Palabra Verdadera.

– Yo estoy absolutamente impresionado, ¿y vos? -murmuró el clérigo en el oído bueno de S.T. -. Es de lo más emocionante. Toda la gente que vimos en la calle parecía satisfecha y llena de energía.

S.T. asintió y se encogió de hombros.

El señor Palabra no parecía muy dado a mantener una conversación, lo que a S.T. le pareció perfecto. Miraba fijamente y con expresión sombría hacia delante, donde el altar, el pulpito y el resto de la parte delantera de la iglesia estaban ocultos por tiras largas de seda de color púrpura, cosidas entre sí, que colgaban del techo y formaban una pared hinchada.

El ruido que se produjo cuando la concurrencia tomó asiento se fue suavizando hasta quedar solo en un frufrú de ropas y discretas toses, y después en silencio absoluto. Una joven sola se adelantó y se puso de rodillas ante la seda púrpura, el rostro oculto a la vista por un largo velo blanco que caía sobre la cofia.

S.T. esperó, convencido de que empezaría a sonar un órgano o un coro.

No ocurrió nada.

Cambió de postura sobre el duro banco. Una rápida ojeada por debajo de las pestañas le confirmó que Palabra Verdadera seguía con la mirada clavada en la seda púrpura, sin pestañear ni moverse. El clérigo sentado a la derecha de S.T. tenía la cabeza inclinada y movía los labios en silenciosa plegaria.

S.T. cerró los ojos. Se dejó llevar y recordó otras iglesias; las maravillosas catedrales italianas de su infancia, las voces cantarinas de los niños durante el rezo de vísperas entre los vitrales y los altos muros de mármol. Pensó en los cuadros que no había terminado de pintar y en imágenes que todavía quería intentar. Se preguntó si sería capaz de reproducir aquel impresionante e increíble silencio, aquel arco de luz y oscuridad que era la catedral de Amiens.

Podría convertirla en un bosque y pintar en él a Nemo como una sombra con ojos amarillos. O simplemente las siluetas del lobo y los caballos en un páramo abierto, tal como había dejado a Mistral, en libertad salvo por la compañía vigilante de Nemo.

De repente la campana de la iglesia empezó a redoblar con frenesí, y Palabra Verdadera tomó la mano de S.T., que se aclaró la garganta y se soltó con delicadeza. Pero en medio de un movimiento general de la congregación, el clérigo le agarró la otra mano con fuerza, justo en el momento en el que Palabra Verdadera volvía a asirlo. S.T., atrapado, apretó los labios con fuerza en una mueca irónica.

Chilton apareció por detrás de la cortina de seda púrpura, vestido totalmente de negro. Allí, en el altar de la iglesia, inició otro de sus sermones, una larga disquisición sobre la salvación y sus fieles. S.T. trató de evadirse de nuevo y refugiarse en pensamientos más agradables, pero aquellas manos asidas a las suyas le molestaban. Cuando intentó soltarse con disimulo, la presión aumentó. Intentó mostrarle al clérigo su enfado con la mirada, pero el ministro parecía completamente concentrado en el sermón de Chilton, al igual que el señor Palabra Verdadera.

Molesto, S.T. bajó la mirada al sombrero. Sentía una humedad desagradable allí donde las palmas de sus manos estaban en contacto con las de los dos hombres. Por el rabillo del ojo vio que todos los asistentes estaban también unidos, hasta las jóvenes de los pasillos; la más próxima de ellas agarraba la mano del hombre del final del banco.

La voz de Chilton lo dominaba todo, se alzaba y descendía con creciente emoción. S.T. pensó que aquel hombre tenía un aspecto estrafalario, con el cabello empolvado hasta lograr un tono naranja y aquellos ojos grandes, infantiles, que recorrían la congregación con un ritmo pendular; se detenían únicamente para centrarse en un rostro durante un momento cuando hacía un comentario personal sobre las transgresiones de Dulce Armonía o la penitencia de Luz Sagrada. Nombró a diversos de los congregados y habló durante unos minutos de cada uno de ellos; obtuvo sinceras respuestas ante sus exhortos a reconocer el pecado. Cuando gritó: «¡Palabra Verdadera!», S.T. sintió que aumentaba la presión sobre su mano derecha.

– Palabra Verdadera… -La voz de Chilton se convirtió en un susurro-. Tu señor lo sabe. ¿Quieres confesar?

– ¡Avaricia! -dijo a gritos Palabra Verdadera-. ¡Deseo carnal y codicia!

– ¿Quieres librarte de tus pecados? -le preguntó Chilton con dulzura-. ¿Quieres humillarte lleno de vergüenza y dolor?

– ¡Ay, señor! ¡Perdóname! -Palabra Verdadera inclinó el rostro sobre su regazo. Incómodo, S.T. trató de soltarse de su mano, pero el otro hombre aumentó la presión de forma violenta-. ¡No! -gritó entre sollozos Palabra Verdadera, a la vez que negaba con la cabeza-. ¡No me niegues el contacto que cura!

– ¡Vete a la mierda! -murmuró S.T., y de un tirón soltó la mano.

Palabra Verdadera la buscó a tientas, la atrapó y se la llevó a la mejilla. Todo el mundo los miraba. Bajo el peso de aquel escrutinio colectivo, S.T. tomó aliento y se resignó a aquel gesto de cariño, a la vez que sentía que un intenso rubor se extendía por su cuello y su rostro.

Chilton lo miró fijamente y le sonrió. No continuó con el sermón, como había hecho en el resto de los casos, se limitó a mirar a S.T. sin parpadear.

– Percibo el poder -susurró en medio del expectante silencio-. Percibo el poder de curación que emana de vuestra persona, señor Bartlett, que llega hasta mí, hasta el hombre llamado Palabra Verdadera. ¡Que alcanza a todos los presentes! -Levantó los brazos y gritó-: ¿Lo sentís?

Un murmullo que nació en la parte de atrás de la iglesia comenzó a extenderse. S.T. notó un cosquilleo en las palmas, un leve picor que fue en aumento y se convirtió en una sensación que jamás había experimentado. Le picaba el cuero cabelludo y los brazos; una extraña sensación se adueñó de su cuerpo, una especie de pulsación horrible, como si todos los músculos se hubiesen vuelto blandos y él no pudiese controlarlos. En la seda púrpura, ante sus ojos, extrañas formas empezaron a relucir y a fundirse entre sí.

Oía gemidos y lloros a su alrededor. La voz de Chilton cada vez más alta lo llamaba; lo llamaba por su nombre. La desagradable sensación aumentó. S.T. pensó que iba a perder el conocimiento, que los dibujos sobre la seda iban a crecer y aumentar hasta aplastarlo.

– ¡Entrégamelo! -gritó Chilton-. Traspásamelo a mí, no sufras; ven a mí. ¡Deja que el poder llegue hasta mí!

S.T. soltó de un tirón la mano del clérigo. Al instante, la profunda sensación desapareció; solo quedó el leve picor en cada cabello y el molinete de chispas delante de sus ojos. Se puso en pie a ciegas, impulsado por el deseo de librarse de aquello, pero Palabra Verdadera se aferró a él. S.T. parpadeó y descubrió a Chilton justo delante de él, mientras las siluetas brillantes desaparecían de sus ojos.

– Traspásamelo -gritó Chilton, al tiempo que alargaba la mano hacia él-. Entrégame tu vitalidad para que yo la utilice como debe utilizarse.

S.T. levantó el brazo libre para apartar al hombre, y entre ellos apareció un arco de luz que, de un salto, recorrió la breve distancia que separaba sus dedos de los de Chilton. El dolor hizo que S.T. se echase hacia atrás entre maldiciones.

El extraño escozor de su cuero cabelludo se esfumó. La congregación completa exhaló un gemido, un sonido único, como el de un enorme animal en sus últimos instantes de vida.

– ¡Paloma de la Paz! -llamó Chilton con voz atronadora.

La figura arrodillada al frente de la iglesia se irguió y se acercó hacia ellos. S.T. distinguió el juvenil y bello rostro de la muchacha, que fijó en los de Chilton unos ojos llenos de esperanza y respeto reverencial.

– Paloma de la Paz -entonó Chilton-, tú has pedido que se ponga fin a tus terribles dolores de cabeza.

La joven asintió con presteza.

– Ven aquí, amada mía -dijo Chilton con dulzura.

La joven se acercó a él y se puso de rodillas.

– Quítate la cofia y el velo.

La muchacha obedeció y dejó que el cabello rubio cubriese sus hombros.

Chilton acercó las manos y las colocó sobre ella, con las palmas a tan solo unos centímetros de su cabeza. S.T. vio cómo el fino cabello dorado se levantaba y algunos mechones se pegaban a las manos de Chilton. Paloma de la Paz soltó una suave exclamación de sorpresa y levantó las manos para palpar el delicado halo que se elevaba en torno a su cabeza. Rozó la mano de Chilton, y S.T. oyó un leve crujido. Paloma de la Paz, sorprendida, exclamó:

– ¡Dios mío!

– Este es el poder sanador de Dios -dijo Chilton-. Dios te bendice por habernos traído al señor Bartlett. ¿Ha desaparecido tu dolor, preciosa criatura?

– Sí -contestó Paloma de la Paz entre suspiros. Se dejó caer hasta quedar sentada sobre los tobillos y levantó los ojos abiertos de par en par hasta Chilton-. Se ha ido.

Un murmullo recorrió la congregación. La gente empezó a ponerse en pie y a rezar en voz alta, entre ellos los clérigos visitantes. Palabra Verdadera besó la mano de S.T. y empezó de nuevo a lloriquear.

– El Señor ha traído hasta nosotros al señor Bartlett -proclamó Chilton por encima del devoto clamor-. Señor Bartlett -y miró hacia S.T.-, ¿queréis venir? ¿Querréis entregarnos el don que el Señor ha depositado en vos?

S.T. se aclaró la garganta.

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó, y mantuvo la voz baja-. ¿Estáis…?

– ¡Por el amor de Dios! -gritó Chilton-. ¡Sí! ¡Por su amor! -Le tendió la mano-. ¿Venís, entonces? Señor Bartlett, no creáis que podéis hacer esto solo. No caigáis en el error del orgullo. No podéis iros y realizar por ahí fuera los milagros que aquí presenciamos a diario; pero si os unís a nosotros; si os convertís en parte de nuestra familia divina, mantendréis el poder de curar para utilizarlo al servicio de los demás. Vos lo poseéis en vuestro interior, señor Bartlett, un poder como nunca había percibido en todos los años que llevo al servicio del Señor. ¿Querréis venir?

– Prefiero no hacerlo -dijo S.T.-. Gracias.

Los gemidos y murmullos a su alrededor enmudecieron. Paloma de la Paz lo miró. En sus ojos no había reproche, tan solo tristeza. Se puso en pie, se acercó hasta la barandilla de los rezos y se inclinó sobre ella para asirle la mano. S.T. sintió una especie de chasquido cuando se produjo el contacto entre ellos, un pálido eco de las dolorosas chispas que habían saltado entre él y Chilton. La joven también lo había percibido; tragó aire sorprendida, y a continuación lo contempló con adoración.

– Por favor -le susurró-. Por favor, quedaos y ayudadnos.

Chilton podía haber predicado todo el día y Palabra Verdadera haber llorado hasta quedarse sin lágrimas, pero no habrían logrado el efecto de aquellos ojos brillantes, esperanzados de mujer. S.T. trató de decir que no: era imposible, era ridículo, aquello no era más que un engaño de algún tipo, pero justo en aquel momento, fue incapaz de encontrar las palabras necesarias para hacerlo.

Respiró profundamente, apretó la mandíbula y dijo:

– Muy bien. ¿Qué debo hacer?

– Rezar -dijo Chilton al instante, y la congregación empezó a arrodillarse-. Venid aquí arriba conmigo y con vuestra amada Paloma de la Paz, y uníos a nosotros en nuestras plegarias.

No le quedó más remedio que ir y arrodillarse, unir de nuevo sus manos con las de ellos y escuchar durante mucho rato, hasta que las piernas empezaron a dolerle, el estómago a quejarse y la luz que entraba a través de la vidriera dibujó sombras cada vez más grandes en el suelo.

S.T. caviló sobre la manera en que Chilton se las había arreglado para hacer aquella demostración de «poder». De que había usado la electricidad, no tenía ninguna duda; había oído testimonios sobre la sensación que producía. En Francia era la última moda. En una ocasión aplicaron una descarga sobre ciento ochenta miembros de la guardia real a la vez para diversión de los parisinos; la noticia se extendió y, unos ocho meses más tarde, llegó hasta La Paire. El único misterio residía en el método utilizado por Chilton. S.T. creía que era necesario contar con algún tipo de máquina, aunque no veía nada que pudiese servir a tal fin.

Si alguien más dudaba de la teoría del poder curativo de Chilton, no lo mencionó. El servicio continuó hasta que casi fue de noche. S.T. se moría de hambre. Cuando por fin se acabó, se puso en pie y estiró con cuidado sus doloridas extremidades. Se apartó de Chilton y se aproximó al grupo de clérigos visitantes.

Todos lo contemplaron admirados, y el que había estado sentado a su lado se humedeció los labios.

– Jamás lo hubiera creído -murmuró, e hizo ademán de estrechar la mano de S.T. antes de titubear y detener el gesto, como si hubiese recordado que no quería tocarlo. Se volvió hacia sus compañeros y dijo-: Si no lo hubiese experimentado por mí mismo, me habría mofado.

Los demás parecían incómodos, pero antes de que S.T. tuviese ocasión de contestar, intervino un numeroso grupo de la congregación de Chilton; empezaron a rodearlo, a hablar todos a la vez y a darle la bienvenida al seno de su familia. Palabra Verdadera se abrió paso a empujones a través del grupo de mujeres y besó de nuevo la mano de S.T., que la retiró bruscamente, pero luego todas las jóvenes repitieron el gesto. Paloma de la Paz lo abrazó. Cuando consiguió librarse de aquellas muestras de hospitalidad y salió al patio de la iglesia, todos los visitantes habían desaparecido.

Chilton estaba en los escalones de la entrada y hablaba con un pequeño grupo de fieles. Se volvió hacia S.T., y lo agarró de los hombros.

– ¡Estoy rebosante de alegría, señor! Os bendigo por la decisión que habéis tomado.

– Apartad las manos de mí -dijo S.T. con brusquedad y agarró con fuerza la espada-. He cambiado de opinión.

Chilton le dio unas palmaditas en el hombro y lo soltó.

– En ese caso, lo siento. -Y movió la cabeza-. A veces sucede esto, se hacen promesas apresuradas de las que luego se reniega. Nosotros no deseamos que os quedéis si no estáis totalmente preparado.

– ¿No os quedáis? -Paloma de la Paz apareció detrás de S.T.-. ¿Es que vais a iros?

– Sí -respondió él, y cruzó su mirada por un instante con la de la joven antes de apartar los ojos, incómodo-. Jamás fue mi intención quedarme.

La joven se llevó la mano a los labios.

– Ah. Lo siento muchísimo. -Y bajó la mirada al escalón-. Gracias por tocarme con las manos. El dolor de cabeza ha desaparecido.

– No os he dado nada que no tuvieseis antes -dijo S.T. con dulzura.

Chilton lo asió por el codo.

– Si fuerais tan amable de esperar un momento, me gustaría ir con vos y con mi pequeña Paloma hasta las caballerizas.

A S.T. le habría encantado renunciar a tal privilegio, pero el rostro de Paloma se iluminó y, por ella, esperó mientras Chilton desaparecía en el interior de la iglesia hasta que volvió a unirse a ellos minutos más tarde. Cuando bajaron por la calle mayor y pasaron ante la casa en la que S.T. había conocido a Paloma de la Paz, Chilton comentó que tal vez la joven quisiese retomar sus labores.

Paloma obedeció sin protestar, se limitó a tomar la mano de S.T. y darle un fuerte apretón antes de darse la vuelta y atravesar corriendo la verja.

– Me temo que le habéis roto el corazón -comentó Chilton con cierto tono divertido cuando continuaron adelante-. ¡Qué joven más tonta!

– Y que lo digáis -respondió S.T.

Chilton suspiró e hizo un gesto de asentimiento.

– Hay pocos que lleguen hasta nosotros con tanta inocencia como Paloma, tras haber pasado por las peores circunstancias que los seres humanos puedan provocar.

– Sí, eso no lo dudo -asintió S.T. con aire serio-. Yo jamás habría adivinado que procedía de la calle si ella no me lo hubiese contado. Habría dicho que se había criado en el seno de una buena familia.

– Me siento gratificado -fue el comentario de Chilton-. Muy gratificado. La educación es parte importante de nuestra misión, ¿sabéis? Ah, ahí está la pequeña Castidad. ¿Está lista la montura del señor Bartlett, amada mía?

– No, maestro Jamie, señor, no lo está. -La joven que surgió de entre la oscuridad del establo hizo un gesto negativo con la cabeza-. Ese caballo estaba a punto de perder una herradura y el viejo Pap…, ay perdón, quiero decir Gracia Salvadora se lo ha llevado para arreglarlo.

– Espero que no tengáis excesiva prisa, señor Bartlett. ¿Os gustaría cenar con nosotros?

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