S.T. volvió a hacerle el amor justo antes del amanecer. Se despertó envuelto en una cálida sensación, con Nemo tumbado contra su espalda y el cuerpo de Leigh, tan suave y sensual, entre sus brazos. Los tres estaban apiñados como si fuesen una manada de lobos que se hubieran unido para hacer frente al frío de la noche. Durante largo rato siguió así, sin moverse, mientras disfrutaba de ese momento. Estaba con su propia familia, pensó, y eso lo hizo sentirse muy amoroso. Apartó el pelo de Leigh y la rodeó con un brazo para acariciar la suave y mullida piel de su pecho. Rápidamente ella volvió la cabeza hacia él; entonces se dio cuenta de que no estaba dormida. Leigh hizo ademán de intentar apartarlo un poco, pero S.T. se puso encima y se abrió paso con facilidad hasta penetrarla mientras le cubría el rostro y el cuello de besos. Llegó al clímax en un frenesí de placer y sostuvo su rostro entre las manos al tiempo que saboreaba su boca. Nada más terminar, ya tenía ganas de empezar de nuevo. No quería apartarse, así que se apoyó en los codos para incorporarse un poco mientras permanecía tumbado sobre ella.
– Bonjour, mademoiselle -susurró-. Espero que hayas dormido bien.
Leigh no contestó. S.T. sentía los pequeños escalofríos que recorrían su cuerpo, y cómo se movía bajo él sin descanso. Sonrió con la boca apoyada en su hombro pensando en todo lo que aún le quedaba por enseñarle.
Al despuntar el alba, el collar de diamantes arrojó una lluvia de diminutas chispas alrededor del cuello de Leigh. S.T. recordó todo lo que tenía que hacer y, abriendo el cierre de la joya, la cogió y se giró en la cama para intentar sentarse, pero Nemo no se apartó, sino que intentó lamerle la cara. Finalmente el lobo ganó, y su amo tuvo que volver a tumbarse farfullando mientras Nemo le sujetaba los hombros con las garras y sometía su rostro a un concienzudo lavado. Luego comenzó a mordisquearle la nariz y a juguetear sobre la cama, lo cual incluyó varios pisotones en el estómago de su amo. Él soltó un quejido y consiguió apartarse justo en el momento en que Leigh se sentó en la cama; Nemo dio un salto atrás al verla y se retiró como si fuese un horrible monstruo que hubiese aparecido de repente de entre las sábanas. Asustado, el lobo se colocó sobre los pies de S.T. y miró fijamente a Leigh durante un largo instante. Con su habitual expresión meditabunda, con las orejas levantadas y la cabeza ligeramente inclinada, sus ojos amarillos la observaban de una forma penetrante e inquisitiva.
Leigh no se movió. S.T. se preguntó si estaría asustada. Esa mirada fija del lobo evocaba imágenes de una noche primigenia en la que decenas de ojos brillaban en la oscuridad, y podía sacar a la luz el miedo humano a lo salvaje y tenebroso. Ni siquiera él estaba seguro de qué haría Nemo, nunca lo estaba, y se contuvo de hacer ningún movimiento que pudiera asustar o enojar al animal. Leigh ponía nervioso a Nemo, y un lobo inquieto siempre era impredecible. Entonces este agachó un poco la cabeza y, tras olisquear la pierna de S.T., dio un paso adelante sobre la cama. A continuación, volvió a inclinar la cabeza y a mirar fijamente a Leigh a los ojos hasta que, con la total falta de reserva de una bestia, bajó el hocico y empezó a explorar la sábana que la cubría, prestando particular atención a los interesantes aromas que emanaban de entre sus piernas.
– Serás guarro -murmuró S.T.-. Ten un poco más de delicadeza.
Pero Nemo no se inmutó y prosiguió con su meticuloso examen de Leigh mientras seguía moviéndose hacia delante; tenía que abrir más las patas para mantener el equilibrio sobre el colchón, que se hundía a su paso. Volvió a mirarla a los ojos y, tímidamente, le tocó la barbilla con la nariz.
– ¿Qué hago? -preguntó Leigh en voz tan baja que S.T. casi no la oyó.
– Tócalo -contestó él.
Ella levantó la mano y acarició las orejas del lobo; este le lamió la cara, haciendo que Leigh se estremeciera y se apartara. Entonces Nemo se inclinó y, con la barbilla metida en el pecho, levantó una de las patas delanteras y comenzó a tocarla con auténtico entusiasmo lobuno. S.T. se acercó más y le dio un cachete en el hocico al tiempo que le gruñía en señal de advertencia. Al instante, Nemo se apartó con el rabo entre las patas, poniendo punto final a aquel breve romance. Se sentó contrito al final de la cama, y luego se acercó con precaución a su amo en busca de perdón. Este lo acarició y le rascó las orejas. El lobo suspiró, se apretó contra él y, con mucho cuidado, le cogió una mano con los dientes.
– Conque intentando robarme a mi dama -dijo S.T. a la vez que cogía la cabeza de Nemo y lo agitaba. Este se instaló entre ellos y rodó sobre sí mismo todo lo que pudo, pese al poco espacio que había entre los dos cuerpos, con los ojos cerrados mientras S.T. le rascaba el estómago. Leigh alargó lentamente una mano y la puso sobre el cuello del lobo; este volvió la cabeza hacia atrás y le lamió la muñeca con su larga y cálida lengua. S.T. la miró-. Ahora ya nos tienes a los dos -le dijo.
El rostro de Leigh, iluminado por la tenue luz de la mañana, permaneció impasible mientras seguía acariciando al lobo. Cuando S.T. retiró la mano, Nemo se volvió hacia ella en busca de más atención. En un momento en que Leigh cesó el rítmico movimiento del brazo, el lobo le puso una pata sobre el estómago y fijó su expectante y solemne mirada en ella. Leigh le devolvió la mirada y su boca comenzó a temblar. Se mordió el labio y se apartó mientras retiraba la sábana.
– ¡Malditos seáis los dos! -exclamó levantándose de la cama.
Eran casi las siete cuando sonó la inevitable llamada a la puerta. El Seigneur se giró en la cama y se tapó la cabeza con una almohada.
Leigh respiró hondo. Ya hacía horas que se había vestido y había desayunado, mientras que él seguía en la cama dormitando como si no hubiera el menor problema. Mientras su corazón latía a gran velocidad, la joven se atusó el vestido, se volvió hacia el espejo del tocador v apoyó un codo sobre él para adoptar una pose despreocupada.
– Pase -dijo en voz alta.
Era el posadero, seguido por el señor Piper.
– Perdonad que os moleste, señora -dijo el primero-, pero…
Un gruñido procedente de la cama lo interrumpió. Todos miraron al bulto de debajo de las sábanas; solo podían ver una amplia espalda, una mano relajada y una maraña de pelo castaño y dorado. La mano del Seigneur se movió para levantar un poco la almohada y volvió a gruñir.
– Disculpad la intromisión, señor, pero…
– Cerveza -masculló el otro desde la cama en tono sepulcral-. Os lo suplico.
– Y ponedle un poco de arsénico -propuso Leigh mientras sonreía con dulzura al posadero. En ese momento miró detrás de él-. ¡Mi querido señor Piper! -dijo levantándose-. Supongo que querréis hablar con mi esposo, pero me temo que aún no se ha levantado. No sabéis cuánto lo siento; no podéis imaginar lo mucho que me hace padecer este hombre.
El señor Piper, un caballero pequeño y orondo con una voz que se asemejaba mucho a la de una rana, inclinó la cabeza.
– Lo siento mucho por vos, señora -dijo con su chirriante tono-, pero creo que se me debe alguna compensación. He de insistir en recibir alguna indemnización, y más ahora que están diciendo que fue mi caballo el que…
– Cerveza -volvió a repetir S.T. desde la cama-. Dios bendito, ¿quién demonios está croando?
– Es el pobre señor Piper, mi querido asno. El hombre a quien robaste el caballo.
– Sí, y casi desfonda a la pobre criatura -añadió este en voz más alta e indignada-. No se ha torcido un tendón por la gracia de Dios. Por si acaso le he dicho al mozo que le pusiera una cataplasma y que lo sacara a caminar despacio durante una hora. Me dicen que está bien, pero parece que tiene algo de debilidad en el corvejón izquierdo.
El Seigneur volvió a gruñir y miró a su acusador desde debajo de la almohada.
– Vaya parlanchín -murmuró cubriéndose de nuevo-. Idos antes de que acabéis conmigo, os lo ruego.
– No pienso irme, señor. Llevo esperando desde las cinco para hablar con vos. Tengo otras muchas cosas que hacer, y encima el agente judicial quiere incautarse de mi caballo -dijo el señor Piper, cada vez más alterado-. Me han interrogado esta mañana como si fuera un vulgar criminal, y eso no me ha gustado nada, señor, absolutamente nada.
– Vaya por Dios, pues claro que no puede haberos gustado -dijo Leigh en el mismo tono conciliador que había empleado la noche anterior con él-. ¿Y quién ha cometido semejante insolencia?
– ¡El agente, señora! Asaltaron un carruaje en la carretera de Romney anoche, y el ladrón montaba un caballo con marcas blancas en cada pata, así que no se les ha ocurrido otra cosa que enviar al alguacil a buscar cualquier jamelgo con marcas blancas que hubiera en la localidad e interrogar al dueño. Como si un honrado hombre de negocios se dedicara a asaltar carruajes después de un agotador día de trabajo. También quieren hablar con vuestro esposo, señora -añadió inclinándose de nuevo ante Leigh-, ya que les he informado de que se llevó mi caballo, lo cual es la pura verdad. Espero por vuestro bien, señora, que les pueda explicar dónde estuvo.
A Leigh le latía tan rápido el corazón que estaba segura de que le temblaría la voz pero, antes de que pudiese decir nada, el Seigneur se incorporó con esfuerzo de la cama y se sentó mientras contemplaba al señor Piper con expresión de profunda repugnancia. Se pasó la mano por la cara y mientras se retiraba el pelo dijo:
– ¿Cuánto he de pagar para que salgáis de esta habitación?
– Treinta guineas -se apresuró a contestar el señor Piper.
El Seigneur repitió con un murmullo la cantidad mientras sacaba los pies de la cama y los apoyaba en el suelo; se cubrió el regazo con la sábana, puso los codos sobre las rodillas y se tapó la cara con las manos. El gruñido de mareo que soltó a continuación consiguió que hasta la propia Leigh se intranquilizara.
– Eso es lo que vale mi caballo -afirmó el señor Piper con rotundidad-, y encima me están amenazando con incautarlo.
– Ni siquiera me acuerdo… de vuestro maldito caballo -masculló el Seigneur llevándose una mano al abdomen-. Demonios, qué mal me encuentro.
– Tengo testigos, señor, que están dispuestos a hablar. Insisto en recibir una compensación. No deseo presentar cargos, pero…
– Coged el dinero -lo interrumpió S.T.-. Cogedlo y dejadme en paz -añadió al tiempo que respiraba hondo y le hacía débiles gestos con una mano.
A continuación miró a Leigh con una expresión de desconsuelo e indefensión que resultaba indignante por lo creíble que era. Menudo farsante estaba hecho. Hasta ella casi se había creído esa resaca fingida. Mientras S.T. seguía sentado en la cama encorvado, Leigh buscó en la bolsa de él con dedos temblorosos y, junto al collar de diamantes que podía incriminarlo, encontró billetes por la cantidad de treinta y una libras. Contó concienzudamente monedas por valor de cuatro coronas de plata y dio todo el dinero al señor Pipen.
– Y podéis quedaros con vuestro maldito jamelgo -murmuró el Seigneur-. No quiero esa bestia inmunda.
– Lamento mucho todas las molestias, señor Piper -dijo Leigh en tono muy serio-. ¿De verdad se han llevado el caballo?
– Aún no, señora -contestó mientras se guardaba el dinero en la levita-. Supongo que querrán hablar con él primero -dijo lanzando una mirada altiva al Seigneur-. Os aconsejo que hagáis todo lo posible para devolverlo a un estado normal, señora, y espero que no haya estado haciendo tonterías por ahí con los caballos de caballeros honrados.
S.T. se inclinó hacia delante con aspecto de tener náuseas. De forma instintiva Leigh se aproximó a él, y los dos hombres, también por instinto, se acercaron a la puerta para marcharse.
– Voy a decir que suban algún tónico -dijo el posadero, con prisa por salir de la estancia-. Acompañadme, señor, si ya no tenéis nada más que hacer aquí.
– Traed al hombre de la barcaza -murmuró el Seigneur sin apenas levantar la cabeza-. Ahora recuerdo que anoche… pasé un rato entretenido con él.
– Muy bien, señor Maitland. Voy a mandar que lo traigan para que testifique a vuestro favor ante el agente, si es que eso llegara a ser necesario.
La puerta se cerró tras los dos hombres. Leigh, a quien le temblaban las piernas, se quedó inmóvil cogida a una columna del dosel. S.T., por su parte, volvió a tumbarse en la cama con las manos detrás de la cabeza y una sonrisa inmoral en el rostro.
– Qué aburrido tener que tragarme ahora un tónico, cuando preferiría tomarme una salchicha de cerdo -murmuró-. No se te habrá ocurrido dejarme alguna, ¿verdad?
Leigh respiró hondo.
– ¿Estuviste bebiendo con el de la barcaza?
– Lamentablemente no. Me pasé toda la noche recorriendo los caminos montado en un caballo con marcas blancas en las patas. Un inconveniente muy desafortunado, lo de las marcas. Esperemos que mi generosidad con el barquero no haya caído en saco roto.
Leigh inclinó la cabeza.
– ¿Y en caso contrario?
– En caso contrario, me ahorcarán, Sunshine.
Esta se llevó una mano a las sienes.
– Pero no te preocupes -dijo él sin mostrar la menor señal de preocupación-. Afirmaré que eres inocente hasta mi último aliento.
Leigh se apartó de la cama y fue hacia la ventana.
– Me cuesta tomarlo todo tan a la ligera -dijo.
Se hizo un momento de silencio, durante el cual ella observó el patio de los establos hasta que oyó crujir la cama a sus espaldas.
– No te levantes -se apresuró a decir-. Pronto llegará alguien a traer el tónico.
– Pues así verán que he conseguido levantarme, chérie. Adopta un aire más indiferente, te lo ruego. Estás haciendo que me ponga nervioso.
Leigh cerró los ojos y apoyó las manos en la repisa mientras lo oía moverse por la habitación y vestirse. No dejaba de darle vueltas en la cabeza al desastre que se avecinaba. ¿Entrarían por la fuerza y lo apresarían, o mostrarían buenas formas y comenzarían a hacerle preguntas taimadas hasta cogerlo en un renuncio? Se lo imaginó con los grilletes puestos y sintió el absurdo impulso de arrojar el collar por la ventana lo más lejos que pudiese.
Él con grilletes sería como el lobo con la correa, algo que no debía ser. En esos momentos S.T. se acercó a Leigh por detrás, pero ella, volviéndose rápidamente, le apartó las manos.
– ¡Ni se te ocurra tocarme! Y menos aún decir que lo hiciste por mí.
Él hincó una rodilla e hizo una galante floritura con el brazo.
– ¿Y qué otra cosa podría decir, amor mío?
– Es que no entiendo por qué tuviste que hacerlo -dijo Leigh en voz baja mientras contemplaba aquella camisa que ya le era tan familiar, así como ese pelo dorado recogido con la cinta negra de raso-. No había razón alguna.
Él levantó la cabeza y la miró con una débil sonrisa.
– No pude contenerme -alegó.
– Tonterías -replicó Leigh, indignada-. No seas ridículo.
La leve sonrisa persuasiva desapareció del rostro de S.T. En esos momentos llamaron a la puerta y, tras incorporarse, se dejó caer con aspecto contrito junto a una columna de la cama. En cuanto la doncella dejó el tónico, hizo una reverencia y se fue. El supuesto enfermo abrió la ventana, comprobó que no había nadie en el patio de abajo y vertió el reconstituyente por el canalón que había bajo el alféizar.
Una hora más tarde apareció de nuevo el posadero. Leigh se aferró a los brazos del sillón en que estaba sentada y permaneció inmóvil mientras el Seigneur rogaba al otro que entrase. El dueño del establecimiento les trajo la noticia de que la coartada del señor Maitland había sido corroborada por el barquero, la montura del señor Piper le había sido devuelta y que se había colgado una proclama que ofrecía una recompensa por cualquier información sobre el caballo de las marcas blancas.
– Y la recompensa es un buen pellizco, señor Maitland -añadió el posadero-. Cinco libras nada menos.
– Una miseria, en realidad -dijo el Seigneur, que estaba sentado en el tocador en mangas de camisa y con las botas de montar puestas. Metió algo de dinero en un papel doblado y buscó cera para lacrarlo-. Decid a uno de vuestros excelentes mozos de cuadra que lleven esto al barquero, si sois tan amable, con mis más cordiales saludos y el deseo de que no le duela la cabeza tanto como a mí.
– Con mucho gusto, señor Maitland -dijo el otro cogiendo el abultado sobre. Se inclinó y se retiró.
Se hizo el silencio en la estancia mientras el Seigneur, con una sonrisa, se miraba en el espejo y, a través del mismo, miraba a Leigh. Le sonrió con una mueca lenta y perversa que volvió a transformar su rostro en el del príncipe diabólico del bosque verde. Ella se levantó del sillón.
– Bastante injusto es que hayas conseguido salir indemne -dijo sin poder evitar que le temblase la voz-, para que encima te regodees de esa forma.
– ¡Que me regodeo! Pues la dichosa baratija me ha costado una fortuna, jovencita. Con las diez libras para nuestro avispado barquero, que desde luego bien se las merece, la suma asciende a un montante de, veamos… ¡Dios mío!, más de cincuenta. La verdad es que no sé si mereces tanto.
Leigh lo miró. Él pareció descifrar rápidamente la expresión de su rostro, pues apartó la vista y se volvió hacia el espejo con una actitud parecida a la de Nemo cuando se retiraba a un rincón para escapar del peligro.
– Pues claro que lo mereces -murmuró-, dolce mia, carissima.
– ¿Ahora italiano? -dijo Leigh reclinando la cabeza en el respaldo del sillón-. Vaya, el loco se expresa en tres idiomas.
– Che me frega -dijo él en un tono aterciopelado mientras se daba unos ligeros golpecitos con los dedos bajo la barbilla.
Si el francés de Leigh era exiguo, su italiano era inexistente. Aquellas palabras podrían haber sido tanto una maldición como un cumplido de enamorado, pero el pequeño gesto cómico con los dedos fue tan elocuente como si le hubiera hecho burla con la mano sobre la nariz. S.T. apoyó un codo sobre el tocador y comenzó a jugar con un cepillo de marfil. Leigh frunció el ceño mientras contemplaba el reflejo de su amante en el espejo, con esas cejas doradas cuya singular curvatura les daba un carácter que era a la vez maligno y jovial. Su facilidad para expresarse en una lengua extraña lo hacía parecer aún más exótico, aún más distinto del resto de la humanidad; era un loco voluble capaz de extraer diamantes de la oscuridad.
Leigh estaba convencida de que S.T. había recuperado el equilibrio por completo. Desde que habían bajado del barco se movía con facilidad y seguridad, con una libertad y arrojo de los que era imposible no percatarse. Ese enigma médico la intrigaba, del mismo modo que la extraña alquimia de su carácter la fascinaba y, a la vez, la asustaba.
De pronto se oyó un estruendo en el patio del establo. Él volvió la cabeza en señal de alerta, pero lo hizo hacia la puerta, en la dirección equivocada.
No era nada; solo un carro que había volcado o algo parecido. A través de la ventana abierta Leigh oyó el irritado vocerío que llegaba, pero en realidad estaba pendiente del Seigneur. Él observó expectante la puerta durante unos instantes, hasta que cayó en la cuenta del error que había cometido. Entonces miró a Leigh mientras un ligero rubor cubría su rostro.
– Vaya, vaya -dijo ella en voz baja-. Así que, a fin de cuentas, resulta que el señor es un farsante. -S.T. se miró la punta de la bota con expresión muy sería-. No ha sido tu pericia, sino solo la suerte la que te ha sacado del aprieto, ¿verdad? -Él recorrió con un dedo la pluma que había en el tintero del tocador-. Tengo razón -insistió Leigh-. Ha sido pura cuestión de suerte.
– Tengo entendido que hoy empieza una feria equina en el mercado -dijo él muy serio-. Espero que me permitáis que os encuentre una montura, mademoiselle.
A Leigh le resultaba extraño volver a ser una mujer en público, y que la guiaran entre los charcos y la ayudaran a subir escalones. De todos modos, entre las faldas, los manguitos prestados, los zapatos de tacón alto y las empinadas calles adoquinadas, no tenía más remedio que apoyarse en el Seigneur para poder moverse. Al cabo de un rato aceptó subirse a un palanquín, más para evitar torcerse un tobillo que para resguardarse de la fría niebla. Habían dejado encerrado al infeliz Nemo en la habitación, y el Seigneur caminaba junto a ella comportándose con fría cortesía. La luz del sol que atravesaba la neblina hacía brillar su levita y su pelo, convirtiéndolo en un ídolo dorado en medio de todos los deshollinadores ennegrecidos que poblaban las calles.
Una de las antiguas puertas fortificadas de la ciudad se erguía imponente como una oscura cueva entre la niebla. La atravesaron y, tras recorrer algunas angostas calles, llegaron a la plaza del mercado. Leigh bajó la ventanilla del palanquín. La feria de caballos estaba en plena actividad, llena de voces y penetrantes olores. Los animales abarrotaban la plaza en filas desiguales para ser inspeccionados, o dispuestos a demostrar sus buenas condiciones físicas.
– ¿Te gusta alguno? -preguntó S.T. mientras avanzaban muy despacio entre los caballos.
Leigh dio unos golpes en el cristal delantero del palanquín y los portadores se detuvieron ante una bonita yegua zaina. El Seigneur abrió la puerta y se inclinó con un exceso de formalidad. Uno de los portadores se apresuró a ayudar a Leigh a bajar. Varios hombres en mangas de camisa los observaban desde que habían llegado a la plaza, y uno de ellos cogió a la yegua del cabestro y la sacó de la hilera. Sus marcas blancas resplandecieron mientras se movía lentamente entre el bullicio reinante, alejándose y acercándose a Leigh y a S.T. Cuando finalmente se detuvo ante ellos, el Seigneur la estudió con detenimiento.
– Es un animal extraordinario -dijo a Leigh inclinándose un poco para hablarle al oído-, de huesos fuertes y excelente porte. No creo que puedas conseguirla por menos de cincuenta libras.
Leigh frunció el ceño, y él la miró de reojo.
– ¿No dispones de suficientes fondos, Sunshine?
– Lo sabes de sobra -replicó ella en tono cortante.
– Pues es una pena -dijo S.T.-, porque es una yegua de primera.
– Puedo vender este vestido -murmuró Leigh.
– Me temo que no sacarás mucho por él.
– Tú mismo dijiste que valía cuatro guineas. Con eso puedo llegar a Northumberland, y también tengo las perlas.
– Dije que podrías sacar cuatro guineas por todo lo que tenías en la bolsa -alegó él entre susurros-. Y tal vez consigas quince chelines si empeñas las hebillas de los zapatos con el vestido, además de tres libras por la gargantilla de perlas. ¿Quieres que me encargue yo? -le preguntó con cierta crueldad-. Aquí cerca hay una casa de empeño.
Leigh no contestó, tan solo bajó la mirada.
– Claro que también podrías vender tu collar de diamantes -añadió S.T. en tono desenfadado-. Con eso tendrías de sobra.
Ella levantó la cabeza y lo miró asombrada.
– ¿Es que te has vuelto loco? -susurró entre dientes-. Ni lo nombres.
S.T. sonrió.
– Vaya, ¿tanto cariño le has cogido? -preguntó al tiempo que cogía una mano entre las suyas y le daba unas palmaditas-. No te preocupes, querida. Puedo conseguirte otro del mismo lugar.
– ¡No! -dijo Leigh clavándole las uñas en el brazo-. ¡Ni se te ocurra!
S.T. miró al hombre de la yegua, negó ligeramente con la cabeza y siguió andando. El decepcionado comerciante hizo una leve reverencia a modo de saludo y devolvió el animal a la fila. El Seigneur despidió al palanquín y llevó a Leigh del brazo. Se detuvo varias veces más, haciendo que varios caballos desfilaran ante ellos, pero solo los miró un instante. Leigh sabía que, vestidos con terciopelos y sedas, tanto ella como su acompañante eran las personas de aspecto más distinguido de la plaza, por lo que los comerciantes se esforzaban en llamar su atención y presentarles sus animales. El ambiente circense de la feria se intensificó aún más a su alrededor mientras los caballos giraban en círculo y eran obligados a moverse como mejor sabían, al estilo de un batallón de malabaristas que precediesen en su desfile al rey y a la reina.
Sin embargo, un caballo oponía una violenta resistencia a toda esa repentina actividad. A unos metros delante de ellos, justo detrás de un caballo castrado muy alto y negro, un hombre estaba gritando a un gran rucio de un pelaje casi tan blanco como la leche. El caballo atacó con las patas delanteras en cuanto su dueño le exigió que se adelantara. El Seigneur se detuvo al tiempo que ejercía una ligera presión en el brazo de Leigh para que ella también se parase. Esta se alegró de estar a cierta distancia de la lucha que acababa de entablarse. El caballo sacudió la cabeza con tanta furia que hizo que el hombre cayese al suelo. Se formó un círculo alrededor de ambos. El caballo comenzó a atacar y a retirarse alternativamente mientras el hombre tiraba del cabestro. Leigh pensó que actuaba con un entusiasmo muy imprudente, hasta que se dio cuenta de que el caballo llevaba una cadena sobre la nariz y por dentro de la boca, y sus labios y pecho estaban salpicados de sangre.
El adiestrador consiguió esquivar la certera embestida del caballo pero, justo en ese momento, otro hombre golpeó al rucio con un palo sobre la nariz. Este relinchó y se revolvió con ojos de ira; acto seguido, estiró la cabeza y mordió con furia a su atacante en el hombro. El hombre gritó y dejó caer el palo. Entre el griterío y la conmoción de todos los presentes, el caballo lo agito como si fuese una rata en la boca de un terrier. Cuando por fin lo soltó, el hombre se apartó tambaleándose y cogiéndose del hombro mientras mascullaba incoherencias. Entre tanto, el otro había conseguido atar la cuerda del caballo a una anilla de hierro de la pared y salir del alcance del animal. En cuanto todo el mundo se retiró, el caballo se quedó quieto, sudando y sacudiendo la cola con furia, mientras un reguero de sangre caía de su nariz.
El Seigneur se adelantó y caminó muy despacio rodeando al caballo dentro del amplio círculo que se había formado a su alrededor. El rucio echó las orejas hacia atrás mientras seguía el movimiento de S.T. y respiraba lanzando nubes de vapor al frío aire. Luego, viró bruscamente para apartarse de S.T. y levantó amenazador una pata trasera cuando él se agachó para examinar la parte inferior del animal a un escaso metro de distancia.
– ¿Lo han castrado hace poco? -preguntó a otro hombre que permanecía impasible cerca de él.
– Sí, y ya veis por qué. Está hecho un buen elemento este semental. Yo creo que es español. -Volvió la cabeza y escupió-. No sé de dónde viene, pero ya ha estado en todos los establos de la comarca y en ninguno han logrado doblegarlo. Ha tirado al suelo a todos los que lo han intentado. -Señaló con la cabeza al hombre que acababa de ser mordido-. El pobre Hopkins está intentando domarlo, y el muy idiota pensó que a lo mejor castrándolo lo conseguiría pero, como podéis ver, no ha sido así. Supongo que después de lo que le ha hecho a Hopkins irá directo al matarife. Forma muy buena pareja con el otro negro, ¿verdad? Siempre han estado juntos.
– Sí, muy buena -asintió el Seigneur mientras contemplaba al otro caballo-. ¿Creéis que el señor Hopkins querrá hablar conmigo cuando se recupere?
El hombre volvió a escupir y se rió.
– Seguro que se recupera enseguida en cuanto se entere. ¡Jobson, dile a tu jefe que se mueva y venga a hablar con este caballero!
El pobre Hopkins obedeció con toda la presteza que pudo. Su basto rostro aún se veía demudado mientras se acercaba a ellos.
– Estoy interesado en el negro -dijo el Seigneur señalando con la cabeza al segundo caballo-. ¿Seréis tan amable de enseñarme sus dientes?
Hopkins hizo una señal a un mozo de cuadra y S.T. pudo examinar los dientes del caballo, tocarle las patas, verle las pezuñas, observarlo mientras trotaba cogido de una larga cuerda y comprobar que aceptaba que le pusieran una brida. Todas sus peticiones eran satisfechas al instante.
– Quisiera verlo montado por alguien -solicitó a continuación.
– Por supuesto, como el señor desee, voy a ordenar que le pongan una silla. Pero soy un hombre honrado y mentiría si no os dijese que he adiestrado a este animal para que tire de un carruaje. Si lo que busca el señor es un caballo de monta, tengo…
– Da igual -lo interrumpió S.T.-. Os doy diez libras por él.
– Pero, señor -dijo Hopkins al tiempo que comenzaba a poner mala cara-, no creía que fueseis a hacerme perder el tiempo, milord. Se nota que sois todo un jinete, señor, y sabéis que el animal vale mucho más.
El Seigneur sonrió condescendiente.
– No creo, teniendo en cuenta que también tendré que llevarme esa mala bestia que os acaba de atacar.
Todos los que los rodeaban se echaron a reír. Hopkins los miró enfadado.
– No creo que eso sea necesario, milord. Ya os he dicho que soy un hombre honrado, y soy yo quien tiene que pagar sus errores. No hay dinero suficiente en el mundo para que consienta que alguna criatura inocente tenga que enfrentarse a esa bestia. Yo mismo me encargaré de él, no os quepa la menor duda.
– Estoy convencido de que así será -asintió el Seigneur encogiéndose de hombros-. Está bien, entonces os doy cien por este, buen hombre, con la condición de que vos en persona os lo llevéis de la plaza sin el otro.
Esa sencilla petición pareció dejar perplejo a Hopkins, que dijo malhumorado:
– ¿Acaso creéis que voy a timaros, señor? Antes prefiero colgarme. Me basta con que me deis cincuenta ahora y las otras cincuenta a la entrega. Podéis seguir tranquilamente con vuestros asuntos; os aseguro que el caballo estará en el establo que me digáis antes de que anochezca.
– Señor Hopkins -dijo el Seigneur con paciencia-, no se trata de eso. Tanto vos como yo, y me atrevería a decir que todos los aquí reunidos, sabemos muy bien que este caballo no se apartará del otro sin organizar una escena muy desagradable. Así que, si quiero uno, tendré que llevarme el otro. Estoy decidido a que no saquéis ni un penique del matarife por él.
– Déjalo, Hopkins -dijo alguien-, este caballero tiene ojos en la cara.
– En efecto -dijo S.T. con amabilidad-, y no vais a conseguir nada con vuestras lisonjas.
– ¡Lo que tiene uno que ver! -farfulló el vendedor.
– Os doy doce por los dos -dijo el Seigneur-, y eso porque sois un hombre honrado.
Hopkins parecía malhumorado, pero finalmente aceptó. Tras lanzar una mirada envenenada en dirección a quien había hablado, estiró el brazo para dar la mano a S.T. y cerrar el trato. Él apenas se la estrechó un instante y, a continuación, le pagó con billetes de Rye que sacó de su propia bolsa.
– Ya os mandaré recado diciendo dónde hay que llevarlos -dijo mientras volvía a ofrecerle el brazo a Leigh.
– No se te escapa una -dijo ella en tono irónico conforme se alejaban-. Y estás hecho todo un comerciante de caballos. Si de verdad la pareja no quiere separarse, ¿de qué sirve que lo hayas comprado?
– Conozco a los caballos -dijo él por toda respuesta, ya que estaba observando con mucho interés a otros dos hombres que discutían por un caballo zaino de largas patas que tenía una mancha blanca.
Al parecer, el hombre que sujetaba las riendas del animal quería devolvérselo al otro, y se quejaba con vehemencia de que el caballo se negaba a cruzar por el agua por mucho que se le obligara a hacerlo. Además, la bestia veleidosa había estrellado su nueva calesa contra un árbol al intentar esquivar la barcaza que cruzaba el río. El comerciante se negaba con la misma vehemencia a aceptar que le devolviese el caballo. Conforme fueron subiendo más el tono de voz, el animal comenzó a moverse intranquilo, con las orejas tiesas y la cabeza levantada. El Seigneur miró a Leigh.
– ¿Te gusta para ti? -le preguntó.
– En absoluto. Me temo que de aquí al norte hay unos cuantos ríos.
– De eso ya me ocupo yo.
Ella lo miró sin saber si debía confiar en el aplomo de S.T., que seguía observando al caballo.
– Me gusta el porte que tiene. Te aseguro que con él podrías llegar al norte. Ese pobre petimetre que lo compró está muy nervioso, y puedo sacarle el caballo por una miseria.
Leigh seguía teniendo sus dudas. El dueño del caballo estaba gritando al vendedor, que no estaba dispuesto a quedarse con el animal de ningún modo.
– Puede que coja la diligencia -dijo ella con cautela.
– Así que no me crees.
– Lo único que creo es que estás demasiado pagado de ti mismo.
El Seigneur levantó una ceja.
– ¿Qué os apostáis, madame?