Capítulo 19

Al oír el rumor de unos pasos al otro lado de la puerta, S.T. se sentó inmediatamente entre las sábanas y se frotó el rostro con el brazo. Hacía rato que los arrieros se habían acostado y que el ruido de la taberna se había apagado hasta quedar en silencio. Había dejado las cortinas de la cama atadas y descorridas, y la intensa luz de la luna bañaba todo lo que había en la habitación convirtiéndolo todo en negro y plata. S.T. entrecerró los ojos y escuchó.

El picaporte de la puerta hizo un ruido que sonó distante en su oído sano. S.T. se dio la vuelta en la cama y llevó la mano a la empuñadura de la espada. Como no tenía llave, no había cerrado la puerta con cerrojo; de súbito, toda su sangre se puso en circulación y transmitió la sensación de peligro a todo su ser.

La puerta se abrió con un crujido. Una figura pálida, descalza, se dibujó indecisa en el umbral.

– Leigh -dijo con voz ronca.

Por un momento, mantuvo la mano en torno a la espada, como si sus músculos tardasen un momento en recibir el mensaje que la cabeza les transmitía. Después se relajaron y S.T. alargó el brazo para dejar el arma donde estaba antes, al alcance de la mano.

– Maldita seas, mujer -musitó-. Algún día te encontrarás con una estocada en la barriga como sigas acercándote a mí de esa forma sigilosa.

La joven cerró la puerta tras ella. S.T. se incorporó sobre el codo.

– ¿Qué sucede?

Leigh no contestó y, para su sorpresa, se acercó y se arrodilló junto a la cama.

– Sunshine. -Consternado, se incorporó hasta sentarse-. ¿Qué demonios… estás enferma? -Alargó la mano para tocarle la frente.

La joven se la asió y dejó escapar un sonido peculiar, una especie de triste risita. Apretó los labios contra la piel de él y negó con la cabeza.

– ¿Qué es? ¿Qué te pasa?

– Quiero decirte una cosa -contestó ella. Su voz temblaba. Cuando él le cubrió el rostro con la mano, se quitó de un tirón la voluminosa falda que la rodeaba.

Lo invadió la conciencia de su presencia, la forma de su cuerpo bajo la camisa de lino cuando ella se enderezó. Apartó a un lado las sábanas y se puso de pie en la fría estancia, inseguro y excitado.

– ¿Decirme qué?

Ella volvió a emitir aquel extraño sonido, de espaldas a él, con las manos sobre la boca.

– Creerás que estoy loca -dijo con desaliento.

A la luz de la luna, él vio que estaba temblando.

– Tienes frío. -Hizo un movimiento sin pensar y casi la tomó en sus brazos. Después titubeó, incapaz de estrecharla contra su desnudez, y confió en que la oscuridad ocultase la reveladora reacción de su cuerpo.

Leigh se volvió de pronto y posó las manos en los brazos de él, mientras seguía haciendo gestos de negación y cedía en silencio a su abrazo.

– ¿Qué pasa? -La acunó y trató de transmitir calor a aquel cuerpo suave y tembloroso mientras exploraba con las manos su espalda y su cabellera. Sintió sobre el hombro desnudo la mejilla de ella, húmeda y fría.

– Sunshine -dijo lleno de dolor y la estrechó con fuerza contra sí-. ¿Estás llorando? Mon ange, ma pauvre petite.

Los dedos de ella se aferraron a sus brazos y los apretaron como si estuviese a punto de desaparecer. Él la estrechó en un prolongado abrazo, la rodeó y le acarició el pelo mientras ella lloraba en silencio y sus lágrimas caían sobre el hombro desnudo del hombre.

– Amorcito, mi niñita perdida -dijo para calmarla, y la meció con suavidad entre sus brazos mientras apoyaba la mejilla en su pelo-. Todo irá bien. No voy a dejarte sola.

Leigh apretó el puño y le dio un golpecito en el brazo.

– Embustero -dijo entre susurros-. Embustero.

S.T. se quedó desconcertado. Inclinó la cabeza hasta rozarle la oreja.

– No, no tienes nada que temer.

La joven no respondió, se limitó a esconder el rostro en el pecho de él. S.T. sentía cómo tomaba aliento de forma ahogada.

Después, a la luz de la luna, levantó los ojos y cruzó la mirada con la de él.

Y él lo entendió. ¡Vaya si lo entendió! No eran necesarias las palabras para interpretar aquella mirada directa, la forma en que entornó las pestañas, la manera en que las manos acariciaban sus hombros inconscientemente.

– Leigh… -murmuró-. Dios mío.

La joven se acurrucó contra él, con los hombros encogidos, como si quisiese esconderse en su abrazo. Tenía que saber el alcance de su deseo y hundió su cuerpo, cuan largo era, en el de él.

S.T. tomó aire e hizo un enorme sacrificio: la apartó un poco y rodeó su rostro con las manos.

– Piensa un momento. Lo que ocurre es que has vuelto a este lugar. Tienes recuerdos. Eres infeliz. Estás de duelo. En realidad no quieres… esto. -La besó en la frente y después añadió con cautela-: ¿Verdad que no?

Leigh bajó la mirada. Él pensó que iba a hablar, ya que se humedeció los labios y fijó sus ojos en la garganta de S.T. El rastro plateado de las lágrimas refulgió sobre su piel.

– No quieres hacer esto -repitió él heroicamente.

La joven cerró con fuerza los ojos y, poco a poco, con decisión, empezó a tirar de él hacia la cama.

Entonces S.T. se rindió, y dejó los escrúpulos a un lado. Quería fundirse con ella en un todo, proporcionarle refugio, solaz y protección. Quería ahogarse en su cuerpo. La meció en silencio, la desnudó en silencio, le besó el hombro desnudo y el cuello y la empujó sobre la cama sin decir palabra.

– ¿Qué era lo que venías a decirme? -murmuró junto a su oreja.

Los labios de ella se movieron, lo sintió en la piel, pero no oyó sus palabras, bien porque fueron demasiado suaves para su oído, bien porque no las pronunció en voz alta.

– Yo también te amo -le susurró.

La joven echó la cabeza hacia atrás con aquel sonido doliente, mitad risa mitad llanto.

– Mira que eres creído, ¿eh? -dijo con voz suave y temblorosa.

Él la besó en la sien.

Chérie -murmuró mientras recorría su mejilla con los labios-. Dime qué era lo que querías decirme.

Leigh levantó la vista hacia él.

– No lo sé -susurró-. No sé a qué he venido.

Y a la luz de la luna contempló el cuerpo de él; sin marcas, fuerte, sin señales visibles de las heridas que había sufrido.

Vivo. Ardiente como una llama dorada en la penumbra de la habitación.

El miedo y la desesperación hicieron que sus ojos se anegaran de nuevo, pero pensó que era suficientemente bello para derramar lágrimas por él.

S.T. le besó los párpados y la humedad se desbordó por debajo de las pestañas.

– No -dijo como si le doliese-, no.

Leigh lo atrajo hacia sí. Lo quería dentro de ella, como prueba de algo: de que estaba lleno de vitalidad, de calidez y de vida. El roce de aquella piel con la suya la hizo estremecer. El peso del hombre la hundió en la cama, su excitación era manifiesta y respondía a cualquier roce. Leigh se abrió para que él la tomase como ya había hecho antes, con impetuoso empuje, pero, en lugar de eso, él lamió su pezón con la lengua e hizo que de su garganta escapase un agudo suspiro.

Se había creído experimentada por haber yacido con dos hombres, pero él comenzó a hacerle cosas que nunca antes le habían hecho, y Leigh descubrió que apenas estaba iniciada en un mundo que su amante dominaba desde hacía tiempo.

Sabía cosas de ella que ella misma desconocía. El corazón empezó a latirle con más fuerza. Arqueó el cuerpo mientras él le acariciaba los senos y con la lengua y el dedo índice dibujaba círculos en torno a los pezones, al tiempo que bajaba la mano y recorría el interior de su muslo con la suavidad de la seda para después enredarse en los rizos de vello.

S.T. se hizo a un lado y se apretó contra ella, a la vez que la obligaba con dulzura a darse la vuelta hacia el otro lado. Con el pecho pegado a la espalda de la joven y la dureza de su miembro contra sus nalgas, se inclinó hacia ella y le mordisqueó la suave piel de la axila para, a continuación, tras tirar de él, llevarse el seno a la boca y succionarlo. La rodeó, la fundió con su cuerpo, la apretó con fuerza e introdujo el muslo entre los de ella para convertir su cuerpo en un lecho erótico. Su mano se movió; sus dedos se introdujeron en lo más profundo del cuerpo de ella.

La sensación fue exquisita; la penetró intensamente mientras tiraba delicadamente de su pezón. Leigh se recostó y se dejó llevar, perdida en aquella sensación de estar rodeada de él, moviéndose al ritmo que él marcaba. Se oía a sí misma; de algún lugar en lo más profundo de su ser le llegaban pequeños gemidos de intenso placer.

Él se movió, subió la cabeza y le pegó un pequeño mordisco en el cuello.

– Te amo -susurró con fuerza-. Te amo, te amo, te amo.

Empujó el cuerpo contra la espalda de ella con lenta cadencia. Con cada movimiento, su brazo la aproximaba más a sí y ella sentía el calor de su aliento en la piel.

Leigh no pudo contenerse; se volvió hacia él, enroscó las piernas alrededor de su cuerpo y lo atrajo hacia sí con urgencia. S.T. se movió con un sonido ronco y masculino y montó sobre ella, ahora ya con la misma urgencia que ella. El cabello se le había soltado del lazo negro y le caía sobre los hombros; Leigh lo agarró con el puño, enredó en él sus dedos, y tiró de él para besarlo en la boca.

Su cuerpo dentro de ella parecía pesado, profundo y poderoso. La joven arqueó el cuerpo bajo el suyo. Él la penetraba sin prisa y la inmovilizaba con un movimiento estudiado y doloroso cada vez que ella se hundía; utilizaba su cuerpo para darle placer. La cabeza de Leigh cayó hacia atrás y su respiración se hizo entrecortada. Él le besó el expuesto cuello, succionó la sensible piel, presionándola contra la cama con todo su peso. Su ritmo se impuso sobre ella, la penetró y se hundió con fuerza en su centro. Ella lo recibió y le correspondió en igual medida; la pasión estalló sobre ella y su cuerpo se estremeció con sus impetuosas sacudidas, en sucesivas oleadas.


Solo se dio cuenta de que se había dormido cuando poco a poco se despertó. La luna todavía brillaba pálida y proyectaba sombras heladas sobre las encaladas paredes y las bajas vigas. Vio a S.T. con total claridad; yacía sobre un costado, tenía el brazo sobre su cuerpo y el rostro ligeramente vuelto hacia ella.

Leigh pensó que estaba dormido; su pecho subía y bajaba suavemente al respirar.

Sin moverse, lo contempló. Era un sentimiento crudo y extraño el de aquel amor terrible, aquella sensación temblorosa de ser dueña de una porción de felicidad. Le provocaba temor, pero no podía renunciar a ella. Y lo que era peor, dejaba el resto de su espíritu sumido en el caos; incapaz de resucitar la dura resolución que la había impulsado a llegar hasta allí. Odiaba a Chilton, pero esa emoción le resultaba distante e ilusoria en comparación con la intensidad del sentimiento hacia el hombre que yacía a su lado.

Y cuando lo perdiese…, cuando se marchase… ¿entonces qué? Sentía pánico. El terror ante ello esperaba agazapado en algún lugar del futuro, frío e implacable, real pero hipotético, como los monstruos infantiles que habitan la oscuridad más allá de la cama. Es imposible que estén ahí, dijo entre sollozos la niña que había en ella. No son más que sombras.

«Ay, pero están ahí.

»Están ahí. Existen. Únicamente los príncipes azules se desvanecen como sombras cuando por fin llega la luz del día.»

Estudió el arco formado por el músculo de su brazo extendido, la forma de su mandíbula, la manera en que los dedos de la otra mano se posaban sobre su enredada y brillante cabellera.

Con dolor, casi sin aliento, susurró:

– Te amo.

Él abrió los ojos.

Lentamente, apareció una sonrisa. Alargó la mano, la posó sobre la sien de la joven y le alisó un mechón de pelo entre el pulgar y los otros dedos.

Leigh vio que se disponía a hablar, acercó la mano a sus labios y se echó un poco hacia atrás.

– No. No lo digas.

Él se incorporó sobre el codo. La luz de la luna le caía sobre el rostro y subrayaba la curva ascendente de una de sus cejas, lo que confería un aire malicioso a su sonrisa.

– No seas tonta, Sunshine… ¿no quieres que diga que te amo?

– No digas que me amas. No digas que nunca antes habías sentido esto. No digas…, en fin… no digas ninguna de esas cosas. -Se mordió el labio-. No podría soportarlo.

Él apartó los ojos. El gesto de su boca se endureció un poco. Movió los dedos sobre la piel del hombro de ella y los bajó hasta sus senos con apenas un ligero roce.

– En tal caso, me dejas sin palabras.

Leigh miró hacia arriba. La ligera caricia de sus dedos recorrió su piel y dibujó en ella círculos, corazones, espirales.

– Lo único que yo quería era a Chilton -musitó-. Quería tu ayuda. No buscaba un amante. Quería justicia por lo que le han hecho a mi familia. Eso es lo único que pedía de ti.

– Y lo tendrás -le aseguró él.

– ¡Pues claro! -La joven rió sin ganas-. Tú eres el Seigneur, ¿no es cierto?

La mano de él se inmovilizó.

– El gran salteador de caminos -continuó ella-. El señor de la medianoche. La leyenda, el héroe, el mito. -El miedo la volvió implacable-. Arrojé tu collar de diamantes a la represa de un molino.

Notó cómo el cuerpo de él se alteraba con un ligero movimiento, todos los músculos en tensión. Él la agarró del hombro, se inclinó sobre ella y la besó en la boca, con besos ásperos en las comisuras de los labios y en el centro, dulces por su calidez y su sabor.

– ¿Qué es lo que quieres? -Su boca apenas se separó de la de ella para tomar aliento-. ¿Quieres que me ponga de rodillas?

Ella lo miró a la cara.

– Quiero que me dejes en paz.

– Tú viniste a mí. -La boca de él descendió, pero sin llegar a besarla del todo.

– Para olvidar. Para dejar de sufrir. -Se mordió el labio-. Para sufrir toda la vida.

– Yo no te haré daño -susurró S.T.

Ella cerró los ojos.

– Me haces pedazos.

– Leigh -dijo él-, te amo.

La intensidad de su voz hizo que ella volviese el rostro.

– Déjame en paz -dijo.

S.T. se apartó y se incorporó con la ayuda del brazo.

– ¡Que te deje! -repitió. En su voz había frustración.

– No lo soporto, ¿por qué te es tan difícil entenderlo? -La voz de Leigh comenzó a quebrarse-. ¿Por qué no tienes piedad y me dejas en paz?

S.T. dio una vuelta sobre la cama y se levantó. Se quedó allí erguido, desnudo y espléndido, con el pelo suelto y el cuerpo cubierto de sombras.

– ¿Por qué viniste a mí?

La joven hundió el rostro en el espacio cálido en el que él había estado acostado.

– Déjame en paz.

– Dime por qué viniste, Leigh.

La joven aplastó la almohada contra ella.

– Deja solo que te ame -dijo él-, solo tienes que dejarme…

– ¡Amor! -Echó la almohada a un lado, se sentó, y tiró de la sábana para taparse-. Eres un hipócrita. Para ti no significa nada decir esa palabra, ¿a qué no? Parloteas sobre el amor, las rosas, la entrega, pero no conoces el significado de ese término. Nunca lo has conocido, y dudo que lo conozcas alguna vez.

Él exhaló una bocanada de aire.

– No te entiendo. ¿Cómo eres capaz de decir algo así después de…? -Extendió las manos y emitió un sonido ahogado-. Después de esto.

– ¡Esto! Esto es un antojo, un capricho pasajero, un sueño. Puede que quieras a tus caballos, puede que aprecies a Nemo…, pero todo lo que quieres de mí es que sea tu reflejo. ¡Tú y tu maldita máscara! -Ahora lloraba abiertamente, la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados para contener las lágrimas-. Deja ya de disfrazarlo de amor, porque yo sí sé lo que es el amor, y duele, duele mucho.

– Sí -dijo él en voz baja-. Esto duele.

Leigh notó que él se le acercaba. La cama se hundió a su lado bajo el peso de él, que le acarició el rostro mientras ella se apartaba.

– No -dijo-. Esta noche ya has conseguido lo que querías de mí.

– Eso no es todo lo que quiero.

– Ah, ¿no? -dijo ella con amargura-. ¿Cómo pude pensar que era suficiente? Solo quieres todo mi ser, cada milímetro de mi cuerpo y de mi alma, eso es lo que quieres. -Abrió los ojos y lo miró directamente a los suyos-. No soy yo quien exige que un amante se arrodille ante mí.

S.T. bajó la mirada, con el rostro serio, preocupado.

– Tú dijiste que estábamos tú y yo juntos, y yo me sentí tan bien… Lo quiero así. -Levantó la vista, la miró por debajo de las pestañas y dijo en voz baja-: Creo que sí sé lo que es el amor, Leigh.

– ¡Vete! -La joven estrechó la almohada con sus brazos-. ¡Vete, vete, vete!

– Fuiste tú quien vino a mí -dijo él con suavidad.

– Te… te odio.

Él se inclinó y reposó la frente en el hombro de ella.

– No puedes -dijo entre susurros-. No puedes odiarme.

Durante un instante ella se quedó sentada con los labios temblorosos; notaba frío en todo el cuerpo excepto donde él la tocaba.

– ¿Cuántas historias de amor se os atribuyen, monseigneur? ¿Quince? ¿Veinte? ¿Cien?

Él no levantó la vista.

– Eso no importa.

– ¿Cuántas?

– Bastantes, pero nunca entregué el corazón, no como ahora.

– Yo he tenido una -dijo ella-. Él se llamaba Robert. ¿Cuántos nombres recuerdas tú?

Él exhaló el aliento y se apartó.

– ¿Por qué?

– ¿Y por qué no? Nómbrame a las cinco últimas.

– ¿Qué es lo que intentas?

Ella irguió la barbilla.

– Pobres damas, ¿acaso no las recuerdas?

– Claro que las recuerdo. La última se llamaba Elizabeth, y fue la zorra que me entregó a las autoridades.

– Va una. -Lo observó con atención-. ¿Quién precedió a Elizabeth?

Él frunció el ceño y cambió de postura, apartándose fuera de su alcance.

– No veo qué importancia tiene.

– Te has olvidado.

– No me he olvidado, maldita sea. Elizabeth Burford, Caro Taylor, lady Olivia Hull, y… Annie… Annie…, era una Montague, pero se casó dos veces… me perdonarás si no soy capaz de recordar su nombre de casada, y lady Libby Selwyn.

Leigh enarcó las cejas.

– Te mueves por círculos distinguidos.

S.T. se encogió de hombros.

– Me muevo por donde me apetece.

– ¿Estuviste enamorado de todas ellas?

– Ah, ¿se trata de eso? No, no me enamoré de ninguna de ellas. No se parecía nada a esto. Esta vez… -Se interrumpió, detuvo su mirada, y después apartó los ojos de los de ella-. Esta vez es distinto -anunció.

– Sin duda. ¿Tienes la intención de montar un invernadero? ¿De construir una bella casa señorial en lo alto de una colina? ¿De abandonar tus… ocupaciones y convertirte en un honrado hidalgo rural?

Él siguió con la mirada perdida en las sombras, pensativo.

– Hay un precio por mi cabeza. Ya lo sabes.

Ella apartó las mantas.

– Qué suerte la tuya.

Él le dirigió una rápida mirada.

– Yo no veo la suerte por ninguna parte.

– ¿No? -Leigh tanteó con las manos en busca de su camisa, y se la metió por la cabeza.

– Espera. -S.T. alargó la mano hasta ella-. ¡Leigh! ¡No te vayas de esta forma!

– No quiero quedarme. -Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.

– Tú no eres igual a las demás -declaró él-. Yo te amo. Te amo. Eres…, Dios mío, Leigh, eres como el sol, reluces con tal intensidad que me haces daño. El resto… el resto a tu lado no son más que velas.

La joven se llevó la mano al corazón.

– Una galantería muy bien expresada, bien construida -murmuró-. Ya te dije que tenías que haber sido trovador.

– ¡Que el diablo te lleve! -Se oyó el ruido de sus pies al chocar contra el suelo-. ¿Por qué no quieres creerme? ¡Te amo!

– ¡Está clarísimo! ¿Qué diablo quieres que sea el que me lleve?

Él agarró la columna de la cama.

– Leigh, escúchame. -Su voz aumentó de potencia-. Jamás me había sentido así.

Ella se echó a reír a carcajadas.

– Es la verdad -dijo él a gritos-. Jamás me había sentido así. Nunca. ¡Te amo! Por lo que más quieras, dime qué tengo que hacer para demostrártelo.

Ella se quedó quieta con la mano en la puerta y la vista en el picaporte.

– Dime qué.

Leigh se ciñó la camisa al cuerpo y se estremeció.

– Dejar a Chilton en paz -dijo despacio.

– ¿Qué?

Leigh se volvió hacia él.

– Aléjate de Felchester. Olvídate de Chilton. Deja las cosas como están.

– ¿Que me olvide de Chilton? -repitió él. Su brazo se puso tenso sobre la columna-. ¿Qué quieres decir?

– Creo que está suficientemente claro.

S.T. negó con la cabeza, confundido.

– En absoluto. -E hizo un nuevo gesto de negación-. No. ¿Es así como tengo que demostrarte mi amor? ¿Dejándote en la estacada?

– Ya no me importa -dijo ella sin alterarse-. No hará que mi familia resucite. No cambiará nada. Lo sabía, pero… -Tomó aliento-. Pero parece que últimamente lo veo aún más claro.

– Y, entonces, yo tengo que olvidarme del plan.

– Sí.

S.T. guardó silencio durante largo rato. Leigh se apoyó en la puerta y se rodeó el cuerpo con los brazos para protegerse del frío.

– No puedo -dijo el hombre al fin.

Ella bajó la cabeza.

– ¡No puedo! -dijo él aún más alto- Y, además, carece de sentido. No te entiendo.

Ella cerró los ojos.

– ¿Entiendes el miedo, Seigneur? ¿Es que ninguna de tus damas temió jamás el momento en que te ponías la maldita máscara y partías a caballo para jugártelo todo?

– Ninguna lo dijo. ¿Es que dudas de mí? ¿Cómo iba a saber lo que siento si siempre me escabullo sigilosamente como un cobarde?

– Puede que así demostraras que piensas en lo que yo siento -dijo ella con dureza-. Pero eso no forma parte de tu amor, ¿verdad? -Y abrió el picaporte de un empellón.

– ¡Sí que pienso en lo que tú sientes! No puedes hacer que me aparte de esto; eso no puede ser amor, ¡no puede ser lo que de verdad quieres de mí! Que me convierta en una nulidad sin carácter.

– Qué más da que yo lo quiera -dijo ella con desdén-. Tú no estás dispuesto a dar nada de ti mismo. Escóndete tras tu máscara si eso es lo que quieres. Yo no quiero tener nada que ver con eso.

– Leigh -dijo él con un leve tono de desesperación en su voz-. ¿Y si te equivocas con respecto a mí?

La joven salió al pasillo y cerró suavemente la puerta tras ella.


S.T. inclinó la cabeza y apretó las palmas de las manos sobre los ojos. Maldita fuese, que el demonio se la llevase, ¿cómo podía saber ella si lo que él sentía era o no amor? Estaba tan segura, tenía tanto resentimiento, le daba la vuelta a las intenciones de él de tal forma que hacía que hasta él dudase de sí mismo.

Era distinto esta vez. Él adoraba su valentía; la amaba cuando su sombrero goteaba bajo la lluvia helada, tenía el pelo pegado al cuello y no se quejaba; la amaba cuando llevaba pantalones de montar, cuando le gruñía a Paloma y cuando le lavó los ojos a la yegua ciega. La amaba porque lo había seguido; la amaba porque nunca lloraba y la amó hasta lo más profundo y descarnado de su ser cuando sí lo hizo. Quería abrazarla y protegerla, y deseaba su respeto con más urgencia de lo que en su vida había deseado ningún premio.

Debería habérselo dicho. Había planteado las cosas mal; debería haberlo expresado todo de forma distinta. Pero ¿cómo podía decir semejantes cosas? A una mujer que se burlaba así de él. Que dudaba de él. Ardía de vergüenza al saber que ella tenía tan poca confianza en su destreza, que sentía miedo por él. De repente, todas aquellas discusiones y dudas en torno a Chilton cobraron sentido para él.

Pero ella había ido hasta él. ¿Por qué lo había hecho, Señor, por qué le había permitido amarla, para después decirle lo que pensaba de él? ¿Que era un fracasado, un fraude, tan incompetente que le daba miedo que cabalgara hacia el peligro?

Siempre sucedía así. Un instante de equilibrio, un momento de unión, y a continuación todo se hacía pedazos. Esta vez había sido distinto, nuevo, diferente, y sin embargo había vuelto a suceder lo mismo que en ocasiones anteriores; y todo desaparecía ya en el tiempo y en el recuerdo. Se desesperó al pensarlo, se echó boca abajo sobre la cama y apretó una almohada entre las manos como si pudiese estrangularla.

«Te amo -pensó con furia-. Te demostraré que esta vez es diferente.» Se sentó con la almohada en la mano y la golpeó contra el poste de la cama. «¡Es distinto!» Apretó los dientes y golpeó la almohada por el otro lado. «Te quiero… Te lo demostraré… Te amo… Te lo demostraré… es diferente, nuevo, distinto…» Siguió dando golpes hasta que las plumas empezaron a flotar a su alrededor. Era imposible atraparlas, combatirlas o dominarlas.

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