Capítulo 7

Partieron de Col du Noir con el mistral en contra. El viento había empezado a soplar durante la noche, y aullaba por todo el desfiladero y alrededor de los muros del castillo como mil lobos a pleno pulmón. Un sonido sordo y bajo como un chirrido parecía llenar el aire. Podría volver loco a cualquier hombre que lo escuchara el tiempo suficiente; se le metería en la cabeza, corazón y huesos y terminaría por gritar a su mujer y pegar a sus hijos con tal de escuchar algo humano. S.T. lo sentía tanto en el oído malo como en el bueno. Era más una vibración que un sonido, como si un gigante estuviera tarareando en el interior de la tierra una nota monocorde y constante que no parase nunca.

Pese a ser el primer día que soplaba, el viento conseguía que todo el mundo estuviera irritable, y lo más probable, tratándose de la época del año en que se encontraban, era que esa tempestad que los franceses llamaban vent du nord durase semanas. Solo la señorita Strachan no parecía afectada; claro que era la primera vez que lo vivía. De momento el mistral solo era un viento más para ella.

No había ningún medio de transporte en condiciones para salir de La Paire, incluso en el caso de que hubiesen tenido dinero. S.T. quería reservar los veinte luises de oro, por lo que únicamente se desprendió de los patos y de treinta libras a cambio de un burro bastante pasable que esperaba poder revender y así sacar el dinero para alquilar un carruaje que los llevase a París. El animal cargaba con la silla y la brida de Charon, además de con un pequeño alijo de comida que valía otros cuantos sous, y que S.T. esperaba que bastase para pasar las cuatro noches que consideraba que tardarían en llegar a Digne. Había echado cuatro camisas y un par de pantalones negros de seda y, tras colgarse la colichemarde del cinturón y ponerse la otra más pesada a la espalda, partieron a paso ligero por el camino que conducía al este.

Los árboles y las laderas de las montañas los protegían algo del mistral pero, de todos modos, el viento bajaba silbando con una fuerza heladora por los valles. S.T. observó que las mejillas de la señorita Leigh Strachan enrojecían cada vez más bajo el sombrero que llevaba encasquetado en la cabeza; sin embargo, seguía avanzando por el otro surco dejado por los carros mientras tiraba del burro.

S.T. se alegraba para sus adentros de que ella hubiese estado enferma ya que, de otro modo, tenía la sospecha de que estaría en mucha mejor forma que él. Pese al entusiasta arranque de S.T., el burro había marcado el lento ritmo de la marcha que seguían todos, excepto Nemo. El lobo, que iba por delante del grupo, se paraba de vez en cuando para esperarlos, tras lo cual volvía a correr por delante. Mucho antes de que S.T. pudiera oír el sonido de humanos que se aproximaban, Nemo los alertaba de la presencia de otros viajeros escondiéndose entre las rocas blancas y la maleza.

En un momento en que la presencia del lobo junto a ellos indicaba que estaban solos, S.T. dijo con estudiada despreocupación:

– Creo que tal vez deberíamos casarnos.

Ella pareció tomarlo mejor de lo que había esperado.

– ¿Qué? -preguntó sin inmutarse demasiado.

– Alguien terminará dándose cuenta de que eres una mujer. Provocaría menos comentarios si fueses vestida como tal.

– No creo haber provocado ningún comentario hasta la fecha.

– No, solo fervientes admiradores como el marqués de Sade.

Leigh se cambió de mano la cuerda del burro y tiró de la rezagada bestia.

– Ya te he dado las gracias por librarme de ese contratiempo. De ahora en adelante siempre estaré alerta en previsión de casos así.

– Si somos una pareja casada, nadie te molestará.

Leigh asintió con la cabeza por toda respuesta.

S.T. puso la mano en la empuñadura del estoque y palpó el frío metal. Le ardía el rostro. No quería tocar la espada, sino a ella.

– Había pensado que nos hiciésemos pasar por hermanos -dijo-, pero es más recomendable que viajemos manteniendo ciertos visos de respetabilidad. La gente se extrañaría de que no llevases doncella, y tendríamos que coger habitaciones separadas, si es que las encontramos, lo cual sería un gasto adicional innecesario.

– Sí -afirmó ella con tranquilidad-. Pero no tenía intención de viajar con compañía.

S.T. captó la pulla, pero prefirió hacer caso omiso.

– No temas, no seré ningún estorbo para ti aunque compartamos habitación -dijo al tiempo que arrancaba una rama de un arbusto y comenzaba a deshojarla-. Es solo para guardar las apariencias. No voy a pasar la noche contigo.

De nuevo ella se limitó a asentir.

– Entonces, ¿qué me dices? -preguntó S.T. sin levantar la vista de la rama.

– Lo pensaré.

S.T. maldijo en silencio la tozudez de aquella joven. No podía cortejarla adecuadamente mientras fuese vestida de hombre o, más bien, de chico. Nadie creería que era un hombre; sin embargo, llamaría la atención si intentaba seducir a un apuesto joven. Parecía tan depravado como el propio Sade.

Pero eso no lo detuvo de momento. Sabía por el comportamiento de Nemo que no iba a aparecer otro ser humano en bastante rato. Intentó pensar en algo agradable y cautivador, pero le pareció que el tipo de frases que le habían salido con tanta facilidad cuando las susurraba en un jardín de rosas a medianoche quedarían un tanto forzadas al gritarlas en medio de aquel viento helado a una joven que llevaba pantalones y tiraba de un burro recalcitrante. En su lugar tuvo que dedicarse a interrogarla, a pesar de que ella no cooperaba demasiado. Tras obtener algunas breves respuestas sobre la localización exacta de su casa, S.T. se quedó unos pasos atrás y asestó al rezagado burro un ligero golpe con la vara que había obtenido tras deshojar la rama. El animal trotó algo más rápido.

– Dime una cosa, ¿cómo conseguiste encontrarme? -preguntó a Leigh.

– Te busqué -dijo ella por toda respuesta-. No eres tan difícil de reconocer como crees.

– Entonces, ¿comenzaste en el norte de Inglaterra y te dedicaste a ir por ahí describiéndome y preguntando por un sujeto con extrañas cejas?

– Todo el mundo sabe que huiste a Francia -replicó ella-. Comencé a preguntar por un hombre de ojos verdes y cabello de reflejos dorados en París.

– Que todo el mundo… -comenzó S.T. a decir, pero se interrumpió perplejo-. ¿Quieres decir que todo el mundo conoce mi vida?

– Solo eran chismorreos. Y en Francia no saben nada del Seigneur de Minuit, pero si te veían te conocían. Tienes un aspecto muy poco habitual, monsieur. Creo que te subestimas. Pregunté en todos los hôtels y auberges y mis pesquisas me condujeron a Lyon, y de allí a La Paire.

S.T. negó con la cabeza.

– Dios bendito, no deberías haber ido tú sola a esos lugares. ¿No te queda familia?

– Unos primos. Les escribí.

– ¿Y aprueban esta expedición tuya?

– Les dije que necesitaba un cambio de aires, y que me iba de viaje por el continente con una amiga de mi madre.

– Vaya -murmuró S.T. con amargura, antes de dar otro golpe al burro-. ¿Y cómo se llama? -preguntó-. El hombre que vamos a matar.

Leigh lo miró y, a continuación, aceleró el paso para igualar el paso rápido del animal.

– Chilton. El reverendo James Chilton.

S.T. la miró, sorprendido.

– Estás de broma.

Ella se limitó a seguir caminando.

– Un reverendo -dijo el otro poniendo los ojos en blanco-. Quieres asesinar a un reverendo.

Como única respuesta, el mistral siguió soplando. Estaba claro que a ella no le había hecho ninguna gracia, y que él era un zopenco sin tacto.

– No es un asesinato -dijo Leigh con un hilo de voz sibilante que estaba en perfecta consonancia con el viento-. Es justicia.

– Explícame por qué no puedes ir al juez a pedir justicia.

– Mi padre era el juez, y el señor Chilton ocupa su puesto ahora.

S.T. levantó la cabeza bruscamente para mirarla.

– ¿Y qué pasa con los demás magistrados? ¿Consienten que un asesino se convierta en uno de ellos?

– Los demás le tienen miedo.

– ¿Tan cobardes son?

– No -respondió Leigh al tiempo que negaba con la cabeza sin dejar de mirar al camino ante ella-. No son cobardes, pero están aterrorizados.

S.T. meditó esas palabras. Eran bastante elocuentes, ya que revelaban una diferencia sutil a la par que crucial. La señorita Leigh Strachan no era ninguna tonta.

– ¿De qué están aterrorizados?

– De lo que les pasó a mis hermanas -contestó ella-. Ellos también tienen hijas.

S.T. apoyó una mano en la grupa del burro y observó a Leigh. Seguía andando a grandes zancadas sin vacilar. El viento agitaba los mechones de pelo que se le habían escapado de la coleta y que le golpeaban el rostro.

– ¿Te da miedo preguntar? -dijo ella, que seguía sin mirarlo-. ¿Crees que no voy a soportar hablar de ello?

– Sunshine… -comenzó a decir S.T. con suavidad.

– No me llames así -dijo Leigh volviéndose hacia él y forzando al burro a que se detuviese de repente-. Te desprecio cuando me llamas así. Pregúntame qué les pasó a mis hermanas.

Intentó tocarla, pero ella retrocedió un paso; luego dio un respingo para evitar topar con la cabeza del burro.

– ¡Pregúntamelo! -gritó.

El viento se llevó sus palabras. Permaneció inmóvil mirando a S.T. mientras asía el cabestro del burro con fuerza.

– ¿Qué pasó? -dijo él en una voz baja e impersonal.

– Encontraron a Anna en la laguna de Watch Hill, que es donde suelen ir las parejas de enamorados. La habían estrangulado. Tenía el vestido abierto y subido hasta la cintura, como una ramera. -Lo miró sin pestañear-. Emily estuvo desaparecida toda la noche. Cuando volvió, no quiso hablar durante semanas, y después empezó a sentirse mal. Vino el médico y dijo que estaba esperando un hijo. A la mañana siguiente apareció muerta en el granero. Se había ahorcado.

Él apartó la vista y miró al suelo.

– Yo la encontré -prosiguió Leigh-, y me alegro de haberla encontrado, ¿entiendes?

S.T. acarició el áspero lomo del burro mientras observaba cómo el viento movía el pelo gris que tenía entre los dedos. A continuación, asintió. Leigh emitió un sonido, una única sílaba inarticulada de desdén; S.T. no logró saber si iba dirigida a él, a los recuerdos o a qué. Quizá no creía que realmente pudiera entenderla.

No había nada que pudiera decir, así que se limitó a dar un golpe al pequeño burro para que prosiguiera, e hizo un comentario intrascendente sobre el camino que todavía les quedaba por recorrer.


Sin preguntarle antes si quería, S.T. llevó agua a Leigh cuando pararon en el fondo de un precipicio de piedra caliza. El mistral rugía entre los arbustos que había sobre sus cabezas y arrancaba, flores silvestres que crecían en las grietas verticales de las alturas. Cuando S.T. se quitó el tricornio, el pelo golpeó su mejilla. Se arrodilló delante de ella, que estaba sentada en una roca, y le ofreció la copa.

– El viento te está quemando el rostro -dijo.

Ella lo miró con una expresión un tanto cínica.

– Da igual.

– ¿No prefieres taparte con un pañuelo?

Leigh se encogió de hombros y bebió. Él todavía ansiaba tocarla y recorrer con sus dedos la enrojecida piel, para aliviarla.

– ¿Estás cansada? -preguntó en su lugar-. Puedo llevar yo al burro si te agota mucho.

– No hace falta -contestó ella en un tono distante que indicó a S.T. que sabía muy bien en qué consistía ese juego y que no le iba a llevar a ninguna parte. Por tanto, decidió ser paciente. Sus propios motivos para lo que estaba haciendo eran un tanto confusos. Quería protegerla, consolarla, pero tampoco se trataba de un impulso del todo inocente. Quería por encima de todo abrazar su cuerpo.

Comieron en silencio.

– Debería terminar de contártelo todo -dijo Leigh de repente-, ya que veo que no te atreves a hacer más preguntas.

S.T. volvió a envolver con cuidado el pan que no se había comido dentro de la servilleta, que ató a continuación.

– Hay mucho tiempo para eso, si te apena recordarlo.

– No -dijo ella con suma frialdad-. Ya que insistes en tomar parte en esto, prefiero contártelo todo lo antes posible. Quizá así te replantees tu decisión.

Él la miró y negó con la cabeza. Leigh le devolvió la mirada durante un instante y después la apartó. Tenía las manos entrelazadas con fuerza sobre el regazo y se dedicó a seguir las evoluciones de un pajarito gris y negro que saltaba entre las oscilantes ramas de un arbusto que había junto al camino. S.T., por su parte, arrancó una brizna de hierba y masticó uno de sus extremos. Vio que ella se balanceaba con un débil movimiento hacia delante y hacia atrás como los arbustos al viento, mientras mantenía los codos muy pegados al cuerpo como si quisiera hacerse lo más pequeña posible.

– Cuéntamelo -dijo S.T. con suavidad cuando le pareció que Leigh no conseguía reunir las fuerzas para hablar-. ¿Por qué crees que hizo eso a tus hermanas?

– No, no fue él -dijo ella rápidamente-. Yo no he dicho que lo hiciera él.

– Entonces es que tiene cómplices.

Leigh echó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo.

– ¿Cómplices? -Respiró hondo y expulsó el aire con fuerza-. Toda la ciudad es su cómplice. Lo único que tuvo que hacer fue subirse al púlpito y decir: «Es una pérdida, su carne es débil y ha intentado seducirme a mí, a un hombre de Dios». Eso fue la condena de la pobre Emily. Todos le creen. Y los que no lo hacen, no se atreven a hablar. Mi madre sí se atrevió, y ya ves qué pasó. -Agachó la cabeza y se miró las manos-. Nos usó como ejemplo, y encima lloró. -Una mueca de ironía se dibujó en su rostro-. Esa mala bestia lloró ante la tumba de mi hermana.

S.T. arrancó otro tallo e hizo un nudo con él.

– ¿Y qué pasa con quien la mató? ¿No quieres que se haga justicia?

Ella se mordió el labio. Su rostro estaba muy tenso.

– No sé quién la mató -dijo-, y me da igual. Quienesquiera que fuesen, no eran ellos cuando lo hicieron. -Vaciló un instante y lo miró-. Eso debe de parecerte raro.

S.T. frunció el ceño mientras anudaba lentamente la siguiente brizna a la cadena de hierba que estaba haciendo.

– Tenía un amigo en París -dijo-, mi mejor amigo de los de la escuela. -Con meticulosa precisión rajó un tallo y le anudó otro-. Un día íbamos todos juntos y encontramos a un pájaro herido en la calle. Era una paloma con un ala rota; se movía por el suelo con aspecto de estar desconcertada y dolorida. Yo iba a cogerla, pero el mayor de todos nosotros empezó a darle patadas. Todos se echaron a reír y comenzaron a darle patadas también, y a pisarle las alas para que las sacudiera. -Sus manos pararon-. Incluido mi mejor amigo -añadió mientras extendía la cadena.

Leigh levantó la cabeza y lo miró.

– ¿Y lo odiaste por ello?

– Me odié a mí mismo.

– Porque no dijiste nada.

S.T. asintió.

– Se habrían reído, y hasta puede que se hubieran vuelto contra mí. Me fui a casa y lloré en el regazo de mi madre. -Esbozó una ligera sonrisa-. Mi madre no era una gran erudita religiosa. Creo que tardó cuatro días en encontrar una Biblia, y otros tres para localizar la página que buscaba, pero al final la encontró. -Se colgó el aro de hierba verde de los dedos-. «Perdónalos, Padre, pues no saben lo que hacen.»

– Eso son solo palabras que no cambian nada -replicó ella con furia-. Mi padre siempre fue… -Se interrumpió con un escalofrío-. Pero eso no importa ahora. -Con un movimiento repentino se puso en pie-. Chilton llegó hace cuatro años y fundó una sociedad religiosa. Mi padre se había ordenado nada más salir de la universidad y era el párroco del lugar. Nunca había esperado heredar el título de conde de su familia pero, cuando lo hizo, continuó con su labor eclesiástica como si nada. No era una persona de carácter, era más bien tímido. Sus sermones dormían a todo el mundo, pero él disfrutaba escribiéndolos. Y entonces apareció Chilton en la vecindad y comenzó a celebrar reuniones evangélicas. También montó una escuela y un hogar para chicas pobres.

Se llevó una mano a la boca y comenzó a caminar. Sus delgadas y fuertes piernas salían y entraban del campo de visión de S.T. Era la primera noticia que tenía de que Leigh fuese hija de un conde. De forma intencionada no levantó la cabeza; la volvió para oír mejor, aunque fingía estar mirando una mata de lavanda silvestre que había más allá de ella.

– ¿A qué iglesia pertenece Chilton? -preguntó.

– La llama la Iglesia Libre. Ni siquiera sé si existe de verdad, pero lo dudo mucho. Nunca asistí a ningún servicio, pero creo que es todo invento suyo. Aseguraba que era igual que una sociedad metodista, pero hace años vino John Wesley a predicar a la ciudad y, según mi madre, lo de Chilton no tenía nada que ver. Aunque es cierto que, al igual que los metodistas, todos tienen que confesarse ante los demás, y después deciden juntos la penitencia que hay que imponer al pecador. -Se detuvo y miró directamente a S.T.-. Pero si alguien no se confiesa, le imponen un castigo de todos modos. Acoge a esas indigentes, les da cama y trabajo y les pide que no vayan con ningún hombre ni se casen. Dice que las mujeres no tienen alma, y que su única esperanza de volver a nacer como hombres es que se sometan a una autoridad superior en esta vida, igual que un caballo de tiro se somete a su amo. En mi pueblo hace casi dos años que no se celebra una boda. -Hizo una pausa. Tenía el rostro encendido-. A veces hay alguna cuando Chilton lo permite, una vez hechos todos los preparativos necesarios, para complacer a los hombres y para que las mujeres aprendan a obedecer.

– Sí, ya sé a qué te refieres -dijo S.T.

– Mi madre se enfrentó a él. Siempre había defendido la educación de las mujeres, y dijo que los puntos de vista de Chilton eran anticuados. Al principio se reía de él. Chilton fue a ver a mi padre en público para pedirle que la controlara y pusiese fin a esos «estudios malvados» que mi madre nos imponía a mis hermanas y a mí. -Leigh juntó las manos y se las llevó a la boca-. Nos enseñaba matemáticas, latín y física; eso es lo que Chilton consideraba tan malvado. También escribió panfletos en los que rebatía los sermones de mi padre. -Volvió a sentarse con un escalofrío en los hombros mientras se rodeaba el cuerpo con los brazos-. Comenzó a aparecer ante la puerta de casa con una multitud de sus seguidores para exigir que mi madre les entregase a sus hijas antes de que fuese demasiado tarde. No podíamos salir de casa libremente; nos convertimos en prisioneras en nuestro propio hogar. Mi padre… -se puso tensa y bajó la mirada- no hizo nada; tan solo rezó, nos hizo pequeños regalos y dijo que todo pasaría. Eso es lo que siempre hacía. Fue mi madre, quien siempre se encargó de verdad de nosotras, la que tomó cartas en el asunto. Era muy buena e inteligente. Todo el mundo la admiraba. Siempre sabía qué hacer dundo mi padre estaba en apuros.

S.T. observó cómo se mordía el labio inferior con furia, y se cogió ambas manos para contener el impulso de abrazarla y darle consuelo. Resultaba desgarradora la forma en que la voz de Leigh se mantenía fría y firme mientras su cuerpo se agitaba como si el viento se hubiese apoderado de él. Quería calmarla, facilitarle las cosas, pero no sabía cómo.

– ¿Qué hizo tu madre con respecto a Chilton? -preguntó en un tono bastante neutro.

– Hizo que lo arrestaran. Entonces no sabíamos… jamás habríamos sospechado… Verás, Chilton asustaba a mis hermanas, pero para mi madre y para mí solo era un ser perverso y molesto. Mi padre era el juez del lugar, cargo que siempre había sido de mi familia, pero era mi madre la que desempeñaba buena parte de las tareas por él. Llevaba las cuentas de los impuestos, estaba presente en las vistas y le escribía notas a mi padre sobre qué era mejor hacer. Todo el mundo sabía que lo aconsejaba y nadie ponía ninguna objeción. Mi madre envío al agente judicial a que arrestase a Chilton y la gente desapareció de delante de nuestra casa.

De pronto, bajó la mirada y comenzó a balancearse sin descanso con la cabeza apoyada en las rodillas y las manos rodeándolas.

– Mi padre… -dijo con un grito sordo-, mi padre nos dijo «¿veis?, ya está todo arreglado» y salió a la calle. Cuando estaba demasiado lejos para volver… lo apedrearon en plena calle. -Comenzó a respirar espasmódicamente mientras seguía inclinada sobre las rodillas-. Lo apedrearon desde las casas, y desde detrás de puertas y carros. Todos estaban en silencio, tanto que podíamos oír cómo les pedía que parasen, que por favor parasen. -Emitió un sonido inarticulado-. Mi madre salió. Nos dijo que nos quedásemos dentro, pero yo la acompañé. Mi padre ya estaba inconsciente, o tal vez muerto. A nosotras no nos lanzaron piedras, sino basura y cosas asquerosas. -Levantó la cabeza y miró al cielo-. Ay, papá, papá…

No lloraba, pero cada músculo de su cuerpo temblaba. S.T. hizo un ligero movimiento para alargar una mano y, entonces, ella se puso en pie de un salto.

– ¡No me toques! -gritó-. ¡Por favor, no me toques!

Se volvió y fue hasta el burro. Una vez allí, comenzó a abrochar y desabrochar frenéticamente las correas de la carga sin motivo alguno. S.T. permaneció donde estaba. Nemo se aproximó a él y se sentó a su lado descansando todo el peso sobre la columna de su amo; luego, le olisqueó la oreja y se la lamió.

– Después nadie quiso hacer nada -prosiguió Leigh con la mirada fija en la silla del burro-. Chilton dio un sermón en la calle sobre el precio del pecado. Mi madre ni siquiera pudo conseguir que se formara un tribunal que juzgara el asesinato de mi padre, porque ningún caballero se atrevió a presentar cargos contra Chilton. Dijeron que había sido una muchedumbre, que no se podía señalar a nadie como responsable directo, y que mi madre se estaba excediendo al exigir que hicieran más, como si ella misma fuese juez. Dijeron… -añadió al tiempo que se le contraía el rostro- que quizá el señor Chilton tenía razón, y las mujeres de nuestro condado debían aprender cuál era el lugar que les correspondía. -Lanzó un gruñido de furia y desesperación, y volvió a manipular las correas una y otra vez-. Mi madre escribió al gobernador, pero nunca recibió respuesta. Dudo que la carta llegara más allá de Hexham. Entonces Emily fue… castigada. Pero de nuevo no había pruebas que demostrasen que el instigador había sido Chilton. Sabe muy bien cómo asustar a la gente, y se las arregló para que nadie hablara. Mi madre creía que podría hacerlos entrar en razón, y fue a ver a todos los magistrados para intentar convencerlos de que actuasen contra Chilton. Entonces encontraron a Anna y la gente comenzó a mirarnos como si fuéramos portadoras de alguna plaga. Los criados se marcharon. El tribunal se reunió y dijo que había sido otro suicidio. Lo siguiente que supimos fue que el nombre de Chilton estaba en la lista para ser nombrado clérigo magistrado en sustitución de mi padre.

Levantó el rostro al viento y S.T. observó su bello perfil.

– Todo aquello ya fue demasiado para mi madre -prosiguió en voz baja-, ella no tenía fuerzas suficientes para poder hacer frente a todo. Me dijo que hiciera el equipaje porque nos íbamos a Londres a vivir con mi prima. Cerró la casa y enganchó ella misma los caballos al carruaje. Yo iba en el interior mientras ella conducía, ya que no teníamos ni cochero. -Se le quebró la voz al tiempo que miraba al cielo y las colinas-. La pobre ya no estaba en su sano juicio, y supongo que yo tampoco ya que no le habría dejado llevar el carruaje. No creo que hubiese manejado jamás un tiro de caballos. Se desbocaron antes de llegar al puente y mi madre salió despedida.

S.T. rodeó a Nemo con un brazo y acarició su espeso pelo.

– Así que ya ves, Seigneur -dijo ella con amargura-, si llegas a Inglaterra, donde se ofrece una recompensa por tu cabeza, y encima te enfrentas a Chilton, todo el mundo, desde la Corona hasta los parroquianos, irá a por ti. No será un único hombre el que intente destruirte.

S.T. se apoyó en Nemo para ponerse en pie. Una oscura sensación de euforia había comenzado a desarrollarse en él, un atisbo de riesgo y apuesta que aún estaba demasiado distante y difusa. El pequeño brillo del peligro avivaba la llama a la vez que su mente y sus emociones se agudizaban; se sentía como si volviese a vivir. Lo deseaba tanto… Era como si hubiese estado tres años dormido.

– Iré -dijo-. Haré lo que sea por ti.

Leigh lo miró con la guardia baja, como si sus palabras la hubiesen sorprendido, pero su rostro recobró al instante la actitud indiferente de siempre y una mueca irónica se dibujó en su boca.

– Te comerán vivo, monsieur.

– No podrán acercárseme tanto.

Ella le dedicó una de esas sonrisas suyas tan desquiciantes y recobró su fría compostura, rechazando todo lo que le ofrecía.

– Maldita sea -masculló S.T. Dio un paso con demasiada rapidez y, tras tropezar con Nemo, perdió el equilibrio y cayó de rodillas mientras el mundo comenzaba a girar turbio a su alrededor.

Leigh lo observó sin expresión alguna en el rostro.

– Ya estás advertido -dijo.

Nemo se mantuvo quieto a su lado tal como le había enseñado, y S.T. se agarró a él. Se sentía como si se descompusiera en pedazos, en una mezcla de orgullo, furia, vergüenza y deseo. El lobo le lamió la mano y se apoyó en su pierna. S.T. respiró profundamente y se incorporó.

– Iré -repitió con tozudez-, porque me necesitas y te amo.

Esas palabras tuvieron un claro efecto en él mismo. Al decirlas sus limitaciones se esfumaron y su viejo mundo volvió a abrirse, con toda la gloria, emoción y pasión de siempre. Quería volver a sentirse vivo y tentar a la fortuna por amor. Lo anhelaba tanto…

– Eres un idiota -dijo Leigh dándole la espalda.

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