Capítulo 17

A Leigh le pareció que nada había cambiado en aquella vasta y desierta región en la que reinaba la desolación; un cielo gris en aquel sombrío páramo, con la muralla romana como espina dorsal, encaramada cual serpiente sobre las cimas de las anchas crestas. Un temporal poco frecuente cubría las colinas; enormes copos de nieve se derretían al llegar al suelo y allá arriba, por encima de las nubes, se oía el rugir del trueno.

El viento alborotaba las crines del caballo zaino mientras Leigh avanzaba por el fangoso sendero. El animal levantaba nervioso la cabeza, y miraba a su alrededor como si hubiese tigres al acecho escondidos en las cavidades oscuras; alternaba los cortos brincos con largas zancadas impetuosas mientras proseguía la ardua marcha a lo largo de la anegada senda.

Leigh rezó para que no se topasen en el camino con charcos que les fuese imposible rodear. El respeto que mostraba aquel animal por el agua había sido un auténtico tormento durante el viaje y había añadido dos semanas a lo que habría tenido que ser un recorrido de veinte días. El Seigneur había asegurado que él se encargaría de ponerle remedio, pero no se quedó el tiempo suficiente para hacer realidad sus palabras.

La había abandonado, en medio del patio oscuro del establo, bajo la lluvia, allá en la Posada de la Sirena. No es que en ese momento la hubiese dejado físicamente sola, no, eso había venido después. Pero no había vuelto a dirigirle la palabra; no había ido a la habitación a dormir, y por la mañana todo lo que quedaba de él era un mensaje. Le decía que se quedase allí hasta que él volviese. Que el alojamiento y la comida ya estaban pagados; que podía pedir lo que quisiese excepto dinero. Se había llevada con él el caballo negro y el rebelde rucio; a ella le había dejado el caballo zaino, aquel que se negaba a cruzar los puentes.

La había abandonado a su suerte, sin un céntimo, para que lo esperase como si fuese su sierva.

Todavía se enfurecía al recordarlo, pero no había conseguido detenerla ni media hora.

Aquel caballo, sin embargo, había ralentizado su marcha considerablemente. Intentó venderlo en Rye, pero todos conocían demasiado bien al animal, así que, en su lugar, tuvo que llevar las perlas y el vestido a la casa de empeños. El dueño se fue con los objetos a la trastienda para examinar el collar, y después volvió y depositó diez chelines sobre el mostrador, en lugar de las cuatro libras que S.T. había calculado. Cuando Leigh protestó airadamente, el hombre se limitó a encogerse de hombros y entregarle el recibo del empeño. Se negó a devolverle las perlas, y cuando ella lo amenazó con ir a la policía, el hombre se apoyó en el mostrador y le dijo que podía ir a donde quisiese, y comprobar lo lejos que llegaba. Sabían quién era ella, esa era la razón; todos sabían que el señor Maitland, con toda su fama de hombre liberal y diestro con la espada, había abandonado a su esposa en una posada de Rye. Y allí, en Rye, en aquella guarida de contrabandistas sin escrúpulos, estaban dispuestos a quedársela con ellos, con la esperanza de obtener una recompensa.

Al precio de dos peniques por milla, calculó que necesitaría al menos tres libras para pagar el viaje en la diligencia hasta Newcastle, aunque fuese en la parte exterior. Pensó que, una vez lejos del lugar, lograría vender el caballo, pero aquello también resultó imposible, a pesar del esfuerzo que le costó llevarse al animal de allí. Tras lograr a base de tirones, golpes y mimos que cruzara sobre el agua los siete puntos que había que atravesar para llegar desde Rye a Tunbridge Wells, se encontró con que los tratantes de caballos eran gente a la que no se le escapaba nada. Eran desconfiados, y descubrían de inmediato qué tipo de persona era la que iba a venderles un caballo. La visión de un «muchacho» con pantalones de montar sobre una silla lateral provocó bastantes burlas, y se dieron cuenta de las carencias del zaino casi de inmediato. Leigh se vio obligada a patearle la cara a uno de ellos cuando, con la excusa de ajustarle las espuelas, le puso la mano sobre el muslo.

La mejor oferta que recibió fue la de un matarife de Reading: dos libras. Leigh miró al zaino, que se negaba a acercarse a menos de diez pies del matarife; en sus ojos se leía el miedo mientras se acurrucaba junto al poste al que ella lo había atado a algunos metros de distancia. Aquel condenado caballo le tenía miedo a todo, pensó Leigh con desprecio; les costaría trabajo llevarlo hasta el patio que hacía las veces de matadero.

Se aproximó al caballo y el animal empezó a hacer movimientos frenéticos y a retroceder tan pronto como ella lo desató. Se estremecía de miedo, demasiado asustado hasta para salir huyendo.

– Vamos, vamos, chico… tranquilo -murmuró Leigh, como hacía siempre que el caballo se ponía nervioso-. Tranquilo. No pasa nada. Nadie va a hacerte daño.

Mientras pronunciaba aquellas palabras, fue consciente de que eran mentira, la mentira definitiva, la traición a la poca confianza que el caballo había depositado en ella.

El caballo se calmó con el sonido de la voz de la joven, aunque solo superficialmente, lo suficiente para dejar de retroceder y temblar. Se quedó inmóvil a su lado, con el cuello rígido y las mandíbulas apretadas, y obedeció cuando ella le mandó parar. Fue una pequeña demostración de la fe que tenía en el buen juicio de ella; una muestra tímida y nerviosa de confianza en que lo que ella le pedía que hiciese no entrañaba peligro alguno.

Leigh cambió de idea.

El matarife aumentó la oferta hasta las tres libras, suficiente para pagar el viaje en la diligencia, pero ella acercó el caballo hasta un montadero y consiguió subirse a lomos de él pese a que el animal no dejaba de moverse y caracolear inquieto. Cuando llegaron al primer paso a través del agua se arrepintió de su decisión, y volvió a hacerlo en cada uno de los demás pasos.

Pero lograron llegar a Northumberland. Pese a sus numerosos defectos, el caballo tenía una energía sin límites, y la fuerza necesaria para retroceder y encabritarse al llegar a un vado incluso después de haber recorrido treinta millas bajo la lluvia sobre un sendero fangoso. Les llevó más tiempo de lo normal, pero lo habían conseguido.

El zaino se detuvo de repente y se quedó mirando la luz decreciente de la tarde en la que se veían nubes que pasaban sobre la llanura hacia el norte. Leigh se puso tensa a la espera de que el animal saltara aterrorizado ante cualquiera que fuese el peligro que hubiese descubierto ahora, pero en su lugar levantó la cabeza y relinchó.

La respuesta llegó de la distancia. Leigh pudo divisar la silueta adusta de la muralla romana, aunque tuvo que entrecerrar los ojos para evitar los copos de nieve. A través de un orificio donde la mampostería se había derrumbado, pasaba un pálido caballo, con la cabeza gacha como si sortease las piedras caídas. El rucio relinchó de nuevo, y el otro caballo se detuvo y le respondió; luego, se adelantó de un salto y corrió veloz hacia ellos ladera abajo.

Leigh desmontó de la cabalgadura y soltó las bridas del nervioso zaino. Había montado a lomos de aquella criatura lo suficiente para saber que no sería capaz de controlarlo, ni montada en él ni desde tierra, si había otro animal desconocido suelto. El animal salió disparado hacia el caballo que se aproximaba a ellos y emprendió el galope para ir a su encuentro.

Se encontraron a mitad de la ladera, con los cuellos arqueados y las orejas enhiestas.

Leigh se quedó allí en medio del barro y sintió que una súbita sensación de angustia le oprimía el pecho. Era el rucio rebelde, no tenía duda alguna; desde donde estaba, era capaz de distinguir las cicatrices que marcaban su cabeza.

Así que el Seigneur había ido, estaba allí. Se quedó a la espera y vio que los dos caballos pegaban sendos respingos y acercaban sus hocicos hasta juntarlos. De repente, el rucio soltó una especie de alarido, golpeó el suelo con las patas delanteras, y ambos animales salieron a todo correr.

Los caballos cabalgaron por la ladera, se alejaron y volvieron a acercarse mientras describían un círculo; a continuación, se aproximaron a ella al galope entre salpicaduras de barro que se mezclaban con los copos de nieve. Leigh permaneció inmóvil mientras los corceles la rebasaban a toda velocidad, pero de repente, el rucio pareció sentir cierto interés hacia ella, ya que aminoró el paso y se le acercó a galope lento.

El zaino fue detrás, y se acercó al trote hasta quedar a un metro de donde la joven se encontraba. Bajó la cabeza y se puso a remover el barro y la nieve en busca de hierba. Leigh se aproximó despacio y se hizo con las riendas, ahora que la primera emoción del encuentro parecía haberse calmado. El rebelde rucio se detuvo y se quedó mirándolos con las aletas dilatadas como si quisiese inhalar la gélida ventisca. Leigh hizo girar al zaino y lo condujo sendero adelante. Tras un instante, oyó las pisadas acompasadas del rucio tras ellos. El animal titubeó un momento, y a continuación se acercó a ella al tiempo que sus cascos se hundían en el fango. Leigh le dio unas palmaditas en el cuello y después le dejó frotar la cabeza contra su cuerpo.

– ¿Dónde está él? -le preguntó-. ¿Ha conseguido ya que lo maten?

El rebelde empezó a mordisquear los flecos de su bufanda y levantó las orejas. Ambos caballos alzaron la cabeza cuando a través del aire del páramo llegó el solitario aullido de un lobo.


Leigh pensó que el Seigneur debía de haber muerto. El caballo rebelde podía haberse escapado o podían haberlo soltado, pero Nemo no habría dejado nunca voluntariamente al Seigneur para irse solo a vagabundear.

Sintió lástima cuando el lobo dio la impresión de alegrarse de verla. Leigh recordó la forma en que S.T. siempre recibía a su amigo, así que se acuclilló y dejó que Nemo le lamiese el rostro y posase las enfangadas patas en su capa. Lo acarició, acunó su cabeza entre las manos y hundió los dedos en el húmedo pelaje hasta alcanzar la piel cálida y seca del animal, que se estremeció de placer, soltó un aullido y emitió una especie de ladrido de emoción.

Las nubes bajas y el invierno hicieron que las horas centrales de la tarde pareciesen una noche temprana y oscura. Leigh condujo al pequeño grupo por la muralla hasta que, producto de siglos de erosión, desapareció su elevación y quedó al nivel del suelo. Conocía perfectamente aquel territorio ya que había sido una niña amante de la aventura; conocía Thomey Doors y Bloody Gap y Bogle Hole, y sabía muy bien que no debía pedir asilo en la casa conocida como Bum Deviot, refugio de los ladrones de ovejas.

Nemo iba en cabeza, sin alejarse en exceso, y volvía constantemente para pegarse a ella y lamerle la parte de las manos o del rostro que tuviese a su alcance. El viento soplaba con fuerza a sus espaldas. Leigh avanzó y chapoteó en el barro hasta que encontró una gran piedra en el suelo que pudo utilizar para montar nuevamente.

Más allá de Caw Gap la muralla se elevó de nuevo, y desde la altura de Winshields escudriñó entre los densos copos de nieve hasta distinguir las largas formaciones basálticas de Peel Crag y High Shield, cuyas laderas se elevaban hoscas y silenciosas, coronadas por negras rocas orientadas al norte, que parecían las sombras de centinelas romanos.

¿Y qué si estaba muerto? ¿Qué?

La ira y el miedo libraban una batalla en su interior. ¡Estúpido! ¡Estúpido! Idiota sin remedio, ajeno a toda lógica, que actuaba sin sentido alguno del peligro, como si de un juego se tratase.

¿Y qué si estaba muerto? ¿Qué?

Leigh pensó en Chilton y en lo que había hecho; en lo que era capaz de hacer. Rodeó con los brazos el cuello del zaino y hundió la cabeza en sus crines. El cálido olor del caballo penetró en su nariz. El fuerte olor la rodeó, le hizo pensar en la voz del Seigneur, suave y tranquila, que le decía que tocase la cabeza del caballo rebelde.

De repente la cabeza de su montura se alzó y le propinó un fuerte golpe en la nariz. Leigh se echó hacia atrás y parpadeó, tratando de ver pese a los copos de nieve y a sus ojos empañados. A su lado, el rucio dio un pequeño respingo e inició un trote, con las orejas enhiestas. Leigh escudriñó la silueta de la muralla.

Al otro lado de un desfiladero, justo donde la fortificación de piedra iniciaba la curva para ascender por la colina vecina, divisó un caballo negro montado por un jinete que miraba hacia ellos. No era capaz de distinguir de quién se trataba. El rucio alcanzó el borde del desfiladero y disminuyó la velocidad para ascender por el cerro. Nervioso, Nemo trazó un círculo y miró hacia ella con la lengua fuera.

A Leigh se le encogió el corazón, presa de una súbita premonición y dejó que el inquieto rucio descendiese veloz por la ladera nevada.

Pensó que sin duda se trataba del Seigneur, que era él quien la observaba bajo el sombrero tricornio oscurecido por la humedad, aunque él no dio muestra alguna de reconocerla. El rucio ascendió nervioso por la colina frente a ella, se detuvo y juntó el hocico con el del caballo negro. Nemo se quedó al lado de Leigh y olisqueó el viento que soplaba en su contra, con la cola gacha ante la incertidumbre. Los caballos se pusieron a la misma altura, y el otro jinete controló su montura mientras el rucio hacía cabriolas, y soltaba vaho al respirar.

El caballo negro se puso de lado; el perfil de su silueta se recortó contra el oscuro cielo y, de súbito, Leigh se dio cuenta de que eran dos las personas que iban a lomos del animal. Tiró de las riendas de su montura entre titubeos al llegar al pie de la colina mientras su corazón latía con fuerza.

El jinete de delante pasó una pierna sobre las crines del caballo negro y desmontó, dejando al otro, que no era sino un bulto informe, encogido sobre la silla. De repente, Nemo se lanzó hacia delante y fue saltando de piedra en piedra para subir el lado más empinado del desfiladero. Al llegar a la cima, el lobo se abalanzó a saludar al hombre, y a Leigh ya no le quedó ninguna duda.

Se quedó sobre la silla, paralizada por una mezcla de alegría y furia; se sentía absurdamente frágil, como si el roce más ligero fuese suficiente para hacerla añicos.

El Seigneur cogió a Nemo entre sus brazos y dejó que le cubriese el rostro con sus lamidos antes de apartar de él al entusiasmado animal. Los grandes copos de nieve caían sobre ellos y el viento los hacía flotar en el aire. El hombre se quedó quieto y dirigió la mirada colina abajo hasta fijarla en Leigh.

Vivo. Estaba vivo.

Y seguro que tan irritante y tan satisfecho de sí mismo como siempre. El aire invernal le raspaba la garganta y hacía que le ardieran los ojos. Leigh apretó con fuerza los dientes.

El zaino la llevó cerro arriba con paso lento. Cuando llegaron a la altura del hombre, este, con las riendas de su caballo en la mano, levantó la mirada hacia ella sin decir nada.

– Buenas tardes -dijo Leigh con frialdad-. Qué placer encontrarte de nuevo.

Él mantuvo el rostro impasible. No hubo sonrisita burlona ni enarcó las orgullosas cejas con gesto de chulería.

– Sunshine -fue todo lo que dijo con una voz extraña e inexpresiva.

El tono apagado hizo que los dedos de la joven ciñesen con fuerza las riendas del zaino.

– ¿Qué sucede?

Él se quedó mirándola, pero a continuación bajó la vista.

– Tenía que haber supuesto que acabarías por lograrlo. -Rehuyó la mirada inquisitiva de la joven. Durante un momento apoyó el puño en el lomo del caballo negro, y después posó en él la frente, como si no quisiera mirarla a la cara.

– ¿Eres un amigo? -preguntó una voz femenina.

Leigh alzó la cabeza. La figura sentada sobre la silla apartó del rostro un oscuro velo; unos ojos azules, cansados y enrojecidos la contemplaron.

– ¿Y tú quién eres? -exigió saber Leigh.

– ¿Eres amiga del señor Bartlett? -preguntó de nuevo la joven-. ¿Puedes ayudarme? Nos hemos escapado, tengo frío y no sé adónde vamos. ¿Hay alguna casa por aquí cerca?

– ¿Qué ha sucedido? -insistió Leigh con rudeza.

La joven le dirigió una mirada furtiva.

– Nada -contestó-, no ha pasado nada. Buscamos refugio.

Leigh no le prestó atención. Se deslizó hasta el suelo, agarró a S.T. por el hombro y le obligó a alzar el rostro.

– Cuéntame qué ha pasado.

– No te oye -dijo la joven.

S.T. movió la mandíbula como si se dispusiera a hablar. Frunció el ceño con fiereza, pero en lugar de decir algo apartó de golpe la mano de Leigh y rodeó el caballo hasta situarse al otro lado. Sacó una cuerda de la alforja que colgaba de la silla, agarró al rucio y le rodeó el cuello con un improvisado lazo. De un salto, montó a pelo sobre el caballo negro y empezó a tirar del otro animal.

Leigh se subió a trompicones a lomos del zaino y lo obligó a ir tras ellos.

– ¿Qué es eso de que no oye?

– No puede. -La joven se situó con un movimiento en el centro de la silla y la miró por encima del hombro-. Es sordo.

Leigh tragó una bocanada de aire.

– ¿Totalmente?

La joven asintió.

– No fue culpa mía -aseguró.

– ¡Chilton lo hizo! -exclamó Leigh.

– Sí. -La joven se mordió el labio-. No fue culpa mía.

Leigh iba a matar a aquel animal. Iba a hacerlo pedazos, le arrancaría el corazón, asesinaría delante de sus ojos todo aquello que él amaba.

– Yo tenía suficiente fe -susurró la joven-. De verdad que sí. Pero el señor Jamie es un demonio. Me obligó a hacer cosas demoníacas, y el diablo convirtió el agua en ácido.

– Ácido -susurró Leigh, horrorizada-. ¿En el oído sano?

– Si lo hubiese sabido no lo habría hecho. Pero lo ignoraba. Creía que él era sabio y santo, y es el diablo.

– ¿Fuiste tú quien lo hizo? -gritó Leigh, que clavó los talones en el zaino y lo lanzó sobre la joven, al tiempo que la asía del pelo y tiraba de ella-. ¡Puta malnacida!

La joven pegó un alarido. Leigh se inclinó hacia ella y la golpeó con tal fuerza que se quedó con un mechón de pelo rubio en su mano enguantada. Oyó cómo S.T. alzaba la voz, pero no escuchó qué decía y con un nuevo revés abofeteó a la joven, que no dejaba de chillar.

– ¡Rata de cloaca! ¡Baja de su caballo! -Leigh no pudo evitar un sollozo furioso-. ¡Baja ahora mismo!

La joven ya se tambaleaba, y Leigh le pegó un empujón con ambas manos. Los caballos relincharon al oír el alarido que soltó. Aterrizó en el barro entre un revoltijo de velos negros y piernas blancas.

Leigh describió un círculo con el rucio y se apartó. Le habría gustado pasar con el caballo por encima de aquel despojo humano, pero, en lugar de hacerlo, sujetó al animal y escupió a la joven.

– Espero que te congeles.

La muchacha lloraba tendida en el lodo. Leigh hizo girar el caballo y lo dirigió hacia donde se encontraba el Seigneur. Cuando lo alcanzó, lo asió del brazo. Él la miró con expresión de alarma.

– Leigh -dijo, y sacudió la cabeza-. Estoy…

La joven se inclinó hacia él e interrumpió su confesión con los labios. Lo asió de los hombros con las manos y lo besó con fuerza, como si quisiese absorberlo hasta el interior de su cuerpo para hacer que volviese a ser el de antes.

Tenía la piel fría y la espalda rígida. Hizo un ademán como para apartarla de él, pero Leigh no se lo permitió; lo agarró de los brazos con fuerza y lo apretó contra ella todo lo que los caballos le permitieron.

– Estás vivo -susurró de nuevo, envuelta en su aliento cálido-. Eso es lo que de verdad importa.

Rodeó con las manos el rostro del hombre y lo besó de nuevo. Él hizo un ruidillo con la garganta, a medio camino entre el rechazo y la entrega. Dudó qué hacer con las manos y, al final, las posó en la cintura de Leigh.

El zaino se aproximó un poco más. El Seigneur entreabrió los labios y aceptó el ofrecimiento de ella. En respuesta, jugueteó con su lengua, la saboreó, mezcló el frío con el calor. Apretó el abrazo con el que le ceñía el cuerpo. El viento hizo ondear su capa sobre la muchacha; la humedad intensa de la prenda los rodeó a ambos bajo la nieve que no cesaba de caer.

S.T. se apartó un poco y la miró por debajo de sus pestañas de bordes dorados.

– Leigh -dijo, nervioso.

La joven le apretó los hombros.

– Todo irá bien -le aseguró-. Te prepararé… te prepararé unos polvos.

Él pareció entender aquellas palabras; aplastó la boca contra la de ella e inclinó la cabeza. Después levantó la vista con una sonrisa irónica, con una extraña ternura, y la acarició por debajo de la barbilla.

Leigh apoyó el puño sobre su corazón, y a continuación lo colocó sobre el de él.

– Tú y yo -dijo despacio y con claridad-. Juntos.

Él enarcó las cejas.

– ¿Tú y yo? -repitió. En su voz había un quiebro ronco.

Leigh asintió y sonrió, porque él había comprendido.

Con cautela, el hombre se inclinó hacia ella y le rozó con la boca la comisura de los labios. Era una especie de pregunta, y ella respondió entregándose completamente al beso. Las manos de él subieron hasta enredarse en el pelo de la joven. Le besó las mejillas y los ojos, se deleitó en su boca; sus caricias eran persuasivas, dulces y seductoras.

– Leigh -dijo entre susurros junto a su sien, c hizo un sonido leve y peculiar, como una risa avergonzada-. No estoy sordo.

La joven se volvió bruscamente y se golpeó la barbilla con fuerza contra él.

S.T. se echó atrás sobre la silla y la miró con cautela.

Leigh, sin palabras, lo miró fijamente.

Él le rozó la mejilla con los dedos enguantados. La sonrisa de su rostro era la de los viejos tiempos, traviesa y coqueta.

– Traté de decírtelo -aseguró el hombre-. Pero estabas… -Hizo un gesto con la mano-… abstraída.

– Has mentido. Me has mentido.

– Bueno, no exactamente. -Alargó la mano para asirla mientras ella tiraba de las riendas del zaino-. Leigh… espera; espera un momento, maldita seas… ¡ay!

Trató de evitar aquella mano que lo golpeaba.

– ¿Por qué no me lo has dicho? -gritó la joven-. ¿Por qué has dejado aunque fuera por un momento que creyese que era cierto?

S.T. se frotó la frente con el brazo.

– No lo sé.

Leigh soltó un pequeño sollozo de furia.

– ¡No lo sabes! -Su voz tembló-. ¡No lo sabes!

– ¡Está bien! -respondió él a gritos-. ¡No quería contártelo! ¡No quiero contarte nada!; ¿qué diablos estás haciendo aquí? Se suponía que estabas en Rye.

– No creerías ni por un momento que iba a quedarme en Rye, ¿verdad? -Leigh se inclinó y le contestó también a gritos-. ¡A zurcir tus calcetines, supongo!

Apretó los labios con fuerza para frenar el torrente de emociones que surgía de su interior. Detrás de ella se oían los gemidos de la otra muchacha. Leigh se giró sobre la silla y observó cómo luchaba por ponerse en pie cubierta de mugre.

– Hay una posada para arrieros allá abajo. La Twice Brewed Ale. -Leigh señaló en dirección al sur-. Puedes llegar a pie.

Pero S.T. ya había desmontado, se había acercado a la joven que lloraba de rodillas y la había ayudado a levantarse. La muchacha se había arrojado a sus brazos entre gemidos.

– ¿Es verdad que oís? ¿Estáis curado?

– Sí que oigo -masculló él.

– ¡Gracias, Dios mío! -dijo ella entre sollozos-. ¡Gracias, gracias, Señor! -Y unió las manos como en una plegaria.

– Ahorraos los rezos, os lo ruego. -S.T. le dio una pequeña sacudida y la condujo hasta el caballo negro-. Subid -ordenó y le ofreció las manos entrelazadas como apoyo.

– ¿Quién es esa? -exigió saber Leigh sin quitar el ojo a aquella figura enfangada.

Él no respondió. Después de que la joven hubiese subido a la silla a trompicones y hubiese acomodado su vestido lo mejor que pudo para sentarse, S.T. llevó al caballo negro de las riendas hasta donde Leigh se encontraba.

– Paloma de la Paz -anunció con una ligera inclinación de cabeza-. Esta es lady Leigh Strachan.

La joven hizo un gesto de saludo entre gimoteos.

– Encantada de conoceros -dijo en el mismo tono que habría utilizado si las hubiesen presentado en un elegante salón; después dio un pequeño respingo-. ¿Strachan? ¿Vos no sois de Silvering?

– Silvering me pertenece -anunció Leigh-. Y tengo la intención de recuperarlo.

La joven se retorció las manos.

– El maestro Jamie es capaz de obligarte a hacer cosas que no quieres hacer -declaró nerviosa-. Cosas horribles.

Leigh le dirigió una fría mirada.

– Puede que las hagas -afirmó- si eres tan débil y tan miserable que se lo permites.

Paloma de la Paz se estremeció y comenzó a llorar de nuevo. S.T. asió las crines del rucio con la mano y se montó en él; el negro iba detrás.

Leigh se acercó con el zaino y se puso a su altura.

– Es una de ellos. -E indicó con una mirada a la joven-. Una de los suyos.

– Ya no.

Leigh hizo un gesto escéptico.

– ¿Es eso lo que asegura?

– ¡Es la verdad! -exclamó Paloma de la Paz -. He rezado sin parar, y he conseguido quitarme la venda que me cubría los ojos. El maestro Jamie fue incapaz de realizar el milagro; incapaz de convertir el agua en ácido. Y el señor Bartlett lo sabía, lo supo siempre. Era a él a quien debería haber escuchado. -De repente frunció el ceño y miró a S.T. -. Pero ahora oye.

Él apretó la mandíbula y contempló el paisaje.

– Ese hombre es un embaucador. ¿Es que no os dais cuenta, Paloma? Lo planeó todo, pero yo no tenía la intención de colaborar con él para que lograse un milagro tan oportuno.

– Pero el ácido…

– Por el amor de Dios, en aquella jarra lo único que había era agua helada. El ácido debía de guardarlo en otro lugar, en la manga, sin duda.

Paloma de la Paz lo miró de hito en hito.

– Pero, en ese caso… ¡jamás sufristeis daño alguno! -S.T. arrugó la frente-. ¡Jamás dejasteis de oír! Mientras Caridad, Dulce Armonía y yo os prestábamos tantos cuidados. Estuvimos cinco días así, y jamás nos dijisteis nada. Fue muy cruel no decirme nada. Yo creía que había sido mi culpa. Pensé que no tenía fe suficiente para que se realizase el milagro.

– ¡Cruel! -gritó Leigh con furia-. ¿Cómo que cruel? ¿Quién podría culparlo por no decírtelo? ¿Por qué iba a confiar en ti?

– ¡Podía haber confiado en mí!

– ¿Confiarte su vida? ¡Mocosa estúpida y egoísta! No fue un juego de niños desbaratar los planes de ese loco en su propia madriguera. ¿Acaso crees que tu maravilloso maestro Jamie no sabía perfectamente que no estaba sordo? ¿Que aquello no era sino un simulacro cuyo fin era desacreditarlo? ¿Crees que iba a dejarlo pasar sin dar una respuesta? Él vive gracias a los tontos como vosotros. ¡Menuda panda de fatuos y crédulos sois todos!

Paloma de la Paz con gesto tozudo estiró el labio inferior.

– ¿Es que te atreves a negarlo?

– Yo no haría nada que le hiciese daño al señor Bartlett.

– ¡Únicamente derramar ácido en su oído!

– Eso fue antes -gritó Paloma de la Paz -. ¡El maestro Jamie me tenía hechizada! Además, no era ácido, ¿verdad? No era más que agua. ¡Quizá mi milagro se logró pese a todo!

Leigh, que se había quedado sin palabras, volvió el rostro. Le habría encantado volver a tirar a la joven al barro de un empujón, al menos se sentiría mejor.

El Seigneur la observaba con los labios ligeramente curvados.

– Conseguiste salir de allí indemne -le dijo entre susurros-. Eso es lo que de verdad importa.

Él la miró riéndose; su rostro estaba cubierto de sombras por la creciente oscuridad.

– No, lo que de verdad importa -le contestó en voz baja- es que voy a destruir a ese cabrón.

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