Capítulo 23

A Leigh la oscuridad no le daba miedo. Le encantaba la noche; siempre se había sentido protegida por las sombras cuando salía sola a pasear bajo las estrellas. Ni espectros ni demonios, ni tampoco el temor a inquietantes bestias del Averno le causaban angustia cuando estaba en el exterior y era libre.

Pero tenía los ojos vendados, estaba dolorida y tumbada en el suelo con las manos y los pies atados. Debía forzar el oído para tratar de dar forma a los sonidos que hasta ella llegaban, y eso sí que daba miedo. No había criatura infernal capaz de despertar más temor en ella que los distantes gritos y alaridos de los seguidores de Chilton. Estaba tumbada en el lugar donde había recobrado el sentido, y se estremecía de frío mientras trataba de no perder la conciencia a pesar de los dolores que la atenazaban. Tenía un dolor punzante en la cabeza; sus mejillas estaban apoyadas en una alfombra y el cuerpo sobre la desnuda madera. Olía a casa, a su casa, fría y vacía, pero en la que todavía pervivía el rastro del rapé con olor a menta que utilizaba su padre, y aquel del hinojo, parecido al de regaliz, que las criadas habían utilizado con frecuencia para frotar los suelos.

Por la forma en que le llegaba el sonido cada vez que su guardián hacía un movimiento, tenía la certeza de encontrarse en algún lugar de Silvering, en una estancia amplia. Hizo un esfuerzo para tratar de centrar su confusa mente. No se trataba del salón de mármol, ya que allí no había alfombras, ni del Kingston, ya que en aquel el escudo con las armas de la familia Kingston estaba pintado sobre la madera desnuda, ni eran tampoco los resonantes corredores con sus suelos de piedra y los retratos de la familia en las paredes. Puede que fuese la sala, o el comedor grande o la recámara que había sobre la cocina, o quizá incluso la galería de la capilla privada; todas ellas tenían el suelo de madera y alfombras y resonaba el eco.

Cuando se oyó el distante tumulto de gritos, su guardián se puso en pie y se alejó hasta que le resultó imposible decir adónde se habían dirigido sus pasos. Entonces se concentró en sus ataduras mientras rogaba mentalmente que el guardián hubiese abandonado la habitación. Y así debía de ser, ya que nadie la reprendió, pero tampoco consiguió librarse del cordón que la atenazaba desde los codos a las muñecas; no fue ni siquiera capaz de doblar las manos y encontrar el nudo.

Estaba atada a algo sólido. Sus inquisitivos dedos palparon la forma de la madera y definieron los adornos de las molduras. Solo había un lugar en la casa que exhibiese aquellos balaustres de madera de roble tan trabajados: la barandilla de la galería de la capilla, en la que había pasado innumerables tardes de domingo sentada entre su madre y Anna, escuchando la dulce voz de su padre mientras ensayaba un sermón en medio de la paz y el silencio reinantes.

Los pasos volvieron, rápidos y agitados. Leigh trató de quedarse inmóvil y fingir estar inconsciente, pero el frío hizo que se estremeciera de tal forma que apenas fue capaz de controlar sus movimientos.

– Ya vuelve de la iglesia -dijo una voz de hombre con el marcado acento del norte que le era tan familiar-. Se acerca tu hora, hechicera.

Leigh oyó los gritos, proferidos ahora por una única voz, que se iban haciendo más fuertes. Era una voz que llevaba muchos meses sin oír, pero que conocía bien; jamás en la vida podría olvidar el timbre cautivador que adquiría al pronunciar un sermón. Las palabras no importaban, era el sonido; persuasivo y dominante, una caricia y un grito repentino, que desgranaba historias de pecado y redención y cantaba la gloria de Dios y de Jamie Chilton.

Era todo lo que ella odiaba y temía, y venía a por ella.

Dios. Dios bendito. Hubo un tiempo en el que se habría alegrado de morir si podía llevarse a Chilton con ella. Pero ahora no era así, ahora quería vivir, y el terror nublaba su mente.

«Seigneur -rogó en silencio, y cerró los ojos bajo la venda, atrapada entre las lágrimas y la risa histérica-. Seigneur, Seigneur… ahora te necesito.»


S.T. distinguió las luces antes de llegar al lugar; allá arriba a la derecha oscilaban las antorchas entre las ramas de los árboles, en lo alto, en el extremo de la calle desde donde Silvering dominaba el pueblo. Estuvo a punto de echar a correr, pero los años que llevaba moviéndose en sigilo se lo desaconsejaron. Había dejado a Nemo en el páramo, y le había pedido al lobo herido que se quedase donde lo había encontrado. Ahora, ató a Siroco y se mantuvo en el lado más oscuro de la calle, con la mano en la empuñadura de la espada para impedir que hiciese ruido al moverse.

Las luces parecieron fusionarse y aumentar de intensidad al acercarse. Cuando alcanzó los últimos árboles, la voz atronadora de Chilton sonó fuerte e incoherente, y la fachada entera de Silvering osciló ante él con un pálido resplandor de color coral que proyectaba una pequeña hoguera encendida justo al lado de la cancela abierta. El frontón y las cornisas destacaron en todo su relieve, y las sombras danzaron como si la casa estuviera viva.

Un grupo de gente estaba reunido en torno a la hoguera y sobre la escalinata; las llamas al alzarse dibujaban sus siluetas. S.T. calculó que había allí una veintena o más, hombres en su mayoría. Las mujeres se habían quedado en las cercanías. Mientras miraba, una de ellas retrocedió de espaldas hasta la zona que quedaba fuera del resplandor de la hoguera, se volvió y se alejó inadvertidamente entre las sombras.

«Así se hace, chérie», dijo para sus adentros.

Algo hizo ruido en la oscuridad, cerca de él. S.T. empuñó la espada y escudriñó la zona. Justo delante él, descubrió una figura solitaria bajo los árboles, alejada del resto, que estaba observando.

Era Luton.

S.T. se desabrochó la capa y se quitó el sombrero, al tiempo que doblaba los puños de la camisa para ocultar los encajes. A continuación, se quitó la chalina y le dio la vuelta al cuello para que su aspecto fuese lo menos principesco posible. Guardó el pañuelo en el bolsillo y sintió el frío en el cuello; luego se aproximó a la figura solitaria rodeada por las sombras.

– Buenas noches -murmuró en un intento de mostrarse cordial mientras la sangre le golpeaba en las sienes-. ¿Qué es lo que pasa?

Luton se sobresaltó y se volvió hacia S.T. con el rostro desencajado.

– ¡Por Dios bendito, Maitland! ¿Qué diablos… qué haces tú aquí?

S.T. se encogió de hombros.

– Curiosidad. -Y miró de reojo al otro hombre con una leve sonrisa-. ¿Es que he llegado tarde a los festejos?

Luton se limitó a mirarlo, y frunció el ceño bajo la alta peluca.

– Tenía la intención de seguirte los pasos -dijo S.T.-, pero… en fin… una de las jóvenes me entretuvo.

Se arrepintió de aquellas palabras al instante de pronunciarlas. Era posible que Luton le hubiese hablado a Chilton de la posada; el aristócrata podía saber de dónde procedían Paloma y Armonía y cómo habían abandonado el Santuario Celestial. En ese caso, no había más que un paso para conectar al señor Bartlett y a S.T. Maitland con el enmascarado señor de la medianoche. Y, en cualquier caso, era un paso muy pequeño. S.T. no bajó la guardia y se mantuvo alerta ante un posible ataque. Pero Luton se limitó a decir:

– Hemos tenido problemas esta noche.

– Ah, ¿sí? ¡Qué pena! -S.T. alzó la mirada e indicó la pequeña hoguera-. ¿Y qué demonios hace este tipo aullando de ese modo?

Luton hizo un gesto brusco, de disgusto, con la mano.

– Se ha vuelto loco. He intentado razonar con él, pero ha perdido por completo la cabeza.

– Suena como si así fuese, desde luego.

– Recibimos la visita de tu salteador de caminos. -Luton miró de nuevo a S.T.-. ¿Y sabes de quién se trata? De aquel chulo francés, de ese al que llaman Seigneur de Minuit. Te aseguro que hizo que Chilton se subiera por las paredes. Se lo ha tomado como un ataque personal. Traté de explicarle que era más probable que fuera yo el objetivo, ese maldito Robin Hood debe de haberse enterado de algo, pero no hubo forma de hacerlo razonar. -Se volvió hacia S.T. mientras la voz del predicador se elevaba hasta convertirse en un alarido-. Está que echa espuma por la boca, literalmente. Te aseguro que nunca había visto a un hombre en esa situación.

– Así que se ha suprimido la diversión, ¿no?

– Por supuesto, por completo. -Luton hizo un mohín con el labio superior-. Pero aún tengo cosas que hacer aquí.

S.T. guardó silencio durante unos momentos. La voz demente de Chilton resonaba en la calle. Mientras los dos hombres continuaban allí, otra joven se escabulló y aceleró el paso al pasar junto a ellos, con el rostro cubierto por una capucha. S.T. miró hacia Luton, y descubrió que el hombre lo observaba atentamente.

Decidió arriesgarse y preguntó:

– ¿Y qué es lo que hace ahí arriba?

– Quién sabe -respondió Luton con un gruñido-. No deja de chillar que va a quemar a la hechicera, pero hay gente ahí que no parece tener estómago suficiente para hacerlo.

– ¿La hechicera? -S.T. controló la voz y la mantuvo tranquila y no demasiado alta-. ¿Han atrapado a una hechicera?

– Eso es lo que Chilton parece creer.

– ¿Y dónde está? -preguntó fingiendo indiferencia.

Luton se encogió de hombros.

– Puede que en la casa. -Se estiró el labio-. ¿Y tú qué buscas, Maitland? ¿Por qué me has seguido hasta aquí?

S.T. sonrió.

– Por diversión.

Luton acarició la empuñadura de la espada.

– Pues yo te daré diversión. Tengo la intención de silenciar a ese gusano demente antes de que hable más de lo que debe.

– Sí que resulta un tanto chirriante para un oído sensible.

– No pienso arriesgarme a que mencione mi nombre cuando le venga en gana. Podría ser mi ruina, y la de otros también. -Luton desenvainó la espada-. Y ahora ya no me fío en absoluto, ni de él ni de los suyos; son capaces de cualquier cosa. Son unos maníacos. Y peligrosos. Todos ellos. ¿No ves que llevan picas? Ahora los únicos que quedan son los más fanáticos, los demás se han largado.

S.T. llevó la mano al mango de la espada. Luton miró hacia abajo y siguió su movimiento.

La trabajada empuñadura de la espada de hoja ancha desprendió destellos metálicos. Eran únicos e inconfundibles, y su belleza singular se hizo patente incluso bajo aquella luz oscilante.

El rostro de Luton se quedo inmóvil al reconocerla.

– ¡Cabrón! -Miró a S.T. a la cara-. Cabrón embustero… ¡Eras tú!

S.T. sacó la espada de la vaina, justo a tiempo de responder a la instantánea arremetida de Luton. Hubo un entrechocar de metales. Luton apartó el arma y volvió a atacar con furia. S.T. apenas podía distinguir el estoque de su oponente en aquella oscuridad, pero la espada que él enarbolaba parecía una especie de lazo rojo y plata y la mantuvo próxima para protegerse el cuello, sin atreverse a abrir su defensa y dar un corte amplio.

A Luton la furia lo hacía ser veloz, y golpeaba una y otra vez pese a que la espada de hoja ancha gozaba de ventaja al ser más larga.

– Voy a matarte, ¡serpiente mentirosa! Tuviste que interferir, ¿a que sí? -dijo con la respiración entrecortada-. Voy a acabar contigo, contigo y con ese demente. ¡Con los dos!

S.T. contrarrestó el ataque en silencio, y sacó un estilete de debajo de la capa para utilizarlo con la mano izquierda. Dio arremetidas y eludió golpes; vio un hueco en la postura demasiado equilibrada de Luton y pegó un corte que hizo que brotase sangre de sus costillas. Luton hizo un gesto de dolor, tragó aire y reanudó el ataque con un gruñido airado.

Con un estoque y un poco más de luz, S.T. habría podido desarmar a aquel hombre con tres estocadas. Luton era un espadachín mediocre y ya tenía dificultades para respirar, pero S.T. no distinguía la hoja de la otra espada. Luchaba por instinto cuando veía la pálida mancha del puño de Luton en movimiento, a la que debía añadirle la longitud de una espada de treinta pulgadas. Sin embargo, en uno de los ataques, lo alcanzó y le produjo un estallido de dolor cuando se hundió en la parte superior de su muslo.

Dio un paso adelante tal como había aprendido a hacer en sus años de aprendizaje en un patio polvoriento y caluroso de Florencia. Allí se enfrentaba a los más diestros sin protección alguna, bajo la tutela de un maestro que no tenía paciencia con los débiles. En aquel entonces, un quejido, un fallo implicaba recibir una paliza como castigo; ahora le supondría la muerte. S.T. golpeó la espada de Luton en la empuñadura, la obligó a elevarse con todas sus fuerzas y lanzó una embestida cuando se esperaba una retirada; lo hizo con tal fuerza que el brazo de Luton se elevó en el aire. Cuando Luton se lanzó hacia delante para recuperar su posición, S.T. recibió el estoque con el filo de su espada, y ambas armas chocaron con fuerza y violencia.

Sintió una sacudida que le atravesó la mano y le llegó hasta el hombro. El estoque de Luton se partió en dos como si de un hueso se tratase.

Luton lanzó un aullido de furia y echó el arma rota a un lado. S.T. oyó el estrépito del metal al chocar contra el pavimento de la calle, pero ya no le preocupaba lo que Luton hiciese.

Algo ocurría en la mansión. La gente salía corriendo por la puerta principal con antorchas en la mano y las lanzaba a la hoguera. Mientras S.T. miraba la escena, el resplandor de unas llamas se alzó tras dos de las ventanas -dentro- y Chilton apareció en la puerta con dos antorchas encendidas en las manos. Hablaba a gritos de persecuciones, iluminado por las llamas del interior. De la parte superior de la puerta empezó a salir un humo oscuro en columnas que se elevó tras él y cubrió la luminosa fachada.

S.T. echó a correr. Subió los escalones de tres en tres a trompicones. Alguien corría escaleras abajo, para obligarlo a retroceder, pero S.T. enarboló la espada y de un golpe apartó la pica del hombre.

– ¿Está ella ahí dentro?

Se lanzó sobre Chilton espada en mano. Sintió un crujido en el oído.

Chilton lo miró; una quietud repentina se había adueñado de él, su boca se abrió silenciosa y una mancha roja apareció y se extendió por el blanco cuello de su camisa. Después dejó de verlo; ya no era sino un bulto que yacía en el umbral. Cuando caía al suelo, se oyó un nuevo coro de gritos. S.T., de pie sobre él, miró atónito hacia abajo y, a continuación, volvió la cabeza para mirar por encima del hombro.

Por encima de las llamas de la hoguera y de los rostros horrorizados de los seguidores de Chilton se erguía la figura de Luton; subido a uno de los pedestales de piedra que había junto a la cancela de la entrada, asía con un brazo uno de los barrotes de la verja y trataba desesperadamente de cargar la pistola y apuntar de nuevo.

S.T. se dio la vuelta, saltó por encima del cuerpo de Chilton y se adentró en la humareda.

Allá arriba, junto al techo, se cernía una negra y asfixiante nube de humo sobre el frío suelo de mármol. El gran vestíbulo oscilaba a la luz de las llamas. Una humareda oscura salía de un par de elegantes sillas que habían juntado en el centro de la estancia y a las que habían prendido fuego; las llamas se alzaban hacia el piso superior en la oscuridad. Los ojos de S.T. empezaron a lagrimear, alzó el brazo para protegerlos y los entrecerró. A través de las puertas de doble hoja, que se encontraban abiertas, S.T. vio que ardían los cortinajes de las demás estancias.

La pierna herida no le obedecía y se doblaba bajo su peso. Hizo un esfuerzo para dejar de tambalearse y enderezarse; se deshizo de la espada y guardó el estilete en su funda. El sonido del fuego le llegó al oído bueno como si lo envolviese una ráfaga de aire proveniente de un horno, como si un dragón rugiese en su oído izquierdo y lo siguiese en cualquier dirección que él tomase.

– ¡Leigh! -llamó a gritos-. ¿Estás aquí?

En ese momento, fue víctima de un ataque de tos que le hizo doblarse sobre sí mismo.

Volvió a gritar, y se lanzó a través de las puertas de doble hoja al interior del salón, donde las cortinas en llamas iluminaban los retratos y los paneles de madera. El fuego subía insaciable por la tela de color verde claro y hacía que se desprendiesen flecos ardientes que chisporroteaban sobre el suelo de madera y humeaban sobre la alfombra. S.T. se cubrió la nariz con la chalina y la ató por detrás mientras, entre toses, se agachaba para eludir el humo que flotaba en la estancia.

Oyó la voz de Leigh, no tuvo duda alguna. Estaba seguro de oírla por encima del ruido del fuego, pero no era capaz de saber de dónde provenía.

Todos los sonidos le llegaban por el lado izquierdo, el de su oído bueno. Había puertas abiertas en todos los lados de la sala. Se quedó quieto en medio de la habitación sin saber qué dirección tomar.

Cogió una alfombrilla que había junto a la chimenea y golpeó con ella las llamas que subían por los cortinajes de la puerta del lado izquierdo. El humo y el calor lo rodearon. Se echó hacia atrás con los ojos irritados y se cubrió la cabeza con la alfombrilla para lanzarse a través de las llamas. Al otro lado se encontró con un nuevo infierno: los cortinajes en llamas proyectaban un resplandor rojo sobre el papel escarlata que cubría las paredes.

Había más humo. Más puertas. Volvió a gritar el nombre de ella.

Interrumpió el avance. Cubierto de sudor, volvió la cabeza y trató de escuchar por encima del crepitar de las llamas y de su silbido al elevarse. Había humo por todas partes, una nube baja y oscura iluminada por llamaradas anaranjadas y amarillas, y tenía en la garganta el sabor amargo de la carbonilla. Tuvo que doblarse para poder respirar. De los paneles que rodeaban una ventana surgió de repente una nube de humo que se convirtió en una cortina de llamas. Con un ágil movimiento, se apartó y se protegió el rostro de aquel calor infernal.

Fue cojeando hasta la puerta más próxima y la atravesó. Se encontró con un pasillo y una sala de desayunos que el fuego no había alcanzado; estaba iluminada por una luz tenue que provenía de las otras estancias. Oyó el sonido de su voz; muy débil, agudo y en sordina. Le contestó con un grito, y esta vez la oyó con más claridad.

Había pánico en su voz, lo que lo impulsó a meterse a ciegas por el pasillo humeante y adentrarse en la oscuridad.

Tropezó con algo que le golpeó la pierna herida y lo hizo doblarse de dolor. Durante un instante, fue incapaz de moverse. Presionó la herida con la palma de la mano entre toses y gemidos. Cuando se llevó la mano a los ojos en la penumbra, percibió el olor a sangre y sintió que el abundante líquido cubría su piel.

– Al diablo -murmuró con voz ronca. Se quitó el pañuelo que le cubría la boca-. Leigh -gritó en dirección al negro techo-. Por Dios santo, ¿dónde estás?

No oyó ninguna respuesta. Soltó una débil maldición, volvió a atarse el pañuelo sobre el rostro, retrocedió sobre sus pasos y se encaminó de nuevo a ciegas hacia el resplandor del fuego.

Al acercarse a las puertas, el humo se hizo más espeso. Tragó una bocanada de aire, retrocediendo ante aquel infierno de la habitación de color carmesí, mientras tosía y doblaba el cuerpo en busca de aire.

Su corazón latía acelerado a causa del humo; apoyó las manos sobre las rodillas y respiró con gran esfuerzo. La pierna herida le temblaba y amenazaba con doblarse.

Con un sollozo de impotencia, se irguió, se envolvió en la alfombra y se internó una vez más en la salita roja. Se aproximó a otro par de puertas, se quedó ante ellas y gritó el nombre de Leigh en dirección al horno que formaban las tapicerías en llamas de la estancia que había más allá.

No obtuvo respuesta.

Gritó de nuevo, con la voz amortiguada por la chalina. Solo le llegó el ruido sibilante de las llamas. La pierna no dejaba de doblarse bajo él con cada paso que daba para dirigirse hacia el último par de puertas. Estaba de nuevo en el salón verde, con sus muros recubiertos de llamas.

La llamó dando alaridos… pero las llamas hacían demasiado ruido. Incluso si le hubiese contestado, le habría resultado imposible oírla.

Un bastidor de cortinas dorado se desplomó en llamas sobre el suelo en medio de la sala. S.T. se obligó a sí mismo a seguir adelante. Avanzó medio a trompicones, medio a gatas por el suelo, mientras las lágrimas provocadas por el humo y la frustración cubrían su rostro. Cada una de las estancias era una auténtica pesadilla bajo el resplandor de los cortinajes y las tapicerías que ardían en medio de una cegadora humareda.

No estaba seguro de cuánto tiempo podía seguir apoyándose en la pierna herida. La voz se le había enronquecido, pero no por ello dejó de gritar el nombre de ella con alaridos salvajes hasta que no le quedó voz ni aliento para hacer otra cosa que desplazarse sin rumbo de estancia en estancia entre el resplandor y el humo. Tenía miedo de desmayarse; sus pulmones apenas tenían fuerza para mantenerlo al borde de la conciencia.

El humo y las lágrimas lo cegaban y hacían que todo se convirtiese en una mancha oscura y luminosa a la vez. Cuando abrió la última puerta ya no pudo cerrarla; se agarró al pomo y notó que se le doblaban las rodillas y caía al suelo.

Seigneur! ¿Estás ahí?

Oyó con claridad la voz de Leigh. Sus ojos se negaron a abrirse en medio de otra humareda infernal. Ella volvió a llamarlo y empezó a toser. Cuando su mente se despejó, se dio cuenta de que las llamas estaban tras él y que crecían con el aire fresco que le golpeaba el rostro.

Abrió los ojos con esfuerzo, vio la fría oscuridad que se abría ante él y avanzó tambaleándose, tras cerrar la puerta de golpe para impedir el avance del fuego.

– Leigh. -Apenas emitió un ligero sonido. Ante él surgieron unas columnas borrosas que se elevaban hacia la oscuridad que había en lo alto.

– Estoy aquí arriba -dijo la joven casi sin aliento.

S.T. se tambaleó sobre los pies, con la pierna temblando de dolor.

– ¿Dónde? -preguntó con voz ronca tras arrancarse el pañuelo de la boca.

– Arriba. -El eco repitió aquella palabra que se disolvió entre toses de ahogo-. En la galería. Te encuentras en la capilla de la casa.

S.T. no podía pensar. Ya tenía bastante con respirar, con inhalar aquel aire que le quemaba la garganta y los pulmones.

– ¿Cómo? -preguntó en un susurro-. ¿Cómo… llego -levantó la cabeza sin fuerzas- ahí arriba?

– La escalera… de la capilla en… la salita de estar. -La voz de ella se alzó ronca y misteriosa sobre él-. A la izquierda. La puerta de la izquierda. La habitación… de al lado.

S.T. se humedeció los labios y miró a su izquierda. Distinguió la puerta que ella le indicaba gracias al resplandor que había a ras de suelo. El humo salía por debajo de las hojas y subía por la madera.

Fue a tientas hasta allí y asió el pomo de bronce. Una sacudida de dolor recorrió su mano; se echó hacia atrás y la puerta se abrió con una explosión.

Una bola de humo y fuego lo lanzó hacia atrás. La habitación se llenó del rugido de las llamas, dio con la espalda en el suelo y se levantó de un salto, aterrorizado por el remolino ardiente que sorbía el aire y hacía crecer las llamas. El cuerpo le ardía allí donde la ropa le rozaba la piel. Se puso a duras penas de rodillas, consciente apenas de las llamas que coloreaban los paneles de madera con su luz translúcida y extraña, y hacían que se formasen burbujas en el barniz que se derretía hasta convertirse en carbonilla. De una patada, cerró la puerta ante toda aquella destrucción. Chocó con un pilar de mármol, se abrazó a él y aplastó el rostro ardiente contra la fría piedra.

Seigneur! -La voz de Leigh estaba llena de angustia-. ¿Estás ahí?

– No puedo pasar por ahí -dijo entre jadeos-. Sunshine…

– El púlpito. -Las palabras le llegaron flotando desde las tenebrosas sombras-. ¿Puedes trepar por el pulpito?

S.T. escudriñó la oscura masa de madera que había debajo de la galería. Unos escalones esculpidos en la madera que llegaban casi a la altura de un hombre, subían hasta un púlpito; a continuación, había un baldaquín de madera tallada que doblaba aquella altura. La parte superior rozaba el suelo de la galería que estaba suspendida en lo alto.

Apoyó la mano en la ornada barandilla de los escalones de madera y se arrastró hasta subirlos, utilizando la mano que no tenía quemaduras para apoyar el peso y no forzar la pierna herida.

Desde el oscuro interior del pulpito asió el borde del baldaquín y se izó hacia arriba. La rodilla se quedó incrustada en uno de los adornos tallados en un lado. Echó mano de toda su fuerza para empujar y, con un gesto de dolor, trató de trepar a lo alto.

Tuvo un ataque repentino de tos; sus pulmones protestaban por el esfuerzo al que los obligaba el denso humo. S.T. perdió el agarre, se asió con la mano quemada y cayó hacia atrás al no soportar los dedos aquella agonía de dolor.

– Aquí -dijo ella-. ¿Puedes alcanzar mis manos? Solo tienes que desatármelas.

S.T. trató de mirar hacia arriba. Distinguió movimiento en la oscuridad, y oyó los golpes frenéticos que daba ella al maniobrar. La pálida silueta de sus manos surgió a través de la balaustrada.

Él se soltó, se dejó caer hasta el suelo del pulpito y apoyó la cabeza en el podio. Le costó un esfuerzo sobrehumano levantarse y sacar el estilete de su funda.

En la humeante oscuridad apenas veía; tuvo que palpar con las manos para encontrar el cordón. Ella soltó un gemido de dolor cuando deslizó la hoja por debajo del nudo.

– Lo siento -murmuró mientras cortaba con todo el cuidado de que era capaz. La cuerda se aflojó y ella se apartó antes de que tuviese tiempo de desatarla.

– Dame la navaja -susurró Leigh-. ¡Mis piernas!

Con un gesto, S.T. le colocó el estilete en la palma de la mano.

– Ten cuidado.

– Claro, no quiero cortarme también el tobillo -murmuró con una tosecilla ahogada-. Así, ya está. ¡Vamos! -Y volvió a asomar la mano por la balaustrada.

– ¿Que suba ahí arriba? -preguntó con voz áspera.

– ¿Acaso quieres salir por donde entraste? Desde ahí abajo no hay salida.

S.T. miró hacia la puerta cerrada de la capilla. Las llamas se distinguían en los bordes, desdibujadas por el humo que penetraba.

– Yo te ayudaré, Seigneur. -Leigh se puso en pie y se inclinó sobre la balaustrada-. Agárrate a mis manos.

– ¿Es que me vas a subir de un tirón? -preguntó secamente.

– Vamos a hacerlo juntos, ¿o acaso crees que voy a abandonarte?

– Juntos.

– ¡Vamos! -le instó ella-. ¡Sube al asiento del predicador y dame la mano!

– No, no podrás sujetarme. -Tanteó en la negra caverna que era el baldaquín y subió al asiento. Encontró la talla con la rodilla-. Puedo hacerlo solo.

Se dio impulso y buscó en la oscuridad un punto donde agarrarse entre los adornos del baldaquín, pero sus dedos llenos de ampollas no soportaron el peso de su impulso. Se estiró, gruñó entre dientes y cayó de nuevo.

– ¡Dame la mano! -gritó Leigh-. ¿Qué es lo que te pasa?

Se levantó de nuevo sobre el asiento y se asió a las tallas en la madera, al tiempo que daba una patada con la pierna buena para utilizarla como palanca. Durante un instante, se quedó colgado de las manos mientras trataba de izar el cuerpo hasta la cubierta del púlpito. En la lengua tenía un sabor a sangre y a carbonilla. Se oyó gemir como un cachorrillo mientras la pierna herida le ardía de dolor y sentía en los dedos el mismo calor que si se hubiese agarrado a una forja al rojo vivo.

De pronto, notó que las manos de Leigh le rodeaban los brazos y tiraban de ellos con fuerza, con mucha más fuerza de la que jamás había pensado que podía tener una mujer.

La ayuda le dio la media pulgada que necesitaba. Levantó la rodilla por encima del baldaquín, incapaz de reprimir un sollozo mientras levantaba la otra pierna. Pero después, estaba allí en lo alto y el aliento le raspaba la garganta irritada.

– ¡Date prisa! -Las manos de Leigh lo buscaron a tientas-. Por aquí… hay una ventana.

Saltó como pudo por encima de la balaustrada y, a trompicones, fue tras ella, que ya se asomaba por la ventana abierta. Leigh pasó ambas piernas por encima del alféizar y saltó al otro lado. S.T. miró al exterior y vio, para alivio suyo, que el suelo estaba tan solo a unos centímetros de altura.

Levantó la pierna herida sobre el repecho, se dio la vuelta, apoyó el pie en la pared para darse impulso y cayó entre la maleza que crecía bajo la ventana. Se levantó, se agarró con las manos el dolorido muslo y tragó profundas bocanadas de aire fresco, aunque no pudo evitar una tos ahogada tras cada una de ellas.

Leigh lo agarró del brazo y tiró de él.

– ¡Vamos! ¡Aléjate de la casa!

S.T. permitió que fuese ella quien lo guiase y se internó en la oscuridad entre toses y trompicones. Cuando recuperó el aliento se enderezó, tanteó la oscuridad hasta asirla de los hombros, tomó el rostro de la joven entre ambas manos y la besó con fuerza.

Para su sorpresa, Leigh hundió los dedos en su cabello y le devolvió un beso en el que intercambiaron el sabor de la sangre y de la carbonilla. Se apretó contra el cuerpo quemado de él hasta casi hacerle perder el equilibrio con la fuerza de su abrazo. Cuando se apartó de él de golpe, S.T. no le soltó los hombros.

– Maldita sea, Sunshine -dijo con voz entrecortada.

– Sabía que vendrías -dijo ella, y se alejó en la oscuridad.

S.T. se quedó mirándola a través del humo. Sintió que una dolorosa sonrisa se extendía por su quemado rostro, se apoyó en el muro, alzó la vista hacia el cielo y lanzó al espacio un aullido estentóreo de felicidad que terminó con un ataque de tos.

– Me obligaste a comportarme como una auténtica lunática -le soltó ella desde las sombras-. ¿Quieres venir de una vez a un lugar seguro?

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