Capítulo 27

El señor Horacio Walpole se encontraba en compañía de Leigh y la señora Patton en el comedor de Osterley Park, donde la anfitriona había organizado una cena bufet tras el concierto de arpa.

– Todos los Percy y los Seymour de Syon deben de estar a punto de morir de envidia, ¿no os parece? -El señor Walpole movió el pañuelo con remilgo y levantó la vista para contemplar la filigrana de escayola pintada de blanco que adornaba techos y paredes sobre un fondo de color rosa y verde-. ¡Otra obra maestra más de Adam! ¡Qué gusto! ¡Cuánta profusión! -Se inclinó un poco hacia Clara-. ¡Cuánto gasto! ¡Es una auténtica bacanal!

– Pero ¿dónde están las sillas? -preguntó la señora Patton al tiempo que se volvía-. Quiero ver esas sillas con forma de lira de Apolo.

– Están junto a la pared, prima Clara -dijo Leigh e indicó con un gesto uno de los rincones de la abarrotada estancia.

– ¡Qué detalle tan actual! Vamos, señor Walpole, quiero tomar asiento en una de esas maravillas.

– Y así lo haréis, señora. Pero empieza el baile. Esta fiesta es muy moderna, ¿sabéis?, la señora Child no quiere que nadie se porte como un anticuado y se siente para cenar en compañía como se hace normalmente. ¿Puedo persuadiros para que os ejercitéis al tiempo que recorremos la galería? Mide más de doscientos metros de largo, ¿sabéis?

– Es una longitud considerable -convino la dama- pero no siento deseos de agotarme, lo que haré será estirar el cuello para ver el Rubens del techo de la escalinata. Llevaos a lady Leigh en mi lugar.

– Con infinito placer. -Walpole se inclinó ante Leigh e hizo una de sus habituales remilgadas piruetas con la punta del pie-. Si es que ella accede.

Leigh aceptó el brazo que le ofrecía. No había planeado asistir a aquel acontecimiento. Le había dicho a S.T. que no iría. Pero en los días transcurridos desde entonces, no había dejado de pensar en los momentos vividos en el jardín de su prima, en la forma en que él había agarrado la rosa rota hasta sangrar. Esa misma mañana a la hora del desayuno había sorprendido a Clara, e incluso se había sorprendido a sí misma, al acceder a la propuesta que como todos los días su prima hacía mecánicamente de asistir a cualquiera que fuera el acontecimiento programado para la jornada. Había consentido en ir en coche hasta las afueras de la ciudad, a Windmill Lane al ridotto privado de los Child.

Clara había respondido con entusiasmo y había insistido en que Leigh apareciese en la fiesta con uno de los nuevos trajes que le habían hecho a ella por encargo. La costurera de la señora Patton hizo los ajustes y arreglos pertinentes al vestido de seda de color violeta en tan solo una hora, y estiró y alargó los pliegues de encaje plateado de las mangas para que cubriese adecuadamente los codos de Leigh. Con sus propias manos, Clara eligió un abanico y un collar de amatistas que combinaban con el bordado de flores del corpiño y atraían la atención deseada hacia el marcado escote. Leigh empleó el resto del día en bañarse, perfumarse y en que le peinasen el cabello; se lo ahuecaron, lo rizaron y lo adornaron con plumas mientras el peluquero no cesaba de quejarse por la escasa longitud de sus mechones.

Todavía no había visto a S.T. No lo vio durante el concierto, cuando el salón decorado con damasco color verde de los Child estaba a rebosar de invitados sentados ante el arpista, que ocupaba el frente de la estancia. Tampoco lo vio al lado de los anfitriones cuando estos saludaban a los invitados, ni era uno de los jugadores de cartas en la biblioteca. Ya empezaba a pensar que debía de haber abandonado Osterley cuando lo vio entrar en la galería por la puerta que había en mitad de la larga estancia.

El señor Walpole la llevaba directa al baile. Solo tuvo tiempo de vislumbrar la dorada figura del Seigneur con su traje de terciopelo color bronce y su encaje de blonda antes de darse la vuelta y sumarse a una animada gavota. Entre paso y paso lo vio en algún momento; no se había movido del umbral y estaba allí con la mano apoyada en la empuñadura de la espada de gala, recostado con indiferencia en el marco de la puerta.

Algo extraño despertó en el interior de Leigh, algo ligero y vertiginoso. Se descubrió a sí misma sonriendo. Descubrió el placer que había en la danza, en la fiesta, en el atildado señor Walpole y en el colorido de las telas que adornaban las paredes.

Él estaba allí. No se había marchado. Cuando terminó el baile, Leigh siguió al señor Walpole fuera de la pista, lejos del Seigneur. No tuvo otro remedio; no sería capaz de aproximarse a él ni aunque hubiese sido aceptable. Qué extraño era haber llegado a ese punto, a verse separada por la etiqueta y la emoción de un hombre con el que había compartido lecho. Que había palpado su piel desnuda, que la había besado y acariciado, y que le había susurrado que la amaba. Que había compartido con ella vida y muerte, el sabor del humo y el de la sangre. Deseaba preguntarle dónde estaba Nemo, cómo estaba Mistral; si el caballo había aprendido nuevas piruetas. Deseaba decirle que Siroco y el rucio estaban perfectamente y muy bien cuidados en las caballerizas particulares de la señora Patton, y que hacían ejercicio diariamente con un muchacho que ella misma había elegido. Deseaba hablar con él de todas aquellas cosas, asuntos que en el jardín no se le habían ocurrido, cuestiones que parecían haber surgido como burbujas a través del hielo que envolvía su alma resquebrajada por el recuerdo de aquella rosa torturada.

Clara salía en ese momento del comedor en compañía de un grupo de amistades. El señor Walpole de inmediato le expresó su deseo de ser su pareja de baile, y esta vez la encontró completamente dispuesta. Rodeada de retazos de conversación y galanterías, Leigh permaneció en silencio mientras veía cómo su prima se alejaba galería adelante del brazo del señor Walpole. La música comenzó. Los abanicos aletearon y las joyas brillaron a su alrededor mientras las damas asentían y los caballeros sonreían. Alguien le rozó el codo desde atrás.

– Milady -dijo el Seigneur-. Mi baile.

No hubo en su invitación rastro de elegancia, ni de aquella galantería que ella lo sabía capaz de derrochar. Tenía una postura indolente, con la mano apoyada en el respaldo de una silla tapizada en damasco de color verde guisante. Pero tenía la mandíbula en tensión y la miró con intensidad, sin titubeos.

Leigh inclinó la cabeza y le dedicó una leve reverencia de asentimiento. La misma sonrisa tímida, imposible de controlar, se dibujaba en la comisura de sus labios. Él se irguió. Al soltarse de la silla, hizo un movimiento extraño y se tambaleó un instante, y cuando Leigh lo tomó del brazo, sintió un ligero olor a licor.

Se unieron al grupo de bailarines. Cuando ocuparon sus posiciones, él estuvo a punto de perder el equilibrio y se ayudó del brazo de Leigh para ponerse derecho. Leigh lo miró con las pestañas entornadas. Quizá había bebido demasiado para aventurarse en una vigorosa danza folclórica como aquella.

Pero los bailarines ya estaban alineados y se saludaban con inclinaciones y reverencias. El Seigneur se limitó a hacer una leve inclinación. La miraba a la cara fijamente, con el ceño fruncido; sus cejas le conferían un aire de malvada intensidad. Un hilillo de sudor se deslizaba por su sien empolvada. Leigh sintió una oleada de amor y cercanía; le resultaba tan familiar, era una parte tan importante de su pasado y de su presente que los meses de oscuro dolor y de desesperación parecieron ir perdiendo intensidad hasta desvanecerse en la distancia.

Al ritmo de la música, las parejas unieron las manos y se aproximaron entre sí. S.T. se movió al tiempo que el resto, avanzó un paso y apretó de súbito la mano sobre la de ella. Durante un instante, ella soportó todo el peso del movimiento de él sobre su brazo levantado, después él se apartó de golpe. Al ir hacia atrás se tambaleó un poco, y no apartó los ojos del rostro de Leigh. La pareja que encabezaba el grupo bajó hacia el centro y se situó entre ellos, las filas se abrieron y le agarró las manos con fuerza al iniciarse el círculo.

Leigh lo mantenía recto con su fuerza; trazaron la circunferencia juntos, pero cuando las parejas se separaron y empezaron a girar en dos círculos enfrentados y tuvieron que coger la mano del que aparecía ante ellos e ir cambiando, S.T. perdió el control. Hizo que la primera dama que le tocó perdiese el equilibrio al balancearse demasiado y chocó contra su acompañante, al que dio un buen golpe en el hombro.

El grupo del que formaban parte se deshizo presa de la confusión. El Seigneur se quedó quieto con las piernas separadas; en su rostro había un gesto de auténtica desesperación mientras a sus espaldas el resto del baile seguía adelante.

Leigh vio la angustia en su rostro, y de repente lo entendió.

Se soltó de quienquiera que fuese que le cogía la mano y se dirigió a él con paso rápido mientras dirigía una sonrisa contrita a las otras parejas de su grupo.

– Se ha perdido sin remedio -dijo sacudiendo la cabeza.

S.T. tenía la vista clavada en ella y respiraba entrecortadamente. Cuando lo asió del brazo, se resistió a girar y Leigh vio el pánico en sus ojos.

– Señor Maitland -dijo con voz tranquilizadora-, vamos a tomar un poco de aire fresco y a dejar que sigan con el baile.

Los dedos de él se asieron a la parte superior de su brazo como a una tabla de salvación.

– Despacio -susurró por debajo de la música-. Por lo que más quieras, no dejes que me caiga, aquí no.

– No, no te preocupes. Solo piensan que estás borracho como una cuba.

Tras ellos, el grupo se rehízo tras algunas bromas y la rápida incorporación de una nueva pareja. La gente que se agrupaba en torno a la pista de baile les abrió paso amablemente. La presión de la mano del Seigneur se aflojó un poco; pareció recobrar algo de estabilidad cuando se dirigieron en línea recta hacia la puerta que comunicaba con el gran vestíbulo de entrada.

En la súbita penumbra se encontraron casi solos. Solo unas pocas parejas atravesaban la estancia en dirección a la sala donde se ofrecía la cena. Las pilastras de pálido estuco, las urnas romanas y las estatuas resplandecían suavemente sobre un fondo gris ceniza, lo que contrastaba con el color que marcaba la decoración de los demás aposentos. Leigh se detuvo allí, pero el Seigneur siguió adelante.

– Fuera -la urgió-. Quiero ir ahí fuera.

Un lacayo les abrió la puerta principal. El aire nocturno la envolvió. El patio porticado no estaba iluminado, lo rodeaban el vestíbulo en penumbra y dos alas del edificio con las cortinas cerradas tras las ventanas. En el lado más distante se alzaban entre las sombras las columnas griegas del pórtico exterior. S.T. continuó adelante.

Alcanzaron la primera hilera de columnas, pero él no se detuvo; llegaron a la segunda fila y allí se paró. Leigh notó que daba unos pasos convulsos para enderezarse. Justo enfrente tenían la gran escalinata que subía desde la explanada de entrada al patio porticado. Leigh apenas era capaz de distinguir la pálida silueta del mármol, pero sabía que estaba allí. La había visto a la luz del día. Si la invitación hubiese sido a una mansión de Londres, no habrían llegado hasta las once, pero todo el mundo había llegado a la campiña de Middlesex, en las proximidades de Hounslow Heath, bastante antes de que oscureciera. Más tarde habría todo un convoy de carruajes de regreso a Londres, al que acompañaría una escolta armada que el generoso anfitrión les proporcionaba. Nadie volvía a casa temprano ni por su cuenta.

Había demasiados salteadores de caminos.

S.T. la soltó y apoyó todo el peso en uno de los pilares.

– ¡Maldita sea! -susurró con rabia-. Maldita, maldita sea.

– ¿Cuándo empezó? -le preguntó Leigh, que no necesitó explicación alguna para saber qué le ocurría.

– Esta mañana. -Su voz sonó lúgubre-. Desperté y, al mover la cabeza, la habitación empezó a dar vueltas. -Emitió un sonido de enfado-. No podía creerlo. Creí que desaparecería. Pensé que si volvía, sería capaz de controlarlo. Pero había olvidado cómo era esto. Dios, qué poco cuesta olvidar. Pensé que podría bailar. -Resopló con burla-. ¡Bailar!

Leigh estaba callada. Lo observó sin apartar los ojos de su oscura silueta sobre la pálida columna.

– ¿Crees que alguien se ha dado cuenta? -preguntó.

– No -respondió ella.

– Borracho -murmuró S.T.-, ¡qué encantador y qué vulgar! El celebrado señor de la medianoche se convierte en un borracho y desaparece del mapa.

– ¿Has estado bebiendo? -preguntó Leigh-. Quizá…

– ¡Ojala fuese así! Sí, he bebido un poco de brandy. Ojalá estuviese como una auténtica cuba -añadió con rabia-, puede que así me importase todo un comino.

Leigh bajó unos escalones y tomó asiento en la losa de mármol inclinada que flanqueaba la escalera. Bajo sus manos, la ancha pieza estaba dura y fría.

– No podré volver a montar -dijo S.T. con un deje de asombro en la voz.

– Buscaremos un médico. -Leigh mantuvo la voz firme y tranquila-. Te curaremos.

Si tenía algo que decir a aquello, se lo guardó para sí. La ligera brisa 'es trajo música. Allá en la distancia, un corderillo balaba por su madre, en ansioso contrapunto a la alegre música.

– ¿Dónde está Nemo? -preguntó la joven.

– Lleva encerrado en el establo todo el día. Child ha sido muy comprensivo con él, pero no me atrevo a permitirle que corra solo por el parque.

– ¿Quieres que vayamos y lo saquemos un rato?

– ¿Ahora? -Y soltó una risa burlona-. No, a no ser que te sientas capaz de seguir el paso de un lobo con ese vestido de baile que tan bien te sienta. Te aseguro que yo soy incapaz, mi amor.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Leigh pudo distinguir las siluetas de unos árboles en el horizonte, y el refulgir de las estrellas que se reflejaban en el pequeño lago que había al otro lado del parque.

– ¿Soy tu amor? -preguntó.

Un tenue haz de luz procedente de la entrada cayó sobre él, iluminó su rostro, su ropa y el pilar tras él en una especie de claroscuro: unos trazos de color sobre marfil, como si él formase parte de uno de aquellos cuadros tan intensos que pintaba.

– Te ruego que no te burles de mí -dijo él-. En este momento no, por favor.

– No me burlo -dijo Leigh con timidez-. ¿No has intentado últimamente solicitarme un favor especial? ¿Algún «honor» que yo podría concederte?

Él volvió el rostro.

– Una locura pasajera -murmuró-. Olvídalo.

La titubeante sonrisa de la joven se desvaneció.

– ¿Que lo olvide? -preguntó insegura.

S.T. permaneció callado.

Una mano gélida rodeó el frágil resplandor de felicidad que había brotado en su corazón al descubrir la presencia de él en el otro extremo de la galería.

– ¿Que lo olvide? -repitió con la garganta reseca.

S.T. apartó el rostro de ella.

A Leigh le dio la impresión de que resultaba difícil que el aire le llegase a los pulmones.

– No… no te vas a quedar -dijo sin apenas fuerzas.

Él hizo un movimiento convulsivo, fuera del alcance de ella, una sombra entre las sombras.

– No puedo -dijo de pronto con un rugido-. No puedo quedarme.

Leigh tomó aliento y se puso en pie.

– Entonces, yo he estado siempre en lo cierto. Tu idea del compromiso, del amor, no es más que galantería y pasión. Te has apoderado de mi corazón sin propósito alguno. Me has arrastrado al mundo de nuevo para nada, únicamente para tu placer.

– No -susurró él-. Eso no es cierto.

La voz de la joven comenzó a temblar.

– Entonces, dime por qué lo has hecho. Explícame por qué me conquistaste, para después abandonarme. Dime por qué tienes que hacerme sufrir de nuevo. Ahora ya no tienes la disculpa de ser un proscrito por la ley. Lo único que tienes es una indiferencia despiadada.

– ¡Mira cómo estoy! ¿Para qué me ibas a querer así?

– ¿Qué sabrás tú de lo que yo quiero? ¡Estás demasiado ocupado siendo el señor de la medianoche! Ese mítico salteador de caminos tan famoso por sus fechorías. -Abrió el abanico de golpe y le dedicó una elaborada reverencia desde el escalón superior-. ¿Cuándo vais a salir de nuevo a los caminos, monsieur? ¿Qué vais a hacer a continuación para conseguir de nuevo renombre? ¿O acaso viviréis para siempre de glorias pasadas?

– No, para siempre no -dijo S.T. con voz suave.

– Por supuesto que no. Se olvidarán de ti antes de lo que piensas.

– Sí. Claro que lo harán. -En su voz había un deje sardónico.

Leigh se dio la vuelta en dirección al parque y se llevó los dedos a los labios. Su cuerpo temblaba. Allá a lo lejos, en el horizonte, más allá de los árboles, la suma de los miles de farolas de cristal que había en las calles de Londres proyectaba un tenue resplandor sobre el cielo.

– Pero yo no te olvidaré -dijo Leigh.

Él se acercó y posó la mano sobre la curva del cuello de la joven mientras jugueteaba con los mechones empolvados que le caían sobre la nuca.

– No. Y yo te recordaré todos los días de mi vida, Sunshine.

Leigh se mordió el labio y se volvió hacia él.

– Eso poco te va a costar. ¡Menuda promesa más miserable!

Él dejó caer la mano.

– ¿Y qué más quieres? -preguntó con amargura-. ¡El Seigneur de Minuit! Un espectáculo que durará solo diez días, ahora que está enjaulado, mimado y convertido en un cero a la izquierda. Claro que se cansarán de mí. ¿Crees que no lo he pensado? ¿Qué otra cosa puedo ofrecerte?

– Tu persona.

– ¡Mi persona! -dijo con unos gritos que reverberaron por todo el patio-. ¿Y qué soy yo? -Se soltó del pilar y se volvió, a continuación volvió a apoyarse en la columna de mármol con la mano abierta y la mejilla apoyada en la piedra-. ¡Yo soy un invento! ¡Me hice una máscara y me inventé a mí mismo! Y todo el mundo lo cree, menos tú.

Leigh permaneció en silencio.

– Tú me has convertido en un absoluto cobarde, ¿sabes? -Y soltó una risotada que sonó a hueco en el vacío patio-. Nunca había sentido miedo a nada, hasta que descubrí que me habían indultado.

– No entiendo -dijo Leigh con dificultad.

– ¿No? Pues yo creo que lo entendiste desde el primer momento. Tú te burlaste de todo, Sunshine, de todas las ilusiones. Tú siempre habías vivido con la verdad, mientras que yo no era sino un fraude, un invento. Y cuando llegó el momento de ofrecerme de verdad, lo descubrí. Que el diablo me lleve, pero lo descubrí. -Apretó la frente contra el pilar-. Maldita seas, Leigh, ¿por qué no has creído en mí? Eres la única. La única que se ha negado a creer en mí. Y ahora es demasiado tarde.

Leigh dobló los brazos y los apretó contra sus costados. Temblaba por dentro.

– ¿Demasiado tarde para qué?

– Mírame -dijo él y se apartó de la columna todo lo que la longitud del brazo le permitía-. ¡Por todos los diablos del infierno, mírame! -gritó en dirección al cielo-. ¡Soy incapaz de mantenerme en pie sin que la cabeza me dé vueltas! No puedes creer en una farsa.

– No, no puedo -gritó ella a su vez-. Jamás pude.

S.T. frunció el ceño.

– Me subiré a un barco. Funcionó una vez. -Emitió un sonido de frustración-. Pero ¿después qué? Me curo de nuevo, ¿hasta cuándo? ¿Cuándo será la próxima vez que me despierte convertido en un bufón? -Con una risa amarga llena de ira, dejó que su hombro golpease el pilar y, a continuación, apoyó en él todo su peso.

– No importa -dijo ella con voz emocionada-. Nada de eso importa.

– A mí sí que me importa -dijo S.T., inflexible.

Leigh sintió que una sensación de ahogo se adueñaba de ella y que la impotencia le impedía combatir contra unas fuerzas que escapaban a su control.

– ¿Y vas a dejarme por eso? ¿Hasta tal punto llega tu orgullo?

Él miró hacia la oscuridad que había más allá de la joven, hacia el parque vacío y la frescura de la noche.

– ¿Es que se trata de orgullo? -Su voz se volvió tan suave que Leigh apenas podía oírlo-. Lo que yo quería era entregarte lo mejor de mí. -Seguía sin mirar a la joven-. A mí me parece que eso es amor.

En el aire flotó un minueto, las notas del piano brotaban unas tras otras en una suave cascada melodiosa.

Monseigneur -dijo ella entre susurros-. Tú desconoces lo mejor de ti mismo.

Él levantó una mano y se rascó la oreja, el encaje de blonda de los puños cayó elegantemente de su muñeca.

– Sí, claro -dijo en tono compungido-. Es que mis virtudes son auténticos diablos escurridizos, completamente imposibles de atrapar.

Leigh abrió la mano sobre la falda y se alejó un paso de él.

– El valor es una virtud, ¿no es cierto?

S.T. volvió la cabeza hacia ella. Su rostro estaba en la sombra; el terciopelo de su chaqueta brillaba con una tonalidad dorada apagada allí donde la luz le rozaba el brazo.

– Una de las principales.

Leigh añadió:

– Qué raro, entonces, que yo a menudo desease que no tuvieses tanto.

– No lo sé -dijo él, desconcertado-. Quizá no tenga tanto como tú crees.

Ella soltó una risa inevitable.

– O puede que tengas más. Que Dios ayude a quien te espere con preocupación.

Detrás de ella, S.T. inició un movimiento; su espada de gala hizo un ruido metálico al chocar contra la columna de mármol. El minueto se alzó en una alegre pirueta antes de llegar a su conclusión. Entre el sonido de los lejanos aplausos de los invitados, Leigh cerró la mano en torno al abanico doblado y aplastó las plumas que lo adornaban.

– ¿Me quieres un poco? -preguntó de repente.

– Sunshine… te amo. Te adoro. Pero no puedo quedarme en este estado. Así no.

Leigh inclinó la cabeza y jugueteó con el abanico.

– Me pregunto, Seigneur, si las virtudes son tan importantes, si ofrecer lo mejor de uno mismo es tan imperativo… ¿Cómo es posible que yo despertase esos sentimientos en ti? -Dirigió la mirada al parque y se mordió el labio-. Porque lo cierto es que lo único que has visto de mí han sido mis horribles cicatrices.

– Tú eres Sunshine.

Leigh lo miró por encima del hombro.

– ¿Es esa la razón por la que me amas? ¿Mi aspecto físico?

– ¡No!

– ¿Entonces por qué? ¿Qué virtudes ves en mí? ¿Qué es lo mejor que yo te he ofrecido?

– Tu propio orgullo -respondió-. Tu perseverancia. Tu corazón orgulloso.

Leigh sonrió con ironía.

– Si lo que despierta tu admiración es el orgullo y el valor incondicional, Seigneur, podrías depositar tu amor en un miembro de la guardia real.

– No es solo eso. -S.T. se acercó y la agarró del hombro-. Ni mucho menos.

– ¿No? ¿Qué más te he dado yo de lo mejor que hay en mí? -Se mordió el labio-. ¿Acaso la amargura, la venganza y el dolor tienen tanto encanto? ¿Qué he hecho yo que esté a la altura de la fama que tienes tú por tu habilidad para la doma de caballos, por tu máscara, tu espada y por todas tus célebres hazañas, Monseigneur de Minuit?

La mano de él la apretó. Sintió su respiración, rápida y profunda, en su piel desnuda. Tenía la cabeza inclinada, el rostro vuelto hacia el cabello de ella sin llegar a rozarlo por completo.

– Orgullo y valor. Belleza. Todo eso, y… -Apretó la boca contra el pelo de ella-. No sé, no sé explicarlo.

Leigh se apartó de él y se volvió. Abrió el maltratado abanico y miró fijamente la escena allí pintada.

Él hizo un gesto como para volver a asirla. Después dejó caer la mano.

– Eres Sunshine -dijo con cuidadoso énfasis-. Sunshine y valiente y… -Hizo una breve pausa-. Pero no se trata de eso. No se trata de nada de eso.

Más allá del pórtico, al otro lado del invisible césped, el lago reflejaba levemente la luz de las estrellas y de las lejanas farolas.

S.T. fijó la mirada en aquella oscuridad. Sacudió la cabeza y soltó una risa vacilante y ahogada.

– Eres la única mujer que ha pronunciado la palabra «juntos».

Leigh levantó el rostro y lo miró.

La lejana luz iluminó la expresión del rostro de él cuando sus miradas se cruzaron, parecía que acabase de oír por primera vez sus propias palabras. En su rostro se reflejaba el descubrimiento, la sorpresa tranquila, la comprensión.

– Sí, juntos -susurró Leigh, tensa y sacudida por los temblores-. Codo con codo. Como una familia.

– Leigh. -Su voz sonaba desesperada-. No sé cómo. Nunca… jamás he… a nadie… ¡no sé cómo hacerlo!

– ¿Cómo hacer qué? -preguntó ella, atónita.

– ¡Cómo quedarme! ¡Cómo formar parte de una maldita familia! Por Dios bendito. Lo único que sé es lo que he sido hasta ahora. Lo he intentado y tú… tú te has burlado de todo lo que he intentado; te digo que te amo, y tú me contestas que no sé nada del amor. Te he mostrado lo mejor de mí. He peleado, he cabalgado, lo he hecho todo lo mejor que he sabido, y no ha sido suficiente. Y ahora, ahora que he vuelto a perderlo todo, ahora que no soy más que… -hizo un gesto lleno de furia- más que una sombra. Que no soy más de lo que era cuando llegaste a mí… ahora dices que me quieres. Si eso es lo que «juntos» significa, si eso es el amor, entregarme a ti por debilidad…, Leigh… no puedo. No puedo hacerlo.

Ella lo miró. Una alegre música llegaba a través del aire.

Seigneur -dijo-. Me encanta la allemande, baila conmigo.

– No puedo… mi equilibrio.

– Yo soy tu equilibrio. -Y cerró los dedos con fuerza en torno a los de él.

Él intentó apartarse, pero después apretó con fuerza sus manos y se las acercó a los labios.

– Dios, eres… eres… ¿qué puedo darte yo a cambio?

– Dame tu alegría, Seigneur. -Apoyó la frente sobre las entrelazadas manos de ambos-. Sí, dame tu alegría. Puedo continuar sola si no me queda otro remedio. Y lo soportaré, claro que sí, soy demasiado fuerte para venirme abajo. Me haré vieja y me convertiré en una roca si rae dejas ahora. Nunca levantaré la mirada para verte jugar con el lobo; nunca te oiré llamarme esas cosas tan dulces en francés; jamás aprenderé a ganarte al ajedrez. -Sacudió la cabeza con vehemencia-. Por favor… baila conmigo. Llévame a Italia. Píntame entre las ruinas a medianoche. Deléitame con tus locas ideas, tus heroicidades irresponsables y tus locuras románticas e imposibles. Yo seré tu ancla. Seré tu equilibrio. Seré tu familia. No permitiré que te caigas.

S.T. abrió las manos. Deslizó los dedos por las mejillas de Leigh y le cogió el rostro con las palmas de las manos.

Ella sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas ardientes.

– Estoy tan cansada del dolor y del odio… -Inclinó la cabeza y se echó unos pasos hacia atrás para mirarlo a los ojos-. Yo también quiero tener la oportunidad de darte lo mejor de mí.

A lo lejos, más allá del lago, una grulla soltó un graznido que sonó de lo más exótico con el clavicémbalo de fondo. S.T. levantó la mano y secó una solitaria lágrima que se deslizaba por la mejilla de Leigh.

La joven se mordió el labio. Las lágrimas, imposibles de detener, anegaron sus ojos.

– Lo cierto es, monseigneur… que yo te necesito más de lo que tú me necesitas a mí.

Él guardó silencio y su mano, cálida en el aire de la noche, no se apartó del rostro de Leigh.

– No dejes que eso me suceda. -Las palabras de Leigh temblaron en el aire-. No permitas que me convierta en lo que me convertiré si no estás conmigo.

– Sunshine -dijo él con voz ronca.

– Así me llamaba mi padre, Sunshine, su rayo de sol. -Mantuvo el cuerpo inmóvil y no apartó la mirada del rostro de él-. Si te alejas de mí, Seigneur… -Abrió las manos con un gesto de impotencia-. Dime, ¿cuándo seré de nuevo ese rayo de sol?

S.T. se inclinó hacia ella y rozó apenas con su boca las comisuras de los labios de Leigh.

– Siempre -susurró-. Siempre. Sonríe para mí.

Temblorosa, Leigh tomó aire, sus labios se estremecieron al apretarlos con fuerza.

– Me temo que ha sido un intento muy pobre. -Apoyó las manos en los hombros de ella y le dio una pequeña sacudida-. Inténtalo de nuevo, Sunshine. Me has pedido que baile contigo, así que será mejor que cultives tu sentido del humor.

Загрузка...