En el Santuario Celestial todos dormían; los hombres en su dormitorio común, las mujeres en sus esterillas en los salones y comedores de todas las casas que flanqueaban la calle. Algunas de ellas se habían quedado hasta bien entrada la noche rezando por el alma de Paloma de la Paz, que había abandonado el lugar. El maestro Jamie había pronunciado un sermón por ella cada día, había derramado lágrimas por ella, y les había pedido a todos que la perdonasen por su flaqueza. Al señor Bartlett nunca lo mencionaba, por eso todos sabían que no debían pensar en él ni en la manera en que se había logrado que su espíritu rebelde se sometiese.
Si algunos de ellos desobedecieran y se pasaran las horas nocturnas recordando su rostro y la forma que tenía de moverse, aquella confianza externa -o arrogancia, como el maestro Jamie la habría denominado- que había muerto al mismo tiempo que su oído, y que había sido reemplazada por el silencio, si lo hicieran, tendrían que realizar rezos adicionales.
Dulce Armonía se arrodilló en su esterilla junto a Castidad; ambas rezaron con devoción para conseguir la fortaleza necesaria para olvidar a Paloma de la Paz y al señor Bartlett, pese a que en su momento se les encomendó ayudar a la joven a cuidar de él. Dulce Armonía le servía las comidas y Castidad lo afeitaba y se encargaba de que estuviese aseado; a veces, mientras él estaba apáticamente sentado en la silla, con la mirada perdida en el vacío, los ojos de las dos jóvenes se encontraban sobre su cabeza y Armonía casi se echaba a llorar.
Trataba de no culpar a Paloma de la Paz. El maestro Jamie había dicho que tenían que perdonar, y no se podía negar que la muchacha se quedó consternada. Lloraba sin cesar, no se apartaba del lado del señor Bartlett, y repetía una y otra vez que estaba segura de tener suficiente fe, que algo había salido mal, y en una ocasión hasta llegó a decir que ojalá el maestro Jamie no la hubiese obligado a hacer aquello.
Fue precisamente al día siguiente cuando desaparecieron. Armonía y Castidad subieron hasta la habitación de la buhardilla y la encontraron vacía. Corrieron a decírselo al maestro Jamie, pero él se limitó a sonreír y a decir que había sido voluntad suya; que Paloma de la Paz ya había sufrido bastante por su falta de fe. No mencionó adónde había ido la muchacha ni qué había sido del señor Bartlett.
En lo más profundo de su corazón, pese a haber tratado de enterrarlo con rezos, con la rutina diaria y con la antigua sensación de seguridad y felicidad, Dulce Armonía sentía temor.
Miró a Castidad, que estaba encorvada sobre su esterilla iluminada por la pálida luz de la luna que entraba por la ventana, y supo que ella también tenía miedo.
Dulce Armonía se humedeció los fríos labios y levantó la cabeza lo suficiente para mirar por el cristal sin cubrir. En los dos días que habían transcurrido desde la partida de Paloma de la Paz y del señor Bartlett, una intensa helada había congelado el barro que llenaba los extremos sin pavimentar de la calle mayor. De repente, la campana de la iglesia empezó a repicar con gran estruendo; su redoble se prolongó en el aire gélido. En las esteras que había a su alrededor, otras jóvenes se movieron e hicieron esfuerzos por librarse del sueño y acudir a las plegarias de medianoche.
Algunas figuras avanzaban con paso rápido y en silencio por el centro adoquinado de la calle, penitentes a los que se les había requerido estar de rodillas en la iglesia toda la noche y rezar en compañía del maestro Jamie. Una de ellos debía de ser su discípula favorita, Ángel Divino, que siempre hacía penitencia pese a no tener ninguna obligación, ya que ella no cometía ni los errores pequeños ni los fallos que tan frecuentes eran en las demás. Cuando Ángel Divino estuviese de vuelta en la casa, ya no habría más miradas furtivas por la ventana durante los rezos, a no ser que quisieran que el maestro Jamie llamase a alguna de ellas en el siguiente servicio religioso del mediodía y le exigiese una confesión.
Dulce Armonía no creía que nadie más de la casa hubiese adivinado que Ángel las espiaba. La propia Armonía no había tenido la certeza hasta hacía muy poco tiempo, cuando encerraron en el desván a Paloma de la Paz y al señor Bartlett y Ángel Divino mostró demasiada preocupación y cariño por aquellas cuya misión era cuidar de aquel pecador rebelde. Hasta entonces, Armonía solo había sentido asombro ante el hecho de que el maestro Jamie fuese capaz de ver en su corazón y su mente con tanta claridad que conociese todas sus flaquezas.
Sentía cierto resentimiento hacia Ángel Divino. Tenía la sensación de que ese sentimiento empañaba lo que antes había estado lleno de luz y brillo. Además, tampoco era asunto suyo cuestionar las cosas. Ella amaba al maestro Jamie, igual que él la amaba a ella, pero le parecía que él no tenía ninguna necesidad de espías. Sin embargo, una vez que la sospecha se había abierto camino en su cabeza, ya no era capaz de librarse de ella. Y el hecho de extremar el cuidado para no traicionarse delante de Ángel Divino y de que el maestro Jamie nunca la llamara para que confesase su falta de fe, hacía que todo pareciese más real y preocupante.
La campana de la iglesia enmudeció. Al perderse los últimos ecos por la ladera de la colina, Armonía oyó un nuevo sonido: el golpear lento y regular de las herraduras de los cascos de un caballo sobre los adoquines.
Levantó la cabeza sin disimulo y miró a través de la ventana. Era ciertamente tarde para que el Viejo Pap -que de todos modos jamás respondía cuando le llamaban Gracia Salvadora- estuviese de vuelta de Hersham con el carromato. No creía, además, que aquel día hubiese ido a la ciudad, pero ella había estado ocupada todo el día con la limpieza del suelo de la nueva escuela dominical que iban a abrir el mes siguiente para los hijos de los campesinos.
El sonido claro y regular del metal al chocar con la piedra se hizo más intenso. Vio que dos de los penitentes se detenían en la calle. Se olvidó de sus plegarias y estiró el cuello para ver. De entre las sombras que la luna dibujaba sobre la calle apareció un caballo de color claro que se movía con calma; las crines y la cola creaban un resplandor de plata en la noche.
Armonía tragó aire. El jinete vestía una oscura capa que cubría el lomo de su montura; él y su caballo hacían que las siluetas sombrías de los penitentes en la calle pareciesen diminutas. Cuando pasó despacio por delante, el jinete alzó el rostro hacia su ventana, y bajo la sombra del ladeado tricornio, Armonía distinguió una máscara.
Era negra y plateada, adornada con el mismo dibujo que la de un bufón, con los ángulos y rombos, y la geometría distorsionada de un Arlequín nocturno. Había en ella una especie de luminiscencia, un brillo en el dibujo que hacía que los ojos pareciesen un espacio vacío, que hubiese solo vacuidad en los trazos sin sentido que formaban medio rostro: la frente, la nariz, el contorno de unas mejillas humanas. El resto quedaba en la sombra. Era como si la noche hubiese cobrado forma, como si la luz de la luna y la oscuridad fuesen a lomos de un caballo de alabastro viviente y contemplasen su ventana desde abajo.
Aquella máscara dibujada parecía hacerle una señal; parecía reírse en silencio, y resultaba aún más terrorífica por el humor que encerraba su caprichoso diseño. Armonía sintió que se burlaba de ella, que todas las creencias que daban sentido a su vida habían quedado expuestas ante aquella profunda mirada. Se agarró las manos con fuerza, incapaz de apartarse, hasta que aquella mirada espeluznante se apartó de su ventana y el caballo se alejó.
– ¡Dios nos ampare! -susurró Castidad, que se había inclinado sobre su hombro sin que Armonía se hubiese dado cuenta-. Dios nos guarde, ¡es el Príncipe! Era el mismo Príncipe, que me caiga desplomada si no lo era.
– ¿Qué? -Daba la impresión de que Armonía no tenía aire suficiente en los pulmones para hablar. Las demás jóvenes se movían y trataban de empujarla hacia atrás para poder mirar por la ventana-. ¿Acaso has perdido el juicio? -Su voz se alzó temblorosa-. ¡Ese jamás podría ser el príncipe de Gales!
– ¡El príncipe de los bandoleros! ¡El señor de la medianoche! El Seigneur francés. El Viejo Pap me contó que lo vio una vez, con esa máscara de infiel, a lomos de un caballo negro como la noche.
– Es un caballo blanco -dijo Armonía.
– ¿Y a qué ha venido? -De pronto los dedos de Castidad se clavaron en su brazo y la joven arrastró a Armonía hacia la puerta, alejándola de la ventana-. ¿Y si resulta que es por el señor Bartlett? -le musitó al oído-. ¿Y si el señor de la medianoche busca venganza por lo que hizo Paloma?
El Seigneur. Armonía de súbito entendió a quién se refería; se acordó de historias, de periódicos y de clases de francés. Le Seigneur… le Seigneur de Minuit. ¡Claro! Sintió que el terror y una emoción nueva ceñían su garganta. Agarró su chal y tanteó en la oscuridad hasta encontrar sus zapatos y calzárselos en los pies desnudos. Castidad ya había salido a trompicones por la puerta y había tropezado con el pasamanos de la escalera en la oscuridad. Ambas corrieron a la calle con el resto de las jóvenes en tumulto tras ellas. Como si aquella prisa hubiese roto el encantamiento, salieron otras muchachas de otros dormitorios. Algunas con las faldas a medio poner; otras todavía descalzas sobre el suelo helado. Nadie hablaba. Todas se dirigieron veloces a la iglesia, ante cuya escalinata se había detenido el caballo.
Armonía y Castidad fueron las primeras en llegar. La figura montada sobre el animal volvió la cabeza; la extravagante máscara miró hacia ellas.
Al instante, las jóvenes se detuvieron, jadeantes. Dulce Armonía se ciñó el chal y deseó acercarse más, dividida entre el miedo y la fascinación.
– ¿Sois el señor de la medianoche? -La pregunta de Castidad fue directa, pero bajo el vestido de lana sus pechos temblaban agitados.
La máscara se volvió hacia ella. Bajo la superficie pintada, el hombre sonrió; la luz que había era suficiente para ver que su boca se curvaba hacia arriba.
El caballo blanco se dio la vuelta y se situó frente a Castidad. Levantó una de las patas delanteras, extendió la otra, y se inclinó ante ella, el elegante cuello arqueado y la larga crin delantera rozaron el suelo.
– Je suis au service de mademoiselle -dijo el jinete con una maravillosa voz grave.
Un murmullo nervioso de placer salió del tembloroso grupo de jóvenes a sus espaldas.
– ¿Y eso qué significa? -preguntó Castidad con voz estremecida.
Dulce Armonía posó la mano sobre su hombro.
– Ha dicho que está a tu servicio -murmuró-. No hables con él.
– ¡Ah! Cette petite lapine parle français. -Su voz sonó divertida. El caballo blanco se enderezó. Sacudió la cabeza y dio un respingo mientras caracoleaba sobre las patas delanteras-. ¿Por qué razón no debería hablar conmigo? -preguntó cambiando de idioma-. Es más valiente que tú, conejita.
– ¡Marchaos! -Dulce Armonía trató con todas sus fuerzas de mantener la voz firme, pero el frío la hacía temblar como una hoja.
El hombre se llevó la mano al corazón.
– ¡Eso me hiere! -dijo con voz acongojada. Su guante negro refulgió con los adornos de plata.
– Al maestro Jamie no le gustará vuestra presencia aquí.
– Pues en ese caso que sea él quien venga a decírmelo, ma petite. Deseo tener el honor de conocerlo.
La puerta de la iglesia se abrió; el resplandor de una vela se proyectó sobre los escalones, pero al instante desapareció ya que el maestro Jamie dejó que la puerta se cerrase de golpe. Si le sorprendió ver al jinete y al grupo que con él estaba, no dejó que se trasluciera. Se quedó quieto un momento en lo alto de la escalinata. Bajo el sombrero, la empolvada cabellera parecía cubierta de polvo a la luz de la luna.
Alzó ambas manos.
Armonía se puso tensa. Estaba segura de que él no estaba nada contento; tuvo miedo de que desde lo alto lanzase una amenaza terrible sobre el hombre y el caballo blanco, de que exigiese un castigo peor que el aplicado al señor Bartlett, porque, ¿qué podía ser más insolente? ¿Qué podía resultar más profano y provocador que aquella figura sonriente que se atrevía a mantenerse erguida y en silencio ante él? El señor de la medianoche era un salteador de caminos, un proscrito, un renegado que representaba el reto, la discordia y el desafío; todo aquello que el maestro Jamie afirmaba que era fuente de corrupción.
El maestro Jamie empezó a rezar en voz alta y sus palabras la dejaron helada.
– El Señor, Dios de los ejércitos, ha declarado: abomino de las soberbia de Jacob -entonó-, porque he aquí que el Señor ordenará que la gran casa sea reducida a ruinas, y la pequeña, a pedazos.
Armonía percibió que las muchachas que estaban a su alrededor se movían inquietas. Algunas de ellas retrocedieron; todas sabían lo que venía a continuación.
– Vosotros trocáis en veneno el juicio -la voz subió de tono- y en ajenjo el fruto de la justicia, vosotros que os alegráis con lo vacuo. -Bajó las manos y se quedó con la mirada fija en el hombre que estaba ante él-. Pero he aquí que yo levanto contra vosotros una nación -dijo con suavidad y aire de amenaza. Armonía vio que dos compañeras se inclinaban y buscaban piedras por el suelo.
Abrió la boca, y volvió a cerrarla. Quería advertir al hombre, pero no se atrevía a hacerlo. Ángel Divino estaba justo a su espalda; se había arrodillado a coger una piedra. Si Armonía le avisaba, le impondrían un castigo; la aislarían y le negarían su cariño. Los temblores recorrían su cuerpo de arriba abajo, y se dejó caer sobre las rodillas.
– ¡Y ellos os oprimirán -gritó de repente el maestro Jamie- desde la entrada de Jamat al torrente de la Arabah!
El caballo blanco se movió y subió el primer escalón que conducía a la iglesia. Se inclinó hacia delante, y tocó con el hocico el rostro del maestro Jamie.
Armonía, de rodillas, se puso a rezar sin apartar la vista. Todo el mundo permaneció en silencio, excepto el maestro Jamie, que continuó con sus rezos entre gritos, con los ojos cerrados, como si aquel animal no estuviese allí. El caballo empezó a mordisquear el ala de su sombrero, lo tomó entre los dientes y se lo arrancó de la cabeza. Después se dio la vuelta y se quedó frente a ellas, con el sombrero colgando juguetonamente de la boca. El animal se aproximó a Ángel Divino, que se echó hacia atrás mientras el caballo movía el sombrero hacia arriba; luego, lo dejó caer completamente torcido sobre la cabeza de la joven.
El animal retrocedió, movió la cabeza de arriba abajo, levantó del suelo las patas delanteras y las unió en un impecable y elegante avance.
– Absolutamente deslumbrante -murmuró el señor de la medianoche.
El imponente caballo continuó la marcha a paso lento, y nadie, ni siquiera Ángel Divino con aquel absurdo sombrero en la cabeza, se atrevió a interponerse en su camino.
– Au revoir, ma courageuse chérie -dijo el jinete, que se inclinó hasta rozar la mejilla de Castidad al pasar-. Si quieres, volveré a por ti una noche.
El maestro Jamie había enmudecido. En medio del silencio, Ángel Divino levantó la mano y lanzó su piedra, pero el caballo ya se alejaba, fuera del alcance de la mala puntería de la muchacha. La piedra fue a dar entre los hombros de Castidad.
– ¡Pero bueno! -Castidad pegó un brinco y se volvió-. ¡Maldita seas, cabeza de gusano! ¿Por qué has hecho eso? -Se abrió paso hasta llegar a Ángel y le pegó un empujón que hizo que la muchacha diese con los huesos en el suelo, pero Castidad no se detuvo a comprobar los resultados de su acto, ni siquiera cuando el maestro Jamie pronunció su nombre, sino que corrió calle arriba tras el caballo.
Dulce Armonía también echó a correr. El caballo con su jinete ya había desaparecido en la oscuridad de la noche. Alcanzó a Castidad a mitad de la calle, la agarró del brazo y la hizo entrar en la casa que compartían. Su única esperanza era que el maestro Jamie tuviese otras cosas en que pensar y se olvidara de que Castidad había levantado la mano con violencia contra una de las favoritas de su rebaño.
Contra Ángel Divino, quien no dejaría que él lo olvidase.
– Arrodíllate, arrodíllate -le urgió Armonía cuando llegaron a lo alto de la escalera. Se oía tras ellas el rumor de las demás jóvenes acercándose-. Solicita el perdón.
Castidad se soltó de su brazo y se alejó enfadada, pero se arrodilló sobre su esterilla y cuando una hora más tarde apareció Ángel Divino con el maestro Jamie en persona, hizo gestos de arrepentimiento y, entre lloros, le rogó a la joven que la perdonase. A continuación se marcharon y reinó de nuevo la paz.
Cuando las campanadas de la iglesia señalaron el final de los rezos de medianoche, Castidad y Dulce Armonía se tumbaron en sus esterillas, muy próximas la una a la otra en la helada habitación.
– Armonía -dijo Castidad en un susurro apenas audible en la oscuridad-. El señor, ¿qué fue lo que me dijo?
Armonía se mordió el labio y no respondió.
– Por favor -murmuró Castidad-. ¿Qué significa chérie?
Dulce Armonía metió la cabeza bajo la manta.
– Significa «cariño» -dijo con voz suave-. Te llamó su valiente cariño.
– ¡Ay! -Se oyó solo una respiración, un leve susurro de sorpresa-. ¡Ay Dios mío!
S.T. había tenido la esperanza de entrar en la posada de los arrieros sin que nadie se diese cuenta, pero Leigh estaba esperándolo fuera; bajo la fría luz de la luna, una figura oscura surgió del borde del camino e hizo que Mistral diese un ligero respingo. Nemo la había encontrado antes; se metió entre los dos y empezó a pegar brincos y a dar vueltas con la emoción del encuentro. Ella seguía siendo la única mujer que contaba con la aceptación del lobo. Nemo se negaba a acercarse al Santuario Celestial, y solo una orden estricta le habría hecho entrar en la Twice Brewed Ale, donde habían cogido habitaciones hacía dos noches, por eso S.T. le había permitido andar por el páramo en libertad.
S.T. todavía llevaba puesta la máscara de Arlequín, reacio a dejar atrás al señor de la medianoche y volver a ser él mismo de nuevo. Adoraba aquella máscara; saboreaba la fascinación que despertaba, le había llenado de gozo ver los rostros atónitos de las jóvenes del Santuario Celestial. La había confeccionado él mismo; había pintado su alma sobre cartón piedra de la misma forma que lo había hecho la primera vez, hacía ya muchos años, mientras silbaba una melodía y trabajaba en solitario en el desván que había sobre el establo.
Había mantenido sus intenciones en secreto y se había escabullido cuando el resto ya estaba en la cama, pero ahora que las cosas habían ido tan bien no tenía ningún problema en pedirle a Mistral que iniciase un corto passage, que diese algunos pasos de trote en el aire, como si de una danza de la victoria se tratase. El caballo resopló, inseguro de aquella nueva solicitud, pero todas aquellas interminables semanas de adiestramiento y práctica en la carretera del norte habían inculcado en el animal las claves, así que lo intentó. Logró dar una ágil zancada en un intento de ir hacia delante y, al mismo tiempo, permanecer en el sitio. Al instante, S.T. le permitió relajarse y se inclinó a acariciarlo en recompensa. Mistral sacudió las crines con las orejas hacia atrás en actitud inquisitiva.
– Seigneur -dijo Leigh al tiempo que hacía una reverencia.
S.T. no sabría decir si lo que su voz expresaba era admiración o sarcasmo, pero, al descender un poco de las alturas a las que el éxito lo había transportado, sospechó que se trataba de lo segundo.
Se quitó el sombrero y se despojó de la máscara.
– Lady Leigh -murmuró con una ligera inclinación de cabeza.
– ¿Dónde has estado?
– He ido a visitar al reverendo señor Chilton -respondió, pero algo hizo que aquel anuncio no resultase tan gratificante como él había imaginado. Maldita fuese Leigh, de ella no iba a conseguir nada, para qué iba a engañarse.
– Creí que habíamos quedado en que no harías nada por tu cuenta.
– No -dijo él-. En lo que quedamos fue en que quien no haría nada serías tú. Ni sola ni acompañada.
La joven alzó el terso rostro hacia él, la luz de la luna le daba el aspecto de marfil. Estaba preciosa, tan bella que S.T. sintió una súbita sacudida en el pecho y no tuvo deseos de iniciar una discusión; no quería resucitar la pelea a causa de Chilton y los peligros y riesgos. Se preguntó cómo sería tener por una vez una conversación con ella, estar en la cama juntos y hablar de cosas corrientes. De cosas insignificantes como, por ejemplo, de que Mistral había aprendido a coger la cincha y a entregársela a él cuando se lo pedía o de si la posadera mataría al viejo gallo para hacer un guiso con él al día siguiente o sacrificaría tres gallinas jóvenes en su lugar.
Se pasó la manopla por el rostro y guardó la máscara en la alforja.
– ¿Quieres montar? -le preguntó, al tiempo que le ofrecía la mano.
– Prefiero andar. -Se quedó inmóvil y, a continuación, un repentino estremecimiento recorrió su cuerpo y hundió las manos en los bolsillos-. ¿Has ido hasta el pueblo a lomos de Mistral?
S.T. desmontó y asió las bridas del caballo.
– No hubiese sido muy inteligente entrar allí a pie.
– Lo reconocerán. Sabrán describirlo. -Leigh se puso a caminar a su lado-. ¿Has matado a Chilton?
El hombre notó que había tratado de decirlo como si no le diese importancia, pero su voz había salido un tanto entrecortada, había temblado un poco al pronunciar la última sílaba.
S.T. tuvo ganas de darse la vuelta, abrazarla con fuerza y besarla en la frente… solo eso, como si fuese una niña. Quería decirle que ya no tenía por qué volver a preocuparse de Chilton. Pero habían pasado los dos días que llevaban juntos discutiendo, habían peleado hasta alcanzar un punto muerto, se habían quedado en un extraño suspenso en una posada de arrieros en medio de la nada, y argüían entre susurros, a puerta cerrada, qué iban a hacer a continuación.
S.T. sabía qué venía a continuación. Ahora contaba con sus propios motivos para la venganza, y era su intención obtenerla, pero era ella quien flaqueaba; iniciaba una disputa por cada uno de los planes, o se ponía emotiva, se encerraba en sí misma y dejaba de hablarle, a la vez que se apartaba de él como si tuviese algo que ocultar.
Aquello lo enfurecía. Habían llegado hasta allí y ahora parecía como si no quisiese que él lo hiciera. Aunque no se desmoronaba ante él ni se rendía, en una ocasión había llegado a decir que se olvidase de Chilton, que ya no le importaba, como si todo tuviese que esfumarse porque así lo había decidido ella. Luego, lo había mirado temblorosa y furiosa, como si él tuviese la culpa de que las cosas no sucediesen así.
No entendía qué era lo que quería, ni creía que ella misma lo supiese.
– No, no he matado a Chilton -contestó sin emoción.
– Deberías haberlo hecho -comentó ella- mientras tenías la oportunidad.
S.T. controló con esfuerzo su enfado.
– Gracias por el consejo, pero el asesinato a sangre fría no es lo mío.
– Él te ha visto, ¿verdad? Adivinará que eres el señor Bartlett. Ahora estará preparado porque tendrá miedo. Es peligroso, ¿es que todavía no te has dado cuenta, loco imprudente?
Mistral torció el cuello y pegó un brinco, en protesta por el súbito tirón en su bocado, y S.T. aflojó la sujeción, dio una zancada hacia delante y no apartó la vista del oscuro suelo.
– Sí que me he dado cuenta. Ya hemos tenido esta conversación. Más de una vez. Empieza a resultar tediosa, puedes creerlo.
– No juegues con él -dijo Leigh-. No se trata de un juego.
– Pues claro que sí. -S.T. se detuvo y la miró de frente-. Queréis venganza, señora, queréis justicia, pero no tiene sentido liquidarlo por la espalda. Quiero que sepa quién lo está matando. Quiero que vea ese pequeño y maléfico reino suyo hecho añicos. Quiero que los pedazos caigan uno a uno sobre él antes de que muera. -Bajó la mirada hasta el rostro de la joven-. Quizá tú hayas olvidado lo que te hizo, pero yo no.
Leigh ni se inmutó.
– Y después, ¿qué? -musitó entre dientes-. ¿Se supone que debo caer de rodillas ante ti y decirte que te adoro? Ni lo sueñes.
Aquello sí que le dolió. S.T. se sintió humillado y furioso, en gran parte porque en aquellas palabras había mucho de verdad. Todavía albergaba en su interior alguna esperanza de la que no había sido consciente hasta que ella la había expresado en voz alta.
Y solo Dios sabía cuál era el motivo. Aquella arpía condescendiente no estaba nada mal, pero como compañía no era precisamente cordial. No le costaría ningún trabajo encontrar a alguien mejor. Muchísimo mejor que ella, maldita sea.
Solo una pequeña parte de su ser seguía aferrada a la idea, seguía recordando aquel momento en que ella había posado la mano sobre su corazón.
Juntos. Tú y yo.
El resto de su persona le decía: ya, y el sol tampoco saldrá mañana. Qué imbécil era. Tenía sus defectos, pero jamás había sido un estúpido.
«Juntos. Tú y yo unidos.»
Nadie le había dicho eso antes.
Le habían dicho: «te quiero». Le habían llamado guapo, habían dicho que era encantador y travieso, que resultaba excitante, y le pedían que se quedara más tiempo o fuera con más frecuencia. Algunas querían que les llevara alguna bonita baratija que pudiesen enseñar a sus amigas, mientras les contaban entre susurros de quién procedía. Todo les parecía exótico y estimulante y afirmaban que nunca habían sentido una pasión parecida, con nadie, que jamás habían conocido aquella devoción ferviente que viviría en ellas para siempre. Luego, le preguntaban si él las quería de verdad.
Él les juraba que así era, les llevaba regalos, se quedaba todo el tiempo que podía, a veces más de lo que la prudencia aconsejaba, porque creía en todo aquello. Pero, en cierto modo, nunca era suficiente. Al final, siempre había intentos de convencerlo con dulzura que luego se convertían en ruegos, y más tarde en lloros.
– No tiene sentido esa actitud tuya de héroe de caballería, ¿es que no lo entiendes? -le estaba diciendo ella con beligerancia, como si él le hubiese discutido algo-. Yo no te quiero sobre mi conciencia.
S.T. no respondió, no tenía sentido hacerlo. Se limitó a posar la mano sobre el cuello de Mistral y a caminar en silencio; había perdido por completo aquella sensación de euforia que le había producido el encuentro en el Santuario Celestial.
Paloma de la Paz estaba completamente despierta, con los ojos húmedos, la rubia cabellera suelta sobre la espalda de una forma que Leigh, según la educación que había recibido, encontraba vulgar, hasta puede que promiscua.
– ¿Habéis estado fuera? -La joven apoyó una mano en el brazo del Seigneur-. Lady Leigh estaba en lo cierto… ¿habéis ido allí?
En la posada todavía había mucho ruido, el comedor estaba a rebosar por una caravana de arrieros que había llegado tarde. Los hombres sentados a las mesas no quitaban el ojo a la joven mientras daban tragos a sus cervezas y engullían enormes bocados de carne asada.
– ¿Nos retiramos al piso de arriba?
S.T. agarró con fuerza a Paloma de la Paz del codo y la obligó a darse la vuelta. Leigh subió tras ellos. El hombre se dirigió hacia la pequeña estancia que la joven compartía con Leigh, lo que hizo que el malhumor de esta empeorase.
Tan pronto como se cerró la puerta, Paloma lo asió de ambos brazos.
– Lady Leigh tenía razón, ¿no es así? Habéis vuelto al Santuario.
S.T. miró a Leigh con acritud.
– No era mi deseo que fuese de dominio público.
– ¡Entonces, es cierto! -exclamó la joven-. ¿Qué dijo el maestro Jamie? ¿Lo visteis?
S.T. tiró el sombrero y la alforja sobre una silla y se despojó del cinturón con la vaina de la espada.
– Confío en que, en cualquier caso, no me haya reconocido.
– ¡Ah! -dijo la joven con un deje de decepción-. ¿Os introdujisteis a hurtadillas?
S.T. sacó la máscara de la alforja y se la mostró, colgada de los dedos.
– No exactamente.
La muchacha se llevó la mano a la boca.
– Os cubristeis el rostro con eso. ¡Ah!
S.T. sonrió y sostuvo la máscara sobre el rostro. Incluso en aquella estancia iluminada por la luz de las velas, su apariencia cambió, le dio un aire misterioso y extraño, hizo que fuese imposible fijar la mirada sobre su rostro, que desapareció bajo los intrincados dibujos que cubrían la máscara. Los ojos relucían ligeramente allá al fondo; podía estar mirando a la una o a la otra, o a ninguna de las dos. Era imposible asegurarlo.
– Yo he visto dibujos de esa máscara -susurró Paloma de la Paz -. Es la de un salteador de caminos.
S.T. apartó de su rostro aquel objeto de camuflaje.
– Pero no es la de un salteador cualquiera, cariño. Es la mía.
La joven absorbió aquella información, allí de pie ante él mientras en sus labios se dibujaba una «o» de sorpresa. Leigh no tenía una gran opinión de su inteligencia, pero la verdad pareció abrirse camino en su mente con singular rapidez.
– ¡El Seigneur de Minuit! ¡Sois vos! Ay, ¿sois vos?
S.T. le dedicó una reverencia.
– No tenía idea -gritó la joven-. ¿Y habéis venido para castigar al maestro Jamie? ¿Lo teníais todo planeado? ¡Qué valiente debéis de ser! -Tomó asiento en una silla y lo miró-. ¡Qué maravilloso y qué valiente hacer eso por nosotras!
– Y qué maravillosa falta de prudencia -murmuró Leigh.
S.T. le dirigió una breve mirada para, a continuación, dedicarle una sonrisa a la otra muchacha.
– Es un honor estar a vuestro servicio, bella.
Paloma de la Paz se deslizó hacia el suelo hasta quedarse de rodillas. Tomó la mano del hombre y la besó, sin apartar los labios de ella.
– Gracias -musitó-. Muchísimas gracias. Sois tan bondadoso…
Leigh pensó que él se mostraría molesto ante semejante arrebato; sin embargo, permitió que la muchacha retuviese su mano. De hecho, daba la impresión de estar encantado; soltó una risita complacida e incluso alargó la mano para hacerle una caricia y apartarle los largos cabellos del rostro.
Leigh se humedeció los labios y se volvió bruscamente. ¡Qué hombre tan tonto! ¡Pues que se regodee en aquella adoración ciega! Cruzó los brazos con fuerza sobre el estómago y se apoyó en la pared para mirar por la ventana.
– Cuando hayáis terminado -dijo-, ¿tendrá a bien vuestra excelencia responderme a la pregunta de si, en medio de tantos planes, os habéis acordado en algún momento de los soldados del rey?
S.T. cogió a Paloma de los brazos y la levantó del suelo.
– Chilton no pedirá ayuda a la Corona.
– ¿Seguro? -Leigh vio que la otra joven lo miraba con timidez tras la brillante cortina de su cabello-. ¿Cómo puedes saberlo?
– ¿Llamar a los soldados? Eso sería lo último que él querría, tener un poder superior al suyo dentro de su propio reino. No tienes por qué preocuparte por mí en ese aspecto.
Paloma seguía sin soltarse de él. Se echó el pelo hacia atrás y tomó la mano de él entre las suyas. Él la miró, le dirigió una sonrisa leve e indulgente, y le apretó los dedos.
Leigh notó que se ruborizaba. Algo se retorció en su interior al ver que él tocaba a la joven de aquella manera tan dulce, con la misma naturalidad que si fuesen amantes desde hacía años. Pero Paloma de la Paz representaba lo que él quería, por supuesto, toda aquella admiración jadeante sin condiciones; daba igual que la semana anterior ella le hubiese vertido en el oído lo que ella creía que era ácido. ¡Menudo petimetre! ¡Maldito lechuguino estúpido!
– Es tarde. -Leigh se acercó a la vela y la apagó de un soplo. El aroma a humo y a sebo se extendió por la habitación.
– Y percibo el deseo de que me vaya -dijo él en la oscuridad-. Os deseo buenas noches, demoiselles.
Después de que la puerta se cerrase tras él, Leigh se quitó el chaleco y se metió en la cama en camisa. Se agarró al pilar de la cama que quedaba frente a la ventana y se aseguró de no rozar en absoluto el cuerpo de la otra muchacha cuando ella a su vez se acostó.
Durante largo rato Leigh se mantuvo inmóvil, aferrada al borde de la cama, mientras notaba que Paloma de la Paz daba vueltas y se movía a ratos, hasta que por fin el ritmo de su respiración se hizo acompasado al quedarse dormida. La luna brillaba baja y se reflejaba en los ojos de Leigh a través de la ventana, mientras se posaba lentamente sobre los páramos allá al norte, donde Nemo cazaba en solitario.
Leigh volvió el rostro hacia la almohada. Se mordió el labio y apretó con fuerza los párpados mientras trataba de que su corazón se hiciese de piedra.