Capítulo 2

Monsieur Leigh Strachan no apareció en Col du Noir hasta bien entrada la tarde del día siguiente. S.T. estaba un tanto sorprendido ante su tardanza, ya que la esperaba a media mañana como mucho. Había salido a trabajar al patio, como era su costumbre, para aprovechar la luz de esas despejadas tardes de octubre mientras respiraba el aroma a aceite de linaza, estragón, lavanda y polvo que impregnaba sus trapos de pintar y sus manos. Nemo jadeaba suavemente a la sombra; sus solemnes ojos amarillos seguían los cortos pasos hacia delante y hacia atrás que daba su amo para ver el lienzo desde diversas perspectivas. Pero, cuando el lobo levantó la cabeza y miró hacia la entrada del castillo, S.T. dejó el pincel en un cuenco de terracota lleno de aceite, se limpió las manos y se sentó a esperar sobre una piedra calcinada.

Nemo se puso en pie. Una sola palabra musitada por su dueño bastó para que el lobo no se moviese. Aquel oyó cómo los patos refunfuñaban, sonido que le pareció que provenía de algún lugar a la izquierda, de detrás de la muralla, donde no había más que el precipicio. Volvió la cabeza para percibirlo mejor con su oído bueno, pero al instante se dio cuenta de su error y volvió a mirar hacia las puertas mientras un leve escalofrío de disgusto consigo mismo recorría su cuerpo. Todavía no se había acostumbrado al efecto desorientador que le producía la sordera de un oído. Por más que la mirada alerta de Nemo se dirigiese en la dirección por la que obviamente se aproximaba ella, a S.T. le costó convencer a su cerebro de que su visitante no se estaba acercando por la izquierda cruzando el desfiladero de algún modo inexplicable. Y aún era peor si cerraba los ojos o movía la cabeza con demasiada rapidez, pues entonces todo comenzaba a girar a su alrededor.

Ella había tomado la sabia medida de hacer mucho ruido conforme se acercaba. Era una chica lista. Debía de haber supuesto que sería mejor no aparecer a hurtadillas y de repente ante un desesperado y peligroso bandolero por cuya cabeza se ofrecía un dineral.

Esa idea hizo que S.T. sonriera. Tiempo atrás, él mismo se había considerado un personaje bastante peligroso.

Se inclinó hacia delante, arrancó unos arbustos que tenía a mano y volvió a sentarse armado con un aromático ramillete de lavanda y manzanilla. Al cabo de un instante, le añadió algunos tallos de jara para perfeccionar el efecto del color y la composición. Mientras giraba lentamente el ramillete para comprobar el resultado, ella apareció bajo la ruinosa entrada y se detuvo entre las sombras. Nemo gruñía sin moverse. S.T. esperó y se dio cuenta de que la joven miraba al lobo con recelo. Y es que Nemo impresionaba, enorme como era, con su pelaje negro, pardusco y plateado que una suave brisa agitaba mientras el animal enseñaba los dientes. Se veía a la perfección lo que era; nadie lo confundiría con un perro guardián más grande de lo normal.

Sin mirar a S.T., la joven dio un paso hacia Nemo, al cual se le erizó el lomo. Ella dio otro más, tras lo que comenzó a caminar con paso decidido en dirección al lobo. El gruñido del animal sonó mucho más fuerte. Se agazapó moviendo lentamente su espléndida cola y con la mirada fija en aquella esbelta figura. Ella siguió andando. Entonces Nemo dio un paso adelante con todo el cuerpo rígido por la fiereza de su advertencia; el sonido reverberó por todo el patio.

Pero, aun así, ella siguió andando.

Apenas a cinco metros de Nemo la valentía del animal desapareció por completo. Cesó el gruñido, dejó de agitar la cola y se volvió formando un pequeño círculo; luego agachó su gran cabeza y las orejas y se escabulló con el rabo entre las piernas a refugiarse tras la espalda de S.T.

– Sí, ya lo sé -le dijo su amo para consolarlo-. Las mujeres son unas criaturas terroríficas.

Ella permaneció en silencio con el ceño fruncido.

– Fíjate -siguió diciendo-, voy a ir andando hasta ella. No, no gimas, viejo amigo, no pienso detenerme. Ya sé que corro un terrible peligro y que no tengo muchas posibilidades de salir indemne. -Se levantó mirando al lobo-. Amigo mío, si no regreso, quiero que te comas mi parte del queso -añadió acariciándolo.

Nemo se postró en señal de abyecta humildad al tiempo que emitía un leve aullido e intentaba lamer la mano de S.T. Este lo empujó hacia un lado y le rascó la tripa, tras lo cual lo dejó boca arriba revolcándose en su ignominia.

La joven observó a S.T. mientras se aproximaba a ella; sus cejas oscuras e inclinadas estaban más fruncidas por la duda que cuando miraba al lobo. S.T. le ofreció las flores sin decir nada. Durante un largo instante, ella miró fijamente el ramillete que él sostenía y, a continuación, lo miró a los ojos. Él sonrió.

Bienvenue, mon enfant -dijo en voz baja.

El labio inferior de la joven se contrajo y, de pronto, aquellos soberbios ojos azules se llenaron de lágrimas y apartó la mano de S.T. de un manotazo. Las flores salieron volando desprendiendo un aroma a lavanda aplastada.

– No hagáis eso -gruñó ella con la misma ferocidad que Nemo-. No me miréis de ese modo.

S.T., sorprendido, dio un paso atrás mientras se tocaba la mano dolorida. Desde luego la joven tenía un buen derechazo.

– Como gustéis -dijo con ironía, tras lo que añadió con toda intención-: monsieur.

El brillo de los ojos de ella desapareció con la misma rapidez con que había surgido. Su rostro adoptó una actitud más rígida y beligerante. Echó la cabeza un poco hacia atrás y miró a S.T. con frialdad.

– ¿Cuándo os habéis dado cuenta?

– ¿De qué sois una chica? -dijo él encogiéndose de hombros-. Ayer. -Cogió un tallo roto de jara y lo examinó compungido-. Cuando sonreísteis.

Ella frunció el ceño.

– Tendré que intentar poner siempre mala cara.

S.T. tiró la rosa al suelo.

– Sí, supongo que eso servirá. Desde luego a Nemo y a mí nos habéis turbado.

La joven volvió un poco la cabeza y miró al lobo. S.T. se imaginó pasando el dedo por su suave mejilla, atraído por su ardiente color.

– ¿Se llama Nemo? -preguntó ella señalando al animal con una ligera y decidida sacudida de cabeza-. Lo habéis adiestrado muy bien. No he visto que lo llamarais en ningún momento.

S.T. se volvió hacia el lobo.

– ¿Has oído? Dice que estás bien adiestrado, así que ven aquí y demuéstralo -dijo con un silbido.

Nemo se acercó a ellos, pero se detuvo a un metro de distancia.

– Vamos -volvió a silbar S.T. al tiempo que se señalaba los pies.

El lobo dio unos pasos a un lado; luego giró y avanzó hacia el otro formando un arco alrededor de ellos. Cuando su amo lo llamó por tercera vez, se agachó y comenzó a gemir.

– No me extrañaría nada que temblarais de terror ante semejante espectáculo -dijo S.T.

Ella pareció entenderlo poco a poco mientras, con la espalda rígida y la boca cerrada en un ligero rictus de sorpresa, observaba a Nemo.

– ¿Tiene miedo de verdad?

– Son las mujeres. Lo dejan petrificado -dijo S.T. mientras empujaba una de las flores del suelo con la bota-. Seguro que tiene sus razones.

Una leve curva se dibujó en la comisura de la boca de la joven. Miró a Nemo con esa débil sonrisa aún en el rostro, pero no dijo nada. Por su parte, S.T. no podía dejar de contemplarla. Sus labios, su piel, el contorno de su garganta. Sintió que le faltaba el aire.

– Creía que era una prueba -explicó ella.

S.T. cambió rápidamente su foco de atención y la miró a la cara.

– ¿Qué?

– Creía que me estabais poniendo a prueba, para ver cómo le hacía frente.

– Ah, sí, claro. Y la habéis pasado. Vuestro comportamiento ha sido de lo más heroico y estúpido. Bien sabe Dios que yo no tendría valor para acercarme a una bestia feroz. -Inclinó la cabeza, perdido en la asombrosa profundidad de sus ojos-. Por supuesto, Nemo le desgarraría la garganta a cualquier hombre que cometiera semejante error.

El lobo dio un largo gemido y rodó por el suelo, retorciéndose y resoplando mientras intentaba rascarse la espalda. A continuación, se quedó panza arriba con las patas relajadas mirando a S.T. mientras la lengua le colgaba en lo que era una típica mueca canina.

– Sí, sabes que lo harías -le dijo su amo, tras lo que le hizo una brusca señal con la mano-. Levanta, grosero, que hay una dama. Vamos, ve a cazarnos un faisán.

Al instante, Nemo se incorporó y echó a trotar en dirección a la puerta con la nariz agachada en busca de algún rastro. Cuando desapareció, los patos de fuera comenzaron a graznar escandalosamente para después callarse. Nemo sabía que no debía atacarlos si no tenía permiso para hacerlo.

– Es en verdad asombroso, la forma en que lo habéis adiestrado -dijo ella mirando en la dirección en que se había marchado el lobo.

S.T. se rascó detrás de la oreja.

– Bueno, lo más probable es que no consiga ningún faisán -admitió-. Quizá una liebre. -La miró de reojo-. ¿Queréis… quedaros a cenar?

Ella frunció el ceño de nuevo, haciendo que S.T. sintiera que algo se hundía en su interior; no obstante, contestó que sí con gran frialdad. Él suspiró aliviado al tiempo que intentaba controlar su sonrisa de satisfacción. Estaba tan indeciso con respecto a ella como lo había estado Nemo. Hacía tanto tiempo que no cortejaba a una dama… No le sorprendería nada descubrir que había perdido todas sus habilidades. Ojalá no fuese tan condenadamente bella. Solo mirarla y le ardía la garganta con una sensación extraña.

– No sois en absoluto como esperaba -dijo ella de pronto al tiempo que se le arqueaba el ceño por la sospecha-. ¿Sois de verdad el Seigneur?

La sonrisa se borró del rostro de S.T. No contestó, sino que se limitó a volverse e ir hacia el caballete, apoyar con mucho cuidado el lienzo en una roca y recoger el armazón y los cuencos de pigmento. Los llevó dentro y volvió a por el lienzo sin mirarla. Cuando cruzó el umbral de la puerta, vio que la larga sombra de ella se movía lentamente tras él.

La joven se detuvo en la armería, mientras que S.T. prosiguió hacia la cocina. Metió de una patada un saco vacío de cebada bajo la mesa, dejó la pintura a un lado y avivó el fuego para calentar aquellos fríos muros de piedra. Cuando volvió a la armería, ella estaba ante el retrato de Charon.

S.T. se cruzó de brazos y se apoyó en la jamba de la puerta. Tras observar a la joven, se miró la punta de la bota.

– Lo siento -dijo ella con cierto tono desafiante.

– Da igual. Es normal que tengáis vuestras dudas. Hoy en día tampoco yo me parezco mucho a Robin Hood.

Los ojos azules de la joven lo recorrieron con frialdad de arriba abajo, tras lo que volvió a contemplar el cuadro de Charon.

– ¿Está en los establos? -preguntó.

– Está muerto.

S.T. se alejó de la puerta y la dejó sola. Volvió a la cocina, apartó algunos trapos de pintar y unos libros de la mesa, cogió una cebolla y empezó a cortarla con una cuchilla roma. Al momento la oyó entrar, ya que tenía el oído bueno en dirección a la puerta. La miró fugazmente y deseó con amargura ver algo menos atrayente. Pero era hermosa, delgada y esbelta, con las pestañas negras, marcados pómulos y esos dedos con los que recorría un molde de escayola mientras lo miraba de una forma que estaba cargada de fuerza y destrucción.

Pero no lo hacía a propósito, eso estaba claro. Se sentía decepcionada; él le parecía un fraude que no estaba a la altura de su leyenda. Lo otro, el dolor que S.T. sufría en el pecho, en las entrañas y en el corazón, era su problema. Su debilidad.

Mujeres. Dio un fuerte tajo a la cebolla. Era lógico que aterrorizaran a Nemo.

Llevaba tres malditos años solo. Ansiaba arrodillarse, hundir el rostro en el cuerpo de ella y suplicarle que le dejara hacerle el amor.

Pensó en Charon, en su ciega devoción animal; en el cálido resoplido en su oreja, cuando todavía podía oír con ambas; en el tranquilizador sonido de los cascos del caballo mientras él dormía sobre la húmeda tierra inglesa, a salvo, tranquilo, protegido por unos sentidos más agudizados de lo que jamás serían los suyos, por una mente simple y honrada que confiaba en el juicio humano.

La cebolla hizo que se le humedecieran los ojos. Apretó la boca con fuerza y echó los pedazos a un puchero. Podía sentirla, aunque no estaba mirándola; era como una intensa llama en medio del oscuro caos en que se había convertido su vida. Se preguntó qué absurda y ciega locura podría impulsarle a cometer esa tentadora joven; qué quedaba aún en su interior que ella pudiera arrebatarle.

La pintura, Nemo, su vida. La lista era más larga de lo que creía.

– ¿Qué queréis de mí? -le preguntó de repente.

Ella levantó la vista de un cuadro a medio terminar que estaba apoyado en el arcón del pan.

– Ya os lo he dicho.

– ¿Que os enseñe a manejar la espada?

La joven asintió con la cabeza. S.T. señaló hacia un rincón con la cuchilla.

– Ahí hay una espada y un par de pistolas. Podéis hacer con ellas lo que queráis. Eso es todo lo que tengo que enseñaros -dijo mientras dejaba la cuchilla sobre la mesa.

Ella lo miró fijamente, pero S.T. prefirió desentenderse. Cogió el cubo de cuero y, tras salir al exterior, lo llenó en el pozo de piedra. Después volvió a la cocina y lo vació en el puchero. El agua cayó en el cacharro de hierro con un sonido cristalino.

– ¿Es porque no soy un hombre?

S.T. no contestó. Estaba ocupado pelando ajos. Su piel apergaminada crujía entre sus dedos, y su familiar olor le llenaba la nariz. Se concentraba en eso, en cosas sencillas. Veía de reojo los pies de la joven; llevaba unos zapatos con hebillas que estaban muy gastados en los tacones, y las medias meticulosamente zurcidas con hilo de otro color. Sus piernas eran fuertes y delgadas, y sus pantorrillas estaban moldeadas con gran delicadeza. Era una mujer. S.T. se mordió la lengua.

– Eso va a saber muy mal -dijo ella.

S.T. se llevó una mano al corazón.

– Y pensar que estaba tan seguro de mí que le he dado la tarde libre al cocinero.

– Yo puedo hacerlo mejor.

S.T. dejó el ajo sobre la mesa.

– ¿Cómo?

Ella se encogió de hombros.

– Yo sé cómo.

– Explicádmelo.

La joven lo miró desde debajo de sus pestañas mientras abría y cerraba las manos muy despacio.

– ¿Me enseñaréis?

S.T. soltó una risa irónica.

– Siempre me interesa una nueva receta para cocer la cebolla pero, francamente, no. No voy a enseñaros nada.

– Soy buena cocinera. Tengo mucha práctica. Y soy muy buena ama de llaves. -Miró con actitud distante la caótica cueva que era aquella cocina-. Puedo hacerme cargo de todos vuestros asuntos y llevaros las cuentas. La próxima primavera vuestro jardín ya podría estar produciendo lo suficiente para llenar vuestra mesa, y aún sobraría mucho para vender. También podría vestiros adecuadamente. Se me da muy bien la costura.

– Y la modestia, por lo que veo.

– Puedo hacer de este lugar un hogar acogedor para vos.

S.T. inclinó la cabeza y la miró de reojo. Estaba muy recta, y se veía que estaba dispuesta a soltar otro listado de méritos si él se mostraba remiso. Con una pequeña sonrisa irónica, él le dijo:

– Supongo que no sabréis hacer vino…

– Por supuesto que sí. Suelo hacer vino de moras todos los años, así como licor de menta y cerveza.

Su voz era cultivada, y sus modales, educados, pero daba la impresión de que hubiese sido sirvienta en alguna casa. Las ropas que llevaba habían pertenecido a un aristócrata, eso estaba claro. S.T. se permitió la indulgencia de imaginar su joven cuerpo, delgado, ágil y desnudo, y suspiró débilmente de deseo. Levantó la cabeza y la miró a los ojos. Ella no pestañeó.

– Haré lo que sea -afirmó decidida-. Me acostaré con vos.

S.T. bajó la cuchilla dando un tajo lleno de furia. Trocitos de ajo salieron volando en varias direcciones.

Maldita sea. Maldita, maldita, maldita. ¡Será zorra y perspicaz!

Quería decir algo despiadado, algo que la hiriese tanto como su desapasionada oferta lo había herido a él. Pero, cuando la miró, el encendido rubor de sus mejillas y su boca cerrada y rígida la hacían parecer tan joven e indefensa, y su aire de dureza resultaba tan falso, que las palabras no salieron de su garganta.

– No, gracias -fue todo lo que dijo.

Los hombros de la joven se relajaron de forma casi imperceptible. S.T. se afanó en pelar otro diente de ajo. Notaba cómo le hervía la sangre ante esa leve indicación del enorme alivio de ella. Echó el ajo al puchero con pergamino y todo, puso ambas manos sobre la mesa y se las miró. Diez dedos ligeramente manchados de pintura. Dos brazos, un rostro… ¿Tanto había cambiado? Ninguna mujer se había quejado jamás de él, ni de su aspecto ni tampoco de su capacidad como amante. Y nunca, nunca, había tenido que pagar a ninguna.

Se preguntó si había caído tan bajo como para estar dispuesto a hacerlo en esos momentos. Permaneció inmóvil, insultado y excitado, mientras sentía intensamente la presencia de ella en aquella cocina; pero no se atrevía a mirarla. Durante tres años lo había descargado todo en su arte; cuando la necesidad de una mujer se apoderaba de él, trabajaba sin descanso, pintando tormentas y galgos, desnudos y caballos, modelando curvas en pedazos de arcilla hasta que no podía seguir más tiempo en pie y caía dormido en una butaca con la espátula de modelar todavía en la mano. Nunca terminaba esas obras, y no sabía si eran lo mejor o lo peor que había hecho.

– ¿Puedo sentarme? -preguntó ella con voz extraña.

– Por el amor de Dios, pues claro que podéis… -contestó S.T. volviéndose, pero entonces vio que la joven se estaba cayendo y, antes de que él pudiese reaccionar y mover una mano o dar un paso adelante, se derrumbó sobre el sucio suelo cuan larga era.

Durante un instante se quedó mirándola sorprendido, hasta que su cuerpo reaccionó antes que su mente y se movió. Ella abrió los ojos al tiempo que S.T. se arrodillaba a su lado. El azul intenso de su mirada estaba nublado por la tensión y el cansancio, y el encendido rubor de sus mejillas se había transformado en palidez. La joven intentó incorporarse.

– Estoy bien -dijo bruscamente mientras intentaba evitar que él la ayudara.

El corazón de S.T. latía agitado.

– Y un cuerno -replicó ignorando su débil intento de apartarlo. Ardía de fiebre. Podía notar el calor sin tan siquiera tocarle la frente.

– De verdad que sí -insistió ella tomando aliento-. No estoy enferma.

S.T. no tenía intención de perder el tiempo en más discusiones. Le pasó el brazo por debajo de los hombros para levantarla, pero ella consiguió zafarse de él. Con una fuerza que lo sorprendió, la joven se cogió al brazo de S.T. para intentar alzarse.

– Estoy bien -insistió mientras se sentaba en el suelo-. Es que no he comido, eso es todo.

Tras vacilar unos instantes sobre qué debía hacer, S.T. dejó que apoyara la frente en su hombro, y comprobó que la elevada temperatura que notaba refutaba sus palabras. Le pasó la mano por las sienes y, de pronto, vio cómo la cabeza de la joven volvía a desplomarse. Se había desmayado entre sus brazos.

S.T. se asustó. Estaba pálida como la muerte, con un ligero tono amarillento muy poco saludable, y tampoco la oía respirar. Le cogió la mano y se la frotó pero, tras darse cuenta de que era inútil, cogió su flácido cuerpo en brazos. Al levantarse se tambaleó por el peso de la carga, mientras su precario equilibrio también se descompensaba. Ella volvió en sí justo cuando atravesaban la armería camino del dormitorio.

– Tengo que ponerme en pie -farfulló-. No puedo caer enferma. -Su cabeza cayó hacia atrás y su delgada y blanca garganta vibró con un débil gemido-. No puedo…

S.T. comenzó a subir la escalera de caracol y la cogió con más fuerza cuando ella intentó débilmente oponer resistencia. Llegó al primer piso maldiciendo a los constructores del castillo, que habían ideado todas aquellas escaleras irregulares, pronunciadas curvas y estrechos pasajes para hacer el ascenso lo más difícil posible a cualquier eventual enemigo. Seguro que los muy bastardos esperaban ser atacados por un ejército de enanos capaces de retorcerse y transformarse en nudos gordianos. Cuando al fin empujó con el hombro la puerta del dormitorio y la cruzó con ella en brazos, la sensación de vértigo se adueñó por completo de su débil estabilidad. Tuvo que detenerse para recuperar el equilibrio antes de tomar aliento y recorrer la habitación en línea recta hasta llegar a la cama.

El cuerpo de la joven se hundió en el colchón de plumas. La nariz de S.T. se llenó de polvo; no se le había ocurrido hasta entonces que hiciese falta airear las sábanas, pero al menos la ropa de cama estaba fresca y seca, y olía a lavanda, a linaza y a él mismo. Ella lo miró mientras intentaba incorporarse de nuevo, pero volvió a tumbarse cuando S.T. la echó hacia atrás poniendo las manos sobre sus hombros. La joven se humedeció los labios.

– No me dejéis aquí -murmuró-. ¿Es vuestra habitación?

S.T. le apartó el pelo negro y húmedo de la frente.

– No voy a haceros ningún daño.

– Tengo que marcharme -dijo ella con desesperación-. Dejadme sola. No me toquéis.

– No voy a haceros nada, ma chérie.

Ella le apartó la mano de un empujón.

– Marchaos. No os acerquéis.

– Estáis enferma -exclamó él, enojado-. No voy a violaros, pequeña idiota. Estáis enferma.

– ¡No! No lo estoy. No puedo estarlo. No puedo.

Cerró los ojos y sacudió la cabeza. A continuación se quedó de repente totalmente inmóvil mientras lloriqueaba, derrotada. Sus peculiares pestañas recortadas parecían más negras que nunca en contraste con su cutis blanquecino. Abrió los ojos y miró a S.T. con fiereza.

– Sí lo estoy -dijo con voz ronca-. Marchaos, por favor. Os lo suplico. Creía… esperaba… que no fuese nada, solo comida en mal estado. -Se giró en la cama entre escalofríos-. Pero estaba equivocada.

S.T. vio cómo un repentino estremecimiento la hacía sacudirse, y retorció los dedos en señal de fútil empatía.

– La cabeza -murmuró ella volviéndose de nuevo-. Me duele mucho la cabeza.

Se apoyó sobre un codo, pero S.T. la empujó para que se tumbara y la mantuvo sujeta para evitar que intentara volver a incorporarse mientras maldecía para sus adentros. Su madre murió de unas fiebres así, repentinas y devastadoras. Hacía años, décadas, pero todo lo que recordaba era su cadáver yaciendo en la capilla ardiente en un frío salón de mármol de Florencia, blanco e inerte como la misma piedra. ¿Qué hicieron los malditos médicos por ella? Obviamente lo que no debían, pero S.T. ni siquiera lo recordaba. No le pidieron que entrase a ver a la enferma, y él tampoco tuvo muchas ganas de hacerlo. Era un joven estúpido y rebelde de diecisiete años que no creía en la muerte, y que no pensaba que pudiera llegar el momento en que su impetuosa, extravertida y exasperante maman dejara de pedirle que llevara otro billet doux a su nuevo amante.

La joven intentó zafarse de la sujeción de sus manos.

– ¡Soltadme! -exclamó al tiempo que conseguía liberarse-. ¿Es que no lo entendéis? Son unas fiebres mortales.

– ¿Mortales? -preguntó S.T. cogiéndola de las muñecas-. ¿Estáis segura?

Tras un vano intento por soltarse, ella yació jadeante mientras asentía débilmente con la cabeza.

– ¿Cómo estáis tan segura?

– Porque lo sé.

– ¿Y cómo lo sabéis, maldita sea? -insistió S.T. elevando la voz.

Ella se humedeció los labios.

– Por el dolor de cabeza, la fiebre, y porque no puedo comer -explicó mientras le temblaban los dedos-. Hace dos semanas, en Lyon, no tenía bastante dinero para pagar… Era una posada muy mala, y cuidé a una niña pequeña…

– Dios mío -susurró S.T. mientras la miraba fijamente.

– Comprendedme, no podía quedarme sin hacer nada y dejar que se la llevaran en el carro de los apestados. -Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo-. No tenía dinero y no podía pagar el camastro.

– ¿Y tenía la peste? -exclamó S.T.-. Imbécile.

– Sí, imbécile. Lo siento. Pero me mediqué, y creía que ya había pasado bastante tiempo y estaba a salvo. Tengo que irme. No debería haber venido. No me había dado cuenta hasta ahora… Estaba convencida de que solo se trataba de comida en mal estado. Por favor, apartaos, rápido, y dejad que me vaya.

No había ningún médico en el pueblo. Como mucho una comadrona, pero S.T. no sabía cómo mandar aviso. Se devanó los sesos frenéticamente en busca de una solución. Estaba a punto de oscurecer. Solía tardar dos horas en bajar por el desfiladero en pleno día, y tampoco tenía la certeza de que encontrara a alguien que estuviese dispuesto a acompañarlo, con el riesgo de las fiebres y sin que él tuviese dinero para pagar, cosa que los habitantes del pueblo sabían muy bien. Conseguía los pinceles, lienzos y vino por medio de trueques y promesas; para lo demás vivía de lo que producían su jardín y sus tierras.

– Apartaos -musitó ella-. No me toquéis. Apartaos, apartaos.

S.T. fue a grandes zancadas hacia la estrecha ventana, abrió de un empujón el cristal emplomado y se asomó a la luz crepuscular. Se llevó los dedos a la boca y emitió un agudo silbido.

Cabía la posibilidad de que Nemo lo oyera, como también cabía la remota posibilidad de que el animal encontrara a Marc siguiendo el rastro del olor de alguna botella vacía de vino, y que el tabernero consintiera que un lobo salvaje se acercase a pocos metros de él con un mensaje atado al cuello y no le disparara.

S.T. apoyó una mejilla en la pared de piedra. De reojo captó de pronto la oscura sombra de Nemo, que salvaba una grieta de la muralla en ruinas del castillo, y recuperó algo de ánimo y confianza entre tantos miedos. ¿Por qué no había hablado nunca a Marc de Nemo? Jamás había dicho una palabra de él, ni siquiera cuando los rumores de que había un lobo solitario en la vecindad agitaron las aguas del chismorreo del pueblo. Se calló por instinto. Estaba acostumbrado a las murmuraciones y a los subterfugios; había vivido con ellos durante años. Conocía muy bien la naturaleza de los rumores. Él mismo los había utilizado, los había visto crecer y convertirse de habladurías en leyendas con tan solo dejar caer alguna palabra o alguna sonrisa llena de intención. Que se preocupen por el lobo, pensó en su momento. Así lo dejarían pintar en paz en el castillo, ya que era el único con suficiente valor para ascender por el desfiladero y dormir a pierna suelta en Col du Noir.

Miró hacia la cama. Ella se había incorporado y estaba apoyada sobre un codo dándole la espalda. En un momento estaría de pie y, al siguiente, yacería en el suelo. Era una secuencia de hechos que se podía prever con perfecta claridad.

Nemo entró con paso suave en la habitación. Fue bordeando la pared, lo más lejos posible de la cama, hasta llegar a la ventana. Tras olisquear brevemente las rodillas de S.T., se sentó mientras miraba dubitativo hacia su invitada.

Había un cuaderno de bosquejos y un carboncillo en la mesilla de noche. S.T. dejó a Nemo acobardado junto a la ventana y se acercó a la joven.

– Tumbaos, inconsciente -dijo mientras volvía a acostarla. Ella apenas opuso resistencia; contrajo todo el cuerpo al tiempo que emitía un tenue quejido de malestar. S.T. arrancó un pedazo de papel en el que escribió un mensaje; luego lo dobló con cuidado para no difuminar el carboncillo. Miró por la habitación en busca de algo con que atarlo. Algo corriente, humano, que se viera enseguida que provenía de un ser civilizado. La peluca colgaba del pilar de la cama tal como la había dejado. S.T. la limpió un poco, buscó en la cómoda las cintas de raso con que solía atarse la coleta en los tiempos en que aún cortejaba a las damiselas y se dirigió hacia Nemo. El lobo lo miró con la cabeza ladeada y con sus pálidos ojos llenos de tranquilidad y absoluta confianza.

S.T. ató la peluca a la cabeza de Nemo, tras lo cual le alisó el pelo y metió la nota debajo. Tiró de ella para asegurarse de que no se deslizaría y taparía los ojos del animal o se le clavaría en la garganta. Nemo aceptó semejante ornamento con toda solemnidad. S.T. dio un paso atrás; la imagen del lobo con ese aspecto ridículo y esa actitud complaciente le produjo una sensación de profundo malestar y culpabilidad.

¿Por qué tenía que hacerlo?

Si enviaba a Nemo al pueblo alguien le dispararía. Así de sencillo. Cuando un lobo surgiera de pronto en medio de la noche nadie se pararía a pensar por qué llevaba atada una peluca.

Maldición.

¿Y acaso ella lo merecía? ¿Qué sabía de ella? Una joven caprichosa, indefensa y romántica. Ya había perdido bastante por culpa de otras como ella. Había perdido a Charon, y un oído, y el respeto de sí mismo.

La miró, acurrucada de dolor en la cama. Quería que viviese. Quería acostarse con ella porque era hermosa y él llevaba tres años sin estar con una mujer. Maldición, eso era todo. Pero, comparado con la vida de Nemo, no era nada.

Ella estaba susurrando algo casi imperceptible. S.T. cerró los ojos y apartó la cabeza, pero el movimiento hizo que la voz llegase con mayor claridad a su oído bueno.

– … no creáis que… os aseguro que puedo levantarme -decía-. Debéis marcharos, monseigneur. Una quincena. Doce días por lo menos. Bañaos en un arroyo frío para fortaleceros. No volváis antes de doce días. No dejéis que nadie venga antes. Lo siento… No debería haber venido. Por favor, monseigneur, marchaos. No corráis ningún riesgo.

S.T. puso la mano sobre la cabeza de Nemo, sobre la absurda peluca, y alisó aquel suave collar de pelo.

Ella no le estaba pidiendo ayuda. Aquella valiente y maldita mujer no le estaba pidiendo ayuda.

Se arrodilló de repente y dio a Nemo un fuerte abrazo, hundiendo la cara en su intenso olor a lobo. La lengua caliente de este le lamió la oreja, y su fría nariz le olfateó el cuello con curiosidad. Intentó memorizar esas sensaciones, guardarlas en un lugar seguro de su corazón. A continuación, se levantó y cogió la botella de vino vacía que había en la mesilla. La puso ante Nemo para que este la olisqueara y le dio dos sencillas órdenes antes de que tuviera tiempo de cambiar de idea.

– Busca hombres. Busca a este hombre. Ve.

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