– Si vas a hacerlo -le dijo Leigh al oído-, adelante.
S.T. dejó de acariciarla. Respiró hondo, se puso boca arriba y soltó un gruñido.
– ¿Qué quieres decir?
Ella no se movió.
– Que no me importa. Te lo debo.
S.T. miró las columnas del templo, sumergidas entre luz y sombras. En la oscuridad esos esbeltos pilares lucían inmaculados, de un hermoso y gélido blanco. Por más que hubieran acogido vida alguna vez, por más que hubiese resonado entre ellos el eco de risas humanas, en esos momentos estaban en el más absoluto silencio. Solo eran piedra muerta y muda.
– No quiero tu maldita gratitud -dijo él.
Leigh yacía totalmente inmóvil, como si fuese un espejismo de la impersonal luz de luna, tan inerte como las ruinas. S.T. ni siquiera la sentía respirar.
– En ese caso lo lamento mucho -dijo ella de repente-, pero es lo único que puedo darte.
Al oír su ronca voz, S.T. se volvió súbitamente hacia la joven y la apretó muy fuerte contra su pecho. Hundió el rostro en su cuello.
– Por el amor de Dios, no levantes un muro para apartarme de ti.
– No hace falta que lo levante -susurró Leigh-, porque yo misma soy el muro.
La acunó entre sus brazos sin saber qué decir ni cómo llegar a ella.
– Deja que te ame -repitió varias veces-. Eres muy hermosa.
– Con qué facilidad te enamoras -dijo ella apartando la vista de él y dirigiéndola al cielo nocturno-. ¿Cuántas veces te ha pasado antes?
S.T. intentó poner en orden sus emociones, pero un mechón de pelo negro cayó sobre la mejilla de Leigh y acabó por completo con su sentido común. S.T. se lo apartó. Ella no opuso ninguna resistencia cuando, a continuación, le acarició la piel y la besó con dulzura.
– Nunca -contestó él-. He tenido mujeres, amantes, pero nunca me había sentido así. Creía que era amor, pero nunca duraba.
Ella sonrió en lo que apenas fue una leve mueca burlona de sus labios.
– Lo juro -añadió S.T.
– Tonto. Ni siquiera sabes qué es el amor.
Él detuvo sus caricias.
– Pero tú sí.
– Sí -dijo ella débilmente-. Lo sé.
S.T. se apartó y se apoyó sobre un codo.
– Perdóname. No sabía que hubiera otra persona.
La sonrisa de Leigh se volvió más cínica.
– No hace falta que te disculpes, monsieur. Soy del todo ajena a ese tipo de romanticismos. -Negó con la cabeza como si lo compadeciera-. No estoy enamorada, ni casada, y ni siquiera soy virgen. Así que, como ves, puedes satisfacer tus necesidades conmigo con la conciencia bien tranquila.
S.T. cerró los ojos. Podía olería, y ese aroma femenino, tan cálido y almizclado, encendía todo su cuerpo.
– Sé que quieres yacer conmigo -dijo ella-, pero no me hables de amor. Tengo más de una deuda pendiente contigo y quiero pagártelas. Déjame que lo haga y no te esfuerces en ser galante.
Él cerró aún más los ojos.
– Pero no quiero que sea así -dijo mientras sentía por todo su ser la grácil presencia de ella, así como el cuerpo que escondía su ropa-. No quiero que sea para pagar una deuda. No quiero a una puta.
– Quieres una fantasía.
S.T. abrió los ojos.
– Te amo -dijo y, en esos momentos, al contemplar las líneas perfectas del rostro de Leigh, le pareció totalmente cierto-. Te he querido desde el momento en que te vi.
– Lo que quieres es acostarte conmigo, y no voy a impedírtelo.
– Quiero tu corazón. Tenerte y amarte.
Ella apartó la mirada.
– Malgastaste el tiempo como bandolero. Habrías sido un excelente y apasionado trovador.
Maldición. Aquello no iba bien. Ella no estaba respondiendo como debería. Ansiaba arrastrarla por la hierba y besarla hasta que se le quitaran las ganas de bromear, hasta que se sintiese poseída por una pasión que la volviese receptiva, excitada e indefensa, del modo en que debería sentirse el amor. S.T. cerró la boca y miró la oscuridad.
– No soy ningún petimetre inconsciente, y no creo que deba ser tratado como tal.
Ella levantó una mano y le tocó la mejilla, después le recorrió la mandíbula y los labios lentamente con un dedo, que él chupó al tiempo que se le aceleraba la respiración.
– No te niegues a ti mismo -susurró Leigh-, ni esperes un sentimiento que no puedo darte.
Deslizó el dedo trazando un frío surco por la garganta y el pecho de él y, a continuación, se llevó la mano a su propio cuello y se soltó el lazo de la camisa, dejando al descubierto su cuello y escote.
– Maldita -musitó él, desesperado-. Maldita seas.
A la luz de la luna su piel era tan fría y blanca como las columnas de piedra. S.T. ansiaba besarla, hundir el rostro entre sus pechos e inhalar su erótico aroma. Leigh se incorporó un poco y, lentamente, comenzó a subirse la camisa. Era un movimiento deliberado y provocador, como de prostituta, y él lo sabía muy bien. El lino se deslizó sobre sus senos. Un extraño calor pareció irradiar de la garganta de S.T. para extenderse por su pecho y sus entrañas.
Ella alzó los brazos por encima de la cabeza. Ese lánguido movimiento le mostró su cuerpo -su deliciosa cintura, la delicada turgencia de sus pechos al estirarse- como una ofrenda. S.T. contempló fascinado la suave curvatura inferior de los senos. La luz de la luna daba un aspecto exótico a los pezones, que eran como del color de las sombras. Él emitió un sonido ronco. Se sentía tenso e indefenso; se negaba a tocarla pero tampoco podía apartarse de ella.
– Te he dicho que no lo quiero así. No nos hagas esto.
Por toda respuesta Leigh se limitó a yacer inmóvil con los ojos cerrados. Estaba prostituyéndose. Su cuerpo brillaba con el pálido fuego de la luna, como si fuese una diosa pagana, sorprendida mientras dormía entre las ruinas, que en cualquier momento fuese a despertar e incorporarse para bailar con Dionisio, para seducir a ese temerario dios y caer debajo de él, entrelazados y envueltos en hojas y risas.
Leigh abrió los ojos y lo miró. S.T. sintió cómo su alma se desvanecía y su razón se enturbiaba por su hambre cada vez más punzante. En medio de la noche, entre las columnas caídas, no podía pensar en otra cosa que en el cuerpo de ella. El sátiro que moraba en él palpitaba con el elemental poder del deseo, tanto que incluso temblaba. Hacía demasiado tiempo que no sentía nada así, y ya no le quedaba cordura para controlarse.
Ella lo miró con serenidad desde su belleza gélida y provocadora. S.T. soltó de pronto un gruñido y se abalanzó sobre ella deslizando las manos por sus pechos hasta rodearla con los brazos. El movimiento lo dejó algo aturdido. Al entrar así en contacto con ella notó su calor, como si una figura de alabastro hubiese cobrado vida entre sus manos. Le quitó los pantalones y vio cómo Leigh abría las piernas sumisa bajo él. Así parecía más pequeña, femenina, frágil, vulnerable e irresistible; lo abrumaba con su actitud dócil.
Le besó los pechos y tocó sus caderas desnudas, así como los suaves rizos de la entrepierna. Extendió los brazos sobre el suelo y se hundió en ella.
Se sentía como si hubiese perdido su condición humana para entregarse al dios salvaje que regía aquel lugar. Podía verlos como si fuesen una pintura: él poseyéndola sobre la oscura hierba bajo la luna; dos cuerpos anónimos rodeados por las antiguas columnas. Quería parar; quería cortejarla, seducirla y cautivarla hasta que lo amara, pero todo eso quedaba disipado por el intenso ardor animal que sentía; la exquisita danza del amor quedaba reducida a aquel celo salvaje y glorioso sobre la tierra. Ella se movía bajo él cediendo a sus ansiosas embestidas y llevándolo más allá de cualquier pensamiento coherente. Cuando Leigh levantó las manos y le tocó los hombros al tiempo que levantaba las piernas para rodear las suyas, él explotó.
El profundo sonido del éxtasis reverberó entre las piedras. S.T. arqueó su cuerpo en pleno arrobo. Se mantuvo muy apretado, muy dentro de ella mientras jadeaba y notaba cómo la sangre le latía con violencia por todas las extremidades. Leigh le restregó el tobillo por la pierna y él gritó, se convulsionó y se estremeció en ferviente reacción; ella permaneció inmóvil mientras a S.T. le temblaban los hombros. Se dejó caer sobre la joven y, con los ojos cerrados, sintió su vientre suave y sedoso contra el suyo. Volvió a rodearla con los brazos y se mantuvo dentro de ella. Sabía que era el único de los dos que estaba respirando agitadamente. Sabía que ella había ganado, pues se había limitado a complacerlo, a aliviar su brutal ansia para pagar una deuda, pero él estaba tan desesperado que se había lanzado a por lo que le ofrecía como si fuese un mendigo. Apoyó la cabeza sobre el hombro de ella, furioso y avergonzado, pero sin querer salir todavía de su interior. Un mechón del pelo de Leigh se enroscó entre sus dedos. Lo acarició y sintió el contacto de aquella negra seda mientras intentaba moderar su respiración hasta controlarla. Al cabo de un momento, recorrió suavemente la curvatura de su oreja con un dedo.
No podía mirarla, pues era muy consciente de que ella no había intentado devolverle la caricia, ni tan siquiera había reaccionado. No lo había abrazado con ternura ni había apoyado una mano en su espalda. Sus pechos subían y bajaban a un ritmo pausado, en mortificante contraste con el agitado movimiento de él.
S.T. tomó aire con fuerza y, de un impulso, se apartó. Se levantó, se abrochó los pantalones y recorrió la fría hierba hasta llegar a las columnas que se erguían blancas bajo la luna. Se sentó en una piedra desmoronada de los cimientos del templo y se llevó las manos a la cara.
Un canalla había matado a su familia, y a él lo único que se le ocurría hacer era violarla. Se sentía enfadado, humillado y más solo que en toda su vida.
Durmió lejos de ella, con Nemo acurrucado junto a él sobre la hierba. Por la mañana lo despertó el olor del desayuno. El lobo había desaparecido. Leigh se movía con determinación de un lado a otro sin mirarlo en ningún momento, ni siquiera cuando le llevó una taza de té y un pedazo de pan que había tostado en el fuego que había encendido. S.T. lo aceptó sin decir nada y la observó a través del humo que salía de la taza mientras bebía. Leigh metió todo en su bolsa y, con mucho cuidado, dobló el paquete de hojas de té antes de guardárselo en un bolsillo de la levita. Cuando terminó de recoger, fue hasta él y le dejó las botas a los pies. S.T. las miró con expresión sombría.
– No están del todo secas en las puntas -dijo Leigh-. Deberías engrasarlas otra vez para evitar que se agriete la piel del empeine.
– Gracias -dijo él sin poder levantar la cara para mirarla. La joven se quedó inmóvil sin decir nada mientras él le miraba los pies al tiempo que se frotaba la incipiente barba.
– Lo he estado pensando -dijo al fin ella en voz baja-, y creo que lo mejor será que regrese a Inglaterra.
S.T. cerró la boca sin contestar. Miró hacia la lejanía, en la que la neblina matinal pendía de los bordes del prado.
– No es porque no puedas enseñarme -prosiguió Leigh tras una pausa-. Lo he estado pensando y estoy convencida de que sí podrías, pero es una idea absurda creer que puedo aprender a ser como tú. Incluso si estuviera dentro de mis posibilidades, me llevaría años, ¿verdad?
S.T. tomó otro sorbo de té y se apoyó en los codos.
– ¿Es para eso para lo que me buscabas? ¿Para aprender a ser salteador de caminos?
– No un salteador de caminos cualquiera -contestó ella lentamente-, sino el Seigneur de Minuit.
S.T. negó con la cabeza al tiempo que soltaba una breve y cínica risita. Leigh se inclinó sobre él y lo observó pensativa con la cabeza ladeada.
– Eres una leyenda, monsieur -dijo de pronto-. Mi hogar está tan aislado como esto; somos gente sencilla que vemos poco del mundo exterior. Tú fuiste allí tres veces para ayudar a los débiles y maltratados que no podían hacer frente a sus opresores. Quizá ni lo recuerdes, pero nosotros sí. Para la gente eras como el juez supremo, por encima del representante de la Corona, de todos los magistrados e incluso del rey; estabas por encima de todos salvo del propio Dios. -Se calló de repente y con el ceño fruncido volvió la cabeza en dirección a una de las columnas del templo-. Ahora hay otra autoridad al mando; es el diablo encarnado, pero la gente no se da cuenta. -Respiró hondo-. Y se me ocurrió resucitarte. Hacerme pasar por el señor de la medianoche e ir a por ese… ser -añadió con un ligero temblor en la voz-, a por ese monstruo que se ha apoderado de sus corazones y de sus mentes. Fue lo único que se me ocurrió, monsieur, para conseguir abrirles los ojos.
Él se reclinó y reunió las suficientes fuerzas para mirarla a la cara. Se había puesto el chaleco y la levita y estaba ante él, de pie bajo la luz de la mañana, como si fuese una aparición.
– ¿Es ese el hombre al que quieres matar? -preguntó S.T. al fin-. ¿Ese que dices que es un monstruo?
– Sí. Pero no sé si bastará solo con matarlo. No suelo dejar volar mi imaginación, pero, aunque sea difícil de entender, creo que ha infectado sus almas. Harían cualquier cosa por él. Si no hay otra opción, lo mataré pero… no sé qué pasará entonces.
– ¿Te refieres a tus vecinos? ¿Crees que se volverían contra ti?
– Contra mí seguro, e incluso contra sí mismos. -Soltó un bufido y extendió las manos-. Ya sé que suena demencial, de lunáticos. A veces me despierto en medio de la noche y pienso que debe de tratarse de… -Su voz se quebró y se llevó el puño a la boca-. ¡Dios mío, ojalá todo hubiese sido solo un sueño!
El sol apareció sobre la cumbre de las colinas pobladas de árboles y envió una luz dorada que atravesó los resquicios de neblina, hizo brillar el pelo de Leigh y atrapó el color de sus ojos. S.T. la observó mientras se volvía para esquivar la luz que incidía sobre su cara.
– ¿Así que pretendías hacerte pasar por mí? -le preguntó.
– Aún te recuerdan. Recuerdan que siempre has estado de parte de la verdad, y creen en ti. Si vieran que te enfrentas a ese demonio que los dirige, creo que es posible que se apartaran de él.
S.T. agachó la cabeza y agitó las hojas de té de la taza. Le resultaba sorprendente que pudiera haber llegado a inspirar tanta confianza en alguien como para que a ella se le hubiese ocurrido un plan tan disparatado. Por supuesto que sabía que gozaba de gran reputación; era lo que más lo había complacido en sus tiempos de gloria, y había vivido por y para ella. Pero, cuando pensaba en el pasado, en sí mismo y en los motivos por los que había hecho todo aquello, le parecía que sus acciones habían estado tan alejadas de la verdad y la justicia que no sabía si llorar o reír.
La verdad. Todos pensaban que estaba del lado de la verdad. ¿Y si le contaba a Leigh que siempre había elegido a qué víctima necesitada de auxilio defender guiado tanto por la sutil curvatura de una cadera o el encantador movimiento de una pestaña como por la necesidad en sí de hacer justicia? Quizá la gente solo había visto al padre indefenso, al hermano engañado o al primo perseguido como el único motivo para que el Seigneur de Minuit interviniese, pero siempre había habido una mujer detrás. Una mujer y el dulce aliciente de una apuesta.
– Me sorprendes -dijo él al fin-. No creía que se me atribuyera semejante parangón de virtudes.
– Mereces todo el respeto del mundo por lo que hiciste -murmuró Leigh con la cabeza agachada, tras lo cual la levantó y añadió-: pero mi plan nunca funcionaría. Me he dado cuenta ahora. Tardaría demasiado en aprender todo lo que sabes, y eso en el caso de que fuese capaz de hacerlo. Además, me temo que no sería buena alumna, monsieur; como ya has dicho en varias ocasiones, te saco de quicio. Como me deseas, estaba dispuesta a pagarte de ese modo, pero veo que lo único que consigues así es sufrir. -Lo observó con expresión muy seria-. Y no quiero alterar tu serenidad mental.
S.T. recorrió con un dedo una grieta de la piedra tallada.
– Me temo que ese daño ya está hecho, Sunshine.
Ella volvió a agachar la cabeza.
– Lo siento.
– ¿De verdad? -replicó él-. Creo que tenéis el corazón de piedra, señora, y un exceso de arrogancia para tratarse de una mocosa de vuestra edad.
Leigh levantó la cabeza y lo miró con expresión enojada.
– No te gusta que te diga eso, ¿verdad? -continuó S.T.-. Apostaría cualquier cosa a que siempre te habías salido con la tuya hasta que te has encontrado en esta situación. -Tiró lo que quedaba del té, ya frío, a la hierba y se levantó despacio-. Sí, desde luego que es una idea absurda que quieras jugar a ser yo, aunque solo sea porque yo tengo tras de mí veinte años de puñetazos y entrenamiento con hombres que se morirían de risa si se enterasen de que pretendes manejar un arma y un caballo. -Una mueca se dibujó en su boca-. Eres demasiado mayor para comenzar, demasiado débil para prosperar y demasiado poca cosa para aspirar a hacerte pasar alguna vez por mí, incluso montada a caballo y en la oscuridad. Te mueves mal. Tu voz es demasiado suave, y tus manos, demasiado pequeñas, y la víctima de un bandolero siempre le ve las manos. Prueba a quitarle a una dama el rubí del dedo con los guantes puestos.
Ella apretó los labios.
– Sí, ya he dicho que estaba equivocada. No lo había meditado bien.
– Ah, ¿sí? Pues a mí me pareces una pequeña bruja muy inteligente, y no acabo de creer eso de que hayas viajado hasta aquí sin haber meditado las cosas concienzudamente. -Soltó una risa sarcástica-. No, lo pensaste a fondo, Sunshine, muy a fondo. Apuesto a que encontraste una solución para cada uno de esos problemas que acabo de enumerar. Lo tenías todo bien planeado, hasta que llegaste aquí y me viste; entonces te diste cuenta de que no era quien te habían hecho creer. -Levantó las manos abiertas y miró al cielo-. Debiste quedarte atónita al encontrarte con un pobre desgraciado que ni siquiera puede andar sin caer redondo al suelo. Y entonces pensaste que no podría enseñarte a manejar la espada, ¿verdad? Y tampoco creíste que pudiera montar a caballo, y mucho menos enseñarte haute école. -Bajó la cabeza y la miró-. Y por eso te marchas, después de soltar una sarta de majaderías sobre que es por mi bien y sobre que, de todos modos, es una idea tonta.
Leigh entrecerró los ojos.
– ¿Y no tengo razón, monsieur? -Dio un paso atrás y lo miró con los brazos en jarras-. Te comportas como un loco. Hablas al aire. Miras a la nada cuando me dirijo a ti, como si fuesen espíritus los que te hablaran. Peleas con el lobo por un pedazo de carne como si fueses un animal. Y sí, te caes. -Comenzó a temblarle la voz, bajó los brazos y volvió a mirarlo a la cara-. Te has caído tres veces, y has estado a punto de hacerlo otras diez como mínimo desde que estoy contigo. ¿Acaso crees que no me he dado cuenta? Acudí a ti en busca de ayuda. Yo no tengo la culpa de que no puedas ayudarme. Desearía… -Parpadeó y apretó los labios. De pronto le dio la espalda y se quedó muy quieta y erguida-. Desearía, desearía… -repitió mientras miraba hacia las colinas-. Que Dios me ayude, pero ya no sé qué deseo.
El eco de su voz se apagó entre las columnas. S.T. dejó caer la copa de plata al suelo y le puso las manos sobre los hombros. Notó lo rígida que estaba, y cómo temblaba todo su cuerpo, incluso al tragar saliva.
– Sunshine -dijo él con suavidad-, ¿no se te ha ocurrido ningún otro plan? -La hizo girar y le acarició la barbilla-. ¿No has contemplado la posibilidad de que yo te acompañe a Inglaterra si de verdad me necesitas?
Ella mantuvo la cabeza agachada.
– Dan una recompensa por ti. Nunca te lo pediría. Eso lo tuve muy claro desde el primer momento. -Se mordió el labio-. Pero ahora… Perdóname, no quiero ofenderte, pero…
S.T. le puso ambas manos en la cara.
– Ahora ya has visto que, de todas formas, no te serviría para nada.
– No -dijo Leigh rápidamente mientras se acercaba un poco más a él-. No, no dudo que podrías enseñarme todo lo que yo fuera capaz de aprender, si contáramos con suficiente tiempo, pero no dispongo de mucho, monsieur. Ya he malgastado demasiado.
– No te hace falta tanto tiempo -dijo él al tiempo que se inclinaba y le tocaba la frente con los labios.
– Es una situación desesperada.
– Las causas desesperadas son mis preferidas.
– Tú estás desesperado -dijo ella en un tono más frío-. Y loco.
– En absoluto. Se trata tan solo de mi orgullo. No soporto imaginarte por ahí mancillando mi leyenda con tus suaves manos, tu linda cara y tus inútiles esfuerzos femeninos por blandir una espada. -Dio un paso atrás-. Si mi reputación está condenada, mademoiselle, prefiero ser yo mismo quien la arruine.
A S.T. le costó más marcharse de Col du Noir de lo que jamás habría imaginado. Una parte de él quería quedarse y dedicarse a pintar y llevar una vida discreta y prudente, tal como había hecho desde la explosión que le había arrebatado el oído y el equilibrio. Caminaba con cuidado y se movía con lentitud, siempre pendiente de mantenerse dentro de los límites seguros de actividad que su descompensada estabilidad permitía. Cuando era día de fiesta en el pueblo, nunca bailaba o jugaba a las boules, e incluso si hubiese deseado tener otro caballo después de Charon, jamás lo habría montado.
Hasta la llegada de Leigh, no se había dado cuenta de lo precavidos e inhibidos que se habían vuelto sus movimientos por puro instinto. De pronto estaba pendiente, no ya solo del vértigo y de los consiguientes tropezones, sino de la forma en que medía cada paso y se refrenaba por protección.
Tendría que hablar a Leigh de su sordera. Aunque sabía que ella se había percatado de algunos de los síntomas, no parecía haberse dado cuenta de cuál era la causa. Solo pensaba que estaba loco porque se quedaba mirando cosas que ella no veía. Sin embargo, seguía ocultándoselo, por razones que ni siquiera él entendía, del mismo modo que fingía que no le importaba recoger sus cuadros y utensilios de pintura y guardarlos bajo paja y fundas para el polvo.
Pero Col du Noir era su mundo, y no quería abandonarlo.
No obstante, había otras pasiones que seguían latentes en su interior. No dejaba de pensar en Sade y en sus coronas de oro, y en la expresión del marqués cuando alzó la cabeza y les vio a Nemo y a él en la puerta. También pensaba en el cuerpo de Leigh bajo la luz de la luna. Mientras estaba sentado junto al fuego de la cocina, afilando la hoja de su espada tanto tiempo abandonada, recordó los oscuros caminos y el aroma a escarcha, y la sangre comenzó a correr con más rapidez por sus venas.
Tendría que volver a montar a caballo. Esa era la primera prueba. Si no la superaba, entonces Leigh tendría razón y todo sería inútil. Ella consentía su intención de acompañarla del mismo modo que un padre aceptaría las fantasías absurdas de su hijo, con serios asentimientos de cabeza y pequeñas sonrisas que lo sacaban de quicio cada vez que le contaba sus preparativos. La idea de fracasar lo mortificaba. Anhelaba poder quedarse en su segura guarida pero, a la vez, ardía en deseos de demostrarle que seguía siendo el maestro de su arte nocturno.
Ojalá ella empezase a ponerse faldas. Esas delgadas pantorrillas y ese redondo trasero que asomaba por debajo de la cola de la levita cada vez que se agachaba lo estaban volviendo loco, y ella lo sabía. De hecho se aprovechaba de la situación. Él quería amor, quería emoción y romance, mientras que ella se le ofrecía con calculada y fría deliberación, como si de algún modo eso la protegiese de él.
Y así era. Era una barrera más efectiva que la piedra. S.T. comprendía el mensaje a la perfección. Podía tomar su cuerpo, pero nunca llegaría a su alma. Ella lo había calado, y le ofrecía unos términos que sabía que él nunca aceptaría. Había actuado magistralmente en el templo romano. Se había comportado como una prostituta a propósito, con toda esa palabrería sobre pagarle y sobre lo que le debía a sabiendas de que, cuanto más denigrara lo que él quería, más a salvo estaría.
Al final era ella quien manejaba la situación, como ambos sabían.
Mientras seguía allí sentado, afilando la brillante hoja, no dejaba de mirar de reojo el cuerpo de Leigh. Intentaba mantener la vista agachada y toda su atención concentrada en el resplandor azul del acero, pero la mirada se le iba una y otra vez al contorno de sus piernas, que tenía apoyadas en el guardafuegos de la chimenea.
Estaba seguro de que esa sensual postura era calculada. Puede que mantuviese una apariencia indiferente y serena, pero lo que quería era restregarle en las narices la facilidad con que podía alterarlo. Quería que él se derrumbara de nuevo y se comportase como un idiota baboso. Pero, por más que S.T. era consciente de todo ello, su corazón y su razón seguían en conflicto. Ella era una mujer vulnerable, herida y sola, y él quería protegerla. Pero, a la vez, todo su cuerpo la deseaba. Se imaginó acariciándole el cuello con la boca, respirando su piel, absorbiendo su fresco aroma e intenso calor. Continuó inmerso en su rítmico trabajo con la espada, al tiempo que le miraba las piernas e imaginaba todo tipo de fantasías hasta que, sin hacer ningún ruido, ella se puso en pie y salió de la cocina. S.T. oyó el eco de sus pies en la escalera de piedra.
Sabía muy bien adónde iba. ¿A qué otro lugar se podía ir en el piso de arriba salvo a su cama? Era un ofrecimiento tan claro como el de una prostituta que lo abordara en una esquina. Aquello lo enfureció. Terminó de afilar la espada dándole bruscas y largas pasadas con la piedra y la blandió. Atacó a su sombra en la pared, a la que asestó un tajo muy poco elegante; luego dejó esa espada más grande sobre la mesa y cogió otra más ligera, la colichemarde, con la que hizo una parada y estocada mientras observaba cómo el fuego de la chimenea encendía la punta de la hoja de sangre.
Seguía moviéndose con demasiada lentitud y reserva. Su impulso natural a reprimir sus movimientos le daba un aspecto muy encorsetado e inepto. Cerró los ojos y levantó el brazo muy despacio con la espada en alto. Cuando llegó a la altura del hombro sintió que perdía el equilibrio, y el peso de su brazo y del arma lo hicieron balancearse hacia delante. Se mantuvo firme, aunque tembloroso, mientras intentaba encontrar su centro pese a esa sensación de ir cayéndose lentamente, mientras intentaba olvidar lo desagradable que era perder innumerables veces el equilibrio. Se esforzaba por escuchar a su cuerpo en vez de a su mente.
Dentro de ese círculo vertiginoso estaba él, con la mano levantada, las piernas abiertas, un intenso calor que lo recorría -pues, además y para mayor humillación, seguía excitado-, los pies firmes en el suelo y la muñeca, espalda y hombros aceptando el peso de la espada. La levantó un poco más para ver hasta dónde era capaz de llegar. Eso le resultó más fácil, pues podía cerrar el brazo sobre sí y mantener la cabeza quieta hasta que la sensación de rotación disminuyera. Abrió los ojos y bajó el estoque para asegurarse de que percibía lo mismo con la vista. Sí, la mano estaba ahí, el hombro y la columna en su sitio, los pies bien firmes, el suelo bajo él y el techo arqueado sobre su cabeza. Pensar en ella tumbada en la cama de arriba lo hacía sentirse rudo, avergonzado y violento; habría estado encantado de matar a cualquier cosa que se le hubiera puesto en esos momentos por delante. Apoyó la punta de la espada en el taburete. A continuación, tomó aliento, se colocó la espada contra el pecho y dio un rápido giro.
Al instante comenzó a perder el centro de gravedad. El mundo daba vueltas y más vueltas a su alrededor. Intentó que parase, pero tropezó con algo y tuvo que agarrar con fuerza la espada mientras la habitación pasaba ante él como en un remolino. Se le doblaron las rodillas pero no opuso resistencia; dejó que el estoque cayera al suelo con estrépito, ya que solo podría recuperar la estabilidad sintiendo la fría piedra bajo sus manos. Permaneció así, apoyado sobre manos y rodillas mientras jadeaba y sudaba, hasta que todo empezó a dejar de dar vueltas.
Entonces se puso en pie y volvió a hacerlo.
En cierta ocasión un médico le había dicho: «Provocad el mareo. Forzad que os pase. Mareaos y el vértigo se irá».
Otro charlatán, pensó en aquel momento, pero le sorprendió que aquel hombre se negase a recibir ninguna compensación económica a cambio del consejo. S.T. lo intentó dos veces y nunca funcionó, pero tampoco lo habían hecho las panaceas y pociones que le habían suministrado otros médicos más distinguidos.
Su suerte dependía de que ese experimento tuviera éxito, pero al tercer intento ya no pudo controlar sus temblorosas rodillas y ponerse en pie. Yació tumbado sobre el frío suelo mientras intentaba contener las arcadas, aferrado a la empuñadura de la espada y con un fuerte dolor de cabeza. Quería vomitar. Quería morir. Por encima de todo, lo que más quería era echarse en la cama y dormir para que se le pasase el mareo.
Haciendo un esfuerzo supremo, consiguió incorporarse utilizando la espada como apoyo. Atravesó lo más rápido que pudo la armería hasta llegar a la lóbrega escalera mientras toda la estancia giraba a su alrededor. Recuperó el equilibrio, comenzó a subir un escalón tras otro y alcanzó el piso de arriba. Se agarró a la puerta de su habitación. Miró con los ojos entrecerrados en medio del vertiginoso mareo hacia su cama, iluminada por una vela, y entonces lo recordó.
– ¡Dios bendito! -exclamó antes de caer al suelo. Cerró los ojos y dejó que el vértigo se apoderase de él. Leigh se levantó de la cama. S.T. lo supo porque oyó los ruidos, pero no quería abrir los ojos por miedo a empezar a vomitar. Ella le tocó la frente con una mano muy fría.
– Lo sabía -murmuró la joven-. Son las fiebres.
S.T. levantó un brazo al notar que Leigh se inclinaba más sobre él; entonces extendió la palma y le propinó un fuerte empujón. Oyó que ella se quejaba al darse un golpe contra el suelo. Abrió los ojos y la vio delante de él intentando incorporarse.
– No es fiebre -dijo S.T. con aspereza.
Los giros estaban remitiendo, pero las náuseas se le acumulaban en la garganta. Agarró la espada y se levantó mientras intentaba respirar pese a la sensación de angustia. Durante un largo instante permaneció muy quieto, pendiente de cada músculo de su cuerpo.
– Apártate -dijo al tiempo que extendía la espada para levantarla y realizar de nuevo el mismo movimiento. Estiró el brazo adelante y arriba; se concentró en su cuerpo y en el espacio que lo rodeaba; torció la muñeca a un lado y abajo; hizo caso omiso de la agitación que empezaba a acumularse en su cabeza; puso toda su atención en el movimiento de las extremidades; se enderezó y, poco a poco, centrándose en un punto y en sí mismo, comenzó a girar, girar, girar…
– Has perdido la poca cordura que te quedaba -murmuró Leigh.
S.T. terminó de dar el lento giro y se paró de cara a ella. Las nauseas desaparecieron, y la imagen de Leigh solo se movió un par de veces antes de estabilizarse. Su negro pelo caía suelto sobre la camisa de S.T. que llevaba puesta, y su cutis lucía pálido y delicioso.
– Tienes una mirada extraña -dijo ella mirándolo fijamente con expresión adusta-. ¿Te duele la cabeza?
– No son las fiebres -repitió S.T. con impaciencia. Se puso en guardia e hizo un passado, concentrándose en el eje entre su hombro y su rodilla. El movimiento salió mejor, un poco más rápido, y el mareo tan solo fue una sombra de lo que había sentido al girar. Quizá eso era lo que había querido decir el médico. Que se obligara a permanecer mareado hasta que estar quieto de pie le resultara tal alivio que pareciese más sencillo en comparación.
Se enderezó y tomó aliento, tras lo cual atacó el pie de la cama con una estocada en quarte, abriendo la muñeca y concentrándose en el movimiento de la cadera más adelantada cuando entraba a fondo. Luego se acercó a la cama y examinó el poste; se alegró al comprobar que no había dejado ninguna marca en la madera.
– ¿Respira aún? -preguntó Leigh con sarcasmo.
S.T. la miró e hizo una leve inclinación burlona.
– Solo porque le he permitido que viviese.
– Entonces es una suerte que no hubiera postes en tu camino cuando has subido la escalera, porque no estabas en tan buen estado entonces.
– Solo ha sido un ligero mareo -dijo él en tono despreocupado-. Ya me encuentro bien.
Leigh lo observó detenidamente mientras él fingía examinar la hoja e intentaba no mirarle las piernas desnudas.
– Sí, veo que estás bien -asintió ella. El faldón de la camisa se deslizó por la parte superior de sus muslos. S.T. notó que su cuerpo comenzaba a traicionarlo de nuevo-. Por cierto, estoy a tu disposición si quieres aliviarte -añadió ella con total indiferencia.
A S.T. le enfurecía ser tan transparente. Odiaba que ella pretendiera ahuyentarlo al animarlo de ese modo. Empuñó la espada con más fuerza.
– ¿Es que todavía no me has pagado tus deudas? -preguntó con cinismo-. Tal vez lo mejor sea que llevemos las cuentas. Media corona al día por cuidarte durante tu enfermedad. Solo una libra a la semana por la sopa de pan y ajo, ya que no te gusta. Diez guineas por mi valeroso rescate de las garras de un noble depravado. ¿Te parece justo?
– Bastante justo -respondió ella-, pero no tengo dinero, como bien sabes.
S.T. miró el pie de la cama con el ceño fruncido.
– No quiero dinero -dijo y, antes de que ella pudiese decir nada, la miró y añadió-: Ni que me pagues en la cama tampoco. Lo de anoche en las ruinas no fue lo que yo quería.
– No, en efecto -dijo ella mirándolo fijamente a los ojos-, ya que parece que quieres más de lo que puedo darte, monseigneur. Espero que lo comprendas.
Lo comprendía. Era un reto, igual que la esgrima o montar a caballo. Había perdido su pericia para l'amour y tenía que recuperarla. Ya estaba más afianzado con la espada, lo notaba. Podría hacerle el amor si conseguía tenerlo todo bajo control. Entonces ella caería de rodillas suplicándole, como le había ocurrido cientos de veces. Hasta el momento lo había estropeado todo, ya que Leigh lo había visto en su peor momento pero, si era capaz de mantenerse despejado, se iba a enterar de lo que era bueno. Se resarciría de las pérdidas y saldría triunfante, tal como le había pasado cientos de veces.
Se cogió con una mano al dosel y la miró con la cabeza inclinada.
– Puedes quedarte con la cama esta noche -dijo con el tono cortés de un galán-. Nos vamos al amanecer.