Capítulo 9

Una semana después de que dejaran Aubenas, y mientras atravesaban las sombrías llanuras de Sologne, Leigh iba sentada en el cabriolé muy pegada al Seigneur. Se veían obligados a mantener semejante proximidad porque llevaban el equipaje en el interior del vehículo en lugar de atado en el portaequipajes de detrás como al principio. Tras el susto de la posada, S.T. se había rendido a la evidencia y había mandado hacer una jaula para Nemo. Así, el lobo viajaba ahora entre barrotes en el lugar destinado para el equipaje.

La yegua ciega soportaba la carga suplementaria con estoicismo. El despejado invierno del sur había quedado atrás y había dado paso a gran cantidad de nubes bajas. Había comenzado a llover, y la capota del cabriolé tan solo ofrecía una exigua protección.

Leigh llevaba el carruaje buena parte del tiempo; lo guiaba utilizando las órdenes orales que el Seigneur había enseñado al animal y confiando en su cada vez mayor fe en la firmeza de la yegua. S.T. dormía siempre que no estaba al mando de las riendas; Leigh pensó que debía de estar agotado después de yacer con la camarera que le había parecido tan encantadora y dicharachera la noche anterior mientras cenaban en Bourges.

En ocasiones, entre los saltos y balanceos, el cuerpo de él caía sobre el de Leigh y su cabeza terminaba descansando sobre el hombro de ella. En ocasiones, dejaba que siguiese ahí y le echase su cálido aliento al cuello, mientras mantenía la mirada fija en la fría llovizna y escuchaba los crujidos del carruaje y los rítmicos chapoteos de los cascos de la yegua.

Cayó en una ensoñación e imaginó que viajaban a algún lugar desconocido, a un hogar que nunca había visto en el que la esperaba su familia. Era Nochevieja, y todos estaban reunidos, tomando cerveza especiada caliente, pastelillos de frutos secos y budín de ciruelas, mientras las campanas repicaban por todo el cielo de medianoche. Su padre murmuraba los pasajes más importantes del sermón de Año Nuevo para no olvidarlos, y su madre le recordaba la palabra adecuada cada vez que él se olvidaba. Mientras, repartía carracas y pedía a todos que dejasen sus respectivos juegos cuando el reloj diese la hora y se preparasen para recibir al primer visitante que cruzara su umbral tras comenzar el nuevo año. Y esa primera persona que llevaría consigo suerte para el año entrante a ese hogar sería el Seigneur, atractivo, varonil y soltero, con su buena planta y su peculiar color de pelo; nadie podría desear mejores auspicios. Y seguro que la naturaleza no sería tan cruel como para darle pies planos, ya que, según la inamovible superstición, ese defecto significaba mala suerte para el nuevo año. De pronto, Leigh se dio cuenta de que le estaba mirando los pies, ocultos en el interior de sus gastadas botas altas.

Eso la hizo volver a la realidad. Frunció el ceño y miró hacia delante. Después de todos los meses que habían pasado, todavía la trastornaba pensar en su familia; todavía era incapaz de aceptar que ya no estaban. De pronto tuvo ganas de levantar la cabeza hacia las cargadas nubes y gritar que no era cierto, que no podía ser verdad, que no lo aceptaba. Tanta vida y tanto amor no podían desaparecer así de repente como si nunca hubiesen existido. Tenían que estar vivos y felices esperándola en algún lugar.

El Seigneur apoyó la cabeza en su hombro.

Qu'est-ce que c'est? -murmuró en sueños.

Leigh lo empujó al tiempo que parpadeaba repetidamente para contener las lágrimas.

– Quita -le dijo con brusquedad.

S.T. levantó la cabeza y contempló el paisaje sin incorporarse de la posición en que estaba.

– ¿Hemos pasado La Loge ya? -preguntó.

– No -contestó Leigh. Las lágrimas amenazaban con brotar. No podía mirar a S.T., que volvió a acomodarse con la mejilla apoyada en ella.

– Entonces prefiero seguir como estoy -murmuró somnoliento.

– ¡Que te muevas! -gritó Leigh mientras volvía a empujarlo con más fuerza-. ¡Apártate! ¡No me toques!

S.T. se apartó como pudo. Su mirada dormida y confusa enfureció aún más a Leigh, que volvió la cabeza hacia otro lado.

– Es hora de comer -dijo ella en tono hosco a modo de excusa. Él se frotó los ojos.

Eh bien -contestó en voz baja y tranquila-. Detente debajo de ese castaño.

Leigh dirigió la yegua hasta el árbol, cuyas hojas amarillentas y grandes ramas proporcionaban algo de cobijo frente a la helada llovizna. S.T. se levantó del asiento y tras bajar de la calesa dejó una sensación de frío allí donde su cuerpo había estado en contacto con el de ella. Fue junto a la yegua.

– ¿Tienes hambre? -preguntó al animal, que levantó el hocico y asintió en perfecta imitación de una respuesta afirmativa.

Sorprendida, Leigh miró alternativamente a ambos. S.T. dio a la yegua unas palmaditas en el cuello sin mirar a la joven. Ella frunció el ceño y, al cabo de un instante, bajó del cabriolé. Luego se estiró y, dando la espalda a S.T., comenzó a coger provisiones de la bolsa.

Tenían bien organizada la rutina de cada mediodía. Después de cubrir a la yegua con una manta, S.T. fue a la parte trasera del cabriolé a sacar al impaciente Nemo. Una vez libre, el lobo realizó una alegre danza y corrió por el camino, levantando agua de los charcos. Volvió a toda velocidad al oír el silbido de su amo y comenzó a dar saltos en el aire cada vez que él levantaba el brazo. El lobo caía a tierra con un chapoteo y giraba rápidamente sobre sí mismo para volver a saltar.

Sin poder evitarlo, Leigh los observó mientras se alejaban por el camino jugando a atrapar castañas. Daba gusto ver cómo el lobo se precipitaba por el aire en busca de los objetivos con la boca abierta, enseñando sus largos colmillos, hasta cogerlos con un chasquido que Leigh podía oír pese a la distancia. Varias veces el Seigneur hizo un movimiento con la mano y Nemo se tumbó en el suelo. Entonces ambos se miraban durante un rato; luego, S.T. volvía la cabeza a izquierda o derecha y el lobo salía corriendo en esa dirección. En una ocasión en que Nemo desapareció entre unos arbustos, el Seigneur comenzó a caminar despreocupado por el camino hasta que el lobo emergió de su escondite y, ante las melodramáticas muestras de sorpresa de su amigo, gimió y retozó encantado.

Leigh se apoyó en la calesa. Miró con ojos borrosos la estera de hojas amarillas secas que había a sus pies. Se enjugó los ojos enfadada y buscó las medicinas dentro de su bolsa, de la que sacó un vial de colirio que había preparado con unos polvos de lapis calaminarius, agua de rosas y vino blanco. Fue junto a la yegua y, tras retirarle las anteojeras, le aplicó dos gotas con una cánula en cada ojo. Cuando vio que el Seigneur, que estaba a bastante distancia en el camino, se volvía hacia ella, recogió todo rápidamente y se dispuso a guardarlo.

Un extremo de su cuaderno de bosquejos sobresalía de su bolsa. Mientras ataba la bolsa de medicinas, Leigh observó la gastada tapa. A continuación, volvió a mirar a Nemo, que seguía saltando lleno de alegría y agitando su espesa capa de pelo mientras su amo le lanzaba castañas.

Leigh pasó los dedos por el cuaderno y se mordió el labio hasta que, de pronto, cogió la libreta. S.T. siempre llevaba consigo carboncillo y lápices para los pequeños dibujos de casas, árboles y ancianas campesinas que iba haciendo conforme avanzaban y que nunca se molestaba en terminar. Leigh se sentó en el reposapiés de la calesa y, tras abrir el cuaderno, pasó rápidamente las acuarelas hasta llegar a las páginas en blanco del final. Tenía el cabo de un lápiz entre los dedos.

Miró fijamente la hoja, de color blanco sucio. Había en ella un antiguo manchurrón, la marca de su propio pulgar que había dejado en alguna ocasión en que la había conmovido determinada escena. No recordaba de qué se trataba; tal vez un cumpleaños, o alguna tarde mientras tomaban el té. Cualquiera de las pequeñas cosas y momentos que dibujaba cuando quería perpetuarlos para el futuro.

Alzó el lápiz y apoyó la punta sobre el papel. Pensó durante unos instantes en el lobo, en su contorno, en el sombreado que sería más adecuado. Pero nunca le salía bien, porque no era más que una aficionada… Juntó los labios, que le temblaban, y, de pronto, agarró el lápiz con el puño y lo restregó sobre el papel con movimientos muy violentos. Apretó los dientes a la vez que presionaba cada vez más la punta del lápiz sobre la hoja; el resultado fue un negro manchurrón que no representaba nada. Su mano parecía tener voluntad propia, y no dibujaba, sino que atacaba, apaleaba y violaba aquella página en blanco, rasgándola a grandes tajos. Leigh oyó su respiración agitada; sollozaba mientras seguía inclinada sobre el cuaderno y contemplaba a través de sus llorosos ojos su extraña obra. No se detuvo hasta que hubo desgarrado la página en feos jirones que colgaban de las tapas como harapos. Entonces miró el lápiz y sus manchadas manos y, tras ponerse en pie, lanzó el cuaderno lo más lejos que pudo.

Se volvió y se apoyó en el arañado y gastado lateral de la calesa jadeando como si hubiese estado corriendo, o como si hubiese escalado y gateado hasta llegar a la cima de una montaña. Juntó las manos y se las llevó a la boca mientras todo su cuerpo temblaba. Aspiró en repetidas ocasiones hasta que comenzó a respirar con mayor normalidad. La fuerza que se había apoderado de todos sus músculos la abandonó, y pudo volver a moverse y pensar. Cerró los ojos durante un largo instante hasta que oyó de pronto los jadeos del lobo, que pasaba a cierta distancia de ella, los abrió y levantó la cabeza para localizar a S.T. Quería darse la vuelta y echar a andar, pero esperó sin moverse mientras él llegaba a un charco del camino, en cuyas aguas embarradas yacía la mitad del cuaderno.

S.T. no la miró. Tras limpiar un poco por encima las pegadas hojas mojadas, fue separándolas y secándolas con la manga de la levita. El listado de los fugitivos en el que figuraba su nombre estaba tirado a unos metros; también lo secó, además de cortar con mucho cuidado las partes hechas jirones con la ayuda de su estilete. Después juntó todos los pedazos deteriorados y los tiró al charco. Luego fue a la calesa y metió el cuaderno en su propia bolsa, donde lo guardó con mucho cuidado entre sus camisas; utilizó algunos de sus faldones para separar las páginas más húmedas. Finalmente, cerró la bolsa.

Seguía sin mirar a Leigh, y sin decir nada. Si lo hubiera hecho, ella se habría roto en mil pedazos a causa de la angustia. Pero no dijo nada, gracias a lo cual ella pudo contenerse.

Tampoco hablaron mientras comieron; lo hacían casi todo sin cruzar palabra. Leigh estaba sentada en la calesa, mientras que él se había apoyado en el castaño con Nemo a sus pies. Hacía trío y estaba todo muy tranquilo, ya que no había ningún tráfico en el camino. El lobo apoyó la cabeza sobre sus húmedas pezuñas y dormitó.

Cuando S.T. terminó de comer, fue junto a la yegua y le quitó el saco de comida que le colgaba del hocico.

– ¿Ha sido la comida de madame de su agrado? -preguntó al animal, que asintió con la cabeza de forma exagerada.

– Se lo has enseñado a hacer -dijo Leigh en tono cortante para que él no creyese que semejante truco infantil la había sorprendido. La yegua volvió a asentir-. Pero no acabo de entender cómo lo has hecho -añadió ella.

S.T. acarició la frente del animal.

– Bah, en cuanto me enteré de que hablaba inglés, fue muy fácil entablar conversación.

– Muy gracioso -dijo Leigh con sarcasmo.

El Seigneur sonrió ligeramente.

– Me alegro de que te haya gustado -dijo mientras doblaba la manta.


Tardaron cinco agotadores días más en llegar a Ruán, donde se hospedaron en la Pomme du Pin. Esa noche Leigh fue con sigilo al establo antes de retirarse a su habitación. Llevaba su equipo médico para echar más gotas a los ojos de la yegua, por más que, tras quince días, dudaba que el tratamiento estuviese haciendo efecto. Nunca había llegado a creer que lo hiciera, pero tampoco quería pensar en lo que sería de aquella pobre y fiel criatura cuando llegaran a la costa.

Era un poco más tarde de la hora en que solía hacer esa visita nocturna. Por lo general esperaba a que el Seigneur partiera en busca de cualquier muchacha con la que entretenerse esa noche. Entonces desaparecía al terminar de cenar el breve tiempo que tardaba en administrar las gotas y, a continuación, subía directamente a su habitación. Pero, esa noche, tras cenar en la mesa común, el hijo de doce años de un matrimonio inglés que también se alojaba en la posada había propuesto a Leigh jugar una partida de ajedrez. S.T. había tenido la bondad de asegurar al chico que ella era muy buena jugando, y había propuesto una extravagante apuesta: una bolsa de bombones contra su tarro de cerezas en almíbar de Orleans. Al final, Leigh perdió, pero al menos esa vez lo había hecho a propósito. Después, de eso hacía ya un rato, el Seigneur desapareció como era su costumbre en busca de diversión.

Leigh cogió una lámpara de la posada, pero vio que, por una grieta de la puerta del establo, salía una rendija de luz que caía sobre los adoquines. Sobre los tejados de las casas, las asimétricas torres de la catedral lucían su oscuro esplendor gótico contra el cielo mientras sus campanas llamaban a la última misa del día. Leigh llegó a la puerta con el aliento helado por culpa del frío.

Un aluvión de risas y palabras en francés salieron del establo. Dentro, un pequeño grupo de mozos de cuadra estaban reunidos en la zona abierta de los compartimientos para los caballos rodeando a la yegua ruana, que estaba sentada sobre su grupa en el centro. Sentada en sentido literal, con las patas delanteras despatarradas delante de ella y la cola extendida sobre el suelo de arcilla. Leigh se detuvo en el umbral y dejó la lámpara en el suelo. Nadie se percató de su presencia, y menos aún S.T. Uno de los mozos hizo una pregunta en voz alta, y la yegua asintió vigorosamente. El reducido público congregado rió a grandes carcajadas. El animal se asustó pero, antes de que pudiese ponerse en pie, el Seigneur le dio unos golpecitos en la grupa con una fusta mientras murmuraba «Non, non, à bas, chérie». La yegua volvió a sentarse soltando un bufido equino. S.T. le frotó las orejas, le dio una galleta y le dijo cosas bonitas en francés. A continuación, dio un paso atrás.

A-vant! -exclamó. La yegua se levantó con gran esfuerzo, pero recibió más halagos y aplausos a cambio.

Mientras los espectadores le hacían todo tipo de comentarios, el Seigneur levantó la cabeza y vio a Leigh. Sonrió y movió a la yegua hacia ella. El caballo ciego alargó una de las patas delanteras y se agachó sobre una rodilla en lo que venía a ser una impecable reverencia. Todos los mozos volvieron a aplaudir.

Mientras contemplaba las expresiones alborozadas de aquellos hombres, Leigh se dio cuenta de lo que había hecho S.T. Había entrenado a la invidente yegua para que adquiriese más valor y se convirtiera en un preciado bien cuando antes solo era un estorbo. En ese momento el animal se levantó y, estirando el hocico, mordisqueó el tricornio del Seigneur; a continuación, cogió el ala del sombrero con sus largos y amarillentos dientes y se lo quitó de la cabeza. Lo agitó arriba y abajo ante los gritos de júbilo de los mozos de cuadra.

Leigh bajó la mirada. Estaba sonriendo sin poder evitarlo.

– Muy bien -dijo en voz baja.

S.T. inclinó la cabeza y, mientras frotaba las orejas de la yegua con vigor, dedicó a Leigh una sonrisa. Luego recogió el sombrero, volvió a ponérselo y dio las riendas del animal a uno de los mozos.

– ¿Qué te trae por aquí tan tarde? -preguntó acercándose a Leigh-. Pensaba que ya estarías calentita en la cama.

Ella se encogió de hombros y se apoyó junto a la puerta al tiempo que escondía la bolsa tras la espalda.

– Me apetecía tomar un poco el fresco.

– Ven conmigo -dijo S.T. saliendo al exterior-. Quiero mostrarte algo.

Desapareció entre las sombras. Tras vacilar un instante, Leigh lo siguió. En el rincón más oscuro del patio, bajo el muro del callejón, S.T. se detuvo y se volvió, provocando que Leigh chocase con él, momento que aprovechó para deslizar un brazo por su cintura y cogerle la bolsita. Al principio ella se resistió por puro instinto, pero terminó por soltarla.

– He estado curándole los ojos a la yegua -dijo en tono de desafío, ahora que sabía que él había encontrado un remedio mejor para el animal.

S.T. cogió la bolsa con delicadeza, sin que ella pudiese ver qué hacía con ella, y volvió a rodearla con un brazo.

– Ya lo sé, ma bonne fille.

La respiración de Leigh comenzó a agitarse.

– Calla -susurró con aspereza-. Te aseguro que no soy tu niña buena.

– Muy buena y dulce -dijo S.T. inclinándose más sobre ella-. Muy dulce. -Le rozó la sien con los labios-. Muy, muy dulce.

– No sigas -dijo Leigh. Le sorprendió notar que le temblaba la voz. Sentía el cuerpo de él muy cerca sin poder verlo, como si la oscuridad fuese real y llena de calor-. Ahora no.

S.T. la cogió por los hombros. Susurró su nombre y le besó la comisura de los labios. A continuación, cerró los labios sobre los de ella para extraer el rico placer que escondía su negro y frío interior. Durante un instante Leigh se apoyó en él dejando que la sujetara; durante un instante dejó que su ardor y su ansia prevaleciesen. S.T. deslizó los brazos más hacia abajo para abrazarla con más fuerza.

Je t'aime -murmuró, antes de besarla con mayor intensidad-. Te necesito. Te quiero. Te adoro.

Leigh no pudo seguir resistiendo aquella mezcla de pasión, ira y dolor que sentía mientras estaba allí temblando entre sus brazos. Puso las manos sobre el pecho de él y consiguió zafarse de un empujón. S.T. la cogió por el codo.

– Suéltame -dijo la joven entre dientes-, o te mato.

– ¿Un duelo con pistolas al amanecer, monsieur? -replicó él en voz fría y baja-. ¿Cuándo vas a comprarte un vestido y poner fin a toda esta farsa?

– Cuando a mí me plazca -contestó ella apartando el brazo de un tirón-, no a ti.

S.T. no hizo ademán de volver a abrazarla. Leigh permaneció inmóvil, muy tensa y con los puños apretados, mientras luchaba contra la sensación que ardía por todo su cuerpo.

– Leigh -dijo él desde la oscuridad-, no te vayas.

Se puso aún más tensa.

– ¿Acaso no has encontrado otra diversión para esta noche? Supongo que sí quieres aliviar tus necesidades, tendré que…

– ¡No, no lo digas! -exclamó él con furia-. No lo hagas. -Comenzó a moverse y, tras pasar por su lado, se detuvo y se volvió-. Toma tus medicinas -dijo poniéndole la bolsa en la mano-. Puede que el colirio le sirva de algo.

– Puede -repitió ella, tras lo que añadió en voz más baja y contenida-: pero no es nada en comparación con lo que has hecho por la yegua al enseñarle esos trucos. -Le puso una mano en el brazo-. Gracias.

Él se quedó quieto sin decir nada; su silueta se recortaba contra las luces de la posada y su aliento helado y brillante rodeaba su cabeza. Leigh no podía verle la cara.

– Dios, vas a volverme loco -dijo al fin. Lanzó una áspera risa mientras se marchaba.


Cuando alcanzaron la costa, vendieron la yegua en Dunquerque. Tras pasar unos cuantos días buscando posibles compradores por la ciudad, S.T. entregó el caballo a su nuevo dueño, un gitano anciano y tuerto al que acompañaba un perro con manchas y que quedó muy satisfecho con la compra. Confiaba que la yegua estaría bien cuidada y alimentada gracias a sus recién aprendidas habilidades.

Leigh no llevó muy bien tener que separarse del animal. Después de aquella noche en Ruán, había dejado tanto de curarle los ojos como de darle a escondidas ciertos caprichos de los que S.T. siempre había estado al tanto. Agasajar subrepticiamente a la yegua con una manzana o algún dulce no ayudaba a su programa de entrenamiento pero, de todos modos, había dejado que lo hiciera. Cuando Leigh dejó de darle esas golosinas, de acariciarla, de hablarle o incluso de mirarla, S.T. casi deseó que volviese a hacerlo y, con su indulgencia, siguiera alterando la estricta disciplina que él había impuesto a su pupila.

La mañana que la entregó al gitano, Leigh se marchó un rato antes alegando que tenía cosas más interesantes que hacer que estar allí, y dejó a S.T. esperando en los muelles de Dunquerque con las riendas de la yegua en la mano. Leigh no miró atrás ni una sola vez mientras se alejaba. Tras comprobar que la yegua era llevada a su nuevo establo, S.T. se dirigió a una tienda del puerto para hacer algunos recados personales. Una vez dentro del establecimiento, miró hacia los muelles. El agua brillaba en marcado contraste con el oscuro interior de la tienda. Un pequeño carro tirado por un perro pasó por delante de la puerta. Leigh seguía sin aparecer. S.T. se miró la palma de la mano, en la que sostenía el colgante de plata que lo había impulsado a entrar allí. Tenía forma de estrella, con un pequeño diamante de imitación en el centro. Se rascó la oreja y miró al comerciante.

Cent cinquante -dijo este con marcado acento flamenco.

Le diable! -S.T. se rió y dejó el colgante sobre el mostrador-. Cinquante -dijo con firmeza-, y, por ese precio, no estaría mal una cinta también.

– ¿De qué color? -preguntó el hombre al tiempo que abría un cajón y sacaba un arco iris de cintas de raso-. Un colgante como ese no puede salir por menos de cien. Es de plata. Regardez… ¿de qué color son los ojos de ella, monsieur?

S.T. sonrió.

– Del color de los mares del sur, o del cielo al atardecer. Cincuenta y cinco, mon ami. Estoy enamorado, pero soy pobre.

El vendedor le mostró una serie de cintas de color zafiro.

– Qué bonito es estar enamorado -dijo-. Lo entiendo. Noventa y os regalo la cinta.

S.T. hizo sus cálculos. Después de cambiar el dinero que le había reportado la yegua, le quedaban ciento veinte libras, que equivalían a cinco guineas inglesas. Pero todavía tenía que pagar el alojamiento y los pasajes para cruzar el canal de la Mancha, para los que tendría que sobornar a algunos contrabandistas.

– Ochenta y cinco, monsieur -ofreció el tendero-, y os doy una cinta a juego con cada uno de los bonitos vestidos de la señora.

La sonrisa se borró de la cara de S.T. Durante todas las semanas que había atravesado Francia en compañía de Leigh Strachan, no había tenido tan siquiera el privilegio de verla lucir un solo bonito vestido. Negó con la cabeza.

– No puedo permitírmelo. Me llevo solo la navaja de afeitar.

– Sesenta, señor -dijo rápidamente el hombre-. Sesenta por el alfiler, la navaja y la cinta de color zafiro. Dunquerque es un puerto franco y no hay impuestos, pero no puedo hacer más.

S.T. volvió a mirar hacia el exterior mientras repiqueteaba con los dedos sobre el mostrador.

La peste -suspiró-. Bien, de acuerdo, me lo llevo.

– Sus ojos azules brillarán como las estrellas, monsieur. Os lo prometo.

Certainement -replicó S.T. con sorna. Pagó, se metió el paquete en el bolsillo del chaleco, junto con el recibo que acreditaba la compra de una mercancía libre de impuestos, según pedían las autoridades francesas, y salió de la tienda. Se quedó quieto durante un momento mientras contemplaba el mar y los botes que se balanceaban delante de las tiendas pulcramente pintadas y de las casas de tejados flamencos. El frío del norte lo hizo tiritar. Todavía estaba muy vivo en él el recuerdo de su última travesía del canal. Volvió a entrar en la tienda para preguntar dónde había un apothicaire.

Leigh se reunió con él un cuarto de hora más tarde, justo cuando S.T. salía de la botica. Le costaba creer que nadie se parase a mirar a aquella hermosa mujer vestida con ropas de hombre, ya que a él el disfraz le resultaba muy evidente. Con el pelo empolvado y recogido en una coleta, el azul de sus ojos parecía más intenso. Andaba con mucha mayor gracilidad que cualquier jovenzuelo desgarbado de dieciséis años. Antes de irse le había pedido el estoque, pero S.T. se había negado. No sabía utilizarlo, y no tenía mucho sentido dejar que se convirtiese en blanco fácil de una pelea por llevarlo. Leigh miró el paquete que él tenía en la mano.

– ¿Qué has comprado? -le preguntó con su ronca voz impostada.

La joven tenía la irritante habilidad de hacer que S.T. se pusiera enseguida a la defensiva.

– Unos higos secos -contestó mientras ajustaba sin necesidad el anillo del cinto de la espada.

– Ah, bueno, higos -dijo ella honrándolo con una leve sonrisa-. Lo decía por si le habías comprado alguna medicina a ese curandero charlatán.

S.T. la miró con gesto de sorpresa.

– ¿Charlatán?

– He estado antes, porque me quedaba poca sabina, y he visto que tiene los polvos de digital confundidos con los de magnesia, y que el llantén se está poniendo mohoso. Ese es de los que dan a un paciente belladona cuando lo que quieren es administrarle la variedad inofensiva. Pero la fruta parecía que estaba bien. ¿Me das uno?

S.T. agitó el paquete en la palma de la mano.

– Bueno, no son higos exactamente… -La miró con los ojos entrecerrados-. ¿Estás segura de que es un charlatán?

– Has comprado medicinas, ¿verdad?

– ¿Y tú te has comprado una falda? -contraatacó él.

– Eso ahora no viene al caso. ¿Qué has comprado? No quiero que te mediques con nada de esa tienda. No es seguro.

– Cuidado, Sunshine, o pensaré que te preocupa mi bienestar.

Ella soltó un ligero bufido de sorna.

– No le daría nada de una botica como esa ni a un caballo de tiro.

– Menos mal. Muchas gracias. Por un momento me lo había creído.

Se dio la vuelta y comenzó a andar. Leigh lo alcanzó al instante.

– ¿Para qué quieres las medicinas? Deberías habérmelo dicho.

– ¿Dónde están tus ropas nuevas? No veo ningún paquete. No veo vestidos, ni sombreros, ni echarpes, y encima esa maldita levita tuya está cada vez más raída, ¿no crees?

Leigh frunció el ceño sin replicar nada. S.T. sabía que quería reprenderlo por nombrar artículos femeninos en plena calle, pero no se atrevía. La cantidad de forasteros que había en Dunquerque hacía que el inglés ya no fuese una lengua segura para comunicarse entre ellos como lo había sido en los pequeños pueblos franceses. Sin embargo, S.T. dejó que sufriera en silencio y, tras hacer una señal al carro de una lechería, pagó al granjero para que les permitiera subir entre los baldes vacíos de leche y los llevara fuera de la ciudad. Realizaron el trayecto en absoluto silencio. Al cruzar la aduana, S.T. enseñó el recibo al oficial y le murmuró algo. No le habría parecido mal que los registrasen, si eso servía para que se revelara de una vez por todas que Leigh era una mujer, pero pudieron proseguir sin tener que pasar por ese trance.

Cuando estaban a kilómetro y medio de Dunquerque por la carretera de la costa, donde la arena blanca salía volando de las dunas para extenderse en pálidas franjas sobre el camino, S.T. bajó de la parte trasera del carro. Leigh hizo lo mismo y retrocedió unos pasos para unirse a él. El buey y el granjero continuaron su marcha ajenos a su ausencia.

Caminaron a lo largo de un dique hacia un grupo de casas y edificaciones anejas que había a cierta distancia del camino. Al aproximarse, un perro ladró. Al momento apareció un chico vestido con pantalones bombachos y medias largas a rayas que fue corriendo a recibirlos.

– El lobo está despierto, monsieur -dijo en rápido francés mientras andaba hacia atrás por delante de ellos-. Os está esperando. Maman me dio un hueso de ternera para que se lo comiera, pero os prometo que no metí los dedos por los barrotes, monsieur. ¿Vais a sacarlo ahora? ¿Vais a dejarme que lo acaricie otra vez? Creo que le gusto.

S.T. se tiró del labio inferior como si estuviese meditando la respuesta.

– Te ha lamido la cara, ¿verdad? No te la lamería si no le cayeras bien.

El niño rió y miró de soslayo a Leigh con cara seria.

– Pero a monsieur Leigh no le lame la cara.

S.T. se agachó y dijo al niño con un susurro perfectamente audible:

– Eso es porque monsieur Leigh es un tarambana. ¿No te has dado cuenta de que siempre se está riendo?

La miró mientras lo decía, pese a que no estaba seguro de que ella entendiera aquellas palabras en francés. El niño se metió un dedo en la boca y se echó a reír. Miró a Leigh con los ojos muy abiertos y se cogió de la mano de S.T.

– Creo que monsieur Leigh da más miedo que el lobo -le dijo con timidez. Luego volvió a animarse-. Maman dice que mi padre ha dejado para vos un mensaje muy importante. Enviará el bote cuando haya marea alta, así que debéis estar esperando en el Petit Plage con todas vuestras cosas. Está después del último dique. Yo os llevaré hasta allí.

– ¿Y cuándo sube la marea?

– Después de que oscurezca esta noche. Maman ha dicho que ella os dirá cuándo tenéis que iros. Dice que primero tenéis que comer. Vamos a tomar un bochepot de oreja de cerdo y añojo. Lo ha hecho para vos. Y ha preparado jamón y panecillos para que os los llevéis en el barco. ¿Creéis que al lobo le gustarán los panecillos?

– Creo que le gustarían mucho más las excepcionales salchichas de tu madre.

– Se lo diré -respondió el chico, antes de echar a correr hacia la granja.

– Seguro que te encuentras una libra de salchichas atadas con encaje de Brujas sobre la almohada -murmuró Leigh.

– ¿Estás celosa? -preguntó S.T. sonriendo-. Es una mujer muy atractiva, ¿no te parece?

– Lo único que me disgusta es que le esté poniendo los cuernos al pobre y confiado père mientras él está fuera de casa trabajando.

– En ese caso tal vez no debería ser tan confiado. Tal vez debería ir a casa más a menudo y sin apestar a pescado.

Leigh enarcó una de sus oscuras cejas.

– ¿No tienes ningún remordimiento?

– ¿Por qué, Sunshine? ¿Por besar la mano de una dulce femme en agradecimiento a lo bien que nos ha tratado? Te aseguro que eso es lo único que he hecho.

– Está medio enamorada de ti -afirmó Leigh al tiempo que daba una patada a una piedra embarrada del sendero-. Menos mal que está cambiando el viento. Apenas llevamos dos días aquí, y tiemblo solo de pensar que tuviéramos que quedarnos una semana.

S.T. se detuvo y la miró con una leve sonrisa dibujada en el rostro.

– No sabía que concedieses tanto poder de seducción a mi encanto personal.

– Eso está más que claro -alegó ella-. No has hecho más que romper corazones desde que salimos de la Provenza.

– Pero el tuyo sigue sin inmutarse, por lo visto, así que, ¿qué otra cosa puedo hacer sino tontear con alguna demoiselle de vez en cuando? Es algo totalmente inofensivo.

Leigh lo miró fijamente a los ojos.

– No creo que lo sea tanto cuando pasas toda la noche con ellas.

– Ah -exclamó S.T. adoptando una actitud más seria- ¿Y de verdad crees que puedes mostrarte remilgada conmigo en esta cuestión?

– Ya sabes cuál es mi postura al respecto -contestó ella con frialdad-. Puedes satisfacer tus necesidades conmigo, así que no veo por qué tienes que hacer que todas esas jóvenes se enamoren de ti, solo para demostrar que eres capaz de conseguirlo.

– No pretendo demostrar nada. ¿Desde cuándo es asunto tuyo dónde duerma yo o deje de dormir?

– Me siento responsable de ti.

S.T. la miró atónito e indignado.

– Le ruego que me perdone, mademoiselle, pero ya estoy crecidito, y no necesito que ninguna mocosa se haga cargo de mí.

– Ah, ¿no? ¿Y quién se va a hacer cargo de esa estúpida esposa cuando su marido la eche de casa por acostarse con otro hombre? Son una familia. Estás jugando con algo muy valioso, y ni siquiera eres discreto. Supongo que en una posada da igual; no te he dicho nada desde que salimos de Aubenas pero, en una casa particular como esta, te aseguro que resulta extraño que digas que vas a dar un paseo después de cenar y vuelvas al amanecer.

– Ah, ¿sí? ¿Y a quién le resulta tan extraño? ¿Al niño? Lleva ya rato dormido cuando salgo. ¿Al marido? Ni siquiera hemos visto aún al pescador en persona. Está demasiado ocupado con sus redes y olores para ocuparse de su pobre y abandonada mujer. A ti es a quien le resulta extraño. Conque una valiosa familia… -Lanzó una carcajada iracunda-. Aunque, claro, supongo que debería aceptar tu mayor experiencia en el tema, ya que yo no sé mucho de eso. Así, ¿cuál va a ser mi castigo? ¿Otras seis semanas de mal humor y malas caras? ¿Es eso a lo que tú llamas «satisfacer mis necesidades»? Dios mío, tanta felicidad me abruma.

Leigh apartó el rostro; sus mejillas se habían sonrojado levemente.

– Me da lástima esa mujer -dijo-. Sí, está sola y es débil. ¿Por qué tienes que aprovecharte de ella?

– Solo la he hecho reír, la he llamado guapa y le he besado la mano junto al fuego de la cocina. Eso es todo. En cuanto a todas esas horas disolutas después de medianoche, las paso con Nemo y no con alguna mujer ardiente, y te aseguro que lo lamento. Saco a pasear a Nemo y dejo que corra libremente cuando hay menos posibilidades de que algún fornido caballero del lugar le dispare para proteger a la población. No soporto que tenga que estar encerrado en esa maldita jaula, ¿lo entiendes? Dios, ¿de verdad creías que me pasaba el día durmiendo en la calesa porque había estado entregándome a todo tipo de perversiones cada noche? Si vas a dedicarte a espiarme, sería conveniente que lo hicieras mejor y te enteraras bien de las cosas antes de acusarme de algo.

Leigh permaneció inmóvil, mirándolo fijamente, mientras los intensos colores de su silueta se recortaban contra el sombrío cielo.

– Desde luego que me encantaría acostarme con ella -añadió S.T., furioso-. Tiene sangre caliente en las venas, cosa que no puede decirse de ti.

Leigh levantó los hombros y los echó hacia atrás muy rígida.

– ¿Eso te ofende? Pues me alegro -dijo S.T.

El rubor de las mejillas de Leigh estaba mucho más encendido.

– Te ruego que me perdones -dijo en voz muy baja y fría-. Estaba equivocada.

La agitada respiración de S.T. hizo que el frío aire se helara alrededor de su cara mientras la veía alejarse. Dobló el paquete de papel que llevaba en el bolsillo y lo estrujó. Cuando Leigh ya estaba casi en la entrada de la granja, la llamó, pero ella no se volvió. El perro que estaba encadenado comenzó a ladrar, pero Leigh tampoco le hizo caso. S.T. tomó aliento y corrió tras ella pero, cuando llegó al patio, ella ya había desaparecido en el interior de la casa. El niño salió corriendo y le suplicó que le dejase acariciar a Nemo y darle un poco de pescado ahumado.

S.T. miró por encima de él hacia la casa. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para relajar las manos. Era un bruto y un bastardo. Sabía de sobra qué era lo que había vuelto a Leigh tan fría, pero la forma en que ella lo trataba, con esas constantes pullas y desprecios pese a sus múltiples intentos por ganarse su admiración, era algo que no soportaba. Al cabo de unos instantes dio media vuelta y siguió al chico hacia el granero.

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