S.T. logró llegar hasta la hilera de árboles que rodeaba el descuidado jardín. Cuando Leigh pasó ante uno de los troncos, se agarró a él y se apoyó en la corteza.
– Siéntate -dijo con voz ronca-. Necesito… descansar.
La pierna herida se dobló bajo su cuerpo, rodeó el árbol con el brazo y se deslizó hasta quedarse de rodillas.
Cada vez que tomaba aliento era como un castigo por aquel alarido de felicidad, el aire bajaba ardiente por su garganta y le abrasaba el pecho. Leigh se agachó a su lado, y S.T. distinguió parte de su rostro, que quedaba iluminado por el resplandor amarillento de las llamas.
La joven apartó la mano con la que él se cubría la herida y se inclinó sobre ella. A continuación, sin pronunciar palabra, desató el pañuelo que S.T. llevaba flojo alrededor del cuello y lo anudó sobre la herida. S.T. apretó los dientes para no gemir. El corte de la espada le dolía, pero de lo que en verdad era consciente era de su piel chamuscada allí donde la ropa rozaba las ampollas. El aire frío que le golpeaba el rostro y las manos era como hielo sobre fuego.
– No me dijiste que te hubiesen herido -dijo Leigh entre dientes-. ¡Eres un idiota irremediable!
– ¿Herido? -repitió él con voz chirriante-. Par le sang de Dieu, hasta una langosta cocida se sentiría mejor.
Leigh cambió de postura y su rostro quedó en la sombra.
– ¿Dónde tienes quemaduras?
S.T. levantó la mano y la miró. El fuerte olor a lana quemada se entremezcló con el aroma dulzón de la madera al arder.
– Creo que lo que está peor es la palma.
– ¿Dónde está tu cuchillo? -Le tomó la mano con mucha más dulzura de la que antes había empleado para acariciarlo-. Tendré que cortar el mitón.
Antes de que él tuviese tiempo de protestar, ya le había palpado el chaleco y había encontrado el estilete. S.T. jadeó, apretó los dientes con fuerza cuando ella cortó la lana que le cubría el dorso de la mano y empezó a separarla de la palma. El Seigneur no pudo evitar un estremecimiento involuntario.
– Échate en el suelo -dijo Leigh tras cambiar de idea-. ¿Te sientes mareado?
Él tragó saliva, se recostó en ella y volvió a temblar incontroladamente.
– Estoy bien -dijo, pero lo que de verdad estaba bien era dejar que fuese ella quien hiciese el trabajo y le rodeara los hombros hasta que su cabeza alcanzase el suelo. El ligero desnivel hizo que le llegase sangre al cerebro y se despejasen las brumas que lo nublaban.
– ¿Son campanas? -murmuró entre gestos de dolor cuando ella intentó de nuevo cortar el mitón quemado y separarlo de la mano.
– Sí, están dando el toque de alerta en la iglesia. Quédate aquí -dijo, como si él tuviese alguna intención de moverse-. Voy a buscar agua.
Se alejó veloz, y S.T. se dio cuenta de que la noche empezaba a iluminarse con algo más que el fuego. Los gritos lejanos se oyeron más cerca y le llegó el resplandor de las antorchas. Se incorporó, apoyándose en el hombro, y miró a su alrededor.
– Espera. -No fue capaz de forzar la voz más allá de un sonido áspero-. ¡Espera, Leigh!
Ella no se volvió; estaba demasiado lejos para oír nada por encima de las llamas y el alboroto. De alguna parte surgió un grupo pertrechado con cubos; eran hombres y mujeres de rostros rubicundos y con ropas de faena. Entre ellos había algunas de las muchachas de Chilton, pero sobre todo se trataba de gente de la vecindad, que unía sus fuerzas para combatir el fuego, de la misma forma que desde hacía siglos se habían agrupado para luchar contra un enemigo común. Leigh corrió colina abajo, se acercó a uno de los hombres, le señaló algo y le habló a gritos al oído. Alargó la mano, y la posó en el brazo de una joven que transportaba un cubo.
Se volvieron al unísono y regresaron donde él se encontraba. S.T. se sentó con la espalda apoyada en el árbol, pese a que todos sus instintos le advertían de que era mejor desaparecer en la oscuridad que quedarse allí atrapado, herido e incapaz de defenderse. Se puso de pie con esfuerzo, pero antes de que pudiese tomar ninguna decisión coherente, apareció Leigh ante él.
– Mete su mano en el agua del cubo -le ordenó a la joven, y desapareció en la oscuridad a grandes zancadas.
Era el tipo de exigencia autoritaria que los seguidores de Chilton habían aprendido a obedecer sin rechistar. La muchacha asió la mano de S.T. y la introdujo en el agua.
– ¡Dios! -S.T. tragó aire al entrar en contacto con el líquido helado. Aquel agua debía de venir directamente del río cubierto de hielo. La muchacha sostuvo su mano dentro y, tras un momento, la sensación ardiente de la palma de su mano disminuyó hasta convertirse en un dolor apagado.
Leigh regresó con una rama que parecía haber arrancado de algún arbusto cercano. Con el estilete de él empezó a pelar la corteza que la recubría, para después meterla en el interior del cubo.
– ¿Qué es eso? -preguntó él con reticencia.
– Una rama de aliso. Cuando esté mojada, haré una cataplasma con ella. Tú quédate sentado, monseigneur, ya has hecho suficientes heroicidades por hoy. Si te pones de pie, lo único que demostrarás es que eres un bruto.
Él le dedicó una sonrisa que le causó dolor.
– Mi dulce Sunshine.
– Y tampoco hables, haz el favor. Debes de tener los pulmones abrasados por el humo. -Tomó el cubo de manos de la otra muchacha y dijo-: Tráeme una luz.
S.T. hizo un gesto negativo con la cabeza cuando la joven salió corriendo.
– No quiero una antorcha. No levantes tanto revuelo. Únicamente…
– Necesito luz -dijo ella interrumpiéndolo-. Quiero examinarte la pierna.
– Y meterme en la cama y preparar una pócima, ¿y después hacerme tragar algún brebaje estimulante? Eso no será necesario. No creo que vaya a quedarme mucho aquí, Sunshine.
Ella lo miró sobresaltada.
S.T. sacó la mano quemada del agua, la sacudió e inclinó la cabeza en dirección a la multitud que se había formado colina abajo.
– Me parece reconocer a un juez de paz, si no me engaña toda una década de eludir a los de su profesión.
Leigh se volvió para mirar. Allá abajo, un robusto caballero que había llegado sobre su montura hacía gestos y daba instrucciones.
– El señor MacWhorter -dijo, y exhaló un soplo de aire helado como si el nombre la irritase-. Tienes razón, es uno de los jueces. -De súbito, su cuerpo se tensó y apartó la mirada del caballero para fijarla en la espalda de la joven que se alejaba, cubierta por una capa de color claro-. ¿Dónde está Chilton? -preguntó con brusquedad.
S.T. alargó la mano sana, la cogió del hombro y la hizo girar en dirección a un cuerpo inmóvil que yacía en el suelo a unos metros de la muchedumbre. Nadie se ocupaba de él, únicamente le habían echado descuidadamente por encima una capa negra que le cubría la cabeza y los hombros.
Leigh se quedó inmóvil al verlo. S.T. no retiró la mano de su hombro.
La joven miró fijamente el cadáver de Chilton, y a continuación alzó la mirada hacia Silvering.
La brigada de los cubos lanzaba su insuficiente contenido a la casa en un intento de mojar las partes que todavía no eran pasto de las llamas, pero el humo salía sin cesar por la puerta abierta y tras las ventanas de todas las estancias de la planta baja rugía un resplandor naranja y amarillo.
S.T. vio cómo la realidad de lo ocurrido se reflejaba en el rostro de Leigh. Todo el horror reprimido mientras luchaban por escapar, toda la verdad de lo que había sucedido la alcanzó en aquel momento de silencio. Permaneció allí inmóvil, hizo caso omiso de la mano que S.T. posaba sobre ella, de los gritos que se oían a su alrededor y se dedicó a contemplar cómo ardía su hogar.
«Ahí la tienes -pensó S.T.-, ahí tienes tu venganza.»
– Sunshine -dijo en alto, con voz ronca y profunda.
Le apretó el hombro, esperando que se apartase rápidamente de él, como hacía siempre, y rechazase todo consuelo, pero no lo hizo. Cerró los ojos y se apoyó en su mano. Cuando la aproximó hacia él, la joven volvió el rostro hacia el pecho de S.T. como si buscase esconderse en él.
La abrazó fuerte, pese al dolor que le causaba que el cuerpo de ella se ciñera al suyo con tanta fuerza. Quería sufrir, merecía consumirse en las llamas del infierno por lo que había hecho.
Leigh no podía ser suya. Lo sabía; lo había sabido desde el principio.
En aquel momento, todo había terminado.
«Au revoir, ma belle… ha llegado la hora de que nos separemos…»
Era la misma estrofa de siempre. La misma canción, el mismo final. Tenía que irse. No podía quedarse.
Pensó que ella estaba en lo cierto. Le había llamado mentiroso, había mirado hacia delante y había visto este final, se había enfrentado a lo que él era incapaz de afrontar. Había llegado muy pronto el adiós. Él había creído que dispondría de más tiempo. Se había introducido allí a hurtadillas, para a continuación materializarse, igual que la muerte, a la que se niega una y otra vez, pero que es inevitable.
– ¿Cómo lo hiciste? -le preguntó Leigh con voz apagada.
Por un instante, él no supo a qué se refería.
Después ella levantó la cabeza y miró hacia el cadáver de Chilton.
– No fui yo. -S.T. tragó aire hasta el fondo de sus quemados pulmones-. Fue otro quien lo hizo.
«Pero será a mí a quien acusen.»
No lo dijo en voz alta. Se limitó a mirar con tristeza a aquel honrado juez rural, a todas aquellas gentes íntegras que no se habían enfrentado a Chilton para defenderla. Pero las consecuencias las pagaría él. Se había mostrado a la luz en aquel lugar, y ahora, como siempre, tenía que irse, antes de que la situación se normalizara y la gente respetuosa con la ley comenzase a hablar. Empezase a unir los cabos sueltos.
Y eso ya estaba pasando. La joven de la cofia que había traído el cubo de agua estaba junto al estribo de MacWhorter y le hablaba durante más tiempo del que una simple petición de una antorcha requería. Mientras S.T. contemplaba la escena, el caballero desmontó, la joven señaló con el dedo, MacWhorter agarró una lámpara para iluminar en aquella dirección y comenzó a subir la colina en dirección a él y a Leigh.
S.T. se apartó de golpe del árbol y se quedó erguido. No apartó el brazo con el que rodeaba a Leigh, pero ella al instante se separó y miró por encima del hombro. Se oyó un grito, y los que luchaban contra el fuego se apartaron tras explotar dos de las ventanas y surgir de ellas unas llamas que se extendieron por la fachada de piedra.
S.T. apretó el brazo con el que ceñía el cuerpo de Leigh. Todavía no iba a abandonarla. No cuando ella aún lo necesitaba. Así no. No iba a salir corriendo como un ladrón furtivo ante un juez de pueblo de rostro solemne y nariz aguileña.
Pese a la distancia, S.T. vio que la expresión del rostro del hombre cambiaba al reconocer a Leigh. El caballero se quedó mirándola y, a continuación, depositó la lámpara en manos de la joven, alargó los brazos y echó a andar hacia ellos con grandes zancadas.
– ¡Milady! -gritó por encima del estruendo del fuego-. Lady Leigh, Dios nos asista, ¡esto es asombroso! -Subió a toda velocidad colina arriba-. No teníamos ni idea de que hubieseis regresado. Esa mocosa afirma que estabais dentro. -Llegó a la altura de ellos, sacudió a Leigh por los hombros y la atrajo hacia sí-. Niña, niña, ay Dios mío, ¿qué estáis haciendo aquí? ¿Qué es lo que sucede?
Leigh soportó el abrazo un momento y después se apartó del hombre.
– ¿Es posible salvar la casa?
Él se humedeció los labios y apartó la mirada.
– Lo siento. Lo siento muchísimo. No hay muchas posibilidades.
– En ese caso todo ha terminado. Todo. -Leigh miró a S.T. con súbita intensidad.
Él no entendió la mirada. En ella no había acusación. Parecía expectante, como si él pudiese decir algo que lo cambiaría todo. Buscó sus ojos de mirada firme y pensó que si existiesen palabras mágicas para retroceder en el tiempo y darle la ocasión de hacer las cosas de manera distinta, él habría vendido su alma al diablo para lograrlo.
Leigh continuaba mirándolo. De súbito, levantó la mano y le acarició el rostro cubierto de ampollas.
– Tus pobres cejas -dijo-. Quemadas por completo por culpa del diablo.
MacWhorter la miró como si estuviese loca.
– Milady, venid y alejaos de aquí. Os mandaré a mi casa con la señora Mac para que podáis disfrutar de todas las comodidades.
Leigh no apartó la mirada del rostro de S.T.
– Él me ha salvado, señor MacWhorter -dijo-. Buscó por toda la casa hasta dar conmigo.
Por primera vez, S.T. recibió una mirada directa del caballero, que parecía incómodo y tenía el ceño fruncido, como si le resultara un tanto molesto que le presentasen a aquel héroe en particular.
– Si es así, os debemos nuestra más profunda gratitud.
S.T. hizo una ligera inclinación. La pierna le dolía y le escocía, pero él se mantuvo erguido con el peso apoyado sobre ella.
– El señor Chilton está muerto -dijo Leigh.
MacWhorter se aclaró la garganta.
– Sí. He examinado su cadáver. -Levantó la voz para hacerse oír por encima del ruido-. Muy desafortunado. De un disparo. -Y miró de nuevo a S.T., como si estuviese haciendo un cálculo.
S.T. le devolvió la mirada.
– Será necesario hacer algunas averiguaciones -dijo el juez con voz fuerte.
– Ah, ¿sí? -Pese al barullo que los rodeaba, el tono ácido de las palabras de Leigh se oyó con total claridad-. Antes, jamás las hacíais.
MacWhorter frunció el ceño.
– Formaremos un jurado.
– Sí, hacedlo -declaró S.T. con voz ronca-. Supongo que ahora podréis formarlo sin peligro.
MacWhorter respondió a sus palabras levantando la barbilla.
– Me temo que necesito que me deis vuestro nombre, caballero, y me digáis cuál es vuestra dirección.
– Samuel Bartlett. Me alojo en la posada Twice Brewed Ale.
– ¿Y a qué os dedicáis?
S.T. sonrió con la boca torcida.
– Aparte de a rescatar a alguna que otra damisela, me dedico a viajar.
– A la ley no le hace gracia la frivolidad, señor Bartlett. -MacWhorter lo examinó con frialdad-. Me han llegado informes de incidentes ocurridos en el curso de las últimas semanas, de la presencia de elementos sospechosos en la Twice Brewed.
– ¿Y lo habéis investigado? -preguntó Leigh en tono burlón-. ¿Pensasteis que era necesario hacer averiguaciones?
– Estaba a punto de hacerlo, desde luego.
S.T. posó la mano en el tronco del árbol y se apoyó sobre ella disimuladamente.
– El hombre que buscáis es George Atwood. Lord Luton. Fue él quien disparó a Chilton.
– ¿Y cómo lo sabéis? -El juez enarcó las cejas y bajó la barbilla-. ¿Estáis diciendo que lo presenciasteis?
S.T. miró hacia el edificio en llamas.
– Pues sí, yo lo vi.
– ¡Acusáis a un lord! ¿Tengo que creer que pasaba por casualidad y le disparó a ese hombre? ¿Por qué motivo?
– Preguntad a las muchachas -dijo S.T.-. Las dejé en las ruinas junto al río, donde estaba el puente romano.
– ¿Son testigos del asesinato?
S.T. movió la mano con impaciencia.
– Ellas no vieron cómo le disparaban a Chilton, pero pueden contároslo todo sobre lord Luton. Aunque dudo que podáis atraparlo. Ya debe de estar lejos.
– Me resulta muy extraño que ese tal lord Luton aparezca y desaparezca tan convenientemente -dijo MacWhorter-. ¿Y qué tenéis que ver vos en este asunto, señor Bartlett? ¿Cómo es posible que aparecieseis aquí a estas horas?
– Estaba tomando el aire -respondió S.T. con voz ronca-. ¿Por qué otra razón iba a estar aquí?
Las aletas de la nariz del juez de paz se dilataron en un gesto de desprecio.
– Tomando el aire. A lomos de un caballo negro, tal vez. Me han dicho que hay uno atado tras la última de las casitas, con una máscara blanca y negra en las alforjas.
Otro grupo de ventanas se hizo pedazos, y de nuevo los gritos y las llamas se alzaron hacia el cielo. El fuego convirtió a MacWhorter en una pálida silueta cuando se inclinó hacia S.T.
– ¿Queréis acaso escabulliros de la justicia, señor Bartlett? Ha habido rumores sobre vos y sobre quién sois. Creo que podría hacer algunas averiguaciones más precisas sobre el asunto. Quizá seáis vos quien le disparó, caballero.
– Lo habría sido -dijo S.T. con voz rasposa-, pero Luton llegó primero.
Leigh le acarició el brazo, como si quisiese silenciarlo.
S.T. le levantó la mano, se la besó y la apretó con fuerza con la suya.
– Bien. Dejémonos de historias. Vos sabéis muy bien qué ha sucedido aquí, MacWhorter. Lo sabéis con todo detalle. Una jovencita sin experiencia ha logrado lo que vos y los vuestros teníais miedo de hacer, y se las ha ingeniado para poner fin al maleficio que se había apoderado de este lugar. -Su voz se volvía más ronca a medida que elevaba el tono-. Ahora estáis a salvo, vos y vuestra familia. Ya no corréis peligro, y sin embargo estáis aquí mientras esta casa se quema y tenéis la desfachatez de hablar de jurados y de justicia. -S.T. torció la boca-. Vamos, detenedme e interrogadme, bastardo cobarde, si de verdad creéis que por ahorcar a alguien, podréis dormir mejor por las noches.
El juez apretó los labios. Miró indignado a S.T. y resopló con fuerza por la nariz.
– Puedo adivinar quién sois vos, caballero. ¡Un vulgar forajido!
– Y yo sé muy bien quién sois vos -respondió S.T.-. No necesito adivinarlo.
MacWhorter apartó la mirada y la dirigió hacia el numeroso grupo que formaba la brigada de los cubos. El calor del fuego perlaba su frente de sudor. Su mandíbula se estremeció.
– Idos -dijo con furia-. Desapareced de mi vista; salid de mi distrito. -Con un movimiento brusco, se apartó y después volvió a dirigir la mirada hacia él-. Llevaos vuestra espada y vuestra máscara. Tenéis de plazo hasta que se haga de día, porque entonces organizaré una partida para salir en vuestra busca bajo la acusación de asesinato y robo.
La luz que su linterna proyectaba osciló cuando se dirigió colina abajo.
S.T. recostó la cabeza sobre el tronco y cerró los ojos. Oyó en el oído bueno el silbido y el crepitar del fuego, el humo negro se había adueñado de su gusto y su olfato. Le dolía todo; incluso los ojos los notaba secos e inflamados.
– Voy a vendarte la mano -dijo Leigh.
Abrió los ojos y vio cómo se agachaba entre las sombras en movimiento que había a sus pies y cogía las tiras de corteza del cubo. Cuando se levantó, la asió por la muñeca. En realidad no distinguía su rostro, pero era ella, cubierta ahora por las sombras y con las llamas como fondo. El resplandor dibujaba un halo en torno a su cabello, iluminaba la curva de su mejilla. La atrajo hacia sí con la única intención de retrasar su marcha, de fingir que podía tenerla para siempre entre los brazos, con el rostro hundido en el hueco de su hombro. El olor a humo, el dolor y la realidad de ella inundaron sus sentidos.
– No quiero dejarte -dijo con voz áspera, y a continuación soltó una risa atormentada que ahogó en el abrigo de ella-. Dios, esa era una de las cosas que siempre decía: «no quiero dejarte; te quiero; volveré»… -La abrazó con más fuerza-. El Señor nos asista, Leigh, ¿qué es lo que he hecho?
Ella volvió la cabeza y apretó la mejilla contra la de S.T. Su piel refrescó su rostro lleno de ampollas.
S.T. no podía decir nada más. «Te necesito. Nunca te olvidaré.» Todas las palabras que se le ocurrían, todas las promesas y votos que acudían a sus labios le parecían carentes de todo valor, se habían convertido en polvo por haberlas pronunciado tantas veces. ¿Habían tenido alguna vez sentido para él todas aquellas promesas de volver? Aunque hubiese sido en tan solo una ocasión, ¿le había resultado alguna vez más difícil marcharse que quedarse?
La abrazó con fuerza mientras su cabeza no dejaba de dar vueltas en un intento por encontrar una salida, una solución para que su detención no lo condujese directamente al cadalso. Podría eludir la acusación de asesinato, había pruebas suficientes para que las cosas no estuviesen tan claras… pero su pasado lo tenía atrapado. Si lo cogían, estaba acabado. Tenía a sus espaldas delitos suficientes a la espera de castigo.
Fue Leigh quien puso fin al abrazo. Siempre tan práctica, lo apartó para buscarle la palma de la mano y hacerle una cataplasma con la corteza del árbol y unos jirones de tela. Con la mano libre, él le acarició el pelo mientras la veía hacerlo gracias a la luz que proyectaba su hogar en llamas.
– Habría que hervir la corteza de aliso -dijo la joven-, pero esto es mejor que nada.
Tras completar la tarea, alzó el rostro. S.T. bajó la mirada hasta la mano que le había vendado. El tiempo parecía fluir implacable, como el agua.
– Leigh -dijo-, ¿adónde irás ahora?
Ante el fuego, ella no era más que una mancha oscura. S.T. era incapaz de distinguir su rostro.
– No lo sé -respondió.
– ¿Tienes familia?
– Una prima. En Londres.
– ¿Cómo se llama?
Ella se volvió a medias, y el fuego le permitió ver el contorno de su pómulo y sus labios, lisos como el mármol, sin expresión.
– Clara Patton.
– Ve allí -dijo S.T.-. Yo te encontraré.
Leigh lo miró, de nuevo no era más que una sombra misteriosa.
– ¿Por qué? -preguntó.
«Porque no puedo vivir sin ti. Porque te amo. Porque esto no puede terminar así.»
Otra vez esas palabras que no podía decir. Todas aquellas mentiras que había contado en su vida.
– Porque lo necesito -respondió con fiereza.
– Qué hombre más tonto -dijo ella, pero apenas se la oyó por culpa del fuego.
– Tengo que encontrarte otra vez. No permitiré que desaparezcas. No puedo… es… es imposible -balbuceó él de manera incoherente-. Irme. Ahora. De esta forma. Pensaré en algo.
– ¿En qué vas a pensar? -En la voz de ella había una nota extraña-. ¿En una señal secreta? ¿Dos velas en la ventana cuando puedas reunirte sin peligro conmigo en el jardín?
Como un abismo, aquel futuro se abrió a los pies de S.T. Se sintió superado, inútil, igual de horrorizado que si ella le hubiese lanzado a su rostro quemado el cubo de agua helada. Se lo imaginó. Conocía muy bien ese retozar en el jardín, pero la excitación que eso despertaba ahora se había tornado amarga; el romanticismo se había convertido en un castigo.
– No -dijo-. Así jamás, nosotros no.
– ¿Cómo, entonces?
S.T. apretó el puño derecho y sintió la quemadura.
– Sunshine, Sunshine, al diablo con todo…
Una densa columna de humo se desplazó hacia ellos. S.T. tuvo que entrecerrar los ojos ante el escozor. La tos le hizo doblarse sobre sí mismo. Cuando recuperó el aliento y pudo enderezarse, vio que habían dispuesto una pequeña máquina contra incendios. Un equipo de hombres hacía funcionar la bomba, que lanzaba al aire un tembloroso arco de agua en dirección a la ventana mientras la brigada de los cubos trabajaba para mantener lleno el depósito.
– Demasiado tarde -declaró Leigh y se frotó los ojos con la manga.
S.T. no supo si lo hacía por el humo o porque estaba llorando.
– Podrían salvar las alas del edificio -logró decir él, tras tragar saliva por su torturada garganta.
Leigh se encogió de hombros.
– No importa. Ahora todo ha terminado.
– Leigh…
La joven lo miró de nuevo. Ahora, S.T. la veía con claridad en medio del resplandor; volvía a tener aquella mirada expectante, la barbilla ligeramente alzada, los labios un poco entreabiertos.
– Te amo -dijo con su voz ronca-. ¿Lo recordarás?
La expresión desapareció del rostro de Leigh. Sonrió levemente, con tristeza.
– Recordaré que me lo has dicho.
– Es cierto. -La voz del hombre se quebró.
Leigh cogió el cubo de agua. Iba a irse de allí, S.T. no tenía la menor duda, sintió que el pánico le inundaba el pecho y la agarró del brazo.
– ¿Te irás con tu prima?
Leigh lo miró a los ojos. La expresión de su rostro ya no era expectante ni inquisidora ni triste, la mirada que le dirigió fue como el refulgir de un sable.
– No estoy segura -contestó deliberadamente.
Él se mantuvo firme ante el reto, negándose a rendirse, a reconocer la derrota, a aceptar que aquello fuese el final.
– ¿Y a qué otro lugar podrías ir?
– Podría ir contigo.
Lo dijo sin inmutarse, con tranquilidad.
S.T. se quedó inmóvil, la garganta le ardía al respirar.
Entre el ruido del fuego y la nube de humo; entre el calor, el intenso olor y aquel sabor amargo, S.T. encontró lo que se le había escapado durante toda la vida. Fue como recibir un regalo sin adornos, sin todos esos lazos que se usan para embellecer un objeto de poco valor.
No le había dicho que lo amaba. No tenía necesidad de decírselo. Con tan solo tres palabras lo había puesto en su sitio.
Los ojos de ella eran intensos mientras lo observaba; orgullosa y severa, una diosa con el alma ardiente. Su mirada era exigente y generosa a la vez, le rogaba la verdad, le ordenaba que fuese sincero.
Lo atravesó de lado a lado, destruyó sus fantasías y lo puso frente al rostro devastador de la realidad.
S.T. apartó las manos de ella.
– No puedo llevarte conmigo. Ahora sería imposible con MacWhorter y sus sabuesos tras de mí. ¿Cómo podría llevarte ahora?
– Yo no tengo miedo.
– Espérame -dijo él-. Yo te encontraré. Pensaré la manera de poder estar juntos.
Leigh bajó la cabeza. En aquel gesto, él vio desprecio y eso le destrozó el corazón, lo hizo añicos. Se sintió demasiado avergonzado para tocarla. Todo su pasado, todas sus locuras habían acabado en esto. Ella le ofrecía una fortuna y él, a cambio, no tenía sino sueños que ofrecerle.
Hasta ahora, con los sueños había tenido suficiente. Nadie le había pedido nada más.
– No será por mucho tiempo -dijo con su voz ronca-. Todo este alboroto pronto se calmará.
Ella levantó la vista, lo atravesó con la mirada. Sin decir ni una palabra, se burlaba de sus promesas.
– Ya encontraré la forma, ¡maldita sea! -S.T. volvió a recostar la espalda en el árbol, al tiempo que observaba las chispas que se alzaban hacia el oscuro cielo y brillaban y desaparecían entre las ramas-. Créeme. ¡Solo quiero que me creas!
– Eso no es lo que yo puedo ofrecerte -dijo ella. Y de repente su voz ya no era tan controlada. Había en ella un temblor. Fue la única muestra de emoción que la traicionó-. No puedo ser siempre una damisela en apuros para ti. No puedo ser tu reflejo. Solo puedo ir contigo si tú me lo pides.
La ira se apoderó de S.T. Se apartó de un empujón del árbol, sin acordarse de la mano herida.
– ¡Te estoy pidiendo que esperes! -La frustración y el humo apagaron su grito, lo quebraron hasta convertirlo en un aullido roto-. Que tengas un poco de fe.
Leigh lo miró. Era tan bella, estaba tan distante, no había en ella ni rastro de devoción ni de cariño ni de aquiescencia. Él sabía lo que estaba pensando, lo que en aquel momento sentía.
– Deberías marcharte -dijo ella al fin.
– ¿Me esperarás?
Leigh dirigió la mirada hacia la casa, a aquella destrucción que había sido su hogar.
– No tengo adónde ir, ¿verdad?
– A la casa de tu prima. De Clara Patton, en Londres.
Con una extraña sacudida de la cabeza, como si quisiese despejar alguna bruma en su interior, dijo:
– He permitido que esto suceda. Me he hecho esto a mí misma. Yo lo sabía. Lo sabía y dejé que ocurriera.
El ataque de ira que él sentía se esfumó. Levantó ambas manos, apretó los dedos contra las mejillas de la joven; la mano vendada formó una pálida forma en la sombra del cuello de ella, y la besó.
– En Londres. Allí estaré.
S.T. notó cómo las lágrimas caían por las mejillas de Leigh. Caían frías sobre sus dedos quemados y le escocían.
– Vete -dijo ella, apartándolo de un empellón-. Vete ya.
S.T. dio un paso hacia ella, pero Leigh se volvió por completo. Dejó caer el cubo de agua y fue a grandes zancadas colina abajo, dejándolo con tan solo el húmedo rastro de sus lágrimas en las manos.
El hombre no apartó la vista de ella hasta que llegó a la máquina contra incendios. MacWhorter salió a su encuentro. El juez la miró y después dirigió la vista a lo alto de la colina.
En ella no había indulto alguno, solo una mirada fría que lo desafiaba a quedarse más tiempo en aquel lugar.
S.T. miró más allá del cadáver de Chilton. En sus proximidades yacía desnuda una espada que le era familiar. Bajó cojeando por la vertiente, recuperó el arma y descubrió el tricornio de borde plateado entre las sombras. Después tiró de su capa y la quitó de encima del cadáver de Chilton. Habían cerrado los ojos del predicador, pero su pálido rostro estaba iluminado por un extraño resplandor cobrizo procedente de las llamas.
– No vas a necesitar ningún abrigo en ese lugar al que vas -murmuró S.T. al tiempo que cogía la capa y se alejaba.
Nadie le prestó atención. En medio de todo aquel movimiento de siluetas y antorchas ya no fue capaz de distinguir a Leigh.
Se dio la vuelta y subió renqueando la colina para internarse en la oscuridad.