Georgie le había cerrado la puerta. Bram se sentía como si le hubieran arrancado la piel, la bonita fachada detrás de la que se escondía se había resquebrajado revelando la fealdad que ocultaba. Cruzó la playa dando traspiés. Se quitó la empapada camiseta y la presionó contra su sangrante codo. Encontró las llaves de su coche en la arena, pero la llave de la casa de Trev estaba en otro llavero. Después de un último e inútil intento para conseguir que Georgie le abriera la puerta, se dio por vencido.
Los paparazzi habían desaparecido. Temblando y sangrando, subió a su coche e inició el largo camino de regreso a su casa a través de la tormenta. No se le ocurría cómo podría conseguir que Georgie entendiera lo que acababa de pasarle. Ella nunca lo creería. ¿Y por qué habría de hacerlo? Él incluso había convertido su deseo de tener un hijo en una moneda de cambio.
El alcance total del desastre que se había causado a sí mismo le dificultaba la respiración. ¿Qué demonios había hecho y cómo iba a arreglarlo? Con otro mensaje telefónico no, eso seguro.
Pero, cuando llegó a su casa, no pudo evitar llamarla y, al oír que se conectaba el buzón de voz, lo soltó todo:
– Georgie, te quiero. No como te lo he dicho antes, sino de verdad. Sé que no parece cierto, pero antes no veía las cosas como las veo ahora…
Y continuó divagando, mezclando las palabras, los pensamientos, intentando explicárselo todo y fracasando miserablemente, sabiendo que lo único que conseguiría sería empeorar las cosas.
Georgie escuchó hasta la última sílaba de su mensaje, todas sus mentiras. Las palabras le quemaron la carne dejando a su paso tatuajes sangrantes. La furia que sentía no tenía límites. Se lo haría pagar. Bram le había arrebatado lo que ella más quería y ahora ella le pagaría con la misma moneda.
Aquella tarde, después de ducharse y con la mente más clara, Bram decidió regresar a Malibú. Los paparazzi debían de creer que él seguía en la playa, porque no había ningún todoterreno negro aparcado frente a su casa. Había decidido que, si Georgie no le abría la puerta, la echaría abajo, aunque dudaba que eso enterneciera su corazón. Por el camino, le compró flores, como si dos docenas de rosas pudieran cambiar algo. Después se paró a comprar mangos porque se acordó de que a ella le gustaban. También le compró un osito de peluche blanco que sostenía un corazón rojo entre las pezuñas, pero al salir de la tienda pensó que eso era cosa de adolescentes y echó el osito a una papelera.
Cuando llegó a la casa de Trev, vio que estaba a oscuras y que el coche de Georgie no estaba. Aguardó por los alrededores durante un rato esperando que ella volviera, aunque sospechaba que no lo haría. Al final, se dirigió a Santa Mónica con el coche lleno de flores y mangos.
Cuando llegó a la casa de Paul, examinó en vano la calle buscando el coche de Georgie. La última persona a la que quería ver era su suegro, y consideró la posibilidad de dar la vuelta y largarse, pero Paul era su mejor baza para ponerse en contacto con Georgie.
No lo había visto desde la noche de la boda, y la hostilidad patente que reflejó su cara cuando abrió la puerta erradicó cualquier esperanza de recibir su ayuda. Paul apretó los labios mientras lo repasaba de arriba abajo.
– Parece que el chico de oro está un poco vapuleado.
– Sí, bueno, ha sido un día lluvioso. De hecho, un mes lluvioso.
Bram esperaba que Paul le cerrara la puerta en las narices, así que se sorprendió cuando lo invitó a entrar.
– ¿Quieres una copa?
Bram ansiaba tomarse una, señal de que no podía arriesgarse a tomar sólo una.
– ¿Tienes café?
– Lo prepararé.
Mientras Bram lo seguía hacia la cocina, no sabía qué hacer con las manos. Le parecían demasiado grandes para su cuerpo, como si no le pertenecieran.
– ¿Has visto a Georgie? -preguntó por fin.
– Tú eres su marido. Se supone que tienes que saber dónde está tu mujer.
– Sí, bueno…
Paul abrió el grifo del agua.
– ¿Qué has venido a hacer aquí?
– Supongo que ya lo sabes.
– De todas formas, cuéntamelo.
Y Bram se lo contó. Mientras el café se hacía, empezó contándole lo ocurrido en Las Vegas, y entonces se enteró de que Georgie ya se lo había contado.
– También sé que Georgie se fue a México porque creía que se estaba apegando demasiado a ti.
Paul sacó una taza naranja brillante del armario.
– Créeme -dijo Bram con amargura-, el problema ya no es ése. ¿Qué más te ha contado?
– Sé lo de la cinta de la prueba y sé que ella se niega a interpretar el papel.
– Es de locos, Paul. Georgie estuvo genial. -Se frotó los ojos-. Todos la hemos subestimado. Caímos en la misma trampa que el público, deseando que sólo interpretara variaciones del personaje de Scooter. Te enviaré una copia de la cinta para que puedas comprobarlo.
– Si Georgie quiere que la vea, ya me lo dirá.
– Debe de ser agradable disfrutar del lujo de ser noble.
– Deberías probarlo alguna vez. -Paul llenó la taza de café y se la alargó-. Cuéntame el resto.
Bram le contó la visita de Rory y la reacción de todos por la retirada de Georgie.
– Saben que el responsable soy yo. Quieren que Georgie interprete ese papel y esperan que yo lo solucione.
– No es una posición cómoda para un productor novel.
Bram no podía contenerse. Empezó a pasearse por la cocina en un irregular recorrido oval mientras contaba el resto de la historia: el viaje a México, la mentira acerca de Jade, y, después, lo peor, lo que le había dicho a Georgie aquella mañana. Lo soltó todo, salvo el detalle acerca del bebé. No porque quisiera protegerse a sí mismo, eso ya no le importaba, sino porque le correspondía a Georgie revelar o no el secreto de que quería tener hijos.
– A ver si lo entiendo -dijo Paul con un tono nada alentador-. Le mentiste a mi hija acerca de Jade. Después intentaste manipularla fingiendo que estabas enamorado de ella. Después de que ella te echara, de una forma mágica, te diste cuenta de que estás enamorado de ella de verdad, ¿y ahora quieres que yo te ayude a convencerla de que es así?
Bram se dejó caer en un taburete junto a la encimera.
– Estoy jodido.
– Yo diría que sí.
– ¿Sabes dónde está Georgie?
– Sí, pero no te lo diré.
Bram no esperaba que lo hiciera.
– ¿Al menos le dirás que…? ¡Mierda! Dile que lo siento. Dile… Pídele que hable conmigo.
– No pienso pedirle nada en tu nombre. Tú has causado este desastre, así que tú tendrás que enmendarlo.
Pero ¿cómo? Aquello no era un malentendido que pudiera arreglarse con rosas, mangos o una pulsera de diamantes. No se trataba de una simple discusión de amantes que se pudiera solucionar con unas cuantas disculpas. Si quería recuperar a su esposa, tendría que hacer algo mucho más convincente. Y Bram no tenía ni idea de qué.
Cuando Bram se fue, Georgie bajó las escaleras. No podía quedarse en Malibú con Bram aporreando la puerta, así que se había trasladado a la casa de su padre.
– Lo he oído todo.
Su voz le sonó extraña incluso a sí misma. Fría, distante.
– Lo siento, gatita.
Su padre no la había llamado así desde que era una niña y, cuando la rodeó con su brazo, ella hundió la cara en su pecho. Pero la furia ardía con tanta intensidad en su interior que tuvo miedo de quemarlo y se apartó.
– Creo que Bram está diciendo la verdad -dijo Paul.
– Yo no le creo. La casa del árbol lo significa todo para él y mi actual relación con él hace que parezca una mala persona. Hará cualquier cosa para conseguir que mi nombre figure en la película.
– Hasta hace poco tiempo eso era lo que querías.
– Pero ya no.
Su padre parecía tan preocupado que ella le apretó la mano. Sólo durante un instante, el tiempo suficiente para reconfortarlo pero sin llegar a quemarle la piel.
– Te quiero -dijo Georgie-. Ahora voy a acostarme. -Temporalmente, apartó a un lado su rabia-. Ve a ver a Laura. Sé que lo estás deseando.
Paul le había telefoneado cuando ella estaba en México para contarle que se había enamorado de su antigua agente. Georgie se quedó atónita, hasta que pensó en todas las mujeres de las que su padre no se había enamorado.
– ¿Te estás acostumbrando a la idea de que Laura y yo estemos juntos? -preguntó él.
– Yo sí, pero ¿y ella?
– Sólo hace cuatro días que le dije lo que sentía por ella, pero voy haciendo progresos.
– Me alegro por ti. Y también por Laura.
Georgie esperó hasta que su padre se fue para telefonear a Mel Duffy. Los chacales eran criaturas nocturnas y Mel respondió enseguida a su llamada.
– Duffy al habla.
Su voz era somnolienta, pero ella lo despertaría de golpe.
– Mel, soy Georgie York. Tengo una historia para ti.
– ¿Georgie?
– Una gran historia. Acerca de Bram y de mí. Si te interesa, reúnete conmigo en Santa Mónica dentro de una hora. En la entrada de la calle Catorce del cementerio Woodland.
– ¡Por Dios, Georgie, no me hagas esto! ¡Estoy en Italia! En Positano. Diddy celebra una fiesta por todo lo alto en su yate. -Duffy empezó a toser; tos de fumador-. Cogeré el primer vuelo de vuelta. ¡Cielos, aquí ni siquiera son las ocho de la mañana! ¡Además hay otra maldita huelga de trabajadores! Dame tiempo para regresar a Los Ángeles. Prométeme que no hablarás con nadie hasta que llegue.
Georgie podía telefonear a un miembro de la prensa legítima, pero quería contarle su historia a un chacal. Quería contársela a Mel, que era lo bastante ambicioso para explotar las debilidades de cualquiera.
– De acuerdo, el lunes por la noche. A medianoche. Si no estás allí, no te esperaré.
Colgó con el corazón acelerado, hirviendo de cólera. Bram le había quitado lo que ella más quería. Ahora ella le devolvería la moneda. Lo único que lamentaba era tener que esperar cuarenta y ocho horas para cumplir su venganza.
Bram no podía dormir ni comer e iba a matar a Chaz si no dejaba de atosigarlo. A los treinta y tres años, había adoptado una madre de veinte, y no le gustaba. Claro que, aquellos días, no le gustaba nada ni nadie, especialmente él. Al mismo tiempo, una sensación de firme propósito se había apoderado de él.
– Georgie no interpretará a Helene -le dijo a Hank Peters el lunes por la tarde, dos días después de la desagradable escena de Malibú-. No he podido convencerla para que cambie de opinión. Haz lo que quieras al respecto.
Bram no se sorprendió cuando, menos de media hora más tarde, Rory Keene lo llamó a su despacho. Bram avanzó con paso decidido entre su flota de alarmados ayudantes y entró en su oficina sin esperar a que lo anunciaran. Rory estaba sentada detrás de su imponente escritorio de madera y debajo del cuadro de Diebenkorn, desde donde dirigía el mundo.
Bram apartó a un lado una silla metálica en forma de S inclinada hacia atrás.
– Georgie no va a interpretar a Helene. Y tienes razón. He mandado a hacer puñetas mi matrimonio. Pero quiero a mi mujer más de lo que he querido nunca a nadie y, aunque ahora me odie, te agradecería que te mantuvieras al margen mientras intento recuperarla. ¿Entendido?
Transcurrieron varios y prolongados segundos y, a continuación, Rory dejó el bolígrafo sobre el escritorio.
– En tal caso, supongo que nuestra reunión ha terminado.
– Eso diría yo.
Mientras salía de la oficina con paso decidido, a Bram se le ocurrió algo de lo que tenía que hacer. Sólo esperaba que se le ocurriera el resto.
Georgie aparcó el Corolla que había alquilado, delante de un edificio de pisos de dos plantas, un poco al norte de la entrada del cementerio Woodland; lo bastante cerca para ver llegar a Mel y lo bastante lejos para que él no la viera hasta que ella lo decidiera. Era casi medianoche y el tráfico en la calle Catorce era muy escaso. Mientras esperaba sentada en la oscuridad, Georgie lo recordó todo, desde el día que Bram le oyó proponerle matrimonio a Trev a la tarde tormentosa cuando Bram le declaró su eterno amor en la playa.
El dolor que sentía no disminuía. Se lo contaría todo al chacal. La historia de la falsa declaración de amor de Bram ocuparía las portadas de la prensa sensacionalista, y después saldría en la prensa legítima. La reputación que le había costado tanto trabajo recuperar quedaría manchada otra vez. ¡Que intentase volver a hacer de héroe cuando ella hubiera acabado con él! Ella también saldría perjudicada en el proceso, pero ya no le importaba. Estaba más enfadada de lo que había estado nunca, pero también se sentía más libre que nunca. Los días en que había permitido que los titulares de la prensa dirigieran su vida habían quedado atrás. Nada de sonreír a los fotógrafos cuando estaba destrozada. Nada de posar para la prensa para salvaguardar su orgullo. Nada de permitir que su imagen pública le robara el alma.
Un todoterreno negro aparcó más allá de la entrada del cementerio. En cuanto apagó las luces, Georgie se hundió en el asiento y observó por el retrovisor. Duffy salió del coche, encendió un cigarrillo y miró alrededor, pero no se fijó en el Corolla. Las mentiras por fin se acabarían. Le haría tanto daño a Bram como él se lo había hecho a ella. Sería la venganza perfecta.
El chacal encendió otro cigarrillo. Georgie empezó a sudar. Tenía el estómago revuelto. Duffy caminó de un lado a otro. Ya había llegado la hora. Después de aquella noche, ya no habría más engaños, podría vivir honestamente, con la cabeza alta, sabiendo que se había defendido, que no se había convertido en la víctima emocional de otro hombre. Ésta era la mujer en la que se había convertido. Una mujer que asumía el control de su vida y de su venganza.
El chacal tiró el cigarrillo a la alcantarilla y se dirigió a la entrada del cementerio. Georgie no había contado con eso. Ella quería contar su historia bajo la protección de las farolas de la calle. Un chacal en un cementerio desierto era demasiado peligroso, así que, antes de que él pudiera ir más lejos, alargó la mano hacia la manecilla de la puerta. Pero mientras su mano se cerraba sobre el frío metal, algo se quebró en su interior. En aquel preciso momento, se dio cuenta de que el chacal que estaba en el interior del coche era más peligroso que el que se aproximaba a la puerta del cementerio.
El chacal que había en el interior del coche era ella. Aquella mujer furiosa y vengativa.
Apretó la manecilla del coche con fuerza. Bram la había traicionado y merecía ser castigado. Ella necesitaba hacerle daño, destruirlo, traicionarlo como él la había traicionado. Pero ese tipo de acción depredadora no formaba parte de su naturaleza.
Volvió a hundirse en el asiento y contempló quién era, en quién se había convertido. El aire se volvió denso y viciado. A Georgie se le durmió un pie, pero siguió donde estaba. Poco a poco, empezó a comprender cuál era su verdadera naturaleza. Con una claridad nueva y potente, supo que prefería vivir con el peso de su enojo, con el peso de su dolor, que convertirse en una criatura vengativa.
El chacal finalmente salió de las fauces del cementerio con el móvil pegado a la oreja. Fumó otro cigarrillo, volvió a echar una ojeada alrededor y, a continuación, subió a su coche y se marchó.
Georgie condujo sin rumbo fijo, con una sensación de vacío interior. Todavía estaba furiosa, no se sentía en paz, pero ahora sabía con exactitud quién era. Al final, acabó en un sórdido barrio de Lincoln Boulevard, en Santa Mónica, un barrio poblado de salas de masaje y sex-shops. Aparcó delante de un taller de reparaciones que ya había cerrado, sacó del maletero la bolsa que contenía su cámara de vídeo y caminó por la acera. Nunca había estado sola por la noche en un barrio peligroso, pero no se le ocurrió asustarse.
No tardó mucho en encontrar lo que estaba buscando, una adolescente con el pelo decolorado y la mirada apagada. Se acercó a ella con cuidado.
– Me llamo Georgie -dijo con dulzura-, y soy cineasta. ¿Puedo hablar contigo?
Chaz apareció en la casa de la playa dos días más tarde. Georgie llevaba toda la mañana sentada frente al ordenador, mirando sus grabaciones, y ni siquiera se había duchado. En cuanto Aaron abrió la puerta, se desencadenó una pelea.
– ¡Me has seguido! -oyó que exclamaba Aaron-. ¿Ni siquiera soportas conducir hasta el colmado más cercano y me has seguido hasta Malibú?
– Déjame entrar.
– Ni hablar -replicó él-. Vuelve a tu casa.
– No iré a ninguna parte hasta que haya hablado con ella.
– Tendrás que pasar por encima de mí.
– ¡Ja! ¡Como si pudieras detenerme!
Chaz pasó junto a Aaron como una exhalación y pronto encontró la habitación donde Georgie había instalado su equipo. Iba vestida de negro justiciero de la cabeza a los pies.
– ¿Sabes cuál es tu problema? -le dijo sin más-. Que los demás no te importan.
Georgie apenas había dormido y estaba demasiado cansada para manejar aquello.
– Bram no ha dormido en casa las dos noches pasadas. -Chaz siguió atacando-. Está fatal, y todo por tu culpa. No me extrañaría que volviera a tomar drogas. -Como Georgie no respondía, la rabia de Chaz dio paso a la incertidumbre-. Sé que estás enamorada de él, ¿verdad, Aaron? ¿Por qué no regresas con él y ya está? Así todo volvería a estar bien.
– Chaz, deja de darle la lata -dijo Aaron poniéndose detrás de ella.
Georgie nunca se habría imaginado que Aaron se convertiría en su acérrimo guardián. Su pérdida de peso parecía haberle imbuido más confianza en sí mismo. Un martes, cuando el relato de Mel Duffy acerca de la llamada de Georgie salió a la luz, Aaron contraatacó y transmitió una vigorosa negativa pública sin siquiera consultárselo a ella. Georgie le dijo que la historia de Mel era cierta y que no le importaba que la publicara, pero Aaron se negó a escucharla.
Georgie decidió que era más fácil atacar las debilidades de Chaz que pensar en las suyas.
– ¿Sabes qué pasa con la gente que siempre mete las narices en la vida de los demás? Pues que normalmente lo hacen porque no quieren enfrentarse a sus propias frustraciones.
Chaz se puso a la defensiva.
– ¡En mi vida todo está bien!
– Entonces, ¿por qué no estás ahora mismo en una escuela de cocina? Por lo que sé, ni siquiera has dado una hojeada a los libros de texto para sacarte el graduado escolar.
– Chaz está demasiado ocupada para estudiar -dijo Aaron-. Si no, pregúntaselo a ella.
– Creo que tienes miedo de que, si te alejas de la seguridad que te proporciona tu situación actual, acabarás de nuevo en las calles. -En cuanto las palabras salieron de su boca, se dio cuenta de que acababa de traicionar la confianza de Chaz y sintió nauseas-. Lo siento, yo…
Chaz frunció el ceño.
– ¡Vamos, deja de poner esa cara! Aaron ya lo sabe.
¿Ah, sí? Eso Georgie no se lo esperaba.
– Si Chaz no estudia -intervino Aaron-, no tiene que preocuparse por si catea. Tiene miedo.
– Eso es una chorrada.
Georgie se rindió.
– Estoy demasiado cansada para hablar de esto. Vete.
Naturalmente, Chaz no se movió, sino que la miró con desaprobación.
– Tienes pinta de estar perdiendo peso otra vez.
– Ahora mismo, nada me sabe bien.
– Eso ya lo veremos.
Chaz se dirigió a la cocina hecha una furia. Una vez allí, anduvo de un lado a otro con paso decidido, dando portazos con los armarios y abriendo y cerrando la nevera. Al poco rato, volvió con una ensalada y unos suculentos macarrones con queso. La comida casera era reconfortante, pero no tanto como tener a Chaz ocupándose de ella.
Georgie insistió mucho en que Chaz tomara prestado uno de sus bañadores y fuera a la playa.
«A menos que tengas miedo del agua.» Georgie se lo dijo con sorna, como retándola a ponerse el bañador. Sabía que Chaz odiaba enseñar su cuerpo y decidió que aquello sería una especie de terapia. Sintiéndose desafiada, Chaz se puso el bañador y después hurgó entre los trapos de Georgie hasta que encontró un albornoz corto de toalla con el que taparse.
Aaron estaba tumbado en una toalla de playa, leyendo una patética revista de videojuegos. Cuando lo conoció, él ni siquiera se acercaba al agua, pero ahora llevaba puesto un bañador blanco ribeteado de azul marino. Todavía necesitaba perder unos cuantos kilos, así que no estaba semibueno, pero había empezado a hacer ejercicios con pesas y se le notaba. También gastaba dinero en cortes de pelo decentes y en las lentes de contacto.
Chaz se sentó al final de la toalla, de espaldas a Aaron. El albornoz ni siquiera le llegaba a la mitad de los muslos y ella metió las piernas debajo de la tela de algodón lo mejor que pudo.
Aaron dejó a un lado la revista.
– Hace calor. Vamos a bañarnos.
– No me apetece.
– ¿Por qué no? Una vez me dijiste que antes nadabas mucho.
– Sí, pero ahora mismo no me apetece. Eso es todo.
Él se sentó a su lado.
– ¡Eh, que no voy a abalanzarme sobre ti sólo porque vayas en traje de baño!
– Ya lo sé.
– Tienes que superar lo que pasó, Chaz.
Ella jugueteó con la arena con un palo.
– Quizá no quiera superarlo. Quizá quiera asegurarme de que no lo olvido nunca para no volver a caer en lo mismo.
– Nunca volverás a caer en algo así.
– ¿Cómo lo sabes?
– Por pura lógica. Supongamos que vuelves a romperte un brazo, o incluso una pierna. ¿De verdad crees que Bram te echaría? ¿O que Georgie no se ocuparía de ti, o que yo no te dejaría quedarte en mi apartamento? Ahora tienes amigos, aunque, por tu forma de tratarlos, uno nunca lo diría.
– He conseguido que Georgie coma, ¿no? Y no deberías haberle dicho lo de que tengo miedo de suspender.
– Tú eres inteligente, Chaz. Lo sabe todo el mundo menos tú.
Ella cogió una concha rota y deslizó la yema del pulgar por el borde.
– Podría haber sido inteligente, pero me perdí la mayor parte de la escuela.
– ¿Y qué? Para eso está el examen libre de graduado de secundaria. Y ya te dije que te ayudaría a estudiar.
– Yo no necesito ayuda.
Si Aaron le ayudaba, se enteraría de lo poco que ella sabía y dejaría de respetarla.
Pero él pareció comprender lo que ella estaba pensando.
– Si tú no me hubieras ayudado, yo todavía estaría gordo. Las personas son buenas en distintas cosas. Yo siempre fui bueno estudiando y ahora me toca a mí hacerte un favor. Confía en mí. No te trataré ni la mitad de mal de lo que tú me has tratado a mí.
Ella lo había tratado mal. Y a Georgie también. Chaz estiró las piernas. Su piel era pálida como la de un vampiro y, además, vio que se había saltado un trocito de piel al depilarse.
– Lo siento.
No debió de parecer que lo decía de corazón, porque él no se rindió.
– Tienes que dejar de tratar tan mal a las personas. Crees que así pareces dura, pero sólo das lástima.
Chaz se levantó de golpe.
– ¡No vuelvas a decirme eso!
Aaron levantó la vista hacia ella, que lo miró con furia, con los brazos colgando rígidos a los lados y los puños apretados.
– ¡Deja de decir chorradas, Chaz! -La voz de Aaron sonó cansada, como si se estuviera hartando de ella-. Ya va siendo hora de que empieces a actuar como un ser humano decente. -Se levantó con calma-. Tú y yo somos muy buenos amigos, pero la mitad del tiempo me avergüenzo de ti. Como cuando he oído las gilipolleces que le has soltado antes a Georgie. Cualquiera que tenga ojos puede ver lo mal que se siente. No tenías por qué hacerle sentirse peor.
– Bram se siente tan mal como ella.
– Eso no justifica tu forma de hablarle.
Parecía que Aaron estuviera a punto de considerarla un caso perdido. Chaz sintió deseos de llorar, pero antes se suicidaría, así que se quitó el albornoz y lo dejó sobre la arena. Se sintió desnuda, pero Aaron sólo la miraba a la cara. Cuando vivía en las calles, los hombres apenas la miraban a la cara.
– ¿Estás satisfecho? -le espetó.
– ¿Lo estás tú? -replicó él.
Chaz no estaba satisfecha con casi nada de ella misma, y estaba harta de sentir miedo. Salir de la casa de Bram la ponía nerviosa. Tenía miedo de obtener el título de graduado escolar. ¡Tenía miedo de tantas cosas!
– Si soy amable con los demás, se aprovecharán de mí -dijo.
– Si se aprovechan de ti -contestó Aaron con suavidad-, deja de ser amable con ellos.
A Chaz se le puso carne de gallina. ¿De verdad tenía que ser todo o nada? Pensó en todo lo que Aaron le había dicho, en lo de que ahora tenía amigos que cuidarían de ella. Ella odiaba depender de los demás, pero eso quizá se debía a que nunca había podido hacerlo. Aaron tenía razón. Ahora tenía amigos, pero ella seguía actuando como si estuviera sola en su lucha contra el mundo. No le gustaba que Aaron pensara que trataba mal a los demás. Tratar mal a los demás no la salvaría de nada. Chaz examinó sus pies.
– No me consideres un caso perdido, ¿de acuerdo?
– No puedo hacerlo -contestó él-, siento demasiada curiosidad por saber en qué te vas a convertir cuando madures.
Chaz lo miró y vio que tenía una extraña expresión en la cara. No miraba su cuerpo, ni siquiera la miraba fijamente, pero ella fue consciente de él de una forma que le hizo sentir… picor, sed… o algo.
– ¿Quieres ir a nadar o piensas quedarte aquí todo el día psicoanalizándome? -le preguntó.
– Voy a nadar.
– Ya me lo parecía a mí.
Chaz corrió hacia el agua sintiéndose casi libre. Quizás aquella sensación no le durara mucho, pero, de momento, resultaba agradable.
Georgie editaba película durante el día y merodeaba por las calles más pobres de Hollywood y West Hollywood durante la noche, con sólo su cámara y su famosa cara como protección. La mayoría de las muchachas a las que abordaba la reconocían y se mostraban muy dispuestas a hablar para la cámara.
Encontró un centro de asistencia sanitaria móvil que ayudaba a los chicos de las calles. Una vez más, ser famosa le resultó útil y los sanitarios le permitieron ir con ellos noche tras noche ofreciendo pruebas del sida y de enfermedades de transmisión sexual, asesoramiento ante las crisis, condones y educación sanitaria preventiva. Lo que Georgie oyó y vio durante aquellas noches le afectó mucho. Se imaginaba a Chaz entre aquellas muchachas y se preguntaba dónde estaría en aquellos momentos si Bram no hubiera intervenido para ayudarla.
Transcurrieron dos semanas y Bram no realizó ningún intento de ponerse en contacto con ella. Georgie estaba agotada hasta el punto de sentirse aturdida, pero no podía dormir más que unas pocas horas antes de despertar sobresaltada, con el camisón empapado de sudor y las sábanas enrolladas en su cuerpo. Añoraba vivamente al hombre que creía que era Bram, el hombre que albergaba un corazón tierno detrás de su cínico exterior. Sólo su trabajo y saber que había hecho lo correcto al no vender su alma por una venganza, evitaban que cayera en la desesperación.
Como los paparazzi no solían merodear por los vecindarios que ella visitaba, no apareció ninguna fotografía de ella. Aunque le había ordenado a Aaron que dejara de transmitir a la prensa del corazón historias sobre lo felices que ella y Bram eran en su matrimonio, él siguió haciéndolo. Pero eso a ella ya no le importaba. Ya se encargaría Bram de aquella cuestión.
Un viernes, tres semanas después de su ruptura con Bram, Aaron le telefoneó y le dijo que entrara en la página Web de Variety. Georgie le hizo caso y leyó el siguiente anuncio:
«El reparto de La casa del árbol, la adaptación cinematográfica de Bram Shepard de la exitosa novela de Sarah Carter, ya se ha completado. En una decisión sorpresa de última hora, Anna Chalmers, una actriz del cine independiente prácticamente desconocida ha firmado para representar a Helene, el complejo papel femenino protagonista.»
Georgie se quedó mirando fijamente la pantalla. Todo había acabado. Ahora Bram ya no necesitaba convencerla de su amor eterno, lo que explicaba por qué no había vuelto a intentar hablar con ella. Georgie se puso a desgana las deportivas y se fue a dar un paseo por la playa. Estaba baja de defensas y se sentía agotada, de lo contrario no se habría dejado llevar por un escenario de fantasía en el que Bram se presentaba en la casa y caía de rodillas suplicándole su amor y su perdón.
Enfadada consigo misma, regresó a la casa.
A la mañana siguiente, mientras estaba frente al ordenador, el teléfono sonó. Georgie salió de su estupor y miró con los ojos entornados el visor de su móvil. Se trataba de Aaron, quien había ido a pasar el fin de semana a Kansas para celebrar el sesenta cumpleaños de su padre. Georgie se aclaró la voz.
– ¿Cómo va la reunión familiar?
– Bien, pero Chaz está enferma. Acabo de hablar con ella y parecía estar realmente mal.
– ¿Qué le pasa?
– No ha querido decírmelo, pero creo que estaba llorando. Le he dicho que busque a Bram, pero no sabe dónde está.
En Malibú intentando recuperarme no, pensó Georgie.
– Estoy preocupado por ella -continuó Aaron-. ¿Crees que…?
– Iré a verla.
Mientras conducía por la carretera, la fantasía volvió a representarse en su mente. Georgie se vio a sí misma entrando en casa de Bram, que estaba llena de globos. Había docenas de globos flotando contra el techo, con cintas colgando. Y Bram estaba allí en medio, con una expresión dulce, tierna y ansiosa.
«¡Sorpresa!»
Georgie apretó el acelerador y se obligó a volver a la realidad.
En la casa vacía y silenciosa de Bram no había ni un solo globo, y el hombre que la había traicionado no estaba por ningún lado. Como los paparazzi volvían a merodear por la entrada, Georgie aparcó el coche en la casa de Rory y cruzó a la de Bram por la puerta del jardín. Dejó su bolso y llamó a Chaz. No obtuvo respuesta.
Cruzó la cocina hasta el pasillo trasero y subió las escaleras que conducían al apartamento de Chaz. No le sorprendió ver que éste estaba decorado con sencillez y escrupulosamente limpio.
– Chaz, ¿estás bien?
Un gemido surgió de lo que parecía el único dormitorio. La chica estaba tumbada encima de una arrugada colcha gris, con las rodillas pegadas al pecho y la tez pálida. Al ver a Georgie, soltó un gruñido.
– Aaron me ha llamado.
Georgie se acercó a la cama.
– ¿Qué te pasa?
Chaz apretó con más fuerza las rodillas contra su pecho.
– No me puedo creer que te haya llamado.
– Está preocupado. Me ha dicho que estás enferma y es evidente que tiene razón.
– Tengo calambres.
– ¿Calambres?
– Sí, calambres. Eso es todo. A veces me pasa. Ahora vete.
– ¿Has tomado algo?
– Se me han acabado las pastillas. -Su voz era apenas un gemido-. Déjame sola. -Hundió la cara en la almohada y dijo con voz más suave-: Por favor.
«¿Por favor?» Debía de estar realmente enferma. Georgie fue a buscar una caja de Tylenol a la cocina, preparó una taza de té y regresó al apartamento de Chaz. Camino del dormitorio vio un libro de texto de secundaria abierto encima de una mesilla auxiliar y un par de libretas y lápices. Sonrió por primera vez en una semana.
– No puedo creer que Aaron te telefoneara -volvió a decir Chaz después de tomarse la pastilla-. ¿Has venido desde Malibú para darme un Tylenol?
– Aaron estaba muy alterado. -Georgie dejó el frasco del medicamento en la mesilla de noche-. Además, tú habrías hecho lo mismo por mí.
Chaz pareció animarse.
– ¿Aaron estaba alterado?
Georgie asintió con la cabeza y le alargó el té caliente y azucarado.
– Ahora te dejaré sola.
Chaz se incorporó lo suficiente para coger la taza.
– Gracias -murmuró-. Lo digo en serio.
– Lo sé -contestó Georgie mientras salía de la habitación.
Cogió un par de cosas suyas que había en la casa procurando no echar ni siquiera una ojeada al dormitorio. Mientras bajaba las escaleras, un haz de luz dorada entró por las ventanas. Aquella casa le encantaba. Sus rincones, sus salas… Le encantaban las macetas con los limoneros y las telas tibetanas, la repisa de piedra azteca de la chimenea y los cálidos suelos de madera. Le encantaba el comedor, con las paredes forradas de librerías, y los móviles de latón que tintineaban con el viento. ¿Cómo podía el hombre que había decorado aquella casa tan acogedora tener un corazón tan hostil y vacío?
Y entonces fue cuando él entró.