Capítulo 6

Bram tenía una llave de la casa de su novia, así que o vivía con ella o pasaba mucho tiempo allí, lo que explicaría por qué sólo necesitaba un apartamento de una habitación. Georgie subió los escalones del porche y siguió a Bram al interior de un vestíbulo con apliques de bronce y paredes pintadas a la esponja.

– Tendrías que haberme dicho que tenías novia.

Bram señaló con la cabeza la parte trasera de la casa.

– La cocina está por ahí. Ella necesitará un café. Yo la iré preparando mientras tú haces el café.

– Bram, esto no es una buena idea. Como mujer te digo que…

Él ya había desaparecido escaleras arriba. Georgie se sentó en el primer escalón y apoyó la cara entre las manos. Una novia. Bram siempre había estado rodeado de mujeres hermosas, pero ella nunca había oído que tuviera una relación seria con nadie. Deseó no haber cortado a Trev cada vez que él empezaba a contarle cosas de Bram.

Se levantó del escalón y miró alrededor. La novia de Bram tenía un gusto exquisito para la decoración, aunque no para los hombres. A diferencia de otras casas antiguas de estilo colonial, aquélla tenía suelos de madera clara que, o eran originales o habían sido tratados para que parecieran usados y tuvieran un aspecto cálido y rústico. El mobiliario era confortable, piezas sencillas tapizadas con telas de tonalidad mate y adornadas con bonitos cojines indios y telas tibetanas de colores ocre, aceituna, marrón rojizo, peltre y dorado mate. Unos ventanales altos que daban a un porche trasero permitían que la luz matutina inundara el salón y, al mismo tiempo, contemplar los exuberantes limoneros y naranjos de China que crecían en decorativas macetas de cerámica. Una antigua ánfora de aceite contenía una frondosa enredadera que subía por el lateral de una chimenea y a lo largo de la repisa superior de piedra, que estaba labrada con un diseño morisco.

La bien equipada cocina tenía paredes de estuco, elegantes electrodomésticos y baldosas de tonalidad terrosa con motivos azules. Un candelabro de hierro con pantallas de estaño colgaba encima de la isla central de la cocina; el saliente con seis ventanas en arco que Georgie había visto desde el coche era el comedor de desayunos. Encontró la cafetera y preparó el café. De momento, no había oído ningún grito procedente de la planta de arriba, pero era sólo cuestión de tiempo. Georgie sacó su taza al porche trasero, construido con las mismas columnas rojizas y en espiral y las mismas baldosas españolas azules y blancas que el porche de la entrada. Los faroles de metal con filigranas, las mesas con mosaicos y patas de hierro curvadas, la mampara de madera labrada y los muebles tapizados con vistosas telas turcas y marroquíes hicieron que se sintiera como en una kasba. Las exuberantes enredaderas, los palmitos y las cañas de bambú proporcionaban al porche una sensación de intimidad.

Georgie se cubrió los hombros con un chal y se sentó en una cómoda tumbona. El leve tintineo de un móvil de piezas de latón llegó hasta ella flotando en el silencioso frío matinal. Evidentemente, Bram no conocía bien a su novia, porque el tipo de mujer que poseía una casa como aquélla no aceptaría que su novio se casara con otra mujer, fueran cuales fuesen las circunstancias. Bram era un estúpido por sólo imaginar algo así, lo que resultaba extraño, porque él nunca había sido…

Georgie se levantó de un brinco y el café le salpicó la mano. Lo absorbió de un lametón, dejó la taza encima de un montón de revistas y entró en la casa como una exhalación. En cuestión de segundos, había subido las escaleras y encontrado el dormitorio principal, donde Bram estaba dormido boca abajo, encima de la cama de matrimonio. Solo.

Georgie se había olvidado de la regla número uno en todo lo relacionado con Bram Shepard: no creer nada de lo que dijera.


Georgie quiso vaciar un cubo de agua fría sobre la cabeza de Bram, pero se lo pensó mejor. Mientras estuviera dormido no tendría que aguantarlo. Volvió a bajar y se acomodó de nuevo en el porche. A las ocho, telefoneó a Trev, quien, como era de esperar, casi le rompió los tímpanos con sus gritos.

– ¡¿Qué demonios ha pasado?!

– Amor verdadero -replicó Georgie.

– No puedo creer que os hayáis casado. Me resulta inconcebible que lo hayas convencido para que se casara contigo.

– Estábamos borrachos.

– Créeme, Bram no lo estaba tanto. Él siempre sabe exactamente lo que hace. ¿Dónde está ahora?

– Durmiendo en el piso de arriba, en una casa magnífica que, por lo visto, le pertenece.

– La compró hace dos años. Sólo Dios sabe de dónde sacó el dinero para la entrada. No es ningún secreto que últimamente no ha sido muy solvente.

Lo cual constituía la razón de que hubiera accedido a seguir el plan de Georgie: los cincuenta mil dólares mensuales que ella había prometido pagarle.

Sin embargo, Trev no sabía lo del dinero del soborno.

– Habrá decidido que tú eres el billete que necesita para mejorar su reputación. La publicidad de vuestra boda podría ayudarle a conseguir algún papel. A él parece no importarle que no lo contraten, pero créeme: sí le importa.

Georgie bajó con nerviosismo del porche al jardín y se volvió para contemplar la casa. Un segundo juego de columnas en espiral situado encima de las primeras sostenía el balcón que corría a lo largo de casi toda la planta superior y más enredaderas subían por las paredes de estucado rojizo.

– Bram no puede ser insolvente -declaró-. Esta casa es increíble.

– Y está hipotecada hasta la última teja. Además, la mayor parte del trabajo lo ha hecho él mismo.

– Imposible. Seguro que ha convencido a alguna mujer locamente enamorada de él para que pague parte de sus facturas.

– Es una posibilidad.

Georgie necesitaba saber más cosas, pero cuando presionó a Trev para que se las contara, él la atajó.

– Los dos sois amigos míos y no pienso involucrarme en esto, aunque, desde luego, espero que me invitéis a cenar para ver cómo os tiráis los trastos a la cabeza.

Georgie tenía treinta y siete mensajes en el móvil. Su padre era el remitente de diez de ellos. Se imaginaba lo histérico que estaría, pero todavía no se sentía capaz de hablar con él. April se había ido al rancho de Tennessee con su familia dos días antes. Georgie marcó su número y, cuando oyó la voz de su amiga, algunas de sus defensas se derrumbaron. Se mordió el labio.

– April, no tienes forma de confirmar que lo que voy a contarte es un montón de mentiras, lo cual te permitirá transmitir la información con la conciencia tranquila, ¿de acuerdo?

– ¡Oh, cariño…! -exclamó April con el tono de una madre preocupada.

– Bram y yo nos encontramos casualmente en Las Vegas. Saltó la chispa y nos dimos cuenta de lo mucho que nos habíamos querido siempre. Decidimos que habíamos malgastado demasiado tiempo lejos el uno del otro, así que nos casamos. Tú no sabes con certeza dónde estamos, pero crees que seguimos en el Bellagio disfrutando de una improvisada luna de miel. Seguro que todo el mundo estará contento de que Bram Shepard por fin se haya reformado y de tener el final feliz que todos se perdieron cuando Skip y Scooter se canceló. -Se le hizo un nudo en la garganta-. ¿Te importaría telefonear a Sasha y contarle lo mismo? Y si Meg aparece…

– Claro que lo haré, pero, cariño, estoy preocupada por ti. Cogeré un avión y…

– No.

La preocupación que Georgie percibió en la voz de April hizo que estuviera a punto de echarse a llorar.

– Estoy bien. De verdad. Sólo un poco alterada. Te quiero.

Nada más colgar, Georgie se obligó a enfrentarse a la realidad. De momento estaba atrapada en aquella casa. Al ser unos recién casados, el público esperaría que ella y Bram estuvieran juntos continuamente. Pasarían semanas antes de que pudiera ir sola a algún lugar. Se reclinó en la tumbona del porche, cerró los ojos e intentó pensar. Sin embargo, no había respuestas fáciles, y al final se quedó dormida al son de las campanillas de latón del móvil mecido por la brisa.

Cuando despertó dos horas más tarde, no se sintió nada repuesta. A desgana, subió las escaleras. Una música latina retumbaba en el otro extremo del pasillo. Mientras se dirigía hacia allí para averiguar de dónde procedía el sonido, pasó por delante del dormitorio de Bram y vio que su maleta estaba en medio de la habitación.

¡Sí, ya, como que eso iba a ocurrir!

Si hubiera tenido que adivinar cómo era el dormitorio de Bram Shepard, se lo habría imaginado con una de esas enormes esferas de espejitos que hay en las discotecas y una barra de striptease, pero se habría equivocado. Un techo de bóveda de cañón y unas paredes estucadas de color miel definían un espacio que era lujoso, elegante y sensual sin ser perverso. Unos paneles rectangulares de piel engastados en una estructura de bronce formaban la cabecera de la cama de matrimonio y una confortable zona para sentarse ocupaba la torre que había visto desde la parte frontal de la casa.

Cuando entró en la habitación para coger su maleta, la música se detuvo. Segundos más tarde, Bram apareció en la puerta del dormitorio vestido con una camiseta sudada de los Lakers y unos pantalones cortos de hacer deporte. Al verlo con aquel aspecto tan saludable, la rabia de Georgie se disparó.

– Me he encontrado con tu novia en el piso de abajo. Se ha arrodillado y me ha dado las gracias por sacarte de su vida.

– Espero que hayas sido amable con ella.

Bram no tuvo la gentileza de disculparse por su mentira, aunque nunca le había pedido perdón por nada. Georgie se acercó a él.

– Ni tienes novia ni apartamento. Esta casa es tuya y quiero que dejes de mentirme.

– No pude evitarlo, me estabas poniendo de los nervios -repuso él mientras se dirigía al lavabo.

– ¡Lo digo en serio, Bram! Estamos juntos en esto. Por mucho que lo detestemos, oficialmente somos un equipo. Sé que no sabes lo que eso significa, pero yo sí, y un equipo sólo funciona si todos cooperan.

– Muy bien, ya has vuelto a ponerme nervioso. Intenta entretenerte con algo mientras me lavo. -Se quitó la sudada camiseta y desapareció en el lavabo-. A menos que… -asomó la cabeza- quieras meterte en la ducha conmigo para jugar un poco. -La miró con lascivia de arriba abajo-. Después de lo de ayer por la noche… No digo que seas una ninfómana, pero no estás lejos de serlo.

¡Ah, no! No la vencería tan fácilmente. Georgie levantó la barbilla y le devolvió su mirada seductora.

– Me temo que me has confundido con aquel gran danés que tenías.

Bram soltó una carcajada y cerró la puerta.

Ella cogió su maleta y la sacó al pasillo. Una vez más, la sensación de estar atrapada le aceleró el corazón y volvió a intentar serenarse. Tenía que encontrar un lugar apropiado para dormir. Había vislumbrado una casita para invitados en la parte posterior de la finca, pero probablemente Bram tenía servicio doméstico, de modo que no podía instalarse tan lejos del edificio principal.

Exploró la planta superior y descubrió cinco dormitorios. Bram utilizaba uno para almacenar cosas, otro lo había convertido en un gimnasio bien equipado y un tercero era espacioso, pero estaba totalmente vacío. Sólo el dormitorio contiguo al principal estaba amueblado: una cama de matrimonio con una ornamentada cabecera de estilo morisco y una cómoda a juego. La luz del sol se esparcía por el interior gracias a unos ventanales que daban al balcón posterior de la casa. Las paredes pintadas de un alegre amarillo limón formaban un atractivo contraste con la oscura madera y la vistosa alfombra oriental.

Su ayudante le llevaría algo de ropa el día siguiente, pero hasta entonces sólo le quedaba una muda limpia. Deshizo la maleta y llevó sus artículos de tocador al lavabo del dormitorio, de cristal pavés y azulejos bermellón. Necesitaba una ducha con urgencia, pero cuando regresó al dormitorio para desvestirse, encontró a Bram tumbado en la cama, vestido con una camiseta limpia, unos pantalones cortos tipo safari y lo que parecía un vaso de whisky en equilibrio sobre su pecho. Y ni siquiera eran las dos de la tarde.

Él agitó el líquido del vaso.

– No es buena idea que duermas aquí. Mi ama de llaves vive encima del garaje y se daría cuenta de que dormimos en camas separadas.

– Haré la cama todas las mañanas antes de que ella la vea -contestó Georgie con dulzura fingida-. En cuanto a mis cosas… Dile que utilizo este dormitorio como vestidor.

Bram bebió un sorbo de whisky y descruzó los tobillos.

– Lo que te dije ayer iba en serio. Esto lo haremos según mis normas, y una vida sexual regular forma parte del trato.

Georgie lo conocía demasiado bien como para fingir sorpresa.

– Estamos en el siglo veintiuno, Skipper. Los hombres no dan ultimátums sexuales.

– Pues este hombre sí los da. -Bram se levantó de la cama como un león de melena pelirroja que se prepara para la caza-. No pienso renunciar al sexo, lo que significa que, o follo contigo, o haremos lo que hacen todos los matrimonios. Y no te preocupes, ya no me va tanto el sadomasoquismo como antes. No es que lo haya dejado del todo… -Su burla sutil resultaba más intimidante que el desdén que utilizaba antes. Bebió un sorbo de whisky con calma-. Hay un nuevo sheriff en la ciudad, Scooter. Tú y tu papaíto ya no tenéis la carta ganadora del poder. Estamos jugando con una baraja nueva y me toca repartir.

Levantó el vaso parodiando el gesto del brindis y salió al pasillo.

Georgie respiró hondo una docena de veces y a continuación lo hizo media docena de veces más. Sabía que convertirse en una mujer con poder de decisión no le resultaría fácil. Pero ella tenía el talonario, ¿no? Y eso la capacitaba para encararse y superar el reto. Sí, superarlo de una forma total, absoluta y definitiva.

Seguramente.


En la planta baja, el móvil de Bram vibró en el bolsillo de sus pantalones cortos. Antes de responder, se desplazó hasta la esquina más alejada del salón.

– Hola, Caitlin.

– Vaya, vaya… -respondió una áspera voz femenina-. ¡Eres una auténtica caja de sorpresas!

– Me gusta hacer que la vida resulte interesante.

– Suerte que encendí el televisor ayer por la noche, o no me habría enterado de la noticia.

– Llámame insensible, pero tú no estás en los primeros puestos de mi lista de contactos.

Mientras ella se desahogaba, Bram miró hacia el porche a través de los ventanales. Le encantaba aquella casa. Era el primer lugar en que había vivido que le daba una sensación de hogar o, al menos, lo que él creía que era un hogar, pues nunca había tenido uno antes. Las lujosas mansiones que había alquilado durante la época de Skip y Scooter parecían más residencias de estudiantes que auténticos hogares, pues siempre había vivido en ellas con amigos. En la mitad de las habitaciones solía haber videojuegos a todo volumen y, en la otra, películas porno, y latas de cerveza y envases de comida rápida por todas partes. Y mujeres, montones de mujeres. Algunas eran chicas decentes e inteligentes que merecían ser tratadas mejor.

Mientras Caitlin seguía despotricando, Bram recorrió el pasillo trasero y bajó los pocos escalones que conducían a la pequeña sala de proyecciones que había restaurado. Chaz debía de haber visto una película la noche anterior, porque todavía olía a palomitas. Bram dio un sorbo a su bebida y se arrellanó en uno de los asientos reclinables. La pantalla vacía le recordó su estado en aquel momento. Con Skip y Scooter había tirado por la borda la oportunidad de su vida, como había hecho su padre con todas las oportunidades que se le presentaron. Una herencia familiar.

– Espero otra llamada, cariño -declaró Bram cuando se le acabó la paciencia-. Tengo que dejarte.

– Seis semanas -replicó ella-. Es todo lo que te queda.

¡Como si él lo hubiera olvidado!

Bram miró si tenía algún mensaje y cerró el móvil. No podía culpar a Caitlin por estar resentida, pero, en aquel momento, él tenía un problema mucho mayor entre manos. Cuando se enteró de que Georgie iba a pasar el fin de semana en Las Vegas, había decidido seguirla. Sin embargo, la estrategia que había planeado había tomado un giro endemoniado que nunca habría imaginado. Desde luego casarse nunca había estado en sus planes.

Ahora tenía que averiguar cómo convertir aquella ridícula situación en algo ventajoso para él. Georgie tenía mil estupendas razones para odiarlo, mil razones para explotar todas las debilidades que pudiera encontrar en él, lo que significaba que sólo podía permitirle ver lo que esperaba ver. Por suerte, ella ya pensaba lo peor de él, y él no haría nada para que cambiara de opinión.

Casi sentía lástima por ella. Georgie no tenía ni un ápice de maldad, así que el enfrentamiento era desigual. Ella ponía el interés de los demás por delante del suyo y, si los otros la cagaban, se culpaba a sí misma. Él, por su parte, era un hijo de puta egoísta y egocéntrico que había crecido sabiendo que tenía que cuidar de sí mismo y no experimentaba el menor reparo en utilizar a Georgie. Ahora que por fin sabía lo que quería en la vida, iría a por ello con todos sus recursos.

Georgie York no tenía la menor posibilidad.


Georgie se duchó y se preparó un sándwich de pavo. Buscando un libro para leer, entró en el comedor. Una sólida mesa negra, redonda y con patas en forma de garra que parecía de estilo español o portugués estaba situada encima de una alfombra oriental y debajo de una lámpara de araña de bronce estilo morisco, pero el comedor era también una biblioteca, pues todas las paredes salvo la que comunicaba con el jardín estaban cubiertas, de suelo a techo, de estanterías. Además de libros, contenían una variada mezcla de objetos: campanas balinesas, minerales de cuarzo, cerámicas mediterráneas y pequeños cuadros mexicanos de temática popular.

La decoradora de Bram había creado un ambiente acogedor que invitaba al recogimiento, pero la variada colección de objetos demostraba que no conocía bien a Bram o que no le importaba que su iletrado cliente no apreciara sus elecciones. Georgie cogió un volumen profusamente ilustrado de artistas californianos contemporáneos y se sentó en un sillón de piel que había en un rincón. Conforme avanzaba la tarde, su concentración se fue debilitando. Había llegado la hora de poner manos a la obra. Quizá Bram no viera la necesidad de que tuvieran un plan conjunto para tratar con la prensa, pero ella sabía que era imprescindible. Tenían que decidir con rapidez cuándo y cómo realizar su reaparición. Dejó a un lado el libro y se puso a buscar a Bram. Como no lo encontró en ningún lugar de la casa, siguió el camino de grava que, flanqueado por cañas de bambú y altos setos, conducía a la casita de invitados.

No era mayor que un garaje de dos plazas y tenía el mismo tipo de tejas y exterior estucado que la casa principal. Las dos ventanas de la fachada delantera estaban a oscuras, pero Georgie oyó sonar un teléfono en la parte trasera y siguió un sendero en esa dirección. Una luz salía por unos ventanales abiertos y se desparramaba por un pequeño patio de grava en el que había un par de tumbonas con cojines de lona color champán y unas macetas con orejas de elefante. Unas enredaderas subían por las paredes a los lados de los ventanales. En el interior, Georgie vio un acogedor despacho con paredes de color bermellón y suelo embaldosado y cubierto con una alfombra de pita. Una serie de pósters de películas enmarcados colgaba de las paredes. Algunos eran predecibles, como el de Marlon Brando en La ley del silencio o el de Humphrey Bogart en La Reina de África, pero otros no tanto, como el de Johnny Depp en El amor de los inocentes, Don Cheadle en Hotel Ruanda y el de Jake Koranda, el padre de Meg, como Calibre Sabueso.

Cuando Georgie entró en el despacho, Bram estaba hablando por teléfono, sentado tras un escritorio en ele pintado de albaricoque oscuro y tenía la omnipresente copa a su lado. Unas estanterías empotradas contenían montones de revistas sobre televisión y algunas para cinéfilos, como Cineaste y Fade In. Como Georgie no tenía noticia de que Bram leyera nada que fuera más profundo que Penthouse, supuso que eran otro toque de la decoradora.

Bram no pareció alegrarse de ver a su flamante esposa.

– Tengo que dejarte, Jerry -dijo al auricular-. He de preparar una reunión que tengo mañana por la mañana. Recuerdos a Dorie.

– ¿Tienes un despacho? -preguntó Georgie cuando él colgó.

Bram entrelazó las manos en la nuca.

– Pertenecía al anterior propietario, pero todavía no he encontrado el momento de convertirlo en un fumadero de opio.

Georgie vio algo que parecía un ejemplar del Directorio Creativo de Hollywood cerca del teléfono, pero cuando quiso examinarlo más de cerca, Bram lo cerró de golpe.

– ¿Qué es eso de que tienes una reunión? Tú no tienes reuniones. Ni siquiera tienes mañanas.

– Tú eres mi reunión. -Señaló el teléfono con un gesto de la cabeza-. La prensa ha descubierto que no estamos en Las Vegas y la casa está sitiada. Esta semana tendremos que instalar verjas en la entrada. Te dejaré pagarlas.

– ¡Qué amable!

– Eres tú la que tiene la pasta.

– Descuéntalas de los cincuenta mil mensuales que te pago. -Georgie dirigió la vista al letrero de Don Cheadle-. Tenemos que hacer planes. Mañana a primera hora deberíamos…

– Estoy en mi luna de miel. Nada de charlas de negocios.

– Tenemos que hablar. Hay que decidir…

– ¡Georgie! ¿Estás ahí?

A ella se le cayó el corazón a los pies. Una parte de su mente se preguntó cómo la había encontrado tan deprisa. La otra parte se sorprendía de que hubiera tardado tanto.

Unos zapatos crujieron en el sendero de grava que conducía a la casa de invitados y, entonces, apareció su padre. Iba vestido, como siempre, de un modo conservador, con camisa blanca, pantalones gris claro y mocasines con borla. A los cincuenta y dos años, Paul York estaba delgado y en forma, usaba gafas sin montura y su pelo ondulado y prematuramente entrecano hacía que lo confundieran con Richard Gere.

Entró en el despacho y permaneció en silencio, estudiando a Georgie. Salvo por el color de los ojos, no se parecían en nada. Georgie había heredado la cara redonda y la boca grande de su madre.

– ¿Qué has hecho, Georgie? -preguntó él con su habitual calina indiferente.

Y así, sin más, Georgie volvió a tener ocho años, y aquellos fríos ojos verdes de siempre la estaban juzgando por permitir que un caro cachorro de bulldog se escapara durante la filmación de un anuncio de comida para perros o por derramar un zumo en su vestido antes de una audición. Ojalá fuera uno de esos padres con arrugas, sobrepeso y mejillas rasposas, no supiera nada del mundo del espectáculo y sólo se preocupara de su felicidad. Georgie recuperó la compostura.

– Hola, papá.

Él juntó las manos a la espalda y esperó a que ella se explicara.

– ¡Sorpresa! -exclamó Georgie con una sonrisa falsa-. Claro que, en el fondo, no es una sorpresa de verdad. Quiero decir que… Tú sabías que estábamos saliendo, ¿no? Todo el mundo vio las fotos del Ivy. Estoy de acuerdo en que parece precipitado, pero prácticamente crecimos juntos y… Cuando está bien, está bien. Está bien, ¿no, Bram? ¿A que está bien?

Pero su marido estaba disfrutando de su nerviosismo y no pensaba darle su apoyo.

Su padre evitó mirar a Bram de forma deliberada.

– ¿Estás embarazada? -preguntó con su fría voz.

– ¡No! ¡Claro que no! Lo nuestro es… -intentó no atragantarse- un matrimonio por amor.

– Vosotros os odiáis.

Bram por fin se levantó de la silla y se colocó al lado de Georgie.

– Eso es agua pasada, Paul. -Rodeó la cintura de su esposa con un brazo-. Ahora somos personas diferentes.

Paul siguió ignorándolo.

– ¿Tienes idea de cuántos reporteros hay frente a la casa? Mientras entraba, han atacado mi coche.

Georgie se preguntó cómo la había encontrado su padre en aquella parte de la casa, pero entonces pensó que él no permitiría que un pequeño detalle como que nadie respondiera al timbre lo detuviera. Se lo imaginó atravesando los arbustos sin que un solo pelo de su cabeza se despeinara. A diferencia de ella, Paul York nunca se alteraba ni se sentía confuso. Y tampoco perdía nunca de vista sus objetivos, por eso le costaba tanto entender que ella insistiera en tomarse seis meses de vacaciones.

– Tienes que asumir el control de toda esta publicidad inmediatamente -declaró su padre.

– Precisamente Bram y yo estábamos decidiendo nuestro siguiente paso.

Por fin, Paul volvió su atención hacia su indeseado yerno. Habían sido enemigos desde el principio. Bram odiaba las interferencias de Paul en el plató, sobre todo su forma de asegurarse de que Georgie nunca dejara de encabezar el reparto. Y Paul lo odiaba todo de Bram.

– No sé cómo has convencido a Georgie de que participe en esta farsa, pero sé el porqué. Quieres volver a aprovecharte de sus éxitos, como solías hacer en el pasado. Quieres utilizarla para revivir tu patética carrera.

Su padre no sabía lo del dinero que ella pagaría, así que, extrañamente, no había dado en el blanco.

– No digas eso. -Al menos tenía que fingir que defendía a Bram-. Por esta razón no te he telefoneado. Sabía que te enfadarías.

– ¿Enfadado yo? -Su padre nunca levantaba la voz, lo que hizo que su enfado todavía le resultara más doloroso a Georgie-. ¿Intentas arruinar tu vida deliberadamente?

No, estaba intentando salvarla.

Paul se balanceó de atrás a delante, como solía hacer cuando ella era una niña y no lograba memorizar sus diálogos.

– Y pensar que creía que lo peor ya había pasado.

Georgie sabía a qué se refería su padre. Él adoraba a Lance y se puso furioso cuando se separaron. A veces, deseaba que él le hubiera dicho lo que realmente sentía, o sea que debería haber sido lo bastante mujer para retener a su marido.

Paul sacudió la cabeza.

– Creo que nunca me habías decepcionado tanto como ahora.

Sus palabras la hirieron en lo más hondo, pero se estaba esforzando en ser ella misma, así que esbozó otra sonrisa radiante.

– Pues piensa que sólo tengo treinta y un años. Tengo un montón de años por delante para mejorar mi récord.

– Ya está bien, Georgie -declaró Bram casi con amabilidad, y apartó el brazo de su cintura-. Paul, te lo diré sin rodeos: ahora Georgie es mi esposa y ésta es mi casa, así que compórtate o te prohibiré visitarnos.

Georgie contuvo el aliento.

– ¿Ah, sí?

Paul apretó los labios.

– Pues sí.

Bram se dirigió a las puertas vidrieras, pero antes de llegar se dio la vuelta, interpretando una salida falsa con tanta perfección como lo había hecho en cientos de episodios de Skip y Scooter. Incluso utilizó el mismo inicio de diálogo.

– ¡Ah, y una cosa más…! -Dejó a un lado el guión con una sonrisa perversa-. Quiero ver las declaraciones de la renta de Georgie de los últimos cinco años. Y sus estados financieros.

Ella no pudo creérselo. «El muy…» Avanzó un paso hacia Bram y su padre enrojeció de indignación.

– ¿Acaso estás sugiriendo que he administrado mal el dinero de Georgie?

– No lo sé. ¿Lo has hecho?

Bram había ido demasiado lejos. Puede que le molestara la forma en que su padre intentaba controlarla y, sin lugar a dudas, cuestionaba su criterio a la hora de elegir sus últimos papeles, pero él era el único hombre del mundo en el que ella confiaba plenamente en lo relativo al dinero. Cualquier niño-actor se sentiría afortunado con un padre tan escrupulosamente honesto cuidando de su dinero.

La apariencia de su padre se volvió más y más calmada, lo que nunca constituía una buena señal.

– Ahora llegamos a la verdadera razón de este matrimonio: el dinero de Georgie.

Su yerno torció la boca con insolencia.

– Primero dices que me he casado con ella para avanzar en mi carrera… Ahora, que lo he hecho por su dinero… La verdad, tío, es que me he casado con ella por el sexo.

Georgie se acercó a ellos.

– Muy bien, ya me he divertido bastante por hoy. Te llamaré mañana, papá. Te lo prometo.

– ¿Eso es todo? ¿No vas a decir nada más?

– Si me concedes un par de minutos, probablemente se me ocurrirá una buena frase lapidaria, pero de momento me temo que es lo mejor que tengo.

– Te acompañaré a la puerta -declaró Bram.

– No es necesario. -El padre de Georgie llegó a la puerta en un par de zancadas-. Saldré por donde he venido.

– Papá, no, de verdad… Deja que yo…

Pero él ya se estaba alejando por el sendero de grava. Georgie se dejó caer en un sofá blando y marrón, justo debajo de Humphrey Bogart.

– Ha sido divertido -comentó Bram.

Ella apretó los puños en su regazo.

– No puedo creer que cuestionaras su honestidad de esa manera. Tú, el auténtico rey de la mala administración financiera. La forma en que mi padre maneja mi dinero es asunto mío, no tuyo.

– Si no tiene nada que ocultar, no le importará enseñarme los libros.

Ella se levantó de golpe.

– ¡Pues a mí sí que me importa! Mi situación financiera es confidencial y lo primero que haré mañana por la mañana será llamar a mi abogado para que continúe siéndolo.

También mantendría una conversación privada con su contable para ocultarle a su padre los cincuenta mil dólares mensuales que le pagaría a Bram. «Gastos domésticos» o «gastos de seguridad» sonaba mucho mejor que «gastos de soborno».

– Relájate -dijo Bram-. ¿De verdad crees que sé interpretar un estado financiero?

– Lo has provocado deliberadamente.

– ¿No te has divertido al menos un poco? Ahora tu padre sabe que no puede mangonearme como hace contigo.

– Yo dirijo mi propia vida. -Al menos eso intentaba.

Georgie esperaba que él rebatiera su afirmación, pero Bram simplemente apagó la lámpara del escritorio y la empujó hacia la puerta.

– Hora de acostarse. Apuesto a que te gustaría un masaje en la espalda.

– Apuesto a que no. -Georgie salió del despacho y él cerró las puertas tras ellos-. ¿Por qué sigues insistiendo? Ni siquiera te gusto.

– Porque soy un tío y tú estás disponible.

Georgie dejó que su silencio hablara por sí mismo.

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