Alethea estaba encerrada en la biblioteca de su hermano, Robin Claridge, el Conde de Wrexham, cuando el ayudante del lacayo apareció evidentemente agitado para informarle que un extraño estaba en la puerta.
– ¿Un extraño? -dejó a un lado la pluma.
– Un caballero que afirma tener una antigua amistad contigo-, agregó con un aire misterioso.
Alethea se sentó estática en su silla. Ya se había soltado el cabello, lavado los dientes, usado el baño y bebido su vaso de jerez de la noche. No pudo recordar a nadie que viniera a visitarla a esta hora, aunque se necesitaba poca imaginación para dilucidar quién era su visita.
Se levantó, súbitamente llena de valor. Gabriel podría haber disfrutado de sus entretenimientos de medianoche en Londres, donde los señoritos rehusaban ir a casa hasta la mañana. Pero en el campo se disfrutaba de noches tranquilas con alguna fiesta ocasional. Por supuesto que a veces deseaba actividades más animadas, pero la fiesta de máscaras anual pronto se llevaría a cabo, antes que el frío del otoño los mantuviera a todos cerca del fuego por las noches.
Mojigata. Solterona. En eso se estaba convirtiendo, en una de esas damas que inspiraban lástima, de las cuales ella y sus amigas solían reírse en secreto, no hacía mucho tiempo. Gabriel debía encontrarla aburrida comparada con sus pajaritas londinenses, y tenía que admitir que él vigorizaba el ambiente y que… esperaba que fuese él. Se rió suavemente de sí misma con el pensamiento. No podía creer que estuviera ansiosa de regañarlo por venir tan tarde en la noche. No se pudo acordar cuando había sido la última vez que había esperado con ansias algo.
De todas maneras no era Gabriel el que estaba esperándola en el vestíbulo. Y cuando la visita se volvió, no sólo sintió una gran decepción, sino un pánico rotundo y un deseo de salir corriendo a buscar las pistolas de su hermano.
Un fantasma. El fantasma de Jeremy.
Pero entonces él levantó la cara hacia la luz. La ilusión se esfumó y se dio cuenta, con un escalofrío de alivio, que se trataba del hermano mayor de Jeremy, El Mayor Lord Guy Hazlett. Adusto, tenía un aspecto más demacrado que su hermano fallecido. No había intercambiado más de tres palabras con él en el funeral. Sin embargo sintió que la examinaba con una intensidad desconcertante, como también lo estaba haciendo ahora.
Había esperado no verlo nunca más. Junto con su familia, tenían una gran finca en el cercano Ashwell. ¿Qué lo traería? ¿Qué querría? ¿El anillo de compromiso que su hermano le había dado?
Lo había arrojado por el puente para los dos amantes que habían muerto allí. No tenía nada más de valor que le pudiese dar al hombre que podría haber sido su cuñado.
Se encontró con su mirada. Los mismos ojos verdes de Jeremy, los mismos rasgos cincelados y la manera arrogante. Guy no se había dignado a visitar Helbourne durante años. Consideraba la aldea por debajo de él.
¿Qué quería?
Se adelantó de prisa y la abrazó cálidamente.
– Perdóname por molestar a esta hora, Alethea. Tenía negocios personales por esta área, y le prometí a mi esposa que averiguaría como te encontrabas. Ésta ha sido una época difícil para nosotros, ahora que Jeremy se fue.
Él dejó caer la cabeza en un momento de silencio solemne. Su corto discurso debería haberla aliviado. Tenía sentido, cuando recordó las miradas de simpatía que su esposa Mary le había dado durante el funeral de Jeremy. El hecho de que Jeremy hubiese resultado ser un monstruo, no significaba que su hermano compartiese su inclinación hacia la crueldad.
– Estoy bien, milord.
Y sin embargo mientras estaba parada delante de él, con su pesada bata roja oscura, se sintió inexplicablemente expuesta e incómoda. Asumió que su incomodidad derivaba de lo mucho que se parecían físicamente los hermanos.
Su voz melosa hizo que una chispa desagradable le bajara por la columna. -Mary quería saber si te encontrabas indispuesta por una buena razón. Deseamos ofrecerte nuestro apoyo.
– ¿Cómo está tu esposa? -preguntó pensando en la agradable aunque feúcha heredera que adoraba abiertamente a Guy.
– Está esperando otro niño. La matrona nos advirtió que es una niña otra vez. – Sus ojos pálidos la recorrieron, calculadores, inquietantes-. ¿Puedo hablar francamente?
Ella vaciló. ¿Por qué no le había pedido al lacayo que se quedara? ¿Porque había esperado que la visita fuese otro hombre?
– Hay criados que podrían escuchar. Si se trata de algo personal, tal vez deberíamos esperar hasta que mi hermano y mi primo vuelvan. No creo adecuado que…
– Vamos afuera -la persuadió-. Caminemos por el jardín. El aire del campo es seguro para compartir confidencias.
No era seguro para otros propósitos. Su corazón se sacudió contra las costillas. En su mente vio a Jeremy forzándola en la oscuridad, cubriéndole la boca con su mano.
– Es muy tarde para caminar…
– Alethea -dijo delicadamente-. Sé lo que pasó entre tú y mi hermano.
Sintió una sacudida de alarma en su cabeza.
– ¿Qué dijiste?
– Sé que fuiste su amante la noche antes de irse.
Su amante. Una versión retorcida de la verdad. Para nada un acto de amor.
Su mal humor se disparó.
– ¿Eso fue lo que dijo?
La tomó suavemente por los codos.
– Si has tenido un niño en secreto, Mary y yo hemos discutido cómo ayudarte mejor.
– Por favor, no me toques, milord. Es la última vez que te lo pediré. Y para satisfacer tu curiosidad, no hay ningún niño secreto.
Le soltó los brazos. Ella retrocedió.
– Te retiraste al campo hace más de un año. Había pensado que si la pena había… no importa. Lo que importa es que necesitas un protector, Alethea. -Sin embargo, la manera que empezó a rodearla, no la hizo sentir segura-. Una mujer en tu posición… adolorida, vulnerable. Es una invitación a ciertas realidades feas del mundo.
¿Cuánto sabía, realmente? ¿Estaba sacando conjeturas? ¿O Jeremy se había confesado para limpiar su consciencia? Guy debería haber pensado que era extraño que no hubiese llorado en el funeral de su hermano.
– Me hubiese gustado que me hubieras pedido ayuda, Alethea. -Hizo una pausa-. Si mi hermano se hubiese casado contigo, nos habríamos acercado, estoy seguro. Hubieses confiado en mí. Confía en mí.
– Te dije la verdad.
Pero no dijo que esperaba no verlo nunca más, ni a ningún otro miembro de la familia de Jeremy. La incertidumbre acerca de una concepción, había pasado hacía mucho tiempo. Su flujo había llegado después de una semana con los nervios de punta, después de su pesadilla. Habría encontrado la fuerza para soportar esa cruz si se la hubiesen puesto sobre los hombros. Ahora sólo tenía que conformarse con su estado arruinado y lo que eso implicaba. Tenía muy poca paciencia para sufrir por su virtud robada. La habían humillado, pero todavía tenía a su hermano y a su primo para que la cuidaran, sus amigos en la aldea.
– Lord Hazlett -dijo resueltamente-, ¿hay algo más que desees de mí? ¿El anillo de compromiso de tu hermano? Lamento decirte que lo perdí el día que me enteré de su muerte.
– No, querida. Además puedo comprarte otro. ¿Es eso lo que deseas? ¿Deseas joyas? ¿Vestidos bonitos?
Se forzó para mirarlo todo el tiempo a la cara. -No tengo nada de valor para darte a cambio, excepto asesoramiento sobre modales, que sospecho no tomarías en cuenta.
– Estás equivocada, Alethea.
Tomó su preocupación con reticencia cínica. Los ojos verdes parecían ofrecerle solo simpatía; sus instintos no confiaban en él. Pero ahora estaba más enojada que asustada. No sufriría más una violación.
– Me temo que no me entiendes -dijo él-. No poseo, digamos, el mal humor y la tendencia a la agresión de mi hermano.
Así que él sabía.
– Tu compostura es admirable -agregó-. No sé si podría perdonar si estuviese en tu lugar.
– Tal vez no hay nada que perdonar.
Sonrió conocedor.
– Otra mujer hubiese tenido un ataque de histeria. El tonto de mi hermano temía que le dijeras a media Inglaterra lo que te había hecho.
La boca se le puso tensa por la repulsión.
– Bien, dejemos al muerto descansar en paz. No tengo ninguna confesión que hacer.
– Pero soy digno de tu confidencia. Mantendré tu secreto. Y si me lo permites, haré tu vida mejor de lo que hubiese sido de otra manera. Sé el pequeño cerdo que era mi hermano. Malcriado, tomando todo lo que deseaba.
Tragó tensamente. No tenía que entrar en pánico. Si gritaba, los criados la escucharían.
– Mi preocupación primaria, es tu futuro, Alethea.
– Es mi preocupación, no la tuya.
– Esas son las opciones para una mujer caída, como tú.
Sintió que el estómago se le revolvía. Sin embargo se las arregló para decir: -Si me caí, ya estoy de pie.
– Entre tú y yo, no veo vergüenza en la pasión. Jeremy juró que lo alentaste, que lo buscaste para darle placer la noche antes de irse.
– ¿Lo hizo? -preguntó en voz baja, pues “placer” era la última palabra que describiría su experiencia.
– Si fue así, fue un regalo generoso, uno que…
– Yo digo que hubo vergüenza.
Se encogió de hombros, acercándose lentamente otra vez.
– Entonces ese mal recuerdo debe ser suplantado por una experiencia más deseable. Tal vez por el mismo deseo.
– ¿Es esta una proposición en nombre de tu hermano o de ti mismo? -preguntó disgustada.
– No estás disponible, Alethea, apartada en este lugar. Hay arreglos para mujeres como tú, que ya no caben en el mundo bien educado.
– Sé lo que soy, y lo que esos arreglos son -dijo con la voz temblando de rabia.
– Entonces sabrás lo que te estoy ofreciendo, y por qué es una solución sensata para una bella mujer joven como tú, que no fue hecha para ser una institutriz.