El viernes en la mañana, durante un aguacero, llegaron dos mensajes separados para Alethea. Uno había sido enviado por su hermano donde le explicaba que se había visto obligado a quedarse debido al mal tiempo y que probablemente estaría de vuelta el sábado por la mañana. No preocuparía a Alethea cabalgando en la tormenta.
El otro venía de Gabriel que le comunicaba que lo esperara para comer, con tormenta o con cielo despejado, y por favor, ¿podría perdonarlo si no estaba muy presentable? Llegaría directamente a su casa y no tendría tiempo de ir a cambiarse.
Alethea sacó de quicio a su pobre cocinera.
– ¿Qué piensa señora Hooper? ¿Es Sir Gabriel un epicúreo o no?
La criada de rostro rubicundo frunció el entrecejo con esta pregunta.
– Bueno, eso es difícil de contestar. Nació en Inglaterra, ¿verdad? Y perteneció a la caballería. Así que yo creo…
Alethea contuvo una gran sonrisa.
– ¿Opina que no es un comensal sofisticado?
– No tengo que hacer sopa de tortuga, ¿verdad? No soy muy afecta a los platos extranjeros.
– Santo cielo, no. Estaba pensando en un sabroso corte de carne y uno de tus deliciosos pudines de ciruelas.
La señora Hooper asintió de acuerdo.
– Una comida inglesa abundante. Establezco mi límite de tolerancia al servir caracoles en mi mesa. El Señor Gabriel parece ser un joven hombre saludable que no creo que aprecie gusanos como comida.
– Tampoco me podría imaginar que el Señor Gabriel coma caracoles.
– Bueno, los soldados tienes que arreglárselas bajo circunstancias duras. Confía en mí, milady, organizó una mesa apropiada.
– Tus talentos culinarios no están en duda -dijo Alethea-. Sólo si nuestro invitado de honor estará aquí para apreciarlos.
Gabriel había realizado el viaje en un tiempo considerable desde Londres, decidido a que el mal tiempo no lo disuadiera. Había salido el viernes antes que saliera el sol y llegó a Helbourne Hall con apenas una hora para bañarse y cambiarse con su ropa de vestir. Con suerte estaría presentable para la cena. Afortunadamente era una cabalgata corta a la casa de Alethea, la lluvia había parado y no se iba a avergonzar de sí mismo llegando tarde.
Pero le tomó una frustrante media hora, que no había anticipado, atravesar el largo camino entre los bosques. Deseó, demasiado tarde, haberse dado el tiempo para reparar el puente. Mientras iba a paso lento, por el punto fatal del cruce, se imaginó haber oído los espíritus inquietos de la jovencita y de su asesino que habían muerto ahí hacía un siglo.
– Tonto -se dijo. ¿Cuándo había empezado a creer en fantasmas? ¿Cuándo, siquiera, había dedicado un solo pensamiento a los amantes con mala estrella? ¿O al amor, en todo caso?
Alethea se apresuró por pasillo, abrió la puerta del frente y salió a los peldaños mojados con la lluvia. El pequeño parque que rodeaba la finca brillaba a la luz de la luna como si lo hubiesen salpicado de brillantes. Respiró la humedad con un estremecimiento de placer. Algo mágico destellaba en el aire. Pensó que podría ser la esperanza.
– Te arruinarás el pelo, milady, y el vestido -la advirtió el ama de llaves-. Ninguna persona en su sano juicio vendrá a cenar con este tiempo. Una vergüenza, toda esa excelente comida se perderá.
Alethea no le prestaba la más mínima atención. Estaba mirando con deleite al jinete vestido de oscuro que acababa de salir del bosque. Gabriel, más guapo de lo que podía soportar, estaba aquí.
Había mantenido su palabra. Bajó corriendo los escalones para recibirlo, llevando la mano a su boca cuando vio manchas de barro en las botas hessians y en la capa de vestir forrada en seda.
Con una gran sonrisa, desmontó frente a ella. Uno de los mozos de cuadra corrió a tomar el caballo de Gabriel.
– Alguien tiene que reparar ese puente -dijo él-. Tendré una seria conversación con el dueño de la propiedad.
– Oh, Dios -dijo con simpatía bajando la mano-. Has arruinado tu ropa elegante.
– También tú te estás mojando. -Aunque obviamente ella se vería elegante con cualquier cosa que usara. O con nada. Especialmente con nada. La respiración se le detuvo al pensar en la lluvia deslizándose sobre su cuerpo desnudo, en ser invitado a abrigarla con sus manos. Su boca. Supuso que no podía besarla acá afuera sin arriesgar ser vistos.
– ¿Gabriel?
Se aclaró la garganta.
– ¿Sí?
– ¿Hay alguna razón para que estemos parados aquí? -preguntó con una sonrisa fugaz que daba a entender que adivinaba lo que estaba pensando. No. No era probable. Alethea era tan pura de corazón, uno de esos seres inocentes que siempre daban el beneficio de la duda a hombres como él que no lo merecía.
– ¿Estamos esperando a tu hermano? -preguntó mirando más allá de ella a la casa.
Ella sonrió.
– Mi hermano no podrá reunirse con nosotros, desafortunadamente. Mandó sus disculpas. Y te recuerda.
Gabriel escondió una mueca. Podía imaginar que lo que Lord Wrexham recordaba de él no era halagador… todas las peleas en la escuela, las travesuras. Mientras el conde más reflexionara acerca de esos días, desafortunadamente, menos alentaría a Alethea a invitar la compañía de Gabriel.
Ella se mordió el labio, como si estuviese tentada de reírse.
– Pasa. Vickers, el ayuda de cámara de mi hermano, está en casa. -Giró, y lo tomó de la mano-. Él te quitará el barro. Está acostumbrado. Y si te vas a quedar…
Ella se detuvo, soltándole la mano de repente.
– Creciste en el campo. Espero que no te esté diciendo algo que no sepas.
Él sonrió.
– No importa. Probablemente me he olvidado de lo que sabía. Mi vida era…
– ¿…desagradable? Eso recuerdo. Pero las cosas son diferentes ahora.
Él pasó los dedos enguantados a través de su mejilla.
– Te estás empapando.
– No me importa la lluvia -dijo con una voz tan suave como el humo.
– Tampoco a mí. -Trazó con el dedo un húmedo surco de gotas de lluvia desde su cuello al hombro-. Podemos cenar aquí afuera si quieres. Todo lo que echaremos de menos será la luz las velas.
– Oh, Gabriel. -Ella sacudió la cabeza como si recuperara los sentidos-. Para ser soldado, creo que tienes un poco de poeta en tu alma.
– Estás bromeando.
– ¿Nunca puedes aceptar un cumplido?
– No sé. Podría, cuando me merezca uno.
– Vamos. Oigo un carruaje que viene por el camino.
– ¿Realmente invitaste a otra gente?
Se quedó mirándolo asombrada.
– ¿Creíste que eras el único que venía a cenar?
Una sonrisa le cruzó su dura cara bronceada por el sol.
– No me hubiese importado.