CAPÍTULO 24

Cuando Jeremy Hazlett la había violado, Alethea no se había dado cuenta de que era la inocencia de su corazón lo que él había quebrado, no su habilidad para amar, ni la capacidad de su cuerpo para conocer el placer sexual. El apetito carnal que Gabriel había avivado, y procedido a satisfacer, la había avergonzado tanto como excitado. Estaba convencida de que ningún otro hombre podría haber despertado su pasión.

Considerando el mismo acto, o más bien su parodia violenta, sólo le había ocasionado repulsión antes y ahora sentía sus deseos naturales volver con una intensidad que no podía atenuar. En su corazón, él era su primer amante, su único amor. Y para un hombre que era innegablemente bien versado en el pecado, siempre había habido un coraje en él que equilibraba sus aspectos más oscuros. Ella saboreó cada sensación, placentera e incómoda, que él invocó, hasta que al final, se entregó a él completamente.

Él aventajó su vergüenza pasada, obligándola no sólo a someterse, sino a reconocer su deseo. Viril. La hizo sentir viva y fuerte, sin miedo de revelar lo que anhelaba. Él exigió. Ella se rindió, apenas consciente del instante en que su gran cuerpo dejó de moverse. Ella simplemente supo… en su propia explosión inesperada de placer, su liberación… que el estremecimiento de sus hombros, el profundo calor de su semilla dentro de ella, significaba que él había encontrado la culminación.

Y si incluso por un momento ella temió que este acto había estado motivado sólo por el deseo, él no perdió el tiempo reconfortándola de otra manera.

– Eres la mujer más deseable, la única mujer que alguna vez he deseado verdaderamente -le dijo mientras levantaba la cabeza.

– ¿Yo? -Alethea susurró, pasando su dedo hacia abajo del profundo pliegue en su mejilla.

– Recuerdo la primera vez que tocaste mi cara.

– Eres considerablemente más atractivo ahora.

Él tiró de uno de sus oscuros rizos que habían caído a través de su pecho. -Tú lo eres.

– Yo creo…

– Mis primos de Londres querrán conocerte.

– ¿Tus primos?

– Mi familia. Los otros Boscastles. Los chicos.

Ella hizo un intento poco entusiasta para incorporarse, sus pensamientos repentinamente moviéndose de la perturbadora desnudez de ellos a las implicaciones de conocer a sus infames parientes masculinos, no como su vecina, no como una debutante, sino como su amante.

– Nos acusarán de impulsivos.

Él levantó las cejas. Era impetuoso, seguro de sí mismo, dispuesto a llevarse el mundo por delante para impresionarla.

– Siete años no son exactamente lo que se puede llamar un acto de impulsividad.

Ella lo consideró con entusiasmo.

– No es como si hubiéramos tenido un cortejo todo ese tiempo.

Él sonrió abiertamente.

– Sí lo tuvimos.

Su jovialidad era contagiosa, y todavía el secreto que estaba en medio de ellos ensombrecía su corazón. Él no había sabido, no había adivinado. ¿Cambiaría cómo se sentía él? Ella no podía soportar echar a perder esta mágica intimidad, pero la intimidad no podría sobrevivir sin confianza, y la confianza se forjaba con la verdad.

Ella tenía que confesarlo. Pero ¿cómo, cuándo? ¿Él la vería diferente, todavía la desearía como ahora? Ella miró hacia arriba a su oscuro rostro sardónico.

– Siete años -él dijo otra vez.

– ¡No tuvimos contacto!-Ella exclamó.

– Sí, Alethea. Lo tuvimos.

Ella sabía que tenía la razón porque lo habría recordado. Lo había visto sólo una vez desde sus tempranos años… en Londres, coqueteando en el parque… aunque él no la había visto. Si ella habría estado tentada de saludarlo con las manos, su batallón de señoritas admiradoras la habrían más que desalentado. Ella, sin embargo, frecuentemente escudriñaba los periódicos de las noticias para enterarse de sus actividades, hasta que se había vuelto dolorosamente obvio que él había cumplido con la profecía de sus padres de una vida decadente.

– No recuerdo de que tú alguna vez me escribieras o que hicieras algún esfuerzo para verme -dijo ella, frunciéndole el ceño.

– Le preguntaba a Jeremy sobre ti cada vez que lo veía.

Ella apartó la mirada.

– Él nunca lo dijo.

Él besó su hombro desnudo.

– Quizás tenía la intención de protegerte del flagelo del pueblo. Y si no te veía, tú estabas tan a menudo en mis pensamientos que era como si nosotros aún tuviésemos contacto -hizo una pausa, su voz seductora-. ¿Nunca pensabas en mí?

– Por supuesto que pensaba en ti -le dijo sin titubear.

– Yo soñaba contigo, también.

Ella volteó la cabeza, sonriendo tristemente.

– Podría habérsete ocurrido decírmelo alguna vez en todos esos años.

Él se agachó para recoger sus desparramadas prendas de vestir.

– Estabas comprometida en matrimonio con otro hombre. ¿Aún tengo eso contra mí?

– No.

Ella le guardaba rencor a ese otro hombre, y sólo deseaba que Gabriel hubiera sido lo suficientemente deshonroso para desafiar su reclamo. ¿Pero cómo podría él haberlo sabido? Incluso ahora él asumía lo que ella había dejado al resto del mundo creer. Que había amado a su prometido, ese Jeremy que no sólo había muerto como un héroe sino que había vivido como uno. Nadie quería pensar que un caballero refinado, un hombre con modales prístinos y ascendencias impecables, deshonraría a la mujer que afirmaba adorar.

Pero esta noche ella había necesitado a Gabriel, para sostenerla, para exorcizar el recuerdo de su deshonra. Era como si escogiéndolo, ella hubiera desafiado al fantasma del hombre que había prometido protegerla.

Si sólo se atreviera a ser honesta con él acerca de lo que sucedió.

Se vistieron lentamente, deteniéndose para compartir besos, para ayudarse el uno al otro. Alethea debería estar llorado de arrepentimiento, planificando su penitencia. En lugar de eso, esto era todo lo que ella podía hacer para no pedirle que se quedara. ¿Comprometería él su corazón con ella? No había garantías de que él no hubiera hablado en el calor de la pasión, no tenía ninguna seguridad de que por la mañana él no se arrepentiría. Pero al menos por ahora ella se sentía esperanzada, y malvadamente feliz.

Ella había confiado en Gabriel con su cuerpo. Y sería honesta. Seguramente él había oído historias más desagradables de sus mujeres de cuestionable reputación. Si sólo él no la hubiera puesto sobre un pedestal por su virtud.

Su voz ronca la distrajo. Estaba parado, levantándola con él. Su corazón se agazapó de su descarada sonrisa.

– Olvidé algo. -Sacó un valioso sobre de vitela del bolsillo de su abrigo de noche-. Tuve la intención de entregarte esto cuando te vi más temprano esta noche. Es una invitación.

– ¿Para mí? -Le preguntó sorprendida-. ¿De quién es? -había rechazado cada invitación social que había recibido en el pasado año hasta que habían dejado de llegar-. ¿Vas a dármelo?

– Sólo si me prometes que vendrás conmigo.

– ¿Ir contigo a dónde, demonio? -trató de alcanzar la misiva sellada, sólo para encontrarse atrapada en contra de su duro pecho.

Sus ojos oscuros la tentaron, calurosamente seductores.

– Es sólo una invitación para la fiesta anual de cumpleaños de mi primo Grayson en Mayfair. Y si no te dejo ir ahora mismo, todavía estaré aquí para el día de la fiesta.

Ella sonrió mirando hacia arriba a su rostro ensombrecido. Todavía podía sentirlo en su interior, el placer de su posesión.

– En Londres -le dijo, entregándole la invitación a ella-, en la fiesta, te presentaré.

– Confío en que no te importará si llevo a mi prima o a mi hermano como carabina.

Él se inclinó para besarla.

– Aunque lleves al pueblo entero de Helbourne, no serás alejada de mí otra vez.

Por la mente de Gabriel se cruzó por sólo una fracción de segundo que no había encontrado la barrera de su himen durante su encuentro sexual. No es que él sea devoto de seducir vírgenes o gritara aleluyas por la pérdida de virtud de una amante. Los placeres sexuales estaban envueltos en mitos y misterios. Él entendía instintivamente cuándo complacía a una mujer sin haberse dedicado a un estudio del tema.

Se decía que las señoritas podrían dañarse ciertos delicados tejidos durante el transcurso de una vigorosa cabalgata. Ciertamente Alethea era una ferviente amazona. Y por todo lo que él sabía, había causado su incomodidad, y ella se había refrenado de expresárselo. Quería pensar que ella había quedado tan devastada por la pasión que cualquier daño que él había infligido pasó inmediatamente al olvido.

Él, por otra parte, nunca lo olvidaría ni sería igual luego. Y no podría esperar para ver la reacción de sus primos en Londres cuando les dijera que se había enamorado de Alethea Claridge y que… sí, él sabía que ella no se habría entregado a ningún hombre de otra manera… ella lo amaba, también.

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