¿Una simple carne asada con patatas untadas con mantequilla y… manjar blanco? ¿Pierna de carnero y repollo picado con compota de frutas? Alethea había revisado el menú para la cena del viernes por la noche, más de una docena de veces. Había escuchado a la señora Bryant, que había escuchado de la señora Minivert, que Gabriel había ido a Londres unos días por un negocio no especificado. Y cuando el jueves por la mañana el cielo azul de septiembre y las nubes de tormenta se acumularon sobre las colinas, trató de no tomarlo como una profecía o de no preocuparse porque él no había vuelto. O preguntarse si al final volvería.
Entró las vacas, y a pesar de las protestas de Wilkins, el cuidador del parque de su hermano, ayudó a reparar el gallinero y el palomar. También se aseguró que Wilkins pusiese otro cartel en el puente a Helbourne Hall… una buena lluvia arrasaría con el riachuelo, el camino local, y todo lo demás, vivo o no, que estuviese a su paso. La actividad física le calmaba los nervios. Una dama de campo no se podía quedar sentada.
El jueves por la tarde la tormenta llegó desde la costa. Alethea apenas tuvo tiempo para su cabalgata después del té, que incluyó una pasada por Helbourne Hall, y no, no estaba comprobando si Gabriel había vuelto. Pasaba todas las mañanas por su casa como parte de su ejercicio diario.
Pero se puso a llover intensamente, justo cuando iba galopando por el camino de la entrada a casa. Al anochecer los campos de Gabriel yermos y baldíos estarían cubiertos de lodo. Aunque dudaba que le importara.
Hubo una vez que ella creyó en cuentos de hadas. Había confiado en el príncipe guapo que sus padres le habían escogido, que le había robado no sólo la virtud, sino también los finales felices.
Por lo tanto no tenía sentido que esperase domesticar a un hombre que nunca había pretendido ser virtuoso con ella. Y sin embargo eso esperaba.
Cuando llegó a casa, estaba empapada hasta el forro de su capa. Tiritando, pero determinada a mantener su buen ánimo, le ordenó a los criados que llevaran al comedor, dos candelabros góticos, que medían más de siete pies de altura. Compró un canasto de flores a las gitanas que vinieron a su puerta, a pesar que la señora Sudley la reprendió delicadamente por la extravagancia y murmuró que se las habían robado del propio jardín de Alethea.
Y si no volvía el viernes, Alethea sabría que era una causa perdida para siempre.
Lo había hecho lo mejor que podía. Incluso había invitado a un puñado de vecinos comunes a comer para que conocieran a Gabriel y después compartieran un amistoso juego de cartas.
Si Gabriel escogía declinar su invitación sólo reflejaría sus malas maneras y probaría lo que cada uno en Helbourne pensaba en privado de él.
Cada uno desafortunadamente, excepto ella. No sabía por qué trataba de probarle al resto de la parroquia que estaban equivocados.