Gabriel se despertó una hora después, sus piernas enredadas en las sábanas que llevaban el anagrama del anterior dueño de Helbourne. Durante unos largos momentos de incomparable dicha no se movió. Observó con solemne contemplación la espalda de Alethea mientras ella dormía.
En sus encuentros anteriores este podía haber sido el momento en que él se habría subrepticiamente vestido y escabullido de la habitación. Ahora no sentía ningún deseo de escapar sino sólo una conmovedora gratitud por que ella no lo había abandonado.
– Y no te dejaré marchar -dijo en voz baja.
– Sí, lo hará -una colérica voz dijo desde la puerta.
Se incorporó, alcanzando lentamente la pistola a los pies de la cama. Pero cuando reconoció a la figura que caminaba a través del umbral bajó su brazo y lo colocó alrededor de los hombros de Alethea. Ella no se despertó. Él se movió con cuidado contra el cabecero, su cuerpo orientado para protegerla.
– La advertí sobre usted -el intruso dijo. Era el intrigante ladrón que Gabriel había cogido en los bosques. Y maldición si el joven depravado no sólo había irrumpido en la habitación de Gabriel sino que estaba blandiendo la misma espada que él no había podido robar antes.
Gabriel tiró de la cocha hacia arriba alrededor de los hombros de Alethea.
– Todo el mundo la ha advertido sobre mí. ¿Cuál es tu nombre?
– Gabriel.
Sonrió.
– ¿Quién infiernos te llamó así?
– La gente en la parroquia, quienes me llevaron dentro después de que yo me escapara del orfanato. Dijeron que les recordaba a alguien. -La espada tembló ligeramente en su agarre-. ¿Las ha lastimado?
– No. ¿Por qué pensarías eso?
– La he visto llorando en los bosques esta última semana, y usted se había ido. Y ahora… -no miró hacia abajo a la cama-…usted está aquí.
– Así es. Me voy a casar con ella. Esa espada parece pesada. Pienso que deberías dejarla.
Gabriel.
– ¿Ella quiere casarse con usted?
Gabriel bajó la mirada al perfil de ella.
– Sí. -Levantó la mirada con una irónica sonrisa-. ¿Eres tú el que va a luchar contra mí si la lastimo?
– No. Lo mataré.
– Una valiente ambición. Deja mi espada.
– ¿Está seguro de que ella está bien?
– Sí. -Gabriel replicó-. Y estoy muy seguro de que si se despierta y se da cuenta de que la has visto aquí, estará muy trastornada.
Él se alejó de la cama.
– Deja la espada en la puerta -dijo Gabriel, todavía sin moverse.
El muchacho se encogió de hombros pero bajó su brazo, su cara denotando un fugaz alivio.
– ¿Te gustan los caballos? -Gabriel le preguntó con curiosidad.
– Dios, sí.
– ¿Y lucharías para proteger a Lady Alethea? ¿Por qué?
Se encogió de hombros otra vez. -Ella ha sido amable conmigo. No soy un lunático detrás de ella, aunque, es que eso lo que usted está consiguiendo.
Gabriel sonrió.
– No es cierto. Pero necesitaré otro mozo de cuadra para ella y su caballo.
– ¿El árabe en su establo?
– Pienso que podría criar purasangres. Si estás interesado, ven a mis establos mañana.
Él asintió con la cabeza con entusiasmo.
– Y Gabriel…
– Sí.
– Nunca debes levantar un arma hacia mí de nuevo, sólo si alguien alguna vez amenaza a Lady Alethea…
– Sé que hacer.
Alethea suspiró y giró la cabeza. -Gabriel -murmuró con una sonrisa-. ¿Has dicho algo?
Él sintió una oleada de protector amor y anhelo físico.
– Tengo que llevarte a tu casa. Casi es de día.
– Abrázame. No quiero irme.
– No quiero que lo hagas, tampoco, pero no voy a enfadar a tu hermano otra vez. Después del desayuno mañana iré a verlo y haré las paces.
– Él no entiende lo que pasó entre nosotros -dijo ella.
– No me imagino por qué. Pero cuando estemos todos viajando de regreso a Londres para reunirnos con mi familia y planificar nuestra boda, prometo tener mi mejor comportamiento.
Ella tocó su hombro. Siempre amó su oscura, morena complexión, una combinación del sol y su sangre de Borbón.
– ¿Crees que tu madre vendrá?
– Lo dudo. Al parecer se ha casado con un duc.
– ¿Una duquesa francesa?
– Así me han contando -sacudió su cabeza-. He oído de ella sólo dos veces en un año. Ella me envía dinero. Yo lo envío de vuelta.
Ella se contoneó hacia arriba contra su pecho. -¿Y tus hermanos?
– No tengo ni idea. -Miró fuera de la ventana-. Han seguido sus propias vidas. Si yo hubiera sido más mayor puede ser que me hubiera ido con ellos, pero… bien, no podía dejarla con mi padrastro.
– ¿Habrías regresado?
– Sí, con el tiempo, pero nunca me hubiera quedado si no fuera por ti.
– ¿Me habrías amado si me hubiera convertido en una prostituta y trabajado en la casa de la Sra. Watson?
Él se dio cuenta que provocaría su ira sin importar que respuesta diera así que dijo la primera cosa que le vino a la mente, nunca el camino más prudente al tratar con una dama.
– Sí. Todo hombre desea una cortesana por esposa, asumiendo que ella sea sólo su cortesana, y… -la hizo girar debajo de él, su pesadamente musculoso cuerpo fijándola a la cama-. Y probablemente te he ofendido. Así que no te dejaré marchar hasta que me perdones.
La boca de ella se curvó en una sonrisa.
– No estoy ofendida. Intrigada, tal vez.
Él miró en sus ojos.
– Me casaría contigo aunque te convirtieras en un húsar prusiano.
Ella le sonrió.
– No estaría permitido.
– Encontraríamos una forma -dijo él, moviéndose con cuidado sobre su lado-. Está amaneciendo. -Miró pensativamente hacia abajo a su fascinante cuerpo, enrojecido después de una noche en su cama-. Vistámonos antes de que me tientes de nuevo.
– Gabriel -su voz fue suave, pensativa.
– ¿Sí? -preguntó, inclinando su cabeza para introducir un hinchado pezón en su boca.
– ¿Estabas hablando con alguien cuando yo estaba dormida?
– Sí. -Levantó la cabeza-. Con Gabriel.
Su mirada vagó sobre sus exuberantes pechos y culo cuando ella se levantó de la cama. Toda esa piel de melocotón satinada y su sensual belleza, suya para siempre. Sus ojos siguieron sus gráciles movimientos mientras ella se agachaba hacia el suelo a por sus medias. Su salvaje pelo derramado sobre la cama, sobre sus muslos.
– ¿Estabas hablando contigo mismo? -le preguntó con diversión, levantando la mirada, sus enaguas en su mano.
Él titubeó, mirando la espada junto a la puerta. Encontraría la forma de decírselo más adelante sin admitir que su joven defensor la había atrapado en la cama.
– En una forma de hablar. -Y había verdad en eso, porque entendió lo que quizá ella había visto en su huerfanidad. La parte quebrada de él mismo que había deseado luchar contra el mundo-. ¿Sólo te sentías atraída hacia mí porque yo era un chico travieso? -la preguntó con indiferencia, tirando de sus pantalones de piel de ante.
Ella se apartó el pelo de la cara, sus ojos marrones danzando.
– Igual que tú te sentiste atraído por mí sólo porque yo era la dama perfecta.
Se arregló entre Gabriel y el hermano de Alethea al día siguiente que la boda se llevaría a cabo el Día de la Fiesta de San Miguel en Londres. Cuando Robin reveló esta información a Lady Ponsby, quien había estado esperando con el alma en vilo por el anuncio, lanzó un suspiro de alivio que pudo ser oído desde la habitación contigua, donde Alethea estaba sentada escribiendo cartas a las damas Boscastle quienes habían hecho amistad con ella y se habían convertido en su familia.
– ¿El día de la Fiesta de San Miguel? -murmuró Lady Pontsby-. ¿El día que Lucifer fue expulsado del cielo?
– Si hay una superstición contra contraer matrimonio en ese día -dijo Robin-, por favor, no lo compartas con mi hermana.
– La única superstición en cuanto a la Fiesta de San Miguel de la que soy consciente es que una nunca debe comer moras después de ese día porque el diablo ha escupido sobre ellas.
– Entonces esperemos que si hay moras servidas en el desayuno de bodas nuestro diablo estará a mano para dar de comer a su novia.
Pasó una semana de alegre correspondencia de ida y vuelta entre Sir Gabriel, sus viejos amigos y los Boscastles. El conde, su hermana Alethea, sus amigos, y la familia Boscastle.
– Dios del cielo -dijo Lady Pontsby con placer ante la colección de cartas y pequeños regalos que llegaban diariamente-. Uno pensaría que ella está casándose con una institución.
– La familia Boscastle lo es -dijo Robin-, y cada uno más infame que el otro.
Además se acordó que la semana anterior a la boda la pasarían en Londres satisfaciendo las obligaciones sociales y haciendo compras para la novia, de quien su prima mayor se lamentó de que vistiera como un ratón de campo. Alethea señaló que no había tiempo para unas pruebas de ropa adecuadas de todos modos. Sin embargo, de repente se sintió fuera de moda, recordando la elegancia natural de las mujeres Boscastle que había conocido.
Pasó los primeros tres días en la ciudad con su prima y Chloe, la Vizcondesa Stratfield, quien la arrastró del sombrerero a la modista y a la costurera con inagotable energía. En la tarde del cuarto día fue invitada por Jane Boscastle, la Marquesa de Sedgecroft, a asistir a una privada reunión familiar.
Gabriel fue invitado por uno de sus antiguos oficiales de regimiento a asistir a una cena esa misma noche, el propósito era lamentar la pérdida de uno de los libertinos de Londres por la ratonera del párroco.