Alethea, incómodamente sentada en el sillón, bebía leche descremada en un tazón, mientras su hermano y Lady Pontsby la interrogaban acerca del sorprendente anuncio de Gabriel.
– Es bastante repentino -dijo Robin por cuarta vez consecutiva.
Lady Pontsby levantó la vista de su revista de modas.
– Se conocieron hace siete años. Me atrevería a decir que si esperasen más tiempo, estaríamos planeando un funeral, no una boda.
– ¿Cuándo será la ceremonia? -le preguntó Robin a Alethea.
Frunció el ceño, apretando el tazón, pensando que debería contener jerez en lugar de leche descremada. Esta era una noche que requería jerez para poder sobrevivirla.
– Es una buena pregunta.
Lady Pontsby bajó la revista.
– ¿Será en Londres? ¿Fue eso lo que entendí?
– Tendrás que preguntarle a mi… a Gabriel -dijo con un suspiro.
Lady Pontsby la miró con curiosidad.
– Bueno, esto arroja una luz diferente a su conducta de hoy. Tal vez tenía una buena razón para irse de la fiesta. Tal vez fue al joyero a buscar tu anillo.
Su voz pasó sobre los pensamientos de Alethea, sobre la tormenta que le revolvía el interior. Lo amaba desesperadamente, pero en este momento casi deseaba haber pasado de largo ese día del castigo en la tabla. Sus padres habían tenido razón.
Había sido una niña que se aventuraba donde no debía. Todos los esfuerzos de su padre para formarla de acuerdo a su linaje, habían sido inútiles. Se había enamorado del niño de la tabla, después pretendió estar contenta cuando se comprometió con ese desgraciado inmoral de Jeremy.
Sus padres y Jeremy habían muerto. Rezó para que sus almas encontrasen la paz, pues ella había encontrado una libertad inesperada y más apreciada de lo que era adecuado admitir. Y con esta libertad y un mal paso, había encontrado el dolor del corazón, que todos los dechados de virtudes del mundo habían pronosticado. ¿Era posible amar sin dolor?
– ¿Dijiste algo? -preguntó, avergonzada, a su prima-. Mi mente estaba vagando.
Lady Pontsby la miró con una indulgente sonrisa.
– Es compresible que estés distraída, considerando las circunstancias, querida.
Un cuarto de hora más tarde, cuando el pequeño grupo se dispersó y Alethea se excusó para retirarse a su habitación, su pri ma entró cautelosamente al dormitorio para seguir la conversación.
– No sé lo que pasó hoy, pero puedo ver que fue un disgusto. Espero que tú y Gabriel lo superen.
– No estoy segura de que sea posible, Miriam.
– Lo fundamental es que ustedes se amen.
– Pero tú no sabes lo que pasó -respondió Alethea.
– Sé que volvió esta noche y que tú querías eso. El resto ya se pondrá en su lugar.
Gabriel gruñó cuando se dio cuenta que el destino era un exclusivo burdel de la calle Brutton. La casa fuertemente custodiada de la infame Audrey Watson atraía y admitía sólo a los clientes de élite de la alta sociedad y a medio mundo londinense.
Las delicias que proporcionaba en sus salones pri vados, costaban sus buenos peniques. Para los caballeros que no buscaban gratificación sexual, la casa también los proveía de excelentes vinos y comida y la conversación y compañía de invitados talentosos. Artistas, poetas y políticos, a menudo distinguían el salón de Audrey. Gabriel, en una época, había ansiado tener el privilegio de entrar y de los voluptuosos placeres de la casa.
Ahora había sólo una mujer que deseaba y no pertenecía aquí, sino a él. Y tenía que creer que su alianza con Audrey no tenía ningún significado oscuro.
– ¿Es una broma? -le exigió a sus pri mos.
Drake lo miró con una sonrisa compungida.
– Según recuerdo, una vez trajiste a mi esposa aquí, para jugarme una mala pasada.
Gabriel le sonrió sin entusiasmo. Dios, él había sido un demonio de mala muerte.
– Terminó bien, ¿verdad?
– No gracias a ti -contestó Drake sin rencor.
– Apúrate, Gabriel. -Heath abrió la puerta-. El resto estamos casados, y esta pequeña excursión va a llegar a los diarios si no somos discretos. Da la vuelta a una entrada que hay a la izquierda. Un guardia te escoltará a las escaleras secretas. Autrey está esperando. Te recogeremos en una hora.
En pocos minutos fue escoltado a las habitaciones privadas de Autrey… un conjunto de habitaciones abarrotadas de cartas perfumadas, libros, dos caniches y un hombre joven que fue guiado afuera tan furtivamente como Gabriel fue admitido a una audiencia con la propietaria del serrallo.
– Oh, Gabriel -murmuró, sometiéndolo lánguidamente a un examen de pies a cabeza-. El amor te ha dado un aspecto tan sensual que realmente no lo puedo resistir. ¿Alethea te hizo eso en el ojo?
Levantó las manos sin responder, en seguida dio unos pasos antes de sentarse en el único lugar desocupado de la pieza… el sofá, al lado de ella. Si creyó que se sentiría avergonzado, o que se mantendría de pie, no fue así. No estaba siendo deliberadamente maleducado, simplemente era un hombre tan fuera de sí, que le importaba un soberano bledo que lo hubiesen llamado a la habitación privada de la cortesana más buscada de Londres.
Ella frunció el ceño, como si le hubiese leído la mente.
– Por Dios, Gabriel, ¿podrías al menos pretender prestarme atención?
Su mirada fue hacia ella en un lento escrutinio.
– Perdóname -dijo, suspirando pesadamente.
– ¿Cómo está tu madre? -le preguntó ella, tomándole la barbilla para volverle la cara a la luz.
Se soltó de un tirón.
– ¿Qué?
– Esa magulladura se está oscureciendo a cada minuto… tu madre… la duchesse. Quería tanto asistir a su boda. Después de todo, ¿cuántos ducs franceses conoceré en mi vida? ¿Tú no fuiste?
– No sólo no fui, además no lo sabía… ¿Se casó mi madre? ¿Con un duque francés? -preguntó, con una sorpresa tan genuina que era suficiente para desplazar todos sus otros males. Por lo menos por ahora. Apoyó la cabeza en el cojín de brocado-. ¿Tengo que entender que me trajiste aquí para felicitarme por la boda de mi madre?
– ¿Tengo que entender que me estabas espiando en la fiesta de Grayson?
– Bueno, ¿y qué? Era una fiesta. Tú estabas hablando en el jardín, no en un confesonario.
– Era una conversación pri vada.
– Y yo, como futuro esposo de Alethea, insisto en conocer la naturaleza de tu alianza con mi mujer.
Ella frunció los labios, sin esconder totalmente la sonrisa.
– Tu futura esposa. Y te ama. Esa fue la esencia de lo que discutimos.
– Me parece que falta una gran parte en esa explicación tan simplificada… Cómo se conocieron y por qué Alethea fue vista en esta casa el año pasado.
Ella entrecerró los ojos.
– ¿Quién te dijo eso?
– Así que te visitó.
– No he admitido nada parecido -respondió cáusticamente-. Sólo he declarado que te ama.
Gabriel asintió.
– Sí, pero no puedo evitar preguntarme a cuántos otros hombres ha amado antes que a mí.
La semi sonrisa de Audrey no confirmaba ni aliviaba sus temores.
– ¿Importa acaso? ¿La desearías menos por ser el tipo de mujer que hasta no hace mucho tiempo encontrabas irresistible?
La boca se le contrajo.
– Esto es diferente. Me quiero casar con ella.
– ¿Cuánto? -preguntó, con la cabeza echada hacia atrás, con curiosidad.
– Lo suficiente para no volver nunca más aquí, ni para mirar a otra mujer mientras viva.
Una risa nostálgica se escapó de ella.
– Un Boscastle enamorado es una fuerza terrible, en realidad. Eres muy poderoso Gabriel. Creo que voy a soñar con esta conversación esta noche. ¿Por qué vosotros, los hombres Boscastle, tenéis esa forma de calentar una habitación?
– Sólo dime la verdad.
– Lo hice. Te ama. Es bien simple, ¿verdad?
– Maldición, Audrey. Tú sabes lo que estoy preguntando… ¿vino aquí a trabajar? ¿Durmió con alguno de esos hombres que vi abajo? ¿O con los que me siento en la mesa a jugar a las cartas? Tengo que saberlo.
– Entonces debes preguntarle a ella.
Estaba frustrado, temeroso… sin embargo necesitaba saber la verdad.
– Creo que siempre la has amado -le dijo en voz baja, mientras él le daba la espalda-. Y ahora te corresponde. Falta que le demuestres que eres su héroe.
– ¿Su héroe? -Miró alrededor, negando con la cabeza-. Me voy, madam, más confundido que cuando llegué.
– No tienes que irte, Gabriel -le dijo con una atractiva sonrisa.
Pero se fue antes de que ella pudiese agregar más detalles.