Gabriel se rió de sí mismo ante la idea de fantasmas mientras subía la colina hacia la ensombrecida propiedad. ¿Acaso no era un hombre que jugaba con el azar?¿Fantasmas? Bueno, una persona aprendía a convivir con ellos. Pensó en el hecho de que Alethea le había avisado que no esperase demasiado de Helbourne Hell, estaba bastante equivocada aunque era un dulce intento por su parte. Esperaba poco de sus ganancias mal jugadas. Pocos hombres apostaban una propiedad con auténtico valor, sería un tonto si esperase ser bien recibido en Helbourne Hell con vítores de alegría. Entendía que era un usurpador, considerado vulgar incluso para los criterios de un condado.
No se esperaba, sin embargo, la bala que le pasó zumbando sobre la cabeza, y que se incrustó en el marco de la puerta en la entrada principal de la casa.
Soltó una palabrota y tiró las alforjas al suelo. Levantó la mirada hacia la confusa figura que desapareció detrás de la barandilla de la galería.
– Quédate quieto, maldito cobarde, o te cortaré las orejas y las pondré en conserva.
– Señor, señor… ¿Ya le han disparado? Oh, Dios mío. Eso fue rápido.
La cara agradable de una mujer de cabellos canosos despeinados se apresuraba hacia él desde la cortina del pasillo. A primera vista le recordó la imagen de un hada madrina, agitando lo que parecía ser una varita mágica entre sus manos. Una inspección más cuidadosa de la varita la transformó en una carabina de aspecto mortífero.
Frunció el ceño mientras la figura que estaba encima de las escaleras miró tímidamente a través de la baranda.
– ¿Y tú eres… la guardabarrera?
La mujer bajó el arma con una mirada asustada.
– Soy el ama de llaves, señor, la señora Miniver. Rogamos que no se enfade por habernos tomado la libertad de defendernos. No hemos tenido ningún señor que nos aconsejase y nos protegiese desde hace meses. Pero ahora que está aquí, todo irá a mejor.
– Yo no contaría con eso -contestó, mirando detrás de ella-. ¿Es su costumbre, señora Miniver, recibir a los invitados, especialmente a su señor, con una carabina?
Ella le hizo una pequeña reverencia tardía.
– Discúlpeme, señor, pero uno nunca sabe quien merodea por la puerta estos días. Hemos tenido toda clase de visitas desagradables en los últimos meses, jugadores y personas por el estilo, si sabe a lo que me refiero.
Gabriel caminó a su alrededor. Definitivamente no se imaginaba un futuro allí.
– ¿Dónde está el resto del personal? Mi caballo necesita que lo lleven a la cuadra, y una atención adecuada. Me gustaría un brandy y la oportunidad de explicar lo que espero del personal durante mi estancia.
Ella miró con inquietud en dirección a la galería. Gabriel se remontó para forcejar contra la carabina que llevaba en sus manos y hacerla apuntar hacia la barandilla.
– Una de mis reglas personales, aunque suene tonta, es que yo no voy a ser usado para práctica de tiro. ¿Entiende usted, allí arriba?
– Sí, señor -replicó la voz ronca de un anciano-. Pensé que podría ser uno de los chicos del pueblo queriendo entrar otra vez. Soy Murphy, su mayordomo.
– Realmente tenemos un problema con los muchachos locales, señor -dijo la señora Miniver-. Con los patrones que no son firmes para imponer sus derechos, la chusma se empeña en aprovecharse. Por supuesto, ahora que está aquí, estaremos protegidos.
– ¿Y quién me va a proteger de vosotros?
Ella se apresuró a ir detrás de él, limpiando la capa de polvo del vestíbulo con su delantal.
– Un joven señor fuerte como usted es lo que nos estaba faltando, no pretendemos ser irrespetuosos con los lamentables cabrones anteriores que administraron la casa. Espero que ponga a cada uno en su lugar, ahora que está aquí para enseñarle a todo el mundo cómo están las cosas.
Gabriel podría haberse reído. Que Dios fuese misericordioso con las ignorantes almas que pensasen que él sería el que trajese la disciplina a esa casa. Bueno, lo haría si tuviese alguna intención de quedarse.
– Mi caballo necesita agua y comida -dijo firmemente-. Estoy dispuesto a esperar hasta mañana para presentarme oficialmente y, como dijiste, poner a cada uno en su lugar.
– Sí, señor.
– Ese brandy…
– Inmediatamente, señor. Póngase cómodo, está en su casa.
¿En casa?
¿Quién en su sano juicio en los dos siglos pasados podría afirmar sentirse en casa en esta excusa cubierta de telarañas como una caverna? Miró el polvo que cubría las pinturas colgadas de la pared de roble. Suficientemente bueno, supuso, para impresionar a aquellos cuya ascendencia no tuviesen raíces importantes en la historia inglesa. Se acercó, notando un objeto negro que colgaba de un candelabro.
– ¿Qué demonios es eso?
– Que me condenen. Es uno de esos murciélagos otra vez. -La mujer golpeó la pared con la mano. La criatura no se pandeaba-. No sé de dónde salen.
Él se apartó de ella.
– ¿De dónde es usted? ¿De Bedlam?
– Oh, no, señor. De Newgate. -Ella suspiró detrás suyo mientras él giraba, sacudiendo la cabeza.
– He rezado para que nos liberasen, señor -añadió. -Es una auténtica buena señal que sobreviviese a aquel maldito puente.
Él se quitó los guantes de montar.
– ¿Conoce a alguno de los vecinos, señora Miniver?
– ¿Lord Wrexham? Un perfecto caballero, señor.
– ¿Y su esposa?
– Vaya, aún no está casado. Algún día seremos capaces de entenderlo.
– ¿Tiene alguna amante? -preguntó bruscamente.
– Por Dios, no debo ni pensarlo. No mientras Lady Alethea viva en la casa.
– Y el esposo de Lady Alethea vive con ellos, supongo.
– No está casada, señor. Un corazón roto. Perdió a su amado en la guerra y no ha vuelto a ser la misma desde entonces. Solía estar llena de encantadoras diabluras, aquella joven señorita, y ahora cabalga por los campos o se sienta en la casa de su hermano sola con sus libros.
– Tomaré el brandy ahora, señora Miniver -dijo tranquilamente-. Debería servírmelo en el establo. Soy muy exigente sobre dónde duerme mi caballo.