Gabriel había llamado su atención por primera vez al verlo peleando con uno de los chicos mayores del pueblo. Incluso siete años antes, parecía lo suficientemente fuerte como para cuidar de sí mismo. Según recordaba, hasta ese momento iba ganando a su oponente de nariz ensangrentada.
Los dos la vieron. Al momento se separaron, parando la pelea. Entonces el otro chico huyó, y Gabriel sacudió la cabeza con indignación. Ella sabía que probablemente había empezado la pelea, pero algo en su modo de actuar enfadado y herido, la indujeron a calmarlo.
Aquello había exigido todo su valor, y se ganó una buena reprimenda de su institutriz por sonreírle desde su poni, cuando la miró de repente, desde el banco donde estaba reunido con sus amigos, en el exterior de la taberna.
La miró enfurecido como un joven dragón. A pesar de saber que debería sentirse ofendida, en su interior se había estremecido de emoción cuando sus malhumorados ojos le sostuvieron la mirada brevemente. No siempre se comportaba como un salvaje, había escuchado por casualidad que su madre le explicaba a la institutriz, aunque su mamá le advirtió repetidamente que lo evitase, haciendo insinuaciones sobre las graves repercusiones que les sucedían a las chicas que se involucraban con chicos incorregibles.
Otras veces mamá casi se había compadecido de Gabriel, comentando que él y sus hermanos habían sido caballeros jóvenes y corteses antes de que asesinaran a su padre, y su madre se casara con aquel comerciante al que le gustaba demasiado beber, y que visitaba a la camarera de la taberna. Sus tres hermanos mayores habían abandonado el hogar. Alethea nunca supo qué había sido de ellos.
Pero sabía que cada vez que veía a Gabriel había problemas maquinándose en sus ojos. Sabía, que incluso lo habían puesto en la picota, y que no merecía ser castigado.
La hija del boticario Rosalinde, se lo había contado una tarde mientras su padre le preparaba un remedio para el dolor de muelas de su hermano.
– No fue culpa suya -susurró Rosalinde. Como Alethea y varias chicas del pueblo, ella se sentía intrigada por Gabriel, y sus fechorías sólo aumentaban aquel prohibido interés-. Tiró al suelo al hijo del doctor por abusar del viejo vendedor ambulante.
Alethea hubiera hecho lo mismo de haber podido. El anciano vendedor ambulante nunca vendía nada de valor. Había sido soldado, y no hacía daño a nadie. Los del pueblo le compraban por amabilidad.
Pero incluso después de haber tirado al hijo del doctor a la cuneta, Gabriel lo había golpeado, hasta que varios ancianos le habían detenido. La hija del boticario dijo que había gran cantidad de sangre, que el vendedor lloraba, y que el boticario había llevado a Gabriel aparte para confiarle: -Todos sabemos que se lo merecía, Gabriel, pero en privado. Tú sufrirás por esto, no él. Mantenlo en privado, chico. Todos deberíamos mantenerlo en privado.
Ahí tendría que haber terminado todo. El matón tenía demasiado miedo para contarlo. Pero el médico estaba conduciendo su faetón, y el padrastro de Gabriel había salido de la taberna para ver que hacía tanta gente en medio de la calle.
– Estaba bebido, como siempre -le dijo la chica a Alethea-. Y cuando averiguó lo que había sucedido, sacudió a Gabriel como a una rata y se burló de él. -¿No nacieron los Boscastles para ser los mejores? ¿Acaso no es lo que crees? Bueno, pues vas a ser castigado como si fueras de mi sangre.
De fragmentos de conversaciones que había recogido durante sus visitas a Londres a lo largo de los años, Alethea comprendió que Gabriel había seguido explorando su atracción por los problemas. Pensaba que era una lástima, pero nadie más en el pueblo pareció sorprenderse de que tomase el camino duro. Se esperaba que sus hermanos lo hubieran hecho mejor. Su madre regresó a su Francia natal, cuando su segundo esposo murió una noche en una pelea. Lo último que Alethea había escuchado, era que Gabriel se había reconciliado con su familia de Londres.
Aun así, sin importar en qué se había convertido, o que había hecho, ella se preguntaba qué vida había llevado durante esos años, para dejar grabados esos rasgos cínicos en su cara. Era un hombre atractivo, al que recordaba con triste cariño, aunque desde luego no el caballero más educado que hubiese conocido.
Pero por entonces, ya sabía que no se podía confiar en un hombre sólo por sus modales. Y su facilidad para el engaño.
El caballero al que sus padres la habían prometido antes de morir, la había violado durante el baile celebrado la noche en la que anunciaron su compromiso en Londres. Lord Jeremy Hazlett tenía planeado marcharse al día siguiente, para ir a Waterloo. La obligó a entrar en uno de los dormitorios privados de los anfitriones, y le había explicado que puesto que iban a casarse, bien podía disfrutar de una luna de miel anticipada.
Terminó antes de que pudiese luchar. De hecho, la violó tan rápida y eficientemente, sin desarreglar su ropa de fiesta, que sospechó que no era la primera vez. Cuando acabó, le advirtió que no llorase.
Pero había llorado en el baño, y una mujer, una famosa cortesana llamada Audrey Watson, había adivinado de alguna manera lo que había ocurrido, e insistido en llevarla discretamente en su carruaje privado a su establecimiento en Bruton Street, hasta que Alethea se sintiese mejor y pudiese hacer frente otra vez a los demás invitados del baile.
Dos horas más tarde, el trauma de lo que Jeremy había hecho, se había convertido en una fría ira, y había vuelto a la fiesta y estado de pie a su lado, mientras todo el mundo los felicitaba y deseaba suerte a Jeremy en la batalla. Jeremy reía y la tomaba de la mano, como si nada hubiese sucedido, como si no hubiese destrozado totalmente todas sus ilusiones, o incluso sin darse cuenta de que había pasado las últimas dos horas, irónicamente, en el burdel más exclusivo de Londres, siendo consolada por su propietaria.
Jeremy se marchó a la guerra, sin disculparse por lo que había hecho. Alethea volvió a su casa y esperó la llegada de una carta rompiendo el compromiso. Esperó a descubrir si la violación tenía como resultado un embarazo. Y mientras esperaba, una bala de cañón francesa mataba a su prometido y lo convertía en héroe.
Sinceras expresiones de conmoción y compasión llegaron a la casa de campo de su hermano en forma de cartas y visitas. Pero todo en lo que Alethea podía pensar mientras los escuchaba, y leía aquellas bienintencionadas palabras, era en que ahora no la forzarían a casarse con el monstruo. Tampoco era probable que se casase con nadie más.
De hecho, se había resignado a esperar su regreso, y compensara lo que había ocurrido.
Aun delante de su solemne lápida, no pudo obligarse a llorar, y se sintió culpable mientras los dolientes asistentes elogiaban su coraje, cuando en realidad, deseaba que su prometido muerto hiciera un rápido viaje al infierno.
Era tentador pensar que su fallecimiento había sido un castigo divino por su crueldad. Pero para aceptarlo, debería creer que todos los demás soldados, hombres honrados que habían muerto en la guerra sin deshonrar mujeres, merecían su destino.
Conocía a demasiados amigos y familiares que habían perdido seres queridos, como para dar crédito a aquella suposición más de un minuto. Jeremy se había ido, un campeón, un dragón de infantería en Waterloo, y de repente era libre para retirarse de la sociedad, compadecida por su posición. Tal vez se convertiría en una solterona, la institutriz de los hijos de su hermano, siempre que éste desarrollase el coraje para proponerle matrimonio a la joven señorita de Londres a la que deseaba.
La vida de Alethea había sido alterada para siempre. Soportó la mancha, invisible para los demás, imborrable para ella. Pero poco a poco, mientras pasaban los meses, su espíritu revivió. Continuaba viva, y su naturaleza práctica no podría tolerar un futuro inútil de auto compasión.
Y ahora Gabriel había regresado para amenazar, no sólo aquella paz mental duramente ganada, sino también la del pueblo que había atemorizado en su juventud. No sabía lo que sentía por él, sólo que después de un largo periodo de letargo, había empezado a sentir otra vez.
No era el primer chico en la historia de Helbourne al que habían puesto en la picota para que aprendiera una lección. Pero lo que había aprendido, pensaba Alethea, no era tanto cómo comportarse sino cómo sobrevivir. Y a su edad, probablemente era demasiado tarde para cambiar.
Y le daba miedo que lo mismo pudiera decirse sobre ella.