A Lord Wrexham se le escapó una palabrota cuando volvió de la fiesta y divisó el carruaje de Gabriel frente a su casa.
– ¿No tiene nada de decencia, este hombre? -le gritó a Lady Pontsby, que tenía una opinión completamente diferente de la conducta de Gabriel.
– No te metas en la casa sin ser anunciado -le advirtió mientras se bajaban del vehículo y subían juntos los peldaños.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó airadamente-. Es mi casa y por lo que puedo ver, ese libertino y Alethea, están solos. Tengo el derecho a interrumpir cualquier…
Robin se calló abruptamente mientras el lacayo le abría la puerta para que entraran.
– ¿Qué está haciendo Sir Gabriel aquí, Bastwick? ¿Y dónde diablos está mi hermana?
El lacayo movió la cabeza, confundido.
– Nos pidieron que no interfiriéramos, milord.
– ¿Interferir qué? -inquirió Lady Pontsby, plantándose deliberadamente en medio del pasillo para evitar que Robin avanzara.
– Sabes perfectamente bien que -replicó él-, esa es una pregunta que difícilmente le hace uno a un lacayo.
– No lo sé. Tampoco tú. Así que contrólate.
– Deja de tratar de estorbarme.
Ella levantó su voz. -¿ESTOBARTE EN QUÉ, ROBIN? SIR GABRIEL ES UN CABALLERO DE VERDAD. NO ME PUEDO IMAGINAR QUE ESTÉ HACIENDO NINGUA TRASTADA EN ESE CUARTO.
Él le frunció el ceño completamente disgustado y subió las escaleras hasta la puerta del salón. Sabía muy bien que había tratado de alertar a Boscastle y a su hermana. A decir verdad, si Gabriel y Alethea se estaban comportando inapropiadamente, no tenía ninguna gana de entrar y pillarlos desprevenidos en un encuentro amoroso. Pero era tiempo de parar una situación que parecía no tener límites decentes.
– Por lo menos golpea -lo apremió Lady Pontsby detrás de él.
– No soy un intruso en mi propia casa.
Sin embargo, golpeó. Pero para demostrar su firmeza, no esperó por una invitación para entrar. Para su gran alivio, Gabriel estaba de pie en la ventana, y Alethea estaba tiesa como una bayoneta, sentada en un sillón.
– Perdón -dijo sin convicción-. No sabía que estabas acompañada, Alethea. Espero que tu invitado…
Gabriel se volvió.
Los ojos de Lady Pontsby se agrandaron.
– …tu invitado… – Robin se atragantó, mirando el ojo morado de Gabriel-. ¿Alethea te hizo eso?
Alethea saltó del sillón.
– Que suposición más ridícula.
Lady Pontsby se colocó al lado de Gabriel.
– No importa querida. Tu hermano no quiso ofenderte. Es que… ¿cómo se hizo esa desagradable magulladura, Sir Gabriel, si no le importa contarnos?
Gabriel suspiró.
– Tuve la mala suerte de interrumpir una pelea, sólo para que mi rostro sea utilizado como un amortiguador entre las partes oponentes.
Lord Wrexham observó preocupado a su hermana.
– Y esta pelea… que dice haber parado… ¿fue la razón de que abandonara tan groseramente a Alethea, en la fiesta?
– No, exactamente.
– Entonces no entiendo lo que pasó hoy -dijo Lord Wrexham.
Gabriel echó una mirada mordaz a Alethea.
– Yo tampoco.
– Entonces tal vez usted debería irse, señor, así mi hermana podría darnos su versión de la situación.
Gabriel vaciló, estudiando a Alethea hasta que ella finalmente lo miró.
– Tal vez debería -dijo él al fin-. Le haré una visita tan pronto vuelva al campo.
Lord Wrexham pareció confundido con esa declaración.
– ¿Tiene más asuntos pendientes conmigo, señor? -preguntó él bruscamente, haciendo que su hermana y Lady Pontsby, fruncieran el ceño.
Gabriel suspiró, tomando su sobrero y chaqueta de la silla, y se fue solemnemente hacia la puerta.
– Con su permiso, su hermana y yo nos casaremos tan pronto como sea conveniente. Creo que desea una boda en el campo. Los Boscastles, por su parte, insistirán en lo contrario. A mí me da lo mismo dónde nos casemos, pero supongo que el marqués preferiría una boda privada en su casa.
Lady Pontsby dio un ahogado grito de deleite. Alethea podía haber reaccionado de cualquier manera… Robin estaba demasiado sorprendido como para prestarle atención, a pesar de su papel estrella en esta obra sin precedentes. Había pensado, a medias, estrangular a Gabriel por supuestas ofensas no confirmadas. Pero ahora que Boscastle se iba a convertir en su cuñado, tenía que tragarse las críticas y poner buena cara.
– Pero… ¿cuándo pasó esto? -le preguntó a Gabriel mientras se marchaba.
– Hace siete años, cuatro meses y trece días, para ser más preciso. -Gabriel se paró en la puerta para sonreírle sombríamente a Alethea-. Hora más, hora menos.