De esa manera se llegó a establecer una pauta durante las últimas semanas del verano. Cada viernes por la noche, ya sea que hiciera buen o mal tiempo, una fiesta con cena ligera entretenía a la alta burguesía local en la casa de campo del conde de Wrexham, con su hermana Alethea de anfitriona, cuando Robin no podía hacer los honores. Pocos invitados faltaban a esta animada fiesta, pues desafiar a Sir Gabriel a las cartas y poder afirmar que se había derrotado a un jugador profesional, había derivado en un travieso entretenimiento.
Entre una y otra cena, inventaba una razón tras otra para encontrarse con Alethea en sus cabalgatas diarias, hasta que ella dejó de burlarse de él por sorprenderla, y él dejó de excusarse. Dos veces la escoltó junto a la señora Bryant en sus visitas a la parroquia. Algo que juró no repetir, después de una visita a un viudo ya mayor, que informó a Alethea de que el maestro de la escuela del pueblo había pillado a Gabriel escribiendo rimas groseras en latín.
Ella se rió todo el camino de vuelta a casa. También lo hizo la señora Bryant.
– No fui yo -insistió-. Fue mi hermano Colin. Él tenía talento.
– ¿Para los problemas? -adivinó Alethea, con las cintas del sombrerito bailando en su blanca garganta. Estaba sentada incómodamente cerca de la señora Bryant, que conducía como Cibeles su carro de leones.
Gabriel cabalgaba al lado en su caballo andaluz, disfrutando de la vista. Nunca había sido tan bueno en latín como para crear versos, y no podía pensar en uno ahora. No le importaba si se reía de él. Le gustaba estar con ella, escuchar su voz. Pero cuando sus ojos se encontraban, algo afilado le bajaba por la espina dorsal. Y no sabía si podía soportarlo.
Miró hacia el bosque, a lo lejos.
– ¿Viene a tomar el té? -preguntó la señora Bryant, alegre.
Parpadeó. Le pareció ver una figura entre los árboles, tan furtiva que podría estar viendo su propio reflejo. Té. No lo quería, pero lo bebería.
Al final de la quinta fiesta, cada una terminando un poco más tarde que la anterior, Gabriel no pudo conformarse e irse a su casa. El conde de Wrexham había ido a Londres, a visitar a los padres de la joven dama a la que pretendía. Lord y Lady Pontsby habían partido temprano, quejándose los dos del molesto reuma.
Gabriel se despidió cortésmente.
Pero como persona maleducada que era de corazón, cabalgó en círculos alrededor de la casa, hasta que estuvo seguro de que todos los invitados se habían marchado. Y regresó. Alethea fue a la puerta con el chal de cachemira de Lady Pontsby.
– Sabía que ibas a volver a por…
– ¿…Ti? -bajó la mirada al costoso chal, haciendo un gesto con los labios-. No es mi estilo. Todos esos flecos, y el diseño. Soy más un…
– ¿…canalla? -se cruzó de brazos mientras él se auto invitaba de regreso al pasillo, cerrando la puerta a la tranquila noche-. ¿O eres ladrón de casas? Gabriel, me pregunto en qué has ocupado tu tiempo en estos años…
La hizo caminar de espaldas por el pasillo, bajo los escudos de armas, sus pasos apagados por el estrépito de los criados yendo de allá para acá, acarreando los platos de la cena y apagando las velas que habían iluminado el comedor y el salón.
Ahora, en la oscuridad humeante, había vuelto.
– He cambiado de opinión sobre el postre.
Ella sacudió la cabeza, a punto de sonreír.
– Demasiado tarde.
– ¿Para todo?
– Supongo que todavía quedará algo de brandy y tarta…
– No es eso lo que quiero -le dijo con una franqueza que hizo que se le abrieran los ojos.
– No sé cómo responder Gabriel -dijo después de una pausa-. Seguramente soy una compañía aburrida en comparación con las damas que has conocido en Londres.
Él sonrió con remordimiento.
– Estás bromeando, ¿sabes lo cabezas huecas que son esas mujeres?
– No son cabezas huecas, algunas son bastante brillantes.
Frunció el ceño.
– Bien, ninguna de mis conocidas parecen saber cómo jugar a Golpea al que Pasa.
– Ese difícilmente sea un pasatiempo intelectual.
Los ojos le resplandecían con humor.
– Ninguna de ellas me ha vencido nunca al Whist.
– Nos dejaste ganar, Gabriel.
Él hizo una pausa, inclinándose para jugar con su simpatía.
– ¿Tienes idea de lo solitario que es Londres para un hombre como yo?
Su respuesta lo cogió con la guardia baja.
– No más que mi vida aquí.
La miró fijamente, al darse cuenta de lo que había admitido.
– ¿No puedo reemplazarlo, verdad?
Ella frunció el ceño.
– Nunca le compararía contigo -dijo con una voz sorprendentemente feroz.
Él se enderezó. ¿Por qué no había aprendido a mantener la boca cerrada? Ahora había echado a perder su camaradería, trayendo el recuerdo de otro hombre.
– Lo siento. Sé cuan profundamente lo amabas…
– No lo amaba.
– ¿Qué?
¿Ella no había amado a Jeremy? ¿Había querido decir eso? Seguro que no.
Ella giró, evidentemente angustiada. Se le ocurrió que se resistía a pronunciar el sagrado nombre de Jeremy, por temor a derrumbarse. A pesar de su descontento al pensar que su pena era tan enorme que buscaba consuelo en dejarse seducir por un jugador, no se desalentó como para rechazar lo que el destino le había entregado en mano.
La abrazó y la besó en la nuca. Ella tembló pero no se alejó. La sangre se le calentó con anticipación. Por favor, haga lo que haga, no dejes que arruine esta oportunidad. Pues, aunque la deseaba desesperadamente, todavía era su dulce niña, de corazón atrevido, de los dolorosos días del pasado. Preferiría morir antes que deshonrarla.
Lentamente la acercó aun más.
Cerró las manos bajo sus pechos, tragándose un gemido al sentirla. Sus curvas voluptuosas se adaptaban a la perfección con los ángulos firmes de su cuerpo. Sus sentidos estallaron. Deliciosa. Adoraba como se apoyaba en él, como si entre ellos hubiese más que un deseo ordinario.
– Te lo advierto -susurró en su garganta-, no me invites a tu cama, a menos que realmente lo desees.
– ¿Me deseas, Gabriel? -susurró, volviéndose lentamente hasta que quedaron cara a cara, su sonrisa incierta, con los brazos alrededor de su cintura.
– Mi deseo más profundo eres tú.
Ella suspiró.
– Qué bonito.
Le besó las comisuras de los labios, apretando el abrazo.
– ¿Te impresionan las palabras bonitas?
– No.
– Ya me lo parecía.
Ella bajó la vista levemente.
– ¿Quieres impresionarme?
– Más que ver salir el sol cada mañana.
Se rió y levantó la vista otra vez.
– Palabras lindas y tontas. Pero… él ya no está.
No supo qué responder a eso. Cuando mencionó al hombre con el que iba a casarse, se alteró visiblemente. Y sin embargo afirmaba no haberle amado. Echó hacia atrás los rizos que oscurecían su rostro.
– ¿Puedo quedarme?
Ella estudió su rostro duro e intimidante.
– Has sido un buen compañero este mes.
Logró sonreír.
– Ambos sabemos por qué.
– Nunca creí que te fueras a adaptar a nuestros simples placeres.
– ¿Un hombre no puede cambiar sus costumbres?
– Algunas, supongo.
Ella sabía quién era él. ¿Pero sabía él quién era ella? Aún no, pero quería saberlo. La tomó de la mano.
– Llévame adentro.
– A mi dormitorio no. Mi doncella duerme al lado. Arriba hay un salón privado donde suelo leer.
No iba a discutir. Su mano se sentía firme en la de suya. Y no estaba seguro de por qué lo llevaba adentro, sólo de que no quería llevarla a ninguno de los oscuros lugares que había conocido.
La siguió a una escalera lateral. Había dicho que se sentía sola. ¿Se estaba aprovechando él de su vulnerabilidad? Ni siquiera podía pronunciar el nombre de Jeremy, cuando había pasado más de un año de su muerte. En el pasado, nunca había necesitado planear sus asuntos amorosos. Estuviera donde estuviera, eran el momento y el lugar perfectos.
Pero ahora se estaba muriendo por dentro, sin control.
La pequeña sala iluminada por el fuego parecía ser su retiro privado. Libros, cartas, una cesta de hacer punto. Un lugar de paz y reflexión.
– Tal vez no deberías haberme traído aquí, Alethea. Sé que no puedo reemplazar lo que una vez esperaste.
Cerró la puerta, con los ojos brillantes de cólera.
– ¿Y tú qué sabes?
Él sacudió la cabeza. Que Dios lo perdonara. No deseaba aprovecharse de una mujer tan sumergida en el dolor, que se ofrecía a un granuja como él, para buscar alivio momentáneo. Pero si podía hacerla olvidar su dolor, incluso a pesar de que en la mañana lo despreciara, no podía resistirse.
– Nunca he sido un santo -dijo-. Voy a tenerte, no importa cuál sea tu razón. Aunque sólo sea para calmar tu pena.
Esperó su protesta. Y cuando no llegó, la condujo a lo que en la oscuridad parecía ser un mullido sofá con un chal encima, un catalejo y un montón de papeles. Ella rió cuando los tiró al suelo.
– Alethea -dijo, y comenzó a reírse-. He imaginado este momento en unas cien fantasías…
– …pero en una habitación más ordenada.
– Eso no importa. -Ahora, nada sino ella importaba. La acercó, susurrando-, Por favor, ¿Puedo desnudarte?
Ella volvió a reír en la oscuridad, esta vez de incertidumbre.
– ¿Por qué? No puedes ver nada aquí.
– Voy a tocarte. Y voy a hacer el amor contigo. -Con qué facilidad sus manos la liberaron de la sus ropas, parecía tener todo el derecho a dejarla sin la restricción del vestido y la camisola. La acarició, dándole tiempo para relajarse, para anticipar lo que vendría. Cuando se arrodilló para quitarle las medias, sintió que se ella se movió alarmada.
– Gabriel.
– No cambies de opinión -le dijo, levantando la vista y mirándola desolado-. No me pidas que pare, o moriré.
Ella soltó una risita temblorosa.
– Pareces muy decidido.
– Oh, lo estoy.
Volvió a mirarla, fascinado con la belleza de su cuerpo desnudo. Sus oscuros pezones se erguían en sus dulces pechos, su vientre ligeramente redondeado y sus caderas curvadas, una mata de rizos coronaba su abertura. La garganta se cerró ante su tímida sonrisa.
Le devolvió la sonrisa.
– Pensaría que esto es un sueño, si las demandas carnales de mi cuerpo no me dijesen lo contrario.
– Dejé de creer en los sueños. -Le pasó los dedos levemente por su corto cabello negro-. Hasta que volviste.
Le había dado tantas claves esta noche. Le reveló cómo era sutilmente, y un hombre sensible lo habría reconocido. Él se había perdido cada pista. Su única excusa era que el deseo lo volvía insensible a todo, excepto a sus instintos más bajos. Mañana podría reflexionar sobre los sutiles matices. Era todo lo que podía hacer para seguir sus pistas, para controlar su deseo.
Le besó el tobillo, la pantorrilla, el espacio suave de la rodilla, hasta que el perfume secreto de su carne invadió sus sentidos. Se levantó del suelo para quitarse la chaqueta, la corbata, los pantalones, y desabrocharse la camisa.
– Nunca me perdonarás por esto -le dijo con tristeza mientras se quitaba las botas.
Por un momento, mientras se volvió, con el corazón y el cuerpo desnudos, ella no habló. Sin embargo no parecía ofendida por sus cicatrices y su descarada excitación. Solo podía esperar que lo encontrara la mitad de deseable que él a ella.
– ¿Cómo sabes lo que voy a perdonar? -dijo al fin-. ¿Me conoces lo suficiente?
Él se sentó a su lado.
– Quiero conocerte. -Le acarició la cara y deslizó la mano alrededor de su cuello.
– Ya no soy como era – susurró.
– Eres mucho mejor -murmuró él, e inclinó la cabeza para besarla.
Con otra dama hubiese atribuido sus comentarios a una broma, a falsa modestia. Pero la deseaba tan desesperadamente que no pudo comprender lo que estaba tratando decirle. Como el tonto arrogante que era, asumió que tenía el monopolio del sufrimiento. Asumió lo que las apariencias le decían. Que mientras el mundo le había asestado un golpe tras otro, Alethea había permanecido intacta, la perfecta joven dama, a salvo del pecado, del dolor. Como estaba destinado.
– Y lo que yo sé, es que no te dejaré hasta que no seas mía. Y que no tengo intenciones de arruinarte.
– ¿No es eso lo que los libertinos deben hacer? -dijo Alethea, ahora con burla.
– No necesariamente. -Le pasó lo dedos por la garganta, bajando por sus pechos y su vientre, y más abajo aún, hasta que ella tembló. Sintió el pulso de su sangre bajo la palma-. Algunos simplemente nos arruinamos.
– ¿Crees que aquellos a quienes les importas no les afecta? -le preguntó, dando un grito ahogado cuando le introdujo un dedo en la vagina. Su cuerpo se contrajo, no por resistencia, sino por desesperada necesidad. La acarició. Y ella se abrió, derritiéndose lentamente.
La voz se le enronqueció.
– ¿Eso significa que te preocupas por mí?
Movió las caderas, dolorida, buscando más.
– ¿No te habías dado cuenta?
– ¿Tú me escogiste?
Suprimió un gemido. Lo que le estaba haciendo, esta delicada invasión, era demasiado, y sin embargo ansiaba más. ¿Pero cómo se había dado cuenta él, cuando ni ella lo sabía?
Su mano quedó inmóvil. Trató de apretar los muslos, de recuperar el aliento.
– Lo siento -le dijo con voz ronca, fascinante-. Tuve que marcharme, pero… ¿Habría importado si me hubiese quedado?
– Sí. No estoy segura… sí.
– ¿Por qué?
– Porque… porque entonces no hubiera podido ser la prometida de… él.
¿Qué le estaba diciendo? ¿Qué su pérdida había sido tan profunda que deseaba no haber amado nunca a Jeremy?
– ¿Hubo otro hombre, además de Hazlett? -le preguntó con la respiración y el corazón en suspenso.
Ella envolvió la mano alrededor de su cuello, sus dedos alisando el relieve de su cicatriz.
– ¿Volviste esta noche para investigar la historia de Helbourne, o para hacerme el amor? -preguntó con ligereza.
Él la presionó para acostarla sobre su espalda.
– Sería un tonto si rechazara esa oferta, cuando apenas puedo ver con claridad en tu presencia.
– Él se fue, Gabriel -le dijo con un susurro apenas audible-. Y me gustaría que nunca hubiese existido -dijo en voz tan baja, que no estuvo seguro de haberlo escuchado.
– ¿Estás segura de que deseas esto?
– No. Pero hazlo de todas maneras. Lo que quiero es olvidar.
Ella vio su expresión de sorpresa, y oró porque no tratase de obtener una explicación. Lo que había dicho era cierto. Cuando estaba con Gabriel, olvidaba las partes feas y espantosas de su vida. Y lo que pasase entre ellos, sería porque así lo había decidido. Sí. Ella había escogido esta noche.
Ella enterró el rostro en su duro hombro. Olía suavemente a almizcle y colonia. Tan maravilloso. Su piel estaba caliente, sus tendones y músculos entretejidos debajo de un escudo de fuerza. Que tentador darle poder sobre ella. Derretirse. El final del invierno.
– Una vez que nos unamos -le dijo, besándole la coronilla-, hay ciertas consecuencias que debemos enfrentar.
– ¿Cómo la concepción de un niño?
¿Cuándo se había vuelto tan franca con las realidades de la vida? En el espejo del tiempo, ella había permanecido inocente, intocable. ¿Era él el que se había perdido las lecciones más profundas de la vida? ¿Estaban todos sus reflejos distorsionados? No. No los de ella.
– Sí -dijo tragando-. Es una consecuencia que tenemos que aceptar.
– ¿Tienes algún hijo, Gabriel?
– No. Yo… -¿Qué podía decir? ¿Qué era un hombre que había eludido todo compromiso y escapado de un destino que probablemente merecía? No siempre había sido cuidadoso, pero ahora, súbitamente, tantas cosas que siempre había despreciado, parecían importar.
– ¿Me has deseado siempre? -susurró-. Sé que te gustaba mirarme algunas veces. Nunca entendí lo que significaba. ¿En qué pensabas?
– No estoy seguro de haber pensado esos días. Tal vez quería lo que no podía tener. -Presionó la cara entre sus pechos, inhalando su aroma-. Nunca he perdido un juego, una vez que me he concentrado en él.
– No soy un juego, Gabriel -dijo levemente indignada.
– Lo sé. Pero si lo fueses, ¿Qué tendría que hacer para ganarte? -Levantó la cara, con una atractiva sonrisa-. He dependido de peleas y trucos toda mi vida para sobrevivir. No conozco otra manera de vivir.
– ¿No es posible que puedas cambiar?
– ¿Desearías ayudarme?
Rió con nostalgia.
– Siempre pensé que te las arreglabas bien por tu cuenta.
– ¿Por qué derribaba a cualquiera que se cruzara en mi camino?
– Luchaste contra tu padrastro. Eso fue valiente por tu parte.
Él tragó. Le avergonzaba que lo supiese.
– Nunca fui visto como el caballero blanco del pueblo.
Los ojos de ella centellearon con picardía.
– Algunas damas son atraídas por la oscuridad.
– Nunca te consideré una de ellas.
– ¿No me deseas, Gabriel? -preguntó con voz inestable.
– Sí. Pero por más de una noche.
– ¿Pero eso no está prohibido en el libro de las reglas de un libertino?
– ¿Puedes pensar en mí en otros términos? -le preguntó molesto.
– Podría pedir lo mismo de ti.
– A mis ojos, siempre has sido perfecta.
– Pero no soy perfecta. Y si esa es la única razón por la que me deseas, entonces te estás engañando.
– Vas a cambiar de opinión…
– Oh, Gabriel. No lo entiendes.
Él cerró los ojos.
– No quiero herirte.
– Entonces no me dejes.
¿Cómo podría dejarla? Su cuerpo absorbía su calor, su invitación. Su respiración se estremeció sobre la boca de ella. Se levantó sobre ella. La había tomado en miles de fantasías incumplidas. Imaginándola debajo de él, mientras otras mujeres compartían su cama.
Se dijo que después habría tiempo para discutir lo que fuese que le rondaba por la mente. En realidad no quería darle más tiempo a ella para reflexionar o negarse. Su instinto le decía que sellara su unión.
No la dejes cambiar de parecer. No la dejes darse cuenta de que soy la persona equivocada para ella. Seguro que no merezco a alguien tan perfecta y pura, pero juro que nunca más pediré algo en la vida, si tengo la oportunidad de amarla.
– Me estás mirando como solías hacerlo -dijo ella, con los ojos súbitamente muy abiertos-. ¿En qué estás pensando ahora?
– En que nunca he visto una mujer más hermosa. -La besó enredando la mano en su pelo. Ella gimió. Con ese sonido desinhibido de aprobación, profundas olas de placer se desplazaron desde los hombros a las piernas de él. Alethea, desnuda, abriendo los muslos para ofrecerle placer. La lujuriosa sensualidad de su cuerpo lo tenía fascinado.
La apretó entre sus brazos, arqueando la espalda, y sus miradas quedaron fijas. Contrariamente a lo que se decía de él, no tenía por costumbre desflorar vírgenes. Sin embargo, comprendió que la primera vez no sería tan deliciosa para ella como para él.
Aun así, el espacio entre sus muslos se sentía húmedo, su carne preparada, atrayéndole. Le separó los hinchados pliegues y la penetró con dos dedos, lo más profundamente que se atrevió.
Respiró profundamente varias veces. No podía imaginar peor pesadilla que tener que parar ahora, ni un destino más deseable que empujar muy dentro de ella.
Le besó los párpados, la cara.
– Creo que he sido tuyo siempre.
– Gabriel. -Exhaló su nombre, los dedos hundiéndose en sus hombros, su cuerpo abriéndose a él, como si tuviese voluntad propia-. ¿Me deseas?
– Por favor -susurró él con voz ronca.
– ¿Es pasión lo que nos hace arder, o amor? -susurró ella.
– ¿No pueden ser ambos? -La miró a la cara, traspasándola con los ojos. Sus pechos se elevaban tentadoramente-. ¿Importa?
– Sí, aunque me pregunto…
Él no le dio la oportunidad de finalizar, de pensar su respuesta. Su corazón retumbaba. En ese momento no le importaban las palabras que ella demandaba,
– Pregúntame más tarde -murmuró y deslizó la mano izquierda debajo de su suave cadera-. Tómame completamente en tu interior…
Ella dejó escapar un gemido que rompió las cadenas de su control. Se echó hacia atrás, ignorando su leve grito ahogado de vulnerabilidad, y la penetró hasta el fondo. La descarga de placer retumbó en su pecho. Estar enterrado en su estrecho pasaje, sentir sus estremecimientos debajo de él. Las más dulces fantasías se hicieron realidad. Apoderándose de su mente, de sus sentidos hasta que no percibió nada más que las reacciones.
Ella se arqueó contra él. Su cuerpo luchaba por responder con suavidad, apretó los dientes, y disminuyó el ritmo de sus embestidas. Su primera vez. Ya habría más noches juntos de sensual exploración. Él aprendería lo que le gustaba, y compartirían sus deseos secretos. Con toda seguridad encontraría un lugar más apropiado para hacer el amor que un viejo sofá tan macizo como, afortunadamente, resultó ser.
Escuchó su susurro entrecortado como si sonara muy, pero muy lejos.
– Esperé que regresaras.
– Ahora estoy aquí.
– Hazme olvidar, Gabriel.