CAPÍTULO 32

Su imaginación lo conducía a lugares posiblemente peores que la verdad no revelada. Por lo que sabía, Alethea había solicitado una posición como criada en el harem de la señora Watson.

Pero en las escenas que su mente fabricaba mientras se lanzaba dentro de su carruaje y recorría la distancia corta a la casa de Grayson, y de ahí a la Plaza Cavendish, veía a Alethea sometiéndose a todo tipo de degradación y depravación. Cuando llegó a su destino, casi estaba echando humo por la nariz y dejando un rastro de mal humor y confianza chamuscada a su paso. Y cuando le dio instrucciones a su cochero con cara de piedra para que se quede, prometiendo que no se demoraría mucho tiempo, el tipo hizo crujir el látigo en el aire y movió el coche al borde del camino.

Después de recuperarse del golpe inicial al descubrir que Alethea y Audrey Watson realmente se conocían, había tratado de razonar con su rabia. ¿Cuán importante era que Alethea hubiese dormido con otros hombres? ¿Que hubiese usado sus encantos para sobrevivir?

Supuso que ese había sido su motivo. ¿Podía echarle la culpa a Audrey? Desafortunadamente, no. De hecho tendría que ser un maldito hipócrita si le hacía un desaire a una mujer como Audrey, que había ayudado amistosamente a su familia en más ocasiones de las que podría contar. Pero no significaba que le agradara que se hiciese amiga de Alethea.

Y aunque la mayoría de los caballeros prefería una doncella virgen para conseguir la aprobación de la familia para el matrimonio, Gabriel no tenía padres vivos a los cuales impresionar. En todo caso, sus hermanos, que nunca se habían molestado en mantenerse en contacto con él, y que hasta pudiesen estar muertos, no se podían quejar de la mujer que escogía para esposa, si ni siquiera tenía la menor idea de cómo informarles que se iba a casar.

Sintió la sacudida que ella le había infligido hasta la médula de sus huesos mientras subía los peldaños de la residencia en Londres del hermano de Alethea. Los criados no se habían molestado en cerrar la puerta con llave, por lo que pasó como bólido con la capa ondeando detrás.

Apostó que después de esta noche, la dueña de casa iba a estar mejor protegida contra los demonios que asediaban de la noche. Cerraría bien todos los cerrojos a partir de esta noche.

Tomó por asalto las escaleras, sus zancadas enojadas lo llevaron por la galería iluminada por la luna al salón, sin que ningún alma abriera una puerta, o un párpado, preguntándose lo que pasaba.

No tenía ni idea de lo que esperaba encontrar, ¿a su amada entreteniendo a siete amantes en siete posiciones repugnantes? Estaba preparado para cualquier cosa. Dudaba que se fuera a sentir más herido.


La causa de la miseria de Alethea estaba traqueteando por la casa como un forajido. Ella apretó los dientes y se fue a la parte alta de la escalera. Los pocos criados a cargo de la vivienda en Londres de Robin, habían salido de sus cuartos y la miraban hacia arriba, desconcertados. Se imaginó que estaban aterrados de que ella hubiese llevado a sus rudos amigos del campo.

Uno de los lacayos elevó su voz disgustada.

– Milady, ¿quiere que vaya a buscar a un oficial de la policía?

Ella se apresuró a bajar, con los hombros preparados para una confrontación.

– No, yo voy a arreglar esto.

– Pero…

– Váyanse, por favor.

Los seis, dos lacayos, un mayordomo, la joven ama de llaves escocesa, y un par de camareras retrocedieron en un silencio común que parecía gritar que Alethea no sobreviviría un encuentro con quien quiera que fuese que había irrumpido en la casa como una bestia desatada.

Pero extrañamente, la irrupción grosera de Gabriel, la había calmado. Estaba furiosa con él. Y si verdaderamente se había vuelto loco, explicaría por qué había huido de ella. Pero no lo perdonaría. Sin embargo, puede que hiciese un esfuerzo y lo visitara una vez al mes en el manicomio. Tal vez terminaría en la celda al lado de la de él.

Dio una mirada rápida alrededor para asegurarse que los criados habían desaparecido y se fue por el pasillo a confrontarlo.

– Entra al salón inmediatamente, Gabriel, antes de que el nochero o mi hermano, lleguen.

Su bravuconería flaqueó cuando sus miradas se encontraron. La miraba fijamente con un desafío desconcertante. Su chaqueta negra, sobretodo y camisa de batista, su chaleco, estaban arrugados y olían a brandy y humo.

– ¿Qué me tienes que decir? -le exigió, enojada por la forma en que la había tratado hoy, e incluso más, porque todavía pudiera hacerla doler de deseo después de eso. Era impensable. ¿Cómo podía importarle un hombre que había decepcionado tanto a su familia como a la de ella? ¿Después de todo lo que había sufrido en manos de otro hombre? ¿Era ella la que se estaba volviendo loca? ¿Era el amor un veneno que hacía imposible razonar?

Pasó ante ella directo al salón, sin responder. Su paso era lánguido, insolente tal vez, con la gracia de un oficial de caballería. Cuando finalmente se volvió, dio un grito ahogado de consternación. Tenía un ojo morado.

– ¿Qué te pasó? -susurró-. ¿Qué has estado haciendo?

– Me metí en una pelea a separar a los hermanos Mortlock -dijo bruscamente-. Debería haberlos dejado que se mataran, o me mataran.

Levantó la cabeza con el estrépito de las ruedas de un carruaje que venía por la calle.

– Dios querido, eso suena como que es Robin.

Le puso las manos en los hombres y la forzó a volverse a él.

– No me importa si Alí Babá y los cuarenta ladrones llegan con el arzobispo de Canterbury.

– ¿Te importa algo, acaso? -demandó con los ojos fijos en los de él.

– Pensaría que era obvio.

– Tu mala educación fue lo único obvio hoy.

– Lo has sabido por años -respondió con una sonrisa implacable-. Y sin embargo dormiste conmigo y consentiste el ser mi esposa.

Ella se encogió.

– Me has importado durante años, pero en este momento, no me preguntes por qué.

– Sí. No te merezco. Pero de todas maneras te deseo.

La deseaba. Lo deseaba. Había poco consuelo en darse cuenta de estas verdades. Ni en admitir ella misma que su sola presencia la confortaba y amenazaba a la vez. Se había entregado a Gabriel por su propia libre elección. El único hombre en su vida que le había robado el amor.

Al menos Gabriel era el diablo que había escogido, y si la había arrastrado a su mundo decadente, lo había hecho gustosa, y sólo se podía culpar a sí misma de la caída.

Pero no significaba que seguiría cayendo más aun.

Lo que sea que Gabriel fuera, granuja o héroe, sus vidas se habían enredado, incluso antes que tuviese consciencia de a dónde podía llevar este enredo.

¿Qué si su pasado había sido problemático? También el suyo lo había sido, aunque había logrado mantener la parte más humillante para sí misma. Siempre se había preguntado cuan diferente hubiese sido la vida para ella y Gabriel si su padre, Joseph Boscastle, hubiese vivido. Podría haber sido la novia de Gabriel desde un comienzo.

¿Era muy tarde para corregir la historia? Gabriel podría haber estado destinado a romperle el corazón, por lo que ella sabía. Y ahora que ellos, finalmente, habían tenido la oportunidad de estar juntos, ¿qué habían hecho para probar que uno pertenecía al otro?

– Te voy a decir un secreto, Gabriel -le dijo, reacia a tolerar su mal humor por otro segundo más-. Me hubiese gustado no haber venido jamás a Londres.

Se quitó la chaqueta y la lanzó a un sillón.

– Bueno, yo desearía nunca haberme ido de aquí.

– No tienes que quedarte en el campo -le dijo, indignada-. Puedes vender esa casa. No tienes futuro como granjero. Todos los que han vivido en Helbourne Hall, se han ido. ¿Por qué tendrías que aspirar a ser mejor? No te molestes en contestar. Agotaste el camino de la auto compasión y castigo cuando tu padre murió.

– ¿Es verdad? No me respondas. Estoy de acuerdo. Helbourne Hall está embrujado y tiene una reputación perturbadora.

Rehusó moverse mientras avanzaba hacia ella.

– Lo mismo se podría decir del dueño actual.

Avanzó hasta que quedaron apenas separados.

– Si estoy embrujado, es por ti.

El corazón le aleteó. Nunca antes había visto el dolor desnudo en la cara de un hombre. Sus instintos femeninos deseaban sacarlo de su humor atormentado, a pesar de lo que había hecho hoy.

– Debes estar poseído por un demonio -le dijo angustiada-. Nunca te había visto con este ánimo.

– Nunca he estado con este ánimo, Alethea.

– ¿Entonces, te importaría decirme qué te puso de tan mal humor? Estabas bien cuando te dejé con tu primo. Estabas… bromeando.

Sonrió fríamente.

– Continúa.

– ¿Qué continúe con qué? -preguntó con impaciencia-. Nos separamos con el acuerdo de que anunciaríamos nuestro compromiso. Y tomé limonada con tu familia.

La indagó con los ojos.

– ¿Y entre nuestro último encuentro y la limonada?

Ella sacudió la cabeza confundida.

– Caminé por el jardín, Gabriel.

– ¿El jardín de las delicias terrenales?

– El jardín del marqués, tu primo -dijo, como si fuese tonto.

Miró a otra parte.

– ¿Caminaste sola?

– Había otra gente en el jardín -ella vaciló-. Otros invitados.

– Caminaste con Audrey Watson -le dijo, mirándola acusadoramente.

Se quedó mirándolo con el corazón en la garganta.

– Sí.

– ¿Y tu defensa? -le preguntó muy bajo.

– ¿Necesito una?

Cerró los ojos.

– ¿Estoy enamorado de… una aspirante a cortesana? Si es así, por favor dímelo ahora.

Alethea no le respondió al principio. Estaba demasiado impresionada para encontrar las palabras. ¿Había hablado con Audrey? ¿Podría haber obligado a la mujer o encantado, para que rompiera la confidencia de Alethea? ¿Quién le había dicho que había hablado con Audrey?

– ¿Es eso lo que te dijo la señora Watson? -preguntó, temiendo su respuesta.

– La señora Watson no me dijo una maldita cosa. De hecho, no he hablado con ella, después de veros juntas. Sin embargo escuché la conversación con mis propios oídos. Con Drake de testigo.

Sintió que se le helaba la sangre.

– Escuchaste a escondidas, Gabriel -le dijo en voz baja-. Te escondiste en los arbustos cuando podías haber anunciado tu presencia y haber satisfecho tu curiosidad.

Él se rió amargamente.

– Tal vez no estaba preparado para saber que la mujer de la cual estoy enamorado es una…

– …cortesana -dijo con la voz calmada-. Ya lo dijiste antes, y lo puedes repetir otra vez.

– No te acuso -dijo rápidamente-. Solo pregunté… bueno, maldición, Alethea. ¿Qué conclusión debería sacar de tu conversación con ella? Creo que merezco la verdad.

– ¿Cuánto has bebido, Gabriel?

– No lo suficiente para alejarme de ti.

– Creo que deberías irte de esta casa ahora -dijo débilmente.

– ¿Y no verte jamás? -le preguntó desconcertado-. ¿No merezco por lo menos una explicación?

Ella negó con la cabeza. Que enredo.

– Sí, pero no mientras estés tan disgustado y hayas asustado a los criados de mi hermano.

– Perdí los estribos. No fuiste honesta conmigo, ¿verdad?

– ¿Honestamente deseas saber cómo me siento en estos momentos, Gabriel?

– Sí. Honestamente sería un cambio agradable en este punto.

Ella entrecerró los ojos.

– Quiero que te vayas -dijo con la voz quebrada-. No oscurezcas mi… mi vida otra vez.

Él resopló.

– Dices eso como si tú hubieses hecho la mía mejor.

Se mostró insultada.

– ¿No fue así?

– No. -La boca se le curvó en una sonrisa dura-. Me has hecho miserable.

Se quedó sin aliento, rehusando llorar.

– Si fuese un hombre te llevaría afuera y te mataría.

– Demasiado tarde -le dijo burlándose-. Morí en el momento en que te vi.

Ella jadeó.

– Desprecio el aire que respiras.

– Maldigo el día en que fuiste concebida.

Ella lo alejó de un empujón.

– Al menos mi origen es conocido.

– Pensando en eso, no te pareces en nada a tu hermano.

– ¿Bueno, y sabes lo que pareces? -preguntó ella con una sonrisa amarga.

Él bajó su rostro al de ella.

– Dilo.

– Un… un condenado canalla. Eso es. Ahora vete.

Él resopló.

– No me puedo escapar lo suficientemente rápido.

– ¿Todavía estás aquí?

– Maldición, Alethea, no vine a pelear.

– Sin embargo no has hecho otra cosa.

La miró devastado. Ella sentía que la rabia se le desmoronaba, quería que la tomara en sus brazos.

– ¿Puedo volver mañana en la mañana? -preguntó más tranquilo.

– Será un caos. No estaré sola.

– Entonces te voy a seguir al campo. -Se quedó mirándola fijamente-. ¿Me has engañado con otro?

Ella se echó a reír, sus ojos llenos de lágrimas.

– ¿Qué crees?

– ¿Me amas?

Ella cerró los ojos. Sus brazos la envolvieron. Su boca se aplastó en la de ella. Su beso encendió unas pequeñas llamas muy profundas en su interior. Aun así, sentía frío, miedo, vergüenza por no haberle dicho la verdad, vergüenza de la verdad misma.

– Ven conmigo ahora -le susurró al oído-. Quédate esta noche en mi casa, y hablaremos. Pruébame tu amor.

– Ya te he probado mis sentimientos -le dijo suavemente-. Ahora te toca esperar hasta que lo sepas todo antes de decidir si todavía me quieres.

Su respiración le calentó el hueco de la garganta.

– Te voy a querer siempre.

– ¿Cómo tu esposa? -le preguntó, negándose a reaccionar mientras la besaba debajo de la mandíbula.

– ¿Hay alguna razón para que no puedas casarte conmigo? -la mordió el hombro en un gentil escarmiento-. ¿Tienes otro esposo? -La tomó la mano y la llevó al sofá-. ¿Tienes una vocación secreta?

Ella se volvió, pero él aún aseguraba su mano, arrastrándola hacia abajo a su lado.

– Tienes un golpe en la mejilla -dijo ella con desesperación-. Y has… has estado algo peligroso esta noche, te diré.

– Tal vez.

– Qué maleducado.

– Sabías lo que era desde el principio. -Pasó sus dedos callosos bajando desde el hombro a la corrida de botones de la manga-. ¿No era eso lo que te gustaba de mí, Alethea? La verdadera pregunta, yo creo, es ¿Qué eres tú? ¿En qué te has convertido?

– Puedes ser antipático, ¿verdad?

– También sabías eso.

– No. Sabía que me importabas. Sucio, sombrío, lanzado al camino de la auto destrucción. Me habría parado directamente en ese camino para salvarte. Pero nunca imaginé que la batalla sería contigo.

– ¿Vas a renunciar a mí?

Ella giró la cabeza.

– Hay un coche afuera. Probablemente es mi hermano y mi prima. Les íbamos a comunicar esta noche que nos íbamos a casar.

– Entonces haz el amor conmigo antes de que entren. -La acarició bajando desde su nuca, su espalda, el comienzo del trasero, con los nudillos enguantados.

– Por favor, verte a casa ahora Gabriel.

Él escondió la cara en su pelo.

– No, no me voy a ir. De hecho, podría acampar en este salón hasta el próximo invierno. ¿Me quieres todavía?

Una sombra de pena oscureció los ojos de ella. No quería que otro hombre la reclamase diciendo que la quería cuando lo único que tenía en el corazón era rabia.

Su boca la quemaba como un fierro al rojo vivo en la garganta.

– Sólo te quiero a ti, y quiero la verdad. Sé honesta conmigo.

– ¿Y si después me odias? -preguntó angustiada.

Se le apretó el pecho con un presentimiento. ¿Qué verdad podría estar escondiendo? ¿Se había ofrecido como cortesana? Si así fuese, tendría que aceptar esa sorpresa desagradable. Sabía que había amado a un hombre. ¿Pero otros hombres? ¿Qué había hecho ese año en que todos asumieron que estaba de duelo? No sabía si podía tolerar el dolor. Podía ser hipócrita, pero en sus sueños la había hecho suya hacía una década. ¿Quién se la había arrebatado?

– Perdóname por insistir en la honestidad -dijo con ironía-. No siempre recuerdo ser un caballero.

Los ojos de ella resplandecieron.

– Escasean por estos días.

– ¿No soy tan decente como tu querido difunto, Hazlett? -continuó, incapaz de controlarse-. ¿Fue él quien liberó el deseo que compartimos?

Ella se quedó inmóvil, y él supo que la había herido.

– No quise decir eso.

Desvió la cara.

– ¿No?

– Maldición, Alethea, no te puedo dejar ir, no importa lo que eres. Por favor, ven a casa esta noche.

– ¿No importa lo que soy? -preguntó suavemente.

– Cualquier cosa que seas, no renunciaré a ti.

Sacudió la cabeza, herida.

– No haré el amor contigo mientras estés con este mal humor.

Los cascos de los caballos sonaron en la calle. La puerta de un coche se abrió y se cerró de un portazo. La mirada cínica de Gabriel le examinaba la cara.

– ¿Me amas, Alethea?

– Sí. Pero no me preguntes por qué.

– ¿Hay alguien más?

Se quedó mirándolo fijo, al borde de las lágrimas.

– No, hombre estúpido.

– ¿Entonces, me dirás todo?

– Sí. No es lo que estás pensando. Audrey solo me aconsejó.

– ¿Consejo? ¿Sobre qué?

– No puedo… no puedo decirlo.

– Por Dios, Alethea. ¿Qué es?

Ella sacudió la cabeza.

La puerta detrás de él se abrió.

– Te amo – le dijo él, su voz baja. Y ahora tenía que enfrentar la verdad de que sin importaba de que se tratara su explicación, sus sentimientos por ella no cambiarían.

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