La prima mayor de Alethea, Lady Miriam Pontsby, una agradable cuarentona entrometida, detuvo a Alethea antes que entrase al comedor formal. Lady Pontsby no había sido invitada oficialmente. Sin embargo, era una pariente querida, con el instinto de un sabueso ante el cambio de aire, y en el minuto en que oyó que su prima estaba entreteniendo a uno de los notorios hombres Boscastle, había atravesado acarreándose a sí misma y a su esposo en su chirriante coche, las lluviosas cinco millas entre su casa y la del conde.
Lady Pontsby tiritó dramáticamente cuando el lacayo le quitó la capa mojada.
– Vine lo más rápido que pude, Alethea, cuando supe quién era tu invitado de honor. Canalla, Boscastle, jugador. Y tu querido hermano no está aquí para protegerte. ¿Por qué no me lo hiciste saber antes?
Alethea sonrió con cariño a su prima baja y rellenita.
– Creo estar bastante segura. El vicario y su esposa están aquí. Y no había ninguna necesidad de alarmarte.
– ¿Tu hermano ya se declaró a Emily? -preguntó Miriam.
– Creo que todavía está juntando valor.
– ¡Ya ha pasado un año! -exclamó Miriam-. ¿Qué está esperando?
Miriam sofocó el impulso de hacerle la misma pregunta a su joven prima. A su práctica manera de pensar, una mujer no fracasaba si hacía un matrimonio menos-que-perfecto. El único fracaso era si no se casaba. La difícil situación de Alethea la preocupaba. Ni viuda ni solterona, no precisamente joven en el mercado matrimonial, presentaba un problema que no estaba cubierto por las reglas de la buena sociedad.
Fue una desgracia que el novio de Alethea hubiese encontrado su fin en el campo de batalla. La gente bien educada no podía discutir los detalles vulgares de la defunción poco digna de Jeremy. Desgraciadamente se había ido, y nadie podía cambiar eso.
¿Pero qué hacer con la dama que había dejado atrás? A Miriam no se le ocurría nada. Alethea pasaba sus horas libres cabalgando y atendiendo los animales de la hacienda, en vez de estar buscando un esposo. Sin darle importancia al duelo. Nadie en Helbourne seguía los dictados estúpidos de la Sociedad.
Y ahora su linda joven prima, a través de las manos de un incomprendible destino, había atraído a uno de los hombres Boscastle a su mesa. ¿Estaba ya Alethea hechizada? No había mostrado interés en otro hombre desde la muerte de Jeremy, o incluso antes, que Miriam recordase. ¿Qué le había pasado a Alethea para invitar a un miembro de la pícara familia de Londres a la casa mientras Robin no estaba?
Miriam no perdió un solo momento para apresurarse a ir a Helbourne a supervisar este curioso asunto. Lo mínimo que podía hacer, como una pariente responsable en el campo, era que su desconsolada prima no fuese persuadida con halagos a un arreglo ilícito con un hombre del encanto indecente de Sir Gabriel.
– Comprendo tu deseo, querida, en ofrecer hospitalidad a un vecino -Miriam continuó mientras su esposo las escoltaba al comedor-. ¿Pero qué si él tiene la intención de convertir Helbourne en una de esas aldeas donde los hombres corrompen a doncellas involuntarias… o voluntarias… y hacen orgías cada luna llena?
Alethea y Lord Pontsby intercambiaron una sonrisa sobre la cabeza de Miriam.
– ¿Sin ayuda de nadie? -Pontsby susurró.
– Imagino que hay más sinvergüenzas de donde él proviene -dijo Miriam-. Esa familia está llena de ellos.
Alethea alzó sus cejas.
– ¿Sabías que en realidad nacimos a menos de una milla de distancia? ¿Y que su…?
– La gente buena de esta parroquia, incluida tú, Alethea, se morirían de vergüenza si miraran por la ventana en una noche de luna, y fuesen testigos de los nobles persiguiendo a las doncellas desnudas, subiendo y bajando por las colinas.
– ¿Por qué no esperamos a ocuparnos de ese asunto cuando y si ocurre? -Alethea se mordió el labio inferior-. Aunque me atrevo a decir que sería una vista menos alarmante que la del hacendado Higgins corriendo detrás de su gallina clueca.
Miriam empalideció.
– Tu querida mamá me está frunciendo el ceño desde su residencia celestial, por haber descuidado mi deber contigo.
Alethea se detuvo en la entrada. Como era una persona que nunca estaba pendiente de las formalidades, había hecho que el lacayo sentase a las personas que habían llegado temprano.
Sin embargo, no había esperado que cada persona que había invitado, se atreviese a salir con lluvia para honrar su mesa. Ella tenía una nutrida concurrencia en sus manos. Wilkins ya había traído media docena de sillas del salón de música.
La principal atracción de la noche entró detrás de ella, ancho de hombros, cabello y alma tan oscuros como la medianoche, un hombre que no sólo había confundido el ingenio de su anfitriona, sino que al parecer había alterado la compostura colectiva de las cinco, súbitamente atentas, invitadas a la cena.
Que sean seis, corrigió silenciosamente Alethea mientras Miriam se volvía a Gabriel con el ceño fruncido que rápidamente se disolvió en un asombro boquiabierto. De hecho su prima se veía tan perpleja con Sir Gabriel en carne y hueso, que casi deseó su desaprobación previa.
– Miriam -le enterró el codo en el costado a su prima-. Canalla, Boscastle, jugador. ¿Recuerdas?
– No creo en todos los rumores que dicen -Miriam respiró, apoyándose contra la puerta mientras Gabriel hacía una reverencia.
– Madam -Gabriel dijo con profunda ironía-, no había tenido el placer…
Miriam miró distraídamente a Alethea.
– Una de las mejores familias de Inglaterra. -Susurró por un lado de la boca-. Por favor, no te desmayes ni eches a perder la noche. Veo posibilidades en tu futuro que no esperaba. Admito que mis comentarios anteriores derivaban de mi ignorancia.
Alethea tomó con firmeza el brazo de su prima, hablándole en tono bajo.
– Piensa en los perversos nobles, Miriam. Imagínate desnuda… yendo en busca de los brazos del canalla.
La mano enguantada de Miriam aleteó en espiral hacia su hombro.
– ¿Qué ocurre si la Sociedad lo ha juzgado mal? -le susurró con una sonrisa pensativa-. ¿Tenemos pruebas de que es un mujeriego? ¿Nos rebajaremos al escándalo y calumniaremos a aquellos que más nos pueden beneficiar?
Gabriel le dirigió una mirada inocente a Alethea.
– ¿Hice algo malo?
Ella miró a otro lado antes de que el rubor culpable la delatara.
– Espero que le guste una comida normal de campo, Sir Gabriel. Un buen asado y pudín.
Se quedó mirándola unos cuantos momentos imprudentes, entonces le ofreció su brazo.
– Es con lo que crecí.
– Y no te ha perjudicado, por lo que parece- dijo Lady Pontsby, avanzando a zancadas con su marido.
Alethea dejó escapar el más leve suspiro y compuso una sonrisa en su rostro mientras ella y Gabriel se dispusieron a separarse para ocupar sus respectivos puestos. Cuando su prima la miró con una sonrisa ladina, pretendió no notarla, y dijo,
– Sir Gabriel ha cenado en muchas mesas desde temprana edad. Espero que nuestra hospitalidad campestre no lo aburra.
Él sonrió galante.
– Sólo necesito una noche tranquila para entretenerme.
Alethea separó los labios.
– Se lo recordaré si empieza a quedarse dormido.
– ¿Con usted en la sala? -sonrió perversamente-. Su presencia haría levantar a un muerto de su tumba.
Ella sacudió la cabeza.
– No se atrevas a decir nada como eso en la cena.
– ¿Por qué no?
– Oh, sólo siéntate, Gabriel. Cómete tu comida y sé un invitado agradable.
Su sonrisa se amplió.
– ¿Serás una buena anfitriona si lo hago?