Estaba de vuelta en su familiar zona de recreación, sumido en el bajo mundo de los placeres, y sin embargo se sentía un extraño. ¿Cómo podía ser? Siempre le habían atraído los antros oscuros, el peligro de la vida secreta de Londres, la incertidumbre. Si pudo sobrevivir a estas calles, podría sobrevivir a cualquier cosa. Bebía poco como solía hacerlo con sus compañeros cuando visitaban algunos viejos refugios. Una vez que había encontrado el envalentonado mundo nocturno de la ciudad, el filo que necesitaba para seguir con vida.
Nada de eso le tentaba esta noche. Ni las citas realizadas en Vauxhall, los encuentros en los palcos, las conspiraciones urdidas en los callejones de West End. ¿Cuándo había cambiado? ¿En Waterloo? ¿La noche que había cruzado el maldito puente y había caído en algo más profundo que en el fondo del rio?
Quería volver atrás y deshacerlo todo. Tal vez toda su vida. No tenía nada que mostrar a cambio, excepto una modesta pensión militar y una casa de campo tan lamentable como se sentía.
¿Y la mujer que había amado durante el tiempo que podía recordar?
Y todavía lo hacía. Maldita su obsesión por ella. Deseaba no haberla oído, deseaba que sus suaves palabras no le hubieran clavado un cuchillo en el corazón. ¿Y si ella había tenido una buena razón para asociarse con Audrey Watson?
Pasó por delante de dos boxeadores que custodiaban la puerta al infierno de la clase alta. El altamente exclusivo establecimiento atendía a los nobles que preferían jugar en una atmósfera más peligrosa que los usuales clubes de caballeros.
Se acercó a la mesa de azar y le dio la bienvenida a la ráfaga de anticipación que corrió por sus venas. Un juego de dados con un buen usufructo. Su presa, un joven caballero que había girado la capa forrada de seda del revés buscando la suerte, estaba ruborizado con porte y falsa bravuconería.
Gabriel sonrió con amargura sobre su hombro a los hermanos Mortlock.
– No puedo desplumar a este tonto. Es un niño. Su madre va a despellejarme. No puedo creerme que haya dejado la fiesta de cumpleaños de mi primo por esto.
Por no hablar de la mujer cuya engañosa dulzura invadía su mente en cada momento. Maldición. Había vivido sin ella la mayor parte de su vida. ¿Cuán difícil sería pretender que no la necesitaba ahora?
– Mira, si juegas, tendrás algo que darle -dijo Erwin Mortlock por detrás.
Gabriel levantó la vista con irritación.
– ¿De quién estás hablando?
– De tu primo, el marqués. Puedes comprarle un bonito regalo de cumpleaños ahora que vas a ganar aquí. Todos volveremos a la fiesta más tarde.
– Puedes comprarme un regalo a mí también -agregó su hermano con una sonrisa.
Un camarero que llevaba un delantal negro se acercó a los tres hombres y se inclinó. -Sir Gabriel, se me ha pedido que lo invite a la planta baja para un juego privado.
Gabriel estiró los puños.
– ¿Quién?
– El Barón Gosfield, señor.
Gabriel dudó. La sala de la planta baja del infierno estaba reservada para las apuestas más intensas y arriesgadas. Conocía a Gosfield sólo casualmente y no le gustaba.
– ¿Cuál es su petición? -preguntó
– Ombre [5], señor.
– Vamos, Boscastle -Erwin le instó-. Es tu juego.
Afortunado en el juego, desafortunado en el amor. Nunca había pensado demostrar o refutar el dicho popular. El concepto de amor había significado poco. Siempre se había aventurado a perder en las aventuras amorosas. La intimidad emocional había sido una puerta en la que se había negado a llamar.
Bajó la escalera de caracol hacia las oscuras profundidades del privado infierno. Por primera vez desde que se había acercado a una mesa de tapete verde y evaluado a su oponente, tuvo un momento de incertidumbre. Pasó. Otra oportunidad de probarse a sí mismo.
Afortunado en el juego, desafortunado en el amor.
Se sentó en una silla alejada de él, su postura relajada. Gosfield levantó la vista y lo evaluó. La sangre de Gabriel se aceleró. Reconoció la rivalidad enmascarada detrás de esos agradables rasgos.
– Es tu juego -dijo Erwin otra vez, sintiendo la tensión entre los dos jugadores-. Tú siempre ganas.
Había pensado lo mismo hasta que había apostado en otro juego. Nunca había apostado en las batallas entre perros y gallos de pelea, creyendo que el riesgo de la vida de un animal indefenso era una apuesta cobarde. En lo concerniente a su propia mortalidad y bienestar, siempre había sido un poco más descuidado.
Esta noche le importaba un carajo todo.
Alethea estaba haciendo sus maletas para irse a casa sólo tres horas más tarde en la sala de arriba de la casa de su hermano. Él y la señora Ponstby habían permanecido en la fiesta de Grayson y no esperaban marcharse hasta la madrugada.
Alegando un dolor de cabeza, una excusa que no era más que una invención, había regresado a la dirección de Cavendish Square para no tener que fingir que estaba disfrutando. No veía la razón para arruinar el placer de su familia de Londres por culpa de su propio dilema.
La familia Boscastle había hecho todo lo posible por disculpar el comportamiento de Gabriel hasta que no pudo soportar su amabilidad otro momento más. Tampoco es que se alentara por la promesa de su amable anfitrión Grayson, el marqués de Sedgecroft, de llamarle la atención a Gabriel cuando pusiera sus manos sobre él.
Alethea se haría cargo de Gabriel, ella misma, si el canalla tuviera el valor de enfrentarla cara a cara alguna vez. Era decente con una pistola. Quizás si le disparara en el brazo o en la pierna nunca regresaría al campo.
No parecía probable, sin embargo, que ella tuviera esta gratificante oportunidad. Si Gabriel podía escaparse tanto de la celebración de su propia familia y de su promesa hacia ella, dudaba que pudiera volver a verlo jamás.
Una vez antes en Londres ella había sido decepcionada, profundamente herida por palabras. Pero no así. Gabriel la había hecho reír, la había hecho creer nuevamente en el amor. Estaba demasiado entumecida para poder llorar. No lo entendía. ¿Había sido todo un juego? No lo podía creer.
Por lo menos ahora ya no tendría que revelar su secreto a nadie. Estaba agradecida de haber sabido lo que era Gabriel antes de confesarle lo que Jeremy le había hecho.